EL LABERINTO CATALÁN

 

 

 

Benoît Pellistrandi

EL LABERINTO CATALÁN

 

Arqueología de un conflicto superable

 

 

 

Traducción de Ignacio Merino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El laberinto catalán

Arqueología de un conflicto superable

 

Título original: Le labyrinthe catalan

 

 

© 2019, Benoît Pellistrandi

© 2019, de la traducción Ignacio Merino

© 2019, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

© 2019, Groupe Elidia

Éditions Desclée de Brouwer

10, rue Mercoeur - 75011 Paris

9, espace Méditerranée - 66000 Perpignan

 

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

 

ISBN: 978-84-17241-48-3

 

 

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Sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles. […] El problema catalán es un problema perpetuo que ha existido siempre, antes de que surgiese la unidad peninsular, y seguirá siendo mientras España subsista; […] El problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. […] El pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo; […] Es un anhelo de vivir aparte.

 

José Ortega y Gasset, 3 de mayo de 1932[1]

 

 

 


[1] Discurso pronunciado en las Cortes con ocasión del debate sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, durante la Segunda República.

 

 

 

 

La versión española de este ensayo está dedicada
a algunos de mis mejores amigos, los historiadores
españoles Pablo Pérez López y Juan Francisco Fuentes,
cuyos trabajos y consejos me han guiado en el estudio
de la historia de España y de Cataluña, así como a mis
«primos españoles» de la familia de las Pascualas.

 

Prólogo para españoles

¿Me perdonará el lector que me atreva a copiar al maestro Ortega y Gasset añadiendo al texto inicial de mi libro Le labyrinthe catalan un «Prólogo para españoles»? No se trata de una pedantería, sino más bien de un modesto homenaje a la cultura española a la cual debo tanto. Aunque este libro haya sido pensado y escrito para un público francés, toda la materia la he sacado del estudio atento y minucioso no solo de la política española contemporánea, sino también de la prensa y de los libros de los historiadores españoles.

Mi trabajo estaba destinado a sintetizar elementos y datos para intentar explicar la crisis catalana que sorprendió a los franceses por su intensidad y que, rápidamente —todo hay que decirlo—, cansó. Hoy en día, existe un evidente desinterés frente a lo que ya se ha convertido en algo anecdótico. Pero todos los que hemos trabajado el tema sabemos que no es el caso. La crisis catalana es un verdadero desafío a lo que representa política, institucional, jurídica, cultural y emocionalmente España.

Existe una verdadera paradoja: la opinión pública española, si nos creemos las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) —y no hay por qué no tomarlas en cuenta—, no ha hecho de Cataluña el problema más grave que debe afrontar el país, salvo en el momento más álgido de la crisis, en el otoño de 2017. Sorprende la rapidez del desinterés masivo por parte de los españoles residentes fuera de esta comunidad, donde, sin embargo, la situación es algo distinta y se percibe claramente la tensión en la que allí están sumergidos los ciudadanos no catalanes. Llama la atención el hecho de que la crisis más grave que está atravesando el país desde la Guerra Civil esté tan mal valorada o apreciada por los propios españoles.

Para los historiadores, los hechos son nuestra materia prima. Este último hecho nos indica una primera hipótesis. La crisis catalana es gravísima. Pero se trata de una crisis política. Es decir, que, a pesar de todo, es superable. De ahí que hayamos subtitulado este ensayo: Arqueología de un conflicto superable.

Los españoles y los catalanes lo han sentido. (Me resisto a oponerlos: no existe razón jurídica para hacerlo. Solo existen ciudadanos españoles, los unos residentes en Cataluña, los otros en el resto del territorio español. Si entramos en una distinción entre catalanes y españoles existe el riesgo de caer en una tentación etnicista: serán catalanes los que han nacido en Cataluña de padres catalanes. Ahí está la comedia Ocho apellidos catalanes para recordárnoslo con humor). Unos y otros saben que es una crisis fabricada y deseada, y de ahí que tenga un carácter artificial. Artificial pero verdadero. No se trata aquí de infravalorar los hechos políticos. La crisis es grave, pero no obedece a una fatalidad histórica. Las tensiones entre Cataluña y el resto de España son reales, existen y se manifiestan en ocasiones contadas en la historia. Forman parte de la realidad histórica del país. Ni son nuevas, ni son un lastre con el cual la nación española tendría que cargar como una maldición.

El libro parte de esta premisa. Por eso, en un primer capítulo intento analizar la génesis de la crisis explicando la trayectoria de la democracia española desde la Transición hasta hoy. Todos sabemos que el pacto fundamental de la Transición fue la democratización y que este concepto estuvo amarrado al ideal de descentralización. De ahí la importancia cardinal de la creación del Estado autonómico español. El modelo funcionó. Y, aunque suene a tópico propagandista, es verdad —todos los historiadores (y no solo nosotros) lo sabemos— que a partir de ahí España ha gozado de uno de sus mejores periodos históricos. A los escépticos que me pidan una definición de lo que es «un buen periodo histórico», les contestaré que se manifiesta por un progreso político hacia una sociedad de libertades aseguradas, por un progreso material avalado por un bienestar creciente, por una proyección internacional y una reputación nacional mejoradas, por la superación de dificultades anteriores. Pues bien, entre 1975 y hoy, España se ha convertido en una potencia amable, con una imagen exterior muy positiva, que se ha dotado de un estado de bienestar equiparable con los de su entorno europeo y que goza de instituciones políticas democráticas. No se trata de dibujar un cuadro idealizado: ahí están los recuerdos del terrorismo de ETA y los golpes infligidos a la sociedad española; ahí están los vaivenes de la coyuntura económica y huelga decir que la Gran Recesión iniciada en 2008 ha golpeado hasta los cimientos de la prosperidad española; ahí están los casos de corrupción que han puesto en tela de juicio hasta el principio democrático y la imperativa honestidad representativa; ahí están los conflictos sobre la interpretación del pasado español y los enfrentamientos entre dos (o más) Españas. Pero estas cicatrices o fracturas en la convivencia española no han destruido el logro fundamental: el principio democrático con todas sus obligaciones morales como organización de la vida en común de los españoles, que hoy asumen un sólido compromiso con esta exigencia, capaz de marcar la cultura política (a pesar de las actuaciones partidistas y de los personalismos de los líderes).

Esta realidad es tan potente que explica también el origen de la crisis catalana. El modelo constitucional español de 1978 y su desarrollo a través de los Estatutos de autonomía han nacido de un consenso dura e inteligentemente trabado, a la vez que se ha ido asentando cada vez con más fuerza en la sociedad. La descentralización ha configurado una democracia española que funciona y que satisface mayoritariamente a los españoles. Los nacionalismos regionales han sabido detectar la amenaza que este consenso podía representar para sus propios intereses. La declaración de Barcelona de 1998, presentada y firmada por Convergència i Unió (CiU), el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y el Bloque Nacionalista Galego (BNG), lo indicó de manera luminosa. El modelo autonómico, al diluir nacionalidades y regiones en un mismo patrón de Estado, había entrado en un impasse que, por otra parte, podía ser una trampa para los derechos históricos de estos tres territorios. Si toda España estaba descentralizada, ¿qué diferencia existía pues entre La Rioja y Cataluña? ¿entre Murcia y el País Vasco? ¿Entre Castilla la Mancha y Galicia? El meollo de la cuestión radicaba en una dimensión estrictamente política: en una España donde las 17 comunidades autónomas tenían, más o menos, las mismas competencias, ¿de qué peso iban a disponer las «tres nacionalidades históricas»? Más claro aún: ¿de qué poder iban a gozar los partidos nacionalistas que monopolizaban el poder? La cuestión era transcendental para CiU, de Jordi Pujol, y el PNV de Xavier Arzalluz (mucho menos que para el BNG, que no había alcanzado el gobierno gallego y que solo lo hará entre 2005 y 2009 en coalición con los socialistas). Cabe recordar que hasta 2003 en Cataluña, y hasta 2009 en el País Vasco, no hubo alternancia en los gobiernos autonómicos. Tanto CiU como el PNV habían hecho de Cataluña y del País Vasco verdaderos centros y bloques de poder a base de reclamarse herederos del nacionalismo. De ahí una ley del sistema político español: para no dejar de existir, un partido nacionalista está condenado a una escalada reivindicativa. Como había diagnosticado en su tiempo (1980) el entonces ministro de Administración Territorial y uno de los sietes «padres» de la Constitución, José Pedro Pérez Llorca, los partidos nacionalistas iban a convertir al Estado en una cantera de la cual sacar todo lo posible en términos de beneficios electorales en sus respectivas regiones y para construir un poder inexpugnable.

Pues bien, a pesar de esta dinámica a la vez previsible e imprevisible, el Estado de las Autonomías ha sido la forma más duradera y más satisfactoria de la democracia en España, y ha contribuido a formar la cultura política democrática de los españoles. Son minoritarios los que quieren volver a una centralización de naturaleza jacobina. En el análisis que hago de la génesis de la crisis catalana de los años 2010-2019 (aunque se podría alargar la cronología partiendo de la reforma del Estatut en 2006, y entonces habría que remontarse a la alternancia en el gobierno catalán en 2003), subrayo el hecho de que el asentamiento definitivo de la cultura autonómica hubiera constituido para los partidos nacionalistas un fracaso. Han saboteado un modelo de Estado que han visto asentarse y prosperar (el plan Ibarretxe se fraguó entre 2000 y 2005). Es legítima la pregunta de hasta qué punto el nacionalismo, no como ideario político, sino como sistema político tal como se ha ido desarrollando —a saber: administraciones controladas, monopolio electoral, clientelismo—, es compatible con el constitucionalismo español. Esta es una pregunta de fondo que obligará a una reflexión teórica y práctica.

Sin embargo, hay que volver a la vida política cuando, a partir de 1993, se hace necesaria para la estabilidad del gobierno del país la cooperación de partidos-bisagra. Tanto el PSOE como el PP, para completar sus mayorías simples, tendrán que recurrir al apoyo de CiU y/o del PNV. Pero estos dos partidos rechazarán comprometerse con el gobierno participando en él. El «centro» se veía depender de las «periferias», el conjunto de las partes. La consecuencia fue la aparición de un anticatalanismo o de un antivasquismo que eran más bien la expresión del rechazo de la forma de entender la política como un trueque indefinido por parte de CiU y del PNV. Los discursos antinacionalistas aportaron agua al molino de los nacionalismos que pretenden así convertirse en víctimas del españolismo. La enorme ventaja de ser un partido nacionalista es que dispone de una capacidad de movilización emocional cuyos efectos políticos son muy rentables en su comunidad. Aparece la tensión o la dialéctica entre Madrid y Barcelona, Madrid y Vitoria (o Bilbao o San Sebastián) y surgen los eslóganes simplificadores como «España nos roba».

Entre 1980 y 2010, esa ha sido la dinámica política entre los poderes que hacen y son el Estado español. Los agravios que se han multiplicado a partir de 2003, y sobre todo 2010, han hecho olvidar los grandes logros de la España nueva surgida a raíz de la Constitución de 1978, como por ejemplo la Olimpiada de 1992. La Barcelona sede de los Juegos Olímpicos de 1992 se convirtió en el escaparate de la España democrática, europea y europeísta. Nunca un acontecimiento de tal calibre hubiera sido posible sin la colaboración leal de las distintas partes del Estado español: el gobierno central, la Generalitat, el ayuntamiento de Barcelona. ¿Cómo explicar que hemos pasado de la fiesta de 1992 a la crisis de 2017? ¿Es posible tal cambio en un cuarto de siglo?

Analizar la génesis de la crisis catalana en la perspectiva de los cuarenta años de funcionamiento de las instituciones democráticas españolas me parecía la mejor manera de enfocar la realidad de lo que se ha ido construyendo a partir de 2010. Una crisis política es el encuentro de una coyuntura con una estructura. La estructura es el Estado autonómico, la coyuntura la crisis política y social; la estructura es una sociedad catalana profundamente transformada por las políticas de la Generalitat, sobre todo en el terreno lingüístico, la coyuntura el reordenamiento de las fuerzas políticas en Cataluña a partir de 2010 con el declive del enfrentamiento izquierda (PSC)/derecha (CiU) a favor de un enfrentamiento entre nacionalistas (CiU y después JxCat, ERC, CUP) y no-nacionalistas (PSC, C’s, PP); la estructura es la llegada al poder de una generación postransición y la coyuntura un PSOE debilitado por los efectos de la crisis y un PP fuerte en toda España salvo en Cataluña. Hay mucha racionalidad en la crisis catalana, mucho más de lo que el público ha podido creer.

En el segundo capítulo —Genealogía del nacionalismo catalán— intento esclarecer los distintos orígenes culturales e ideológicos del catalanismo. El plural sería más justo. Existen distintos catalanismos nacidos a lo largo del siglo xix y que han ido conformando un caleidoscopio de Cataluña. El romanticismo historicista —compartido como fenómeno cultural con el resto de España— ha construido una imagen de Cataluña aún hoy imperante en los imaginarios nacionalistas. El catolicismo catalán ha contribuido de manera decisiva al renacimiento literario del idioma catalán, y sus grandes lugares, como la abadía de Montserrat, son imprescindibles para esbozar la geografía sentimental y política catalana. La aparición de una potente clase obrera ha hecho de Cataluña, o mejor dicho, de Barcelona y su cinturón industrial, el principal foco de la lucha de clases en España. Un catalanismo de izquierda ha surgido enriquecido de toda la problemática social de la Revolución Industrial. La idiosincrasia catalana se debe a que en esta región se han vivido de manera intensa todos los cambios estructurales que transformaron una sociedad rural y anclada en los mecanismos del Antiguo Régimen en una sociedad dual, rostro vivo y dinámico de los cambios acelerados de la modernidad. Cataluña ha sido más moderna que el resto de España por la concentración de estos fenómenos, no por una especificidad cultural o genética. Ahora bien, este despegue de Cataluña ha hecho surgir una sociedad, en algunos puntos, distinta del resto de España. Pero ¿qué gran país no conoce este tipo de distinciones?

En Francia fue estructural la línea Le Havre-Marsella (o Le Havre-Ginebra): al este, el país transformado por la Revolución Industrial; al oeste, el país rural. Al este, los bastiones de la república; al oeste, los feudos reaccionarios. En el este, la modernidad; en el oeste, el arcaísmo. Esta visión ha servido de explicación de las dinámicas franceses. Pero progresivamente, a raíz de los cambios estructurales de los años 1970-1980, todo ha cambiado. La fachada atlántica del país se ha modernizado y hoy en día la Francia del oeste es la Francia dinámica, moderna y progresista (basta ver los mapas electorales), mientras que la Francia del este se convierte paulatinamente en potente bastión del Frente Nacional de los Le Pen. En Italia, la fractura Norte-Sur explica gran parte de la vida política y social. La geografía es reveladora. No es la expresión del «carácter nacional». Y la geografía, por lo menos la geografía humana y económica, cambia y cambia rápidamente. La oposición entre Cataluña y el resto de España no es un hecho natural, sino la consecuencia de fenómenos materiales y culturales históricos.

Los catalanismos son el resultado político de toda esta historia contemporánea. No se pueden explicar sin tener en cuenta el conjunto nacional español en el cual se van desarrollando. Los catalanismos son distintas respuestas a los desafíos de la modernización incompleta y necesaria de España. Son una subcultura política española (siempre que esta noción de «subcultura» no sea interpretada como una expresión despreciativa). Lo que trato de decir es que el catalanismo se articula en la problemática nacional española. El Memorial de Greuges de 1885 se debe leer como una propuesta de mejor encaje de Cataluña en España, y utilizo el término «encaje» porque ha salido en la prensa y en los debates públicos en estos diez últimos años. Eso no significa que los catalanismos no tengan su propia densidad y no hayan ido elaborando un proyecto nacional. Pero en su matriz son fruto de la efervescencia de la política moderna en el marco nacional español.

Dibujar el mapa de las distintas corrientes dentro del nacionalismo catalán es tarea ardua. Como he precisado antes, este breve ensayo ha hecho de la síntesis su marca de fábrica. Que no se equivoque el lector: no encontrará en estas páginas un estudio pormenorizado de todas las manifestaciones del nacionalismo catalán. Obras importantes y casi definitivas —pienso en los magníficos libros de Joan Lluis Marfany— están a disposición del lector español. Lo que he intentado ha sido aclarar las distintas fases y corrientes en sus coordenadas cronológicas. Este esfuerzo es imprescindible para no caer en unas simplificaciones ideológicamente orientadas. En cualquier nacionalismo existe una tentación holística. Pero el nacionalismo es un producto de síntesis, lo que explica su dinamismo y su capacidad transformadora. Los catalanismos merecen ser, pues, bien cartografiados para adentrarse en este laberinto catalán y, sobre todo, para ir imaginando el hilo de Ariadna que permitiría salir de él.

El último capítulo ahonda en lo que la crisis catalana dice del momento histórico de España. Pocos países europeos han sufrido semejante trance. Eso explica seguramente una incapacidad de parte de la opinión pública para entender lo que estaba en juego en la crisis. Muchos se han tragado la propaganda independentista enarbolando el famoso «derecho a decidir» sin preguntarse sobre la realidad constitucional e institucional de España. Muchos han sugerido al gobierno de Madrid adentrarse en un proceso descentralizador ¡ignorando que España es seguramente el país más descentralizado de Europa! Hasta algunos ministros europeos han venido con consejos a sus homólogos españoles, que se han sentido obligados a explicarles la realidad del funcionamiento del Estado español. El independentismo ha jugado con la ventaja de un gran desconocimiento de la realidad española en el resto de Europa, sobre todo en el mundo anglosajón, donde seguramente la fuerte impronta de la leyenda negra sigue sesgando la percepción de España.

Es necesario, pues, explicar el contexto español de la crisis catalana, pero también ir más lejos y descifrarla desde un punto de vista de filosofía política. La «revuelta catalana» del otoño de 2017 es el primer ejemplo —esta es mi tesis— de una revolución contra una democracia liberal. A pesar de vivir en un Estado de derecho, con un texto fundamental rigiendo poderes y contrapoderes, con elecciones que aseguran una representación política democrática y, por lo tanto, guste o no guste, justa, los independentistas catalanes se han rebelado contra la democracia española. Y lo han hecho descalificándola. Era una jugada fácil: el recuerdo del franquismo estaba ahí para movilizarlo y tachar a España de falso régimen democrático. Con eso nos adentramos en el corazón del laberinto catalán: una relación enfermiza con la verdad de los hechos.

No se trata solo de que el proyecto de independencia se haya vendido a golpe de fake news, sino también de que se haya limitado a ser meramente emocional e irracional. Las consecuencias posibles de dicha independencia han sido siempre el punto ciego del debate. No se ha profundizado lo suficiente en el análisis de la posición de los otros países de la Unión Europea, ni a la hora de dar a conocer estudios financieros y económicos que hubieran estimado el coste real de la secesión. Explicar cómo la caja de la Seguridad Social española iba a ser reorganizada habría requerido, sin duda, una reflexión más profunda, igual que las implicaciones de la salida de la Unión Europea de la nueva república catalana. El proyecto secesionista ha escapado de la realidad bruta y dura para alcanzar el sueño romántico donde todo es factible, todo es posible.

Sin embargo, la realidad se ha impuesto.

La secesión no ha sido posible. Y no lo ha sido por muchas razones que los líderes del «procès» conocen, pero no reconocen, porque sería su muerte política y seguramente también la del catalanismo para muchos años.

La verdad es que la independencia ha fracasado y no habrá independencia a corto plazo. Solo a partir de este reconocimiento y del de algunas otras verdades se podrán sentar las bases de la superación del conflicto. Estas verdades son las siguientes:

 

1. No existe una mayoría social suficiente que permita la secesión. Esta opción política es tan importante, tan vital, que requiere por lo menos la adhesión de los dos tercios de la población. Estamos lejos de estos niveles.

2. Europa no está esperando la independencia de Cataluña. No se trata de que los Estados sean conservadores por naturaleza, sino de que el proyecto europeo se asienta en una cesión progresiva y ordenada de soberanía para ser más eficaces en un mundo global y, sobre todo, más solidarios y más pacíficos en la propia Europa. Reivindicar más soberanía es hoy por hoy antitético con el proyecto europeo. Europa no será la palanca para el nacimiento de una Cataluña insolidaria con España cuando justamente Europa es el resultado del abandono de todos los nacionalismos que, como afirmó con certeza el presidente Mitterrand en mayo de 1995, representan «la guerra». Europa es, por esencia, un proyecto antinacionalista.

3. La independencia de Cataluña podría ser un proyecto político solo siempre que se presentara como un proyecto de futuro y no como un ajuste de cuentas con un pasado deformado. El fracaso del proyecto de Carles Puigdemont y de Oriol Junqueras, ayudados por Carme Forcadell, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart entre otros muchos, radica en su posicionamiento: no ha sido un proyecto de futuro, no han mirado adelante, sino siempre en el retrovisor deformante de su conocimiento partidista de la historia. Se han echado al monte con una brújula estropeada, con mapas distorsionados y con un GPS alocado. Se han perdido en sus propias fantasías por culpa del craso error que representaban sus análisis históricos. Después han acusado al Estado español y a Europa. ¡La culpa del fracaso la tenían los otros! Pero no es así. La culpa del fracaso la tienen ellos por haberse equivocado, por haber creído en sus quimeras y por haber emborrachado a parte del pueblo catalán con sus discursos emocionales y victimistas. Una revolución copernicana del proyecto independentista sería indispensable si quisiera volver a tener credibilidad política. Habría que presentarlo con todas sus consecuencias previsibles (¡también las habrá imprevisibles!) y con justificaciones que encajen con el Estado de derecho, es decir, con una absoluta garantía de los derechos de las minorías discrepantes. Una secesión es un trauma. No es el viaje a Ítaca prometido por el expresident Mas. ¿Quién se atreve ahora a presentarse delante de los electores prometiendo «sangre, sudor y lágrimas», cuando antes se habían dibujado perspectivas lisonjeras pero falsas?

 

El conflicto catalán es un conflicto político superable. Lo afirmo como historiador, aunque el historiador no debería pronunciarse sobre el futuro. En realidad, el historiador, sin predecir el futuro, conoce el amplio conjunto de las situaciones posibles y puede valorar el potencial de una situación presente. No es verdad que exista un agravio histórico insuperable entre Cataluña y España, entre catalanes y el resto de los españoles. Existen tensiones, a menudo incomprensión, pero también una historia común que los vincula mucho más que los separa. La política consiste en encontrar una solución, idealmente pacífica. No será una solución perenne porque eso no existe. Pero será una solución duradera, siempre que haya sido elaborada con buena fe y buena voluntad por las partes implicadas. ¿En qué medida el modelo constitucional del 78 está realmente agotado? Es una pregunta a la cual deben contestar los españoles. ¿En qué medida una república catalana construida sobre las bases de las leyes de «desconexión democrática» sería justa y respetuosa de los derechos de los antiindependentistas? ¿En qué medida Cataluña es Cataluña o debe ser más Cataluña?

En esta última pregunta, que supone un desafío intelectual, cultural, político e historiográfico para todo el conjunto de la sociedad española y, en consecuencia, para todos los europeos, radica una de las claves esenciales de la solución política del conflicto actual. Porque si la solución política pertenece al conjunto de los ciudadanos españoles, los principios que la regirán deben seguir siendo los del núcleo común europeo: democracia, libertad, respeto de las minorías, separación de poderes, universalidad frente a la tentación etnicista o racista. No hay ningún motivo para creer que eso no sea factible. Confiar en la razón y en la defensa del bien común es, hoy por hoy, el mejor camino hacia la recuperación del seny…, una necesidad para Cataluña y para España. Esa recuperación significará una magnífica noticia para todos los europeos.

 

Monségur (Francia), julio de 2019