31

YO ESTABA EN EL ESCALÓN MÁS ALTO, fugazmente suspendido, mirando la habitación iluminada, cálida, llena de gente. Ojos bastante famosos giraron para mirarme; dientes bastante famosos me sonrieron.

A mi lado, Charlie saludó a X con la mano y le hizo una seña a Y y cabeceó en dirección a Q y le arrojó un beso a V.

En el Hollywood Park corrían los caballos; se apostaba por las peleas en el Stadium; se habían hecho las reservas para el fin de semana siguiente en Las Vegas.

Afuera estaba oscuro; de ahí veníamos: los ojos que giraron para mirarme lo hicieron para ver quién entraba desde la oscuridad. Ella estaba acostada bajo el grabado de la chica desnuda, e imaginé al doctor Ritter inclinándose sobre su cuerpo. El lunes por la mañana Charlie estaría aquí y yo, en el aeropuerto. A esa hora habría niebla: vería cómo el avión carreteaba al aterrizar.

Miré de nuevo a todas esas personas que también a veces iban temprano al aeropuerto y que cuando estaban en problemas podían llamar a Charlie. No parecían ser culpables de nada. Con cuidado, cauteloso, con mis dientes a la vista, mis ojos alertas, descendí con Charlie los tres escalones alfombrados y me sumé a ellos.

Título original: My Face for the World to See

© 1958 Alfred Hayes

© Martín Schifino, de la traducción

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-24-0

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Revisión: Javiera Gutiérrez

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Hayes, Alfred

Que el mundo me conozca. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-24-0

1. Narrativa Inglesa. 2. Novela. I. Título

CDD 823

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

Cubierta Que el mundo me conozca
Portada Que el mundo me conozca


Alfred HayesALFRED HAYES (1911-1985) nació en Inglaterra, pero fue criado en Nueva York. Como la de Raymond Chandler, otro inglés transplantado a los Estados Unidos, la voz de Hayes es característica e inconfundiblemente norteamericana. En un esfuerzo por encontrar símiles en otras artes, la gloria del estilo de Hayes ha sido comparada con las tersas síncopas de Thelonious Monk. Además de Los enamorados (La Bestia Equilátera, 2010) y Que el mundo me conozca, ha escrito, entre otras novelas, The Girl on the Via Flaminia (1949), Shadow of Heaven (1947) y The End of Me (1968) y el libro de relatos The Temptations of Don Volpi (1960).

1

LA FIESTA HABÍA DURADO MÁS DE LA CUENTA; cansado de las voces demasiado animadas y del alcohol demasiado abundante, pensando en lo agradable que sería estar solo, pensando en escapar por un rato de las sonrisas que te clavan contra el piano o de las preguntas que te dejan retorciéndote en una silla, salí a mirar el océano.

Ahí había, tal como se ve en los avisos publicitarios, una ondulación densa y oscura y, a lo lejos, las luces de un barco demorado que se movía con lentitud hacia el sur. Me quedé mirando el agua como si fuese una frontera mientras, detrás de mí, en la habitación iluminada, con un bar de bambú y muebles de bambú, las voces de esas personas que no eran exactamente desconocidas ni exactamente amigas seguían detallando triunfos o contando chistes. No valía la pena que me quedara, cansado como estaba y con la fiesta muriéndose; no valía la pena que me fuera, sin nada en casa salvo cuatro paredes.

Frente a mí estaba la playa; entonces, de una habitación de la planta baja salió una chica en pantalones cortos y remera rayada, con una gorra marinera en la cabeza y un vaso largo en la mano. Recortada contra la luz de la casa, con ese gorro falso de capitán sobre el pelo negro, se movía con cuidado y alegría por la arena y balanceaba el vaso. Con los pantalones cortos y en la oscuridad, sus piernas tenían una blancura especial. Se acercó hasta la espuma de la orilla y, con deliberación, dio un buen sorbo del vaso e inclinó un poco la cabeza para mirar las estrellas. Era un cuadro impactante: el mar, los pantaloncitos, el trago, y supuse que ella tenía conciencia de la composición; pero bueno, yo también la tenía, de pie en la terraza, fumando un cigarrillo, totalmente pensativo. Imaginé que la había visto en alguna parte: al menos había visto esas piernas blancas, el pelo largo, la gorra alegre; a veces reclinada contra la vela de una balandra en Balboa, algún fin de semana muy concurrido, o sentada en la banqueta de un bar a eso de las cuatro de la tarde en Ocean House, donde hay que ser socio y dueño de una cabaña, cosas que, con seguridad, ella no era. A Ocean House la habían invitado, y la habían invitado a bordo de aquella balandra en Balboa, y por lo general no a ella sola; por lo general, había otras tres o cuatro chicas con piernas igual de largas y el mismo pelo enrulado a la altura de los hombros. No podía ver su cara, pero no importaba: estaba seguro de quién era ella, más o menos, y estaba seguro de que, mientras el agua se ensortijaba en sus tobillos, ella experimentaba una conexión inefable con el mar. A continuación, sosteniendo el vaso como si fuese algún tipo de cáliz en una ceremonia privada, empezó a adentrarse en el océano. Sus piernas brillaron un poco en la oscuridad. Deliberadamente, se detuvo a beber otra vez. Después, la corriente removió la arena donde estaba parada y ella se cayó. Me encantó. Su pequeño trasero quedó empapado y su cabeza perdió la gorra marinera. Se puso de pie y enfrentó el Pacífico: ya no era la silueta atractiva que unos minutos antes se había ofrecido a un cielo indiferente. Tenía el aspecto de una ninfa desconcertada. Me incliné con los codos apoyados en la baranda de la terraza y saboreé su desastre. Estaba un poco harto de todos ellos: de sus jeans informales, sus alpargatas, sus remeras; sus sandalias y sus telas a cuadritos y sus blusas sin mangas ni espalda; sus camisas de manga corta y sus encantos bronceados.

Tras perder la gorra y el vaso, la chica vaciló y luego siguió metiéndose en el océano. Se internaba en el agua, y fue evidente que su intención no era, como yo había pensado, solo vadear la costa. Cuando rompió una ola grande, el agua se la tragó. Verdaderamente se la tragó. Grité algo y de un salto salí de la terraza.

2

EN LA ARENA TOSIÓ y le dieron arcadas. Le colgaba saliva de la boca y se le habían adherido algas en las piernas. Intentaba decir algo. Los demás habían salido de la casa mientras yo, con dificultad, montado sobre la chica, la retenía en la arena y hacía presión en su pecho para que escupiera el agua. Me sentí medio tonto. La posición era obscena y mis pantalones se estaban llenando de la dichosa arena; para colmo, dos Cocker Spaniel se pusieron a ladrar como si estuviéramos jugando. Al final, vomitó. Salió todo, el agua salada y el gin y lo que había comido; un asco. No era linda. Todo era un incordio, y de los feos. Por supuesto, los perros se acercaron a olisquear.

Por lo menos ella podía respirar; o, mejor dicho, jadear.

La envolvieron con mantas y la llevaron a la casa y la sentaron delante del fuego y le dieron una taza de café caliente. Nadie parecía estar muy alterado. Me dio la impresión de que de alguna manera esperaban sucesos así en las fiestas que hacían.

—¿Con quién vino?

—Con Benson, ¿no? Le va a quedar gusto salado por una semana.

—Tendrían que poner un cerco alrededor del mar. Es una amenaza pública.

—Pobre, cómo tiembla.

—A ver si callan a esos perros.

Con la cara lavada, parecía una nena. Envuelta en la manta y sentada ante el fuego, temblaba descontroladamente, como esperando que la retaran y la castigaran. Sentí pena por ella, y un fastidio sordo; además, no iba vestido con pantalones cortos, como hubiese convenido. Le dije a Charlie:

—Por Dios, una vez que me invitas a una fiesta, mira lo que pasa.

Negó con la cabeza.

—Una chica así. Debe de haberse pasado de vueltas con los martinis.

—Claro.

—El problema es que no saben beber.

—La próxima fiesta a la que me invites, llevo un respirador.

Fui al piso de arriba para que Charlie me prestara unos pantalones y un abrigo para manejar hasta casa.

3

MI CASA ERA UN DEPARTAMENTO ALQUILADO en el boulevard. No estaba mal; quizá era demasiado conyugal; la chica que me lo alquilaba se había ido a Europa para olvidar un matrimonio fallido al que aparentemente siguió un divorcio no menos fallido. Entre una cosa y la otra había decorado el departamento hasta que fue, de alguna manera, un perfecto nidito de amor. Al costado de la sala había un barcito con dos banquetas tapizadas y, en la pared que estaba sobre el bar, pósters de corridas de toros que ella había traído de Ciudad de México. Por lo que yo sabía, el matrimonio había fallado en México y el marido al que había ido a olvidar a Europa era mexicano. Me dio a entender que él no le perdonaba ser gringa y que en México se había avergonzado de que su esposa fuese norteamericana, pese a los esfuerzos de ella por adecuarse a la idea de lo que debía ser una norteamericana casada con un mexicano. Por lo que me contó, había sido una aventura muy excitante en los Estados Unidos y un fracaso rotundo en México. En todo caso, ella había hecho que el departamento fuese un lugar acogedor y lleno de adornos, con la habitación pintada de blanco, un cubrecama de chenille blanco, cortinas blancas e incluso un despertador blanco; en el bar, los cuadros de corridas. Botellitas de Chianti en sus polleritas de mimbre colgaban de las molduras y había un sofá con muchísimos almohadones para recostarse cuando las banquetas se volvían incómodas y ella intentaba olvidar tanto el matrimonio como el divorcio. Las pruebas indicaban que, pese a la decoración y el suntuoso efecto conyugal que le había dado al departamento, no había funcionado, así que se había ido a Europa con los seis meses de alquiler que le pagué por adelantado; yo dormía en la cama que quizás le había inspirado grandes ilusiones. Uno de los toques imaginativos que había incorporado eran dos banderillas que, clavadas en la joroba del toro del póster, colgaban del cielorraso por hilos casi invisibles. Después de todo, era una vivienda pintoresca, con el aspecto nupcial del dormitorio, las litografías de toros con los punzones en la sala y la colección completa de cremas y desodorantes en el botiquín. La desventaja era que, si estaba de mal humor, lo veía criminalmente lindo, y a veces me incitaba a reconstruir esas escenas inevitables que sin duda habían ocurrido mientras la propietaria trataba con desesperación de superar sus penas matrimoniales. Las paredes no eran lo que se dice gruesas: oía a la pareja de arriba, un ruso delgado y anguloso que trabajaba de maître en un restaurante eslavo y su mujer, que llevaba en las orejas inmensas argollas de oro; o al publicista de al lado, a cuya puerta se acumulaban pilas alarmantes de periódicos sin leer; y atrás, a dos chicas, ambas rubias rozagantes que trabajaban en una fábrica de aviones y compartían vivienda. Esos eran los inquilinos a los que llegué a ver. Nunca descubrí quiénes eran los otros habitantes del edificio; oía fragmentos de sus vidas; hielos que tintineaban, caños de escape o, en mitad de la noche, un insulto más o menos espontáneo cuando a alguien se le rompía algo. No era que me evitaran o que se recluyeran adrede: descubrí que había algo invisible en los que vivían en esa ciudad.

4

ME DI UNA DUCHA CALIENTE y me acosté. Cada tanto pasaba un coche por la calle; cada tanto un pájaro hacía ruido en un árbol. A oscuras, no me sentía perdido, desesperado ni tampoco infeliz. Me ardía un poco la garganta, pero porque fumaba demasiado: parecía irónico que, recostado a oscuras, esa fuera mi única preocupación. Hacía cinco años que, con interrupciones, pasaba temporadas en la ciudad. Trabajaba unos meses para uno de los estudios y volvía a Nueva York. La situación tenía sus ventajas. No me creía, o al menos no pensaba que me creía, superior a las cosas de las que se ocupaba la gente de ahí. En ese mismo momento, la ciudad estaba llena de gente acostada que, con fervor intenso, inagotable, casi delirante, pensaba en hacerse famosa, si no era famosa, y en hacerse más famosa si ya lo era; o en volverse rica si no era rica, o más rica si ya lo era; o poderosa si no era poderosa, y más poderosa si ya lo era. Por momentos me impresionaba la intensidad con la que deseaban esas cosas. No era imposible que en ocasiones sus deseos tuvieran legitimidad. Pero me parecía, o al menos me había parecido en mis idas y venidas a la ciudad, que había un aspecto ridículo y hasta poco extraordinario en quienes tenían todas las cosas que codiciaban quienes no las tenían. Era difícil decir por qué. Tal vez era ceguera de mi parte, cierta indiferencia que me impedía ver lo gratificante de tener poder o fama. Lo que fuese que hacía el dinero no era lo que en general se suponía que hacía, y yo me creía competente para hablar del tema con autoridad, porque por esa época, durante varios meses al año, ganaba un sueldo un poco más alto que el del vicepresidente anciano de un banco respetable. Ya no hablaba con la voz dubitativa de la pobreza. Mi hostilidad, si es que sentía hostilidad por los ricos, tenía otro origen: la sensación, no del todo identificable, de que en el estilo de vida de toda esa gente había algo siniestro. Podrían preguntarme: ¿qué era lo siniestro en esa vida? ¿Qué daño podía causar comprarse un Braque en una tienda de París para colgarlo en una pared pálida sobre un sofá? ¿Qué peligro involucraba guardar una inmensa cantidad de discos en la sala o tener un estudio con un hogar de ladrillos y un escritorio impecable? ¿Por qué habría de darme mala espina que en un patio, al lado de una piscina de diez metros, hubiera un enorme refrigerador con Coca-Cola perpetuamente helada y uvas que un sirviente mantenía frías a la perfección? ¿Por qué me empeñaba en reaccionar de manera tan extraña a todas sus comodidades, sus posesiones, sus rarezas, sus casas frescas, grandes y envidiables? El defecto debía de ser mío; quizá ellos no eran para nada siniestros. Solo me parecía que había una especie de voracidad, una insaciabilidad que despedía un aura siniestra. Bueno, no iban a comerme a mí también. Mi cabeza, servida en bandeja en La Rue; mis riñones, hechos pastel en Chasen.

Además, pensaba que les resultaría indigesto: al menos es lo que esperaba. Pero era necesario tener cuidado. Había que tener mucho cuidado: si uno se descuidaba, podían ensartarlo en un pincho, asarlo a la parrilla y servirlo en un plato.

Mientras tanto, afuera, en la noche absurdamente semitropical, crecían los geranios. Los caracoles, con sus cuernos diminutos, se arrastraban por las entradas de concreto. A los costados de los estacionamientos florecían los bananeros y había parejas de cotorras en los garages convertidos en alojamientos para solteros en los pequeños valles por los que, aun entonces, los linces merodeaban en busca de comida y los mapaches investigaban los tachos de basura.

Pensé en mi mujer. Estaba lejos. La distancia hacía bien. Supuse que otra vez estaba siendo poco caritativo. Ella era como era: yo era como era. Y, a fin de cuentas, eso era lo más intolerable. Si de vez en cuando ella no fuese como era siempre. Si solo se tomara un descanso o se relajara un poco o cada tanto se soltara un poco. Dios mío, el matrimonio. No, no era culpa del matrimonio. Por donde fuera que se lo mirase, no existía institución capaz de reemplazarlo. Pensándolo bien, solo quedaba el matrimonio, y cuando se lo pensaba bien, por Dios, ¿eso era todo? Eso, y criar una familia. Eso, y ganarse la vida. Eso, y llamar a la funeraria.

Esa vez ella había querido viajar conmigo y la convencí de no hacerlo. Costó convencerla. No le gustaba mucho la idea de que me fuera solo por cuatro meses. Cada vez le gustaba menos. Con los años, mi necesidad de ausentarme se había vuelto más sutil. Ella había llegado al punto en que rara vez cuestionaba los complicados motivos de mi partida; se ponía más agresiva. Supongo que le habrían dicho que se hiciera valer, o sugerido que tenía que compartir mi vida y mis viajes, cosa que yo hacía con poca frecuencia. De cualquier manera, una vez más logré irme solo.

La soledad era la única emoción activa que me quedaba, mi única obsesión verdadera. Esperaba haber adquirido un poco de paciencia con el paso de los años, de los malos años, y me consideraba un hombre más bien discreto e incluso perseverante —virtudes de las que siempre había carecido—, y creía que por fin había terminado el tiempo de desperdiciar mis fuerzas en rebeldías inútiles. Desde la distancia fría, desde la ligera eminencia que había obtenido, la rebeldía me parecía banal y excesiva, y se me ocurría que el atributo, el rasgo distintivo que más valía la pena tener era la astucia. En el pasado había habido mucho ímpetu ciego; se habían infligido muchas heridas indiscriminadas; muchas veces me había herido y había herido a otros muy desgraciadamente. Por fin peleaba, o creía pelear, una guerra mucho más sensata, aunque más limitada y circunspecta: consistía sobre todo en repliegues calculados, en retiradas a conciencia.

Estaba a punto de dormirme cuando noté que el cigarrillo se me había caído de la mano. La manta empezaba a chamuscarse. Era la tercera vez que me pasaba lo mismo en una semana. Con cuidado, apagué el cigarrillo en el cenicero que estaba al lado de la cama. El pájaro seguía piando con nitidez en la oscuridad. Me alegraba estar solo, que la otra mitad de la cama estuviera vacía, que el pájaro piara, que al despertarme el departamento fuese a estar tan silencioso como en ese momento. Por un instante tuve una resistencia fugaz a dormirme, una especie de extraño miedo al sueño. Supuse que se relacionaba con el episodio de la chica en la playa. Seguía demasiado aferrado a algo. Pero era una tontería: no había nada que temer; entonces, lentamente, mientras el piar del pájaro disminuía, fui dejándome llevar hacia la indefensión del sueño.

5