Introducción

El nombre de América Latina surgió a mediados del siglo xix, asociado al desarrollo de una identidad propia de los pueblos al sur del río Bravo y frente al expansionismo norteamericano. La búsqueda de un nuevo apelativo para esta parte del continente americano, al que se denominaba como Indias o Hispanoamérica, había comenzado a finales del si-glo xviii, poco tiempo antes de que estallara la lucha emancipadora en las colonias españolas. Ello estaba en correspondencia con la aparición de una incipiente conciencia protonacional entre los españoles-americanos, como los llamó el jesuita peruano Juan Pablo Viscardo en una carta contestataria de 1792.

Fue el venezolano Francisco de Miranda el primero que se preocupó por una nueva denominación para señalar de manera inconfundible a la totalidad de las posesiones españolas de este hemisferio y también para distinguirla de los Estados Unidos de América, que se habían apropiado del nombre genérico del continente para dárselo a su recién constituida nación. Por eso inventó hacia 1788 el nombre de Colombia, del que ya se había valido cuando elaboró su primer manifiesto independentista, titulado “Proclamación a los Pueblos del Continente Colombiano, alias Hispano-América”, de la misma manera que llamaría después “ejército colombiano” al contingente militar que en 1806 guiara a las costas de Venezuela, o El Colombiano al periódico que editara más tarde en Londres (1810).

La impronta de Miranda es bien visible en el texto de la constitución de la primera república de Venezuela, aprobada en Caracas el 21 de diciembre de 1811, que utiliza el término mirandino de “continente colombiano” como sinónimo de América Hispana, acepción que desde entonces sería de uso común en el vocabulario de los principales patriotas. Sin dudas, en los años de la lucha independentista de las colonias españolas (1808-1826), la conciencia de una identidad hispanoamericana común y de la necesaria unión de todos los que se enfrentaban a España estuvo ampliamente extendida entre los criollos levantados en armas contra la metrópoli. Uno de ellos, Vicente Rocafuerte, más tarde recordaría con añoranza que en esa época tan feliz su generación consideraba a toda Hispanoamérica como su patria de nacimiento. Para los protagonistas de aquella gesta, el “continente colombiano”, como le había llamado Miranda, era un común horizonte “nacional”.

El propio Simón Bolívar, el 27 de noviembre de 1812, encontrándose en Cartagena tras el fracaso de la primera República de Venezuela, en carta al congreso de la Nueva Granada, denominó a Caracas “cuna de la independencia colombiana”,1 expresión que reiteró en su conocido “Manifiesto de Cartagena” preparado a mediados del siguiente mes, y en otros textos de esta etapa. Sin embargo, ya en su “Carta de Jamaica” (septiembre de 1815) se inclinó por circunscribir el término a un ámbito geográfico más limitado, al proponer, por primera vez, el uso de Colombia para designar exclusivamente al nuevo Estado que debería formarse de la unión de Venezuela y Nueva Granada, proyecto materializado en 1819.

1 Simón Bolívar: Obras Completas, t. I, p. 40.

La creación por Bolívar en Angostura (1819) de la “gran” Colombia, mediante la integración de Venezuela, Nueva Granada y Quito, invalidó hasta 1830 el uso del término mirandino para denominar a toda Hispanoamérica. Pero después de la desintegración de la Colombia bolivariana en esa fecha, el apelativo se volvió a usar para aludir a todo el vasto territorio que se extiende de México a la Patagonia, aunque otorgándole un nuevo significado: se trataba de afirmar y definir la identidad común, ya no en contraposición a España, sino frente al brutal expansionismo de Estados Unidos, entonces en pleno apogeo. Así, el panameño Justo Arosemena, alarmado por las pérdidas territoriales de México (1848), las actividades piratescas de William Walker por Centroamérica (1855-1856), los intentos de apoderarse de Cuba y la irritante presencia norteamericana en su tierra natal –que había provocado el incidente de la “Tajada de Sandía” el 15 de abril de 1857–, rehabilitó el nombre de Colombia para designar a la América Hispana en un discurso en Bogotá, el 20 de julio de ese año, en presencia de varios diplomáticos del continente, donde también llamó a rescatar el legado bolivariano de integración.

Una preocupación semejante por la dramática coyuntura creada por las depredaciones norteamericanas sobre México y América Central manifestó el neogranadino José María Samper. En un extenso ensayo a favor de la unidad continental, titulado significativamente “La Confederación Colombiana” (1859), se opuso a la búsqueda de la identidad hispanoamericana en un simple parentesco racial o solo por la comunidad de lengua, cultura o religión. Dos años después, Samper publicó en París su libro Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repúblicas Colombianas (Hispano-americanas) (1861), en cuyo prefacio llevaba más lejos su anterior planteamiento, al proponer ahora el empleo del término de Colombia para designar ya no solo a las antiguas colonias de España, sino a todos los territorios al sur de Estados Unidos.

También el puertorriqueño Eugenio María de Hostos se pronunció durante un tiempo por el uso de Colombia, pero debió dejarlo cuando se adoptó en 1861 como nombre de una república, la antigua Nueva Granada. El obligado abandono del término Colombia, en su acepción mirandina, tenía lugar precisamente en un momento en que ya había surgido la alternativa de América Latina para denominar los territorios del río Bravo a la Patagonia, nombre nacido al calor de los ascendentes antagonismos con el poderoso vecino del norte. Es muy significativo que la expresión América Latina surgiera con un indudable y definido acento antinorteamericano.

La aparición del novedoso concepto, a mediados del siglo xix, estaba vinculado al resultado de las luchas por la independencia del período de 1789 a 1826, cuando tras la emancipación política pasaron a un segundo plano las contradicciones con las antiguas metrópolis europeas y, en su lugar, se alzaron las agudas pugnas con Estados Unidos, que iniciaba entonces su voraz política expansionista. En varios textos de la época, la creciente contradicción con Estados Unidos se fue relacionando con las evidentes diferencias –culturales, religiosas, lingüísticas, étnicas, etc.– que separaban la América del Norte, de origen anglosajón, de una América del Sur, que contaba con un importante componente latino en su ascendencia. La búsqueda de las causas de este diferendo en una distinta matriz étnica fue prácticamente simultánea al surgimiento de la idea de la latinidad de la Europa meridional, y por extensión, de las antiguas colonias ibéricas.

Uno de los primeros autores que se refirió al origen latino de los pueblos que habitaban las colonias españolas fue Alexander von Humboldt. Otro escritor europeo que tuvo un importante papel en este proceso fue el francés Michel Chevalier, quien, en medio del debate que entonces apenas se insinuaba sobre las razas y que iría subiendo de tono hasta llegar muy pronto a tesis claramente racistas, contrapuso la latinidad de las antiguas colonias de España, Portugal y Francia a la América sajona, tal como aparece por primera vez en un texto suyo de 1836.

De esta manera se fue extendiendo, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, la idea de la latinidad de la mayoría de los territorios ubicados al sur de Estados Unidos. Pero aún no se había producido el alumbramiento de una nueva expresión que designara a los países ubicados desde México hasta el estrecho de Magallanes, pues los autores que mencionaban la latinidad de esta parte del planeta seguían usando el término América del Sur para denominar al conjunto de las antiguas colonias de España, Portugal y Francia. Tampoco los primeros escritores hispanoamericanos que aludieron a la latinidad del subcontinente, como el dominicano Francisco Muñoz del Monte, el cubano Antonio Bachiller y Morales o el chileno Santiago Arcos, proponían otro nombre para estos territorios, sino solo lo hacían para destacar la importancia de esa herencia en la conformación de sus pueblos.

En rigor, el neologismo “América Latina”, que al parecer hizo su aparición a mediados del siglo xix, tuvo como verdaderos padres al colombiano José María Torres Caicedo y al chileno Francisco Bilbao, ambos entonces residentes en París. Este último empleó el vocablo, por primera vez, en una conferencia dictada en la capital francesa el 24 de junio de 1856 con el título de “Iniciativa de la América”, donde también se valió del gentilicio “latino-americano”.2 Paralelamente, Bilbao defendió en varios textos a la “raza latino-americana” frente al expansionismo anglosajón, añadiendo además que la “América latina” ha de integrarse, pues en el norte desaparece la civilización y emerge la barbarie. Tres meses después de este discurso fundacional de Bilbao en relación con la denominación de América Latina, Torres Caicedo también lo utilizó, el 26 de septiembre de 1856, en la primera estrofa de la parte IX de su poema “Las dos Américas”.

2 En Miguel Rojas Mix: Los cien nombres de América. Eso que descubrió Colón, p. 344.

Poco después, en febrero de 1861, Torres Caicedo dio a conocer en París sus “Bases” para la Unión Latino-Americana. Pensamiento de Bolívar para formar una Liga Latino-Americana; su origen y sus desarrollos, dirigida a la integración económica y política de las que denominó “Repúblicas latino-americanas”, texto que cuatro años después editaría en forma de libro en la propia capital francesa. El colombiano, a diferencia de Bilbao –quien no seguiría usando el neologismo, en protesta por la agresión francesa en México–, sería un incansable propagandista de la novedosa expresión y su más ferviente difusor, al extremo de corregir las segundas ediciones de sus trabajos anteriores a 1856, para sustituir “América española” por “América Latina”.

Incluso Torres Caicedo fundó en Francia la “Sociedad de la Unión Latinoamericana” (1879), con el propósito de promover de manera sistemática la unión de los países latinos de América, y en cuya mesa directiva figuraron personalidades tan conocidas como el expresidente dominicano Gregorio Luperón y el patriota puertorriqueño Ramón Emeterio Betances. En su libro Mis ideas y mis principios, publicado en París en 1875, el propio autor, que representaba a Venezuela, Colombia y El Salvador ante el gobierno francés, se atribuyó la primacía en la adopción del nuevo término, lo que ha llevado a algunos historiadores a adjudicarle suexclusiva paternidad, desconociendo el papel de coautor que con justicia corresponde a Bilbao.

El uso de la palabra ''latino'', como adjetivo detrás del sustantivo “América”, se haría cada vez más frecuente en la segunda mitad del siglo xix. Entre los escritores hispanoamericanos que ya en la década del 60 lo utilizaban frecuentemente se hallaban Juan Montalvo, Carlos Calvo y Eugenio María de Hostos, precisamente en los momentos cuando los franceses –en el contexto de su intervención en México (1861-1867) y la consiguiente imposición del imperio de Maximiliano–, relanzaban el término para intentar cubrir, con el manto de un supuesto panlatinismo, las aventuras expansionistas de Napoleón III en este hemisferio. Tan extendido se iba haciendo ya en esa década el uso del nombre América Latina, que de él se valieron muchos delegados hispanoamericanos al congreso integracionista de Lima (1864-1865).

El propio José Martí, que acuñó expresiones entrañables como Madre América o Nuestra América, también utilizó en algunas ocasiones la expresión América Latina, solo para constatar la existencia de una comunidad lingüística y cultural, no racial, pues para él “No hay odio de razas, porque no hay razas”.3 Reafirmaba así su sentido integracionista y, al mismo tiempo, reivindicador frente a Estados Unidos; tal como hizo, por ejemplo, en su discurso de Nueva York dirigido a los emigrados cubanos el 24 de enero de 1880, “para descargo de las culpas que injustamente se echan encima de los pueblos de la América latina”, o en un texto escrito tres años después donde anotó: “Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina”.4

3 José Martí: Obras Completas, t. II, p. 112.

4 Ibídem, t. I, p. 690 y t. II, p. 277.

El mismo sentido martiano conferido al término América Latina sería el validado, después de la muerte en combate del Apóstol de la independencia de Cuba (1895), por muchos otros destacados pensadores y figuras revolucionarias del continente. Por su parte, el filósofo uruguayo José Enrique Rodó adoptó el concepto para esgrimir el legado de la tradición latina (Ariel) y contraponerlo al brutal expansionismo anglosajón (Calibán).

En definitiva, a lo largo del siglo xx, el uso de América Latina terminaría por imponerse de manera categórica sobre los otros nombres que ya indistintamente se venían usando: Hispanoamérica, América Meridional (reiterado por Simón Bolívar), Nuestra América (preferido por José Martí); o que se inventarían después: Eurindia (Ricardo Rojas), Indoamérica (Víctor Raúl Haya de la Torre), América Indo-íbera o América indoespañola (José Carlos Mariátegui) y Espérica (Ramón de Basterra).

El término de América Latina se fue popularizando y en su noción moderna mantiene su viejo sentido integracionista, de una comunidad de naciones hermanadas en una misma historia de luchas anticoloniales y antimperialistas. En específico comprende a los pueblos de este continente, económicamente subdesarrollados, surgidos de diversas colonizaciones europeas –fundamentalmente de España, Portugal y Francia– y de un profundo proceso de mestizaje, pero en la actualidad cada vez más identificados entre sí, y que se hallan en campos bien diferenciados al de las grandes potencias contemporáneas, deslindados por las contradicciones que existieron y las que se mantienen entre las exmetrópolis y sus excolonias. Así, en los inicios de un nuevo milenio, el término ya consagrado de América Latina no alude a un simple parentesco cultural, lingüístico o étnico, sino a una más profunda identificación surgida de un pasado y un presente común de luchas, aspiraciones, intereses, problemas y destinos históricos.

Hoy el nombre de América Latina, cuyo uso se ha impuesto casi de manera universal, sirve para designar a los países ubicados del río Bravo a la Patagonia –también Brasil, las antiguas colonias francesas y los grandes conglomerados indígenas–, y es el que se asocia a la aspiración de conformar en el subcontinente una sola comunidad económica y política, dando cima al legado que proclamaron y defendieron las más grandes personalidades latinoamericanas desde los tiempos de Miranda, Bolívar y Martí. Es con tal sentido que se utiliza en esta Breve historia de América Latina.

La presente obra tiene el propósito de ofrecer una síntesis, desde una perspectiva cubana, de la evolución política, económica y social de América Latina desde la llegada de sus primeros habitantes hasta la actualidad. No pretende referirse a todos los acontecimientos ni tampoco hacer un recuento pormenorizado de la evolución de cada uno de los países latinoamericanos. Por el contrario, se parte de una selección de problemas y hechos relevantes, desde una perspectiva histórica comparada. El libro está concebido para ser leído con facilidad, por lo que no se han incluido largas citas, solo algunas pocas frases imprescindibles, debidamente entrecomilladas, acompañadas de su correspondiente referencia bibliográfica. Por la misma razón se ha omitido el aparato crítico y largas notas aclaratorias al pie de páginas, aunque se ha incorporado al final un listado bibliográfico general.

Además, debo aclarar que este libro es una versión corregida, actualizada y aumentada –se han incluido nuevos tópicos y desarrollado más algunos temas– de la Historia mínima de América, publicada por las editoriales Félix Varela (2001) y Pueblo y Educación (2003), a la que se le han suprimido las partes referidas a la historia de Estados Unidos.

 

Sergio Guerra Vilaboy

La Habana, marzo-abril de 2005

 

Capítulo 1