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ÍNDICE

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Primera parte

1

2

3

4

5

Segunda parte

1

2

3

4

5

6

Tercera parte

1

2

3

4

5

6

Epílogo

Edgardo Cozarinsky

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Para hablar con los vivos necesito palabras

que los muertos me enseñaron.

ALBERTO TABBIA

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

1

—LOS CUENTOS NO SE INVENTAN, se heredan.

El viejo hablaba en voz baja pero firme.

—Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se trasmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido.

Se aclaró la garganta y después de un silencio añadió:

—A mí, de todos modos, los cuentos no me interesan.

La enfermera se acercó con unas mantas. Su sonrisa profesional no mitigaba la severidad del tono con que me hablaba.

—El abuelo no está acostumbrado a recibir visitas. Dentro de unos minutos servirán la cena y si no descansa antes le caerá mal.

Me miraba a los ojos. No pude sino ponerme de pie. Al pasar apoyé una mano sobre el hombro del viejo y murmuré:

—El domingo que viene vuelvo a visitarlo.

Pero murió tres días más tarde y me quedé sin saber tantas cosas.

* * *

Creo que fue la primera vez que lo visité cuando le oí decir algo así como que los sueños son la única manera que tienen los muertos de comunicarse con nosotros.

Me parece oírlo: “¿Nunca le llamó la atención que en los sueños no veamos a los muertos en la tumba, ni el ataúd en que los vimos por última vez, cuando los velaron? Están a nuestro lado, caminan, comen, discuten, se pelean con nosotros. Me pregunto si Dios no nos habrá dado la facultad de soñar para que los muertos puedan comunicarse con nosotros, o para que volvamos a ver un poco a los que nos dejaron”.

—¿Dónde leyó eso? No me suena al Talmud…

—Lo decía mi maestro, que era de Vilnius.

El nombre de la ciudad lituana le nubló la mirada. Nunca lo había visto lagrimear y tuve miedo de que llorase. Me apuré en hablar:

—Vamos, abríguese un poco que lo invito a tomar una grapa en el bar de la esquina.

—Creo que cerró la semana pasada.

—Estaba abierto hace media hora, cuando pasé.

Abrió el placard y alcancé a entrever dos pantalones y una campera de lana sintética color violeta con un hirsuto forro blanco. “Pobre, se la debe de haber regalado la nuera”, pensé; pero luego recordé que el hijo vivía en París y la mujer se había quedado en Barcelona.

La vereda era apenas una serie irregular de baches. Había llovido desde la mañana y lo que quedaba de cemento estaba resbaladizo. Le pasé una mano sobre los hombros para disimular con un gesto afectuoso el miedo a que tropezara.

El bar estaba abierto pero vacío. Los tubos de neón, donde yacían generaciones de moscas incautas, no parecían haber sido limpiados desde los años cincuenta y bañaban en una débil luz de acuario el modesto decorado. Había espejos que duplicaban las botellas alineadas en estantes de vidrio, pero hacía tiempo que parecían haber renunciado a reflejar con nitidez a quienes se apoyaban en el estaño, frente a ellos. Entre esas botellas reconocí marcas que no había vuelto a ver desde quién sabe cuándo: caña Legui, caña Mariposa, Amargo Obrero, grapa La Bella Friulana.

—Mesas de mármol… En otro barrio serían un lujo —comenté—. Ya ni se encuentran las de madera, no hay más que fórmica en todos lados.

El viejo echó una mirada desconfiada hacia las mesas. Me pareció incómodo, me estudió en silencio antes de hablar.

—Estoy sentado o acostado todo el día. Prefiero estar un rato de pie, en la barra.

Allí nos quedamos, desdibujados en el espejo, bebiendo una grapa de marca desconocida: la botella de La Bella Friulana, explicó el patrón, estaba vacía; la guardaba de adorno, como un recuerdo; la fábrica había cerrado no recordaba cuándo. Comentó con el viejo algunas noticias del barrio: el garage vecino que pronto se mudaría, el baldío de enfrente que seguía sin edificar por culpa de problemas de sucesión. Me di cuenta de que se conocían.

—No lo hago a usted en este barrio. Me cuesta imaginarlo lejos de la calle Corrientes. ¿Cuánto hace que está en el Hogar?

—Siglos. No puedo alejarme mucho, me canso, y este bar no es peor que cualquiera de Villa Crespo.

Tras una pausa, dirigiéndose al patrón:

—Lástima que vaya a cerrar, ¿no?

El patrón recibió la pregunta con un gruñido escéptico y se embarcó en una explicación confusa, de la que creí entender que no encontraba comprador, no porque sus pretensiones fueran excesivas sino porque todos proponían pagos en cuotas, y no le inspiraban confianza.

—Creen que porque hablan en dólares voy a picar —explicó—. Si acepto no voy a ver más que el pago inicial. Para eso prefiero quedarme hasta que me saquen con los pies para adelante.

Apenas el patrón se hubo alejado unos pasos, el viejo habló en lo que creía un murmullo solo audible por mí.

—No se va a ir nunca. Demasiados recuerdos. No es como la gente del garage. Este barrio se muere y él lo va a seguir.

La tarde se apagaba temprano aquel frío domingo de agosto. Cuando el viejo rehusó una segunda grapa lo acompañé de vuelta al Hogar, antes de que oscureciera. En el hall nos esperaba una enfermera desconfiada (“¿Se abrigó bien, don Samuel? Mire que la humedad es peor que el frío”) y me despedí hasta el domingo siguiente.

—Al final no le mostré mi colección de programas de teatro. Hablamos de todo y de nada, menos de lo que le interesa.

—El domingo que viene la miramos juntos y usted me cuenta.

* * *

Los programas solo los vi semanas más tarde. Estaban en una caja de zapatos, en el estante más alto del placard. “Llévese lo que quiera, un recuerdo…”, me había sugerido el director del Hogar, después de explicarme, entre acusación y disculpa, que yo nunca les había dejado mi número de teléfono, que cuando el viejo “se descompuso” el miércoles anterior apenas si tuvieron tiempo de llamar una ambulancia, que había muerto antes de llegar al Hospital Israelita. Lo habían enterrado el viernes en La Tablada. ¿Me podía ocupar yo de avisarle al hijo? Ellos no tenían sus señas, solo sabían que vive en París. Yo tampoco, pero puedo tratar de averiguarlas.

Vacía, la habitación número 9 parecía más estrecha que cuando el viejo la cruzaba arrastrando los pies infatigablemente, rezongando porque no encontraba el diario, o para extraer del forro de la almohada los cigarrillos que tenía prohibidos. La radio a transistores ya había desaparecido. Sobre la angosta mesada, al lado del calentador, vi, casi vacío, el paquete de higos secos que le había dejado semanas antes; en el armario, un resto de kasha en el envase que también yo le había llevado. ¿Habría comido otra cosa?

—La ropa y los zapatos pueden venirles bien a alguien del Hogar —le dije al director al despedirme, mientras le mostraba la caja de zapatos llena de papeles—. Me llevo de recuerdo estos programas de teatro. Después de mirarlos los donaré a una biblioteca.

No se opuso, más bien aprobó que dejase las pocas prendas que para él podían tener algún valor. Sospecho que en su sonrisa había algo de compasión hacia el tonto a quien le pueden interesar papeles viejos donde se anuncian espectáculos que ya no se representan, en teatros que ya no existen, con actores muertos hace décadas. No me preocupé por explicarle que era esa misma condición de fantasmas, añicos de un mundo desaparecido, lo que los hacía valiosos para mí. Mientras el colectivo cruzaba calles casi vacías y pasaba ante fachadas ciegas, como si en esa tarde de domingo lluvioso nadie se animara siquiera a asomarse, veía por la ventanilla cómo la luz mortecina se iba extinguiendo a medida que entrábamos en la capital. Apretaba la caja sobre mis rodillas, como si temiese perderla; de pronto no pude esperar a llegar a Colegiales y la abrí.

Los programas no tenían forma de cuadernillos sino de pequeños afiches, hojas rectangulares, largas y angostas, encabezadas por el nombre del teatro, el Soleil, el Excelsior o el Ombú, a veces con una fotografía de la estrella prestigiosa en gira (ya fuera Jacob Ben Ami o Molly Picon), su nombre y el de la obra en grandes caracteres hebraicos y latinos. En caracteres pequeños, pero también en ambos alfabetos, seguían dos columnas con las informaciones de elenco, fechas, horas y precios. La calidad del papel era muy variable: algunas hojas se conservaban sólidas, con una superficie satinada; otras eran muy tenues y en ellas estaban borroneadas la tinta azul y la roja que, en mecánico degradé, habían procurado hacer más atractiva la presentación.

No diré que el trayecto, interminable, se me hizo corto, pero a medida que pasaba por barrios menos pobres, o menos resignados a su pobreza, y los neones de pizzerías y videoclubes y supermercados empezaban a interrumpir la oscuridad, se me ocurrió que alguno de esos programas debería corresponder a una actuación del viejo o de su mujer. En efecto, no tardé en encontrar los nombres de Sami Warschauer y Perla Ritz, aunque me costó asociar la fotografía de ese hombre (jopo de pelo escaso, labio superior rubricado por un bigote finísimo, halo luminoso detrás de la cabeza en el estilo de la fotografía profesional de la época) con el anciano que había visitado tres o cuatro domingos en el Hogar Doctor Mauricio Frenkel gracias al bibliotecario del Instituto que me había orientado: “¿Así que le interesa el teatro idish? Queda poca gente de la época. En un geriátrico de Avellaneda no hace mucho aún vivía el viejo Warschauer, que hacía revistas musicales en el Soleil”. De Perla descubrí, bajo el pelo oxigenado y las cejas depiladas en arcos perfectos, los rasgos de cualquier actriz de edad indefinible que pudiese habitar las páginas de Antena o Radiolandia.

El programa correspondía al mes de mayo de 1945 y celebraba, como era obligatorio en ese momento, la derrota del nazismo. Sami y Perla sonreían desde las fotografías que, posiblemente, habían sido tomadas una década antes, en momentos menos optimistas. El espectáculo se titulaba Revista de la Victoria. Pasé una mano sobre la hoja, como para tocar algo que había sobrevivido (aunque solo fuera entre papeles viejos, en una caja de zapatos, en el fondo de un placard, en un asilo suburbano) a todas las desilusiones que siguieron a esa victoria.
De pronto advertí que había dejado atrás la parada que correspondía a mi casa.

2

DÍAS MÁS TARDE TUVE ANTE LOS OJOS una carpeta de cartón desteñido pero intacto, que guardaba ciento veinte páginas dactilografiadas de ese delgadísimo papel llamado “piel de cebolla” en tiempos de la máquina de escribir. La tapa anunciaba en caracteres hebraicos el título y en la misma tinta azul, dibujada con el esmero de quien no frecuenta la escritura del alfabeto latino, la traducción: Revista de la Victoria.

Ese encuentro tuvo un escenario nada pintoresco: el salón de lectura del Instituto de Historia del Teatro, en el subsuelo del Teatro Cervantes. Me dejé conducir por una archivista borrosa, cuya memoria sin embargo parecía más confiable que las fichas de cartón manuscritas y desteñidas entre las que vivía. Así descubrí estantes alejados, menos sombríos que polvorientos, consagrados a esas temporadas de teatro idish cuya existencia había descubierto pocos meses antes y cuyo carácter fantasmal se me confirmaba. Súbitamente esa biblioteca subterránea se me antojó una gruta llena de promesas, de misterio. Curioso, sin aprensión, dejé que los espectros viniesen a mi encuentro.

“Cómo es posible que un joven, ni siquiera judío, se interese por estas cosas… El teatro idish murió y ni los judíos ya se interesan por lo que fue”: mi profesor en la escuela de periodismo me instaba a encontrar un tema de tesis menos insólito. Yo no sabía qué contestarle. No iba a empezar por decirle que a pesar de mi apellido inobjetablemente italiano mi madre se llamaba Finkelstein: hubiese sido apelar a un determinismo que no apruebo. Si le decía que me deprime todo lo que es moda y actualidad, iba a pensar que soy un esnob precoz. No podía decirle que me apasiona la arqueología del pasado reciente: no soy universitario y estos términos están reservados a la academia. Como otras veces en mi vida, que los demás insisten en considerar joven, pero yo siento pesar con más experiencia y memoria que las de mis veinticinco años, preferí desoír las objeciones, aun las bienintencionadas, a mis proyectos: no quiero admitir ante quienes podrían reírse de mi puerilidad que en el fondo me siento un detective, a private eye, y como la realidad no me encarga investigaciones peligrosas las busco entre papeles y recuerdos ajenos.

La carpeta que tenía ante mí me reservaba uno de esos llamados. Al abrirla comprobé que su contenido no correspondía al título declarado en la tapa. La primera página, también bilingüe, anunciaba otro: “El rufián moldavo”.

* * *

¿Qué fue el teatro para quienes vivieron antes que yo? Hasta bien avanzado el siglo XX, el cartón pintado y unos trapos vueltos a recortar y teñir con frecuencia, asistidos por las precarias luces de colores de tiempos que no sospechaban siquiera la invención de variadores de intensidad y otros controles no manuales, podían sugerirle al espectador devoto de la ilusión teatral los fastos de imperios difuntos o los enigmas del sueño; del mismo modo, la lectura puede animar personajes y peripecias en el escenario de la imaginación: como esas flores de papel japonesas que, sumergidas en un vaso de agua, se abren para desplegar insospechados pétalos y colores.

Estas metáforas, que sé gastadas, solo pretenden sugerir la exaltación con que fui abandonando aquel salón de lectura una tarde de invierno en Buenos Aires, sus muebles utilitarios y sus luces meramente serviciales, para navegar durante dos horas entre siluetas coloridas, inconsistentes como las formas efímeras de un caleidoscopio; entre ellas iba a ser sacudido por pasiones reales. Así es como me interné en una obra llamada El rufián moldavo, menos atraído por la sorpresa de hallar algo no correspondiente a lo anunciado en la tapa que por cierta seducción barata que emanaba del título.

Me hallé, aliviado, ante un texto en castellano; algunas expresiones en idish, entre paréntesis, sobre todo los títulos de los números musicales, me hicieron pensar que debió existir otro texto, sin duda el original que había sido representado; tal vez esta traducción estuviera destinada a algún organismo municipal que debía autorizar el espectáculo, aunque no sé si la censura ya estaba instalada en la ciudad en tiempos (¿cuáles?) de su estreno. Pero ¿había habido un estreno? Más tarde, los ficheros amistosos del Instituto me iban a informar que, después de cuatro días en el escenario del teatro Ombú de la calle homónima, hoy Pasteur, El rufián moldavo había alternado durante dos temporadas enteras, las de 1927 y 1928, entre dos salas poco prestigiosas de la calle Corrientes.