bian1506.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sandra Marton

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendición siciliana, n.º 1506 - octubre 2018

Título original: The Sicilian Surrender

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-025-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El sol era una borrosa esfera dorada en un cielo encapotado mientras el siroco, que soplaba tierra adentro desde el mar, aullaba entre las ruinas del castello como un coro de voces ancestrales de los gladiadores rebeldes que en un tiempo pasado habían defendido ese pedazo de Sicilia frente al Imperio de la Antigua Roma.

Stefano Lucchesi pensó en aquellos hombres mientras subía los últimos escalones de piedra y se detenía en lo alto del acantilado. Al oeste dormitaba inactivo el monte Etna. A los pies de la montaña, las aguas tormentosas del Mediterráneo batían la costa rocosa.

¿Cuántas veces habría ocupado un centinela esa misma posición mientras vigilaba la llegada del enemigo? Romanos, griegos, árabes y normandos habían vertido su sangre en esa misma tierra en su sed de conquista. Los piratas habían acechado cerca de la costa el paso de barcos incautos igual que una jauría de lobos hambrientos.

Los invasores, uno tras otro, habían conquistado la tierra de sus antepasados hasta que, finalmente, se había liberado de sus grilletes y se había granjeado un enemigo propio, una aristocracia que se había enriquecido gracias al sudor de todos aquellos que habían cultivado ese suelo pedregoso.

Stefano se volvió de espaldas al mar, metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros y contempló su reino. El paso del tiempo no había sido generoso. Las ruinas del castello se reducían a unos pocos muros de piedra desmoronados y un puñado de columnas.

Incluso el terreno se había vendido. Stefano había ordenado a su abogado que comprara nuevamente la tierra, pedazo a pedazo, de manos de ancianos encorvados, vestidos de negro, que le recordaban a su abuelo. Stefano había ofrecido un precio más que justo, pero los representantes de su bufete no habían tenido éxito.

Todos los propietarios se habían mostrado encantados ante la idea de vender una tierra básicamente árida y seca hasta que habían oído el nombre del comprador.

–¿Lucchesi? –habían repetido.

Uno incluso había escupido en la tierra a modo de respuesta.

Pero, ¿por qué?

Stefano se había criado en Estados Unidos, donde su abuelo había emigrado décadas antes de su nacimiento. Su padre había fallecido cuando no era más que un niño y su madre, proclamada reina en la fiesta de antiguos alumnos en su Nueva Orleans natal, lo había arrastrado de ciudad en ciudad en una carrera frenética en busca de emociones. Tenía doce años cuando murió.

Sus abuelos paternos, a los que apenas conocía, se habían hecho cargo de él.

Sin embargo, despabilado y ocultando su miedo tras la máscara de la arrogancia, no había tenido que resultar fácil para ellos manejarlo.

Su abuela lo había alimentado, lo había vestido y se había desentendido de él. Su abuelo había tolerado su presencia, se había ocupado de su educación y, finalmente, se había encariñado de todo corazón con su nieto.

Quizás la edad avanzada de su abuelo, unido al hecho de que Stefano hubiera irrumpido en su vida tan tarde, explicara que no llevara en sus venas eso que Jack denominaba «el poso de la Mafia» impreso en la sangre. Su abuelo nunca le había contado historias de venganzas y baños de sangre. Al contrario, le había hablado de La Sicilia, del Castello Lucchesi, de los acantilados, del volcán y del mar.

Ésas eran las cosas que latían en la sangre de Stefano y que tanto apreciaba sin que nunca hubiera llegado a verlas.

Sólo en su lecho de muerte el anciano había reclamado la presencia de Stefano y le había susurrado al oído palabras de honor, orgullo y famiglia, de cómo se había visto obligado a abandonarlo todo y se había trasladado a América para salvar lo que le fuera posible; al padre de Stefano y, de paso, al propio Stefano.

–Recuperaré nuestra tierra –había prometido Stefano.

Había llevado su tiempo. Su compañero de habitación en la universidad estudiaba informática. En esos días, surgían millonarios de la noche a la mañana gracias a empresas virtuales en Internet. TJ pensaba convertirse en uno de esos millonarios. Tenía una gran idea, tenía talento, perspectiva…

Sólo necesitaba el dinero.

Un día de invierno Stefano subió en su viejo Wolkswagen, se dirigió hacia Yale y siguió en dirección norte hacía el casino donde se sumó a una partida de póquer con las apuestas muy altas. Era la primera vez que actuaba por instinto desde el día en que le había prometido a su abuelo que restauraría el honor de la familia Lucchesi, pero no pensó en ello.

Se dijo a sí mismo que merecía un día de descanso. Era un buen jugador de póquer. Jugaba en la universidad sólo por diversión. De hecho, había ganado su viejo coche en una partida en mitad de la noche, en su colegio mayor, cuando otro chico había pensado que se había tirado un farol al apostar todo lo que tenía en la mesa.

Esa noche, en el casino, Stefano había ganado algo más que un coche.

Había ganado miles de dólares.

El casino le había ofrecido una habitación. Había entrado tambaleándose, se había duchado, había dormido y había regresado a la mesa. Tres días más tarde había conducido de vuelta a la universidad, había volcado una pequeña fortuna en la cama de su sorprendido compañero de habitación y TJ se había quedado mirando los billetes con incredulidad.

–¿Qué has hecho, chico? ¿Has robado un banco?

–Ahí tienes tu inversión inicial –dijo Stefano–. Quiero el cincuenta y uno por ciento de las acciones de tu empresa.

Stefano apretó la mandíbula. Habían pasado doce años desde entonces.

El negocio había convertido a Stefano en un hombre más rico de lo que jamás hubiera soñado. Ahora, pese a que su fortuna estuviera invertida en compañías aeroespaciales, en pozos de petróleo en Tejas, en apartamentos de lujo en Manhattan, nunca había olvidado el juramento que le había hecho a su abuelo.

Dos años atrás se había propuesto cumplirlo, pero la conversación con su abogado le había recordado que había lugares y personas para quienes el pasado y la rabia todavía les hacían hervir la sangre.

El siroco ardiente golpeó su espalda y arremolinó su pelo oscuro sobre su rostro delgado. Se apartó los mechones de la cara y nuevamente se metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros.

–Dobla nuestra primera oferta –había ordenado a su abogado.

–Eso es demasiado dinero. Esta tierra no vale tanto…

–No, pero su orgullo sí lo vale. Hazles llegar mi oferta y asegúrate que comprenden que yo también tengo mi orgullo. Explícales que es una oferta que no pueden rechazar.

Jack había asimilado las palabras de Stefano en silencio. Finalmente, se había aclarado la garganta.

–Has visto esas películas, ¿verdad?

Stefano se había reído.

–Haz la oferta y vuelve para informarme.

Ahora estaba hecho. Todo lo que tenía ante sus ojos, la tierra, los acantilados, las ruinas del castello y el paisaje que se perdía en el horizonte le pertenecía. También era suya la casa que había erigido más allá de las ruinas. Había obligado al arquitecto a que se plegase al escarpado paisaje y utilizase las piedras originales del castillo. El resultado era una mansión espléndida, de techos altos y paredes de cristal que ofrecía unas vistas maravillosas sobre el volcán y el mar.

Stefano sonrió. Estaba seguro de que su abuelo se sentiría muy complacido.

Esa noche, tras la salida de la luna, saldría nuevamente con una botella de moscato y una copa. Serviría el vino, levantaría la copa hacia el mar y brindaría por el alma de todos aquellos que lo habían precedido.

Y procuraría que ese lugar permaneciese invisible para el resto del mundo.

Si la prensa amarilla se enteraba sacaría el máximo provecho a esa operación. La noticia añadiría una nota de romanticismo a los cotilleos que ya lo acompañaban. Decían que estaba levantando un imperio. Era un hombre lleno de misterios. Era uno lupo solo. Un lobo solitario.

En eso, al menos, tenían razón. Empresas Lucchesi habían convertido a Stefano en una figura pública. Y, por ese motivo, buscaba el aislamiento en su vida privada.

Había seguido su práctica habitual en la construcción de su nueva casa. Sólo había contratado aquellos profesionales que habían aceptado la firma de cláusulas de confidencialidad y había dejado muy claro que sus abogados actuarían sin ningún miramiento con relación al cumplimiento de dichas cláusulas. Sabía que podía llegar a saberse con el tiempo, pero al menos eso le proporcionaría un respiro.

Un poco antes había oído el zumbido de un helicóptero sobre su cabeza. No había nada extraño en eso. Los helicópteros formaban parte del siglo veintiuno. Pese a todo había mirado al cielo, preguntándose si los fotógrafos habían logrado encontrarlo en tan poco tiempo.

–¡Stef-an-oh!

Stefano contuvo la respiración. ¿Acaso era el viento? El sonido de esa voz, gritando su nombre. No. Tenía que ser el viento.

Stef-ann-oh. ¡Hola! ¿No me oyes?

Parpadeó varias veces. Era imposible que el viento ordenara las palabras sueltas en frases completas y que dibujara la esbelta figura de una mujer que lo miraba desde el pie de la colina mientras se apartaba su melena rubia con una mano y ahuecaba su otra mano alrededor de su boca.

¿Carla? Esa idea golpeó su cabeza. Era imposible. Estaba en Nueva York. Se había despedido de ella un día de la semana anterior mientras las lágrimas se deslizaban sobre su rostro perfectamente maquillado. Pero había dejado de llorar en cuanto había comprendido que hablaba totalmente en serio y su voz se había vuelto chillona mientras espetaba en su cara lo que pensaba de él.

El problema había empezado cuando había irrumpido en su apartamento sin previo aviso y había encontrado a Stefano cómodamente instalado en la mesa del comedor, bebiendo un café y mirando las fotos de la isla. Los acantilados azotados por el viento, las ruinas del castillo y la nueva casa.

–¡Dios mío! –había exclamado, boquiabierta–. Querido, ¿qué es eso?

No habría tenido sentido que hubiera fingido que no lo sabía. El arquitecto había preparado una preciosa carpeta para el proyecto final y cada fotografía estaba etiquetada con esmero.

Castello Lucchesi, Sicilia.

Una casa –había respondido como si tan sólo se tratara de eso.

–Tu casa –había señalado ella en ese tono jadeante que antes había considerado dotado de cierto encanto y que ahora sólo conseguía irritarlo–. Y es perfecta para la portada del primer número de Sueños Nupciales.

–¡No!

–Vamos, Stefano –se había sentado en sus rodillas–. Sabes que me han contratado para que Sueños Nupciales se convierta en la mejor revista del planeta. El primer número es clave para el futuro de mi carrera.

Se había negado por segunda vez y ella había cambiado de táctica. Se había girado y se había sentado a horcajadas sobre él. Entonces lo había besado con esos labios ardientes como el fuego.

Tendría que haberse separado de ella en ese mismo instante. Su relación se había estancado. Se había terminado y Stefano lo sabía. Había perdido interés en Carla. Era egocéntrica, superficial y reclamaba un lugar en su vida que no estaba dispuesto a concederle bajo ningún concepto.

Así que había levantado a Carla de su regazo y había rechazado nuevamente su idea. El teléfono había sonado cuando ella había empezado a llorar. Era su piloto para informarle que su avión privado ya había repostado y estaba listo.

–¿Adónde vas? –había gritado cuando se encaminaba hacia la puerta–. Tienes que hacerlo por mí, Stefano. ¡Tienes que hacerlo!

Al ver que no respondía, Carla había pasado de las lágrimas a las maldiciones y los gritos…

Y ahora estaba ahí. En sus tierras. En su isla. Estaba subiendo a gatas por la falda de la colina como una imagen surgida de una pesadilla.

Notó un nudo en sus entrañas. Estaba furioso ante su temeridad y esa intromisión en su espacio privado. Se dijo a sí mismo que estaba siendo ridículo y que aquel lugar no era sagrado. Sólo tenía derecho a enfurecerse porque ella lo hubiera seguido hasta allí sin su permiso, pero eso no evitaba que hundiera las manos en los bolsillos con más fuerza todavía y apretase los puños.

–Querido –chilló cuando llegó a su lado–. ¿No estás sorprendido?

–¿Cómo me has encontrado? –replicó, seco.

–Ése no es un saludo muy elegante.

–Tienes razón. Es una pregunta. Contéstame, ¿quieres?

Ella sonrió y se puso de puntillas para depositar un delicado beso en la boca inmóvil de Stefano.

–No ha sido tan difícil. Estoy segura de que piensas que tengo la cabeza hueca, pero incluso un niño podría…

–Lamento que hayas hecho un viaje tan largo para nada, Carla.

–¿Eso es lo único que tienes que decirme después de que haya venido hasta aquí para estar contigo?

Stefano torció la boca en una mueca. Ella había acudido por sus propios motivos. Ambos lo sabían.

–… un lugar tan maravilloso, querido, y pensar que no tuvieras intención de compartirlo conmigo…

–¿Has venido en el helicóptero?

–Sí, así es. Hemos aterrizado en un terreno un poco alejado y después un taxi…

–Regresa y dile al piloto que te lleve al aeropuerto.

–¿Cómo? –Carla parpadeó.

–He dicho…

–Te he oído. Pero no puedo creerme que me estés echando.

Las lágrimas centellearon en sus ojos. Stefano pensó que era muy buena en esas situaciones.

–Carla.

Habló con calma, consciente de que la ira que crecía en su interior se acercaba a un punto sin retorno, pero decidido a que ella no lo notara. Apreciaba tanto el dominio de sí mismo como la intimidad. El impulso emocional era una de las características que menos admiraba de la gente de Sicilia. Había conducido a su abuelo a la ruina.

–No vas a quedarte –sentenció.

–¿Quieres decir…? –su voz tembló–. Me estás diciendo que no soy bienvenida, ¿no?

Estuvo a punto de echarse a reír. ¿Creía seriamente que una escena de ese tipo funcionaría?

–Quiero decir –señaló con tacto– que no te he invitado.

–No tenías que hacerlo. Llevamos juntos mucho tiempo –replicó Carla.

–Cuatro meses –señaló en un tono gélido.

Era muy consciente, pero no le importó.

–Cuatro meses –repitió ella con el mismo énfasis que si fuera toda una vida– y ahora, sólo porque te he pedido un pequeño favor…

–Creo que mi respuesta fue muy clara. Nadie va a sacar mi casa en la portada de una revista –contestó.

–Entonces, ¿es tu casa? –dijo con una sonrisa astuta–. ¿No vas a transformar esta propiedad en un complejo turístico?

Stefano se maldijo entre dientes por su credulidad.

–Adiós, Carla –dijo y pasó junto a ella.

Ella alargó la mano y lo sujetó de la manga de la camisa.

–No se trata sólo de la portada, Stefano. Quiero dedicarle todo el número. ¡Sería la revista más alucinante que nadie haya visto jamás!

Stefano se soltó de un tirón e inició el descenso de la pendiente. Carla se apresuró para colocarse a su altura, pero resbalaba con los zapatos de tacón de aguja.

–Sólo te pido que me escuches, ¿de acuerdo?

Stefano no contestó.

–Tal y como lo he planeado, mantendrías la privacidad al tiempo que se realzaría el carácter intimista del reportaje –explicó Carla.

Llegaron al pie de la colina. Stefano buscó con la mirada el taxi de Carla. La carretera y el camino estaban desiertos.

–Ésta es mi idea, Stefano –Carla encaró a Stefano con una expresión resplandeciente a causa de las luces que se habían encendido en la parte trasera de la casa–. Un profesional en cada área. Un fotógrafo de primera clase, un artista del maquillaje, una preciosa modelo…

Gritó cuando Stefano la agarró por los codos y tiró de ella con fuerza.

–¡No! ¿Es que estás sorda? No habrá ningún reportaje. Nada de modelos, ni fotógrafos ni nada.

–Me estás haciendo daño.

Seguramente era verdad. Apartó las manos con cuidado y dio un paso atrás.

–¿Dónde está tu taxi?

–He dicho que no me esperase –sonrió.

–Espera aquí. Avisaré a alguien para que te lleve al aeropuerto –dijo y se alejó de ella por última vez.

–¡Stefano!

Su voz sonó suave como la brisa. Consiguió que se le erizase el vello de la nuca, pero prosiguió su camino.

–¿En qué revista preferirías que apareciesen esas fotografías, Sueños Nupciales… o Rumores?

Stefano se detuvo en seco.

–Tienes un minuto para reconsiderar esa amenaza –dijo mientras se volvía hacia ella–. Después, voy a echarte de mi propiedad.

Carla palideció. Estaba asustada. Pero también estaba decidida. Stefano lo notaba en esa leve inclinación de la cabeza.

–Ya lo he preparado todo. La modelo, el fotógrafo, el maquillador… Todos llegarán aquí mañana por la mañana.

–¿Disculpa? –replicó, boquiabierto.

–He dicho…

Se acercó a ella en dos zancadas, agarró a Carla por los hombros y zarandeó su figura hasta que le castañetearon los dientes.

–¿De qué demonios estás hablando?

–¡Suéltame!

–¡Explícate, maldita sea!

–¡Te demandaré por agresión si no me sueltas!

No sería una agresión, sería asesinato. Estaba a un paso de cruzar esa frontera. Aturdido ante la intensidad de su arrebato, soltó a Carla.

–Explícate –repitió.

–Me gustaría, pero no me escucharías –se recogió sobre sí misma y lo miró a la cara.

Entonces su voz adquirió un timbre más agudo y la excitación brilló en sus ojos.

–¿Crees que lo sabes todo para ganar dinero? Es posible, pero no tienes la menor idea de cómo funciona la industria editorial. Tanto si lanzas al mercado una revista nueva como si quieres reflotar una publicación antigua, necesitas un número que atraiga todas las miradas. Sólo un número y la revista logrará tanta publicidad que soltará chispas. Y yo, también.

–Busca otra manera para encender ese fuego. Nadie pondrá un pie en mis tierras sin mi permiso –contestó Stefano.

–Sólo estaremos aquí tres días, nada más. No voy a insultarte ofreciéndote dinero para que nos permitas realizar el reportaje en tu propiedad.

Se rió y Carla se sonrojó.

–No me obligues a ponértelo difícil, querido.

–¿Obligarme?

–Quieres mantener tu vida en secreto, ¿no es cierto? –esbozó una sonrisa taimada–. Se me ocurren media docena de periódicos sensacionalistas que se frotarían las manos si les ofreciera una entrevista en exclusiva con la amante del gran Stefano Lucchesi, además de unas vistas aéreas de su nueva residencia.

En el siguiente silencio, Stefano pudo distinguirlo todo. El latido de su corazón. El lejano bramido de las olas y el graznido agudo de un ave por encima del agitado mar.

–Podría matarte –dijo con voz tenue–. Nadie lo sabría. Sólo tengo que arrastrarte hasta la cima de los acantilados y tirarte desde allí. Para cuando tus restos llegaran a la costa, los cangrejos habrían devorado la carne.

La sonrisa de Carla tembló, pero se acercó un poco más a él.

–Puedes comportarte como un bastardo despiadado cuando te lo propones, Stefano Lucchesi. Pero, ¿asesinar a una mujer? Nunca.

Stefano miró fijamente a su antigua amante durante unos momentos interminables. Entonces escupió a sus pies, rozó su cuerpo al pasar junto a ella y se encaminó hacia la casa.

Quizás sus sueños apuntaban demasiado alto.

Ella había profanado ese lugar.

Quizás su abuelo había hecho bien al alejarse de la isla.