PENSAMIENTOS DE PAZ DURANTE UN ATAQUE AÉREO*

LOS ALEMANES SOBREVOLARON esta casa anoche y anteanoche. Aquí están otra vez. Es una experiencia extraña, estar acostada en la oscuridad y oír el zumbido de la avispa que en cualquier momento puede clavarnos su mortífero aguijón. Es un sonido que interrumpe el pensamiento sereno y consecutivo sobre la paz. Sin embargo, es un sonido que —mucho más que las plegarias y los himnos— debería instarnos a pensar en la paz. Hasta que no hagamos existir la paz con el poder de nuestros pensamientos, todos nosotros —no solo este cuerpo en esta cama sino los millones de cuerpos que todavía no han nacido— yaceremos en la misma oscuridad y oiremos el mismo zumbido de la muerte sobre nuestras cabezas. Pensemos qué podemos hacer para crear el único refugio antiaéreo eficaz, mientras la artillería continúa disparando pum pum pum en la distancia y los reflectores atraviesan las nubes y, de vez en cuando, en ocasiones casi al alcance de la mano, en ocasiones muy lejos, cae una bomba.

Allá arriba, en el cielo, los jóvenes ingleses y los jóvenes alemanes están enredados en mutuo combate. Los defensores son hombres, los atacantes son hombres. No se entregan armas a las mujeres inglesas, ni para combatir al enemigo ni para defenderse. Esta noche, la mujer inglesa debe yacer sin armas. No obstante, si cree que en ese combate que transcurre en el cielo los ingleses luchan para defender la libertad y los alemanes para destruirla, debería pelear, hasta donde pudiera, del lado de los ingleses. ¿Hasta qué punto se puede pelear por la libertad sin armas de fuego? Fabricando armas, cosiendo ropa o preparando comida. Pero existe otra manera de pelear sin armas por la libertad; podemos pelear con la mente. Podemos forjar ideas que ayuden al joven inglés que está peleando allá arriba, en el cielo, a derrotar al enemigo.

Pero, para que las ideas sean eficaces, debemos poder dispararlas. Debemos ponerlas en acción. Y la avispa que zumba en el cielo despierta a otra avispa en la mente. Esta mañana se alzó una voz en el Times, la voz de una mujer que decía: “Las mujeres no tenemos nada que decir en política”. No hay mujeres en el gabinete, ni tampoco en ningún puesto de responsabilidad. Todos los hacedores de ideas que están en posición de concretar esas ideas son hombres. La sola idea obnubila el pensamiento y estimula la irresponsabilidad. ¿Por qué no enterrar la cabeza en la almohada, taparse los oídos y abandonar la fútil actividad de tener ideas? Porque existen otras mesas, además de las mesas oficiales y las mesas de conferencias. Si abandonamos el pensamiento particular, el pensamiento de la mesa del té porque parece inútil… ¿no estaremos privando al joven inglés de un arma que podría resultarle valiosa? ¿No estaremos enfatizando nuestra incapacidad porque nuestra capacidad nos expone quizás al maltrato, quizás al desprecio? “No abandonaré el combate mental”, escribió Blake. El combate mental significa pensar contra la corriente, no con ella.

Esa corriente fluye veloz y furibunda. Brota como un reguero de palabras de los altavoces y de los políticos. Todos los días nos dicen que somos personas libres que luchamos por defender la libertad. Esa es la corriente que ha empujado al joven aviador al cielo y lo mantiene volando en círculos entre las nubes. Aquí abajo, con un techo sobre nuestras cabezas y una máscara antigás a mano, nuestra tarea es pinchar esos globos falsos e ilusorios y descubrir semillas de verdad. No es cierto que somos libres. Ambos somos prisioneros esta noche: él encajonado en su máquina, con un arma a mano; nosotros acostados en la oscuridad, con una máscara antigás a mano. Si fuéramos libres, estaríamos a cielo abierto, bailando, jugando; o bien estaríamos sentados conversando en la ventana. ¿Qué nos impide ser libres? “¡Hitler!”, gritan los altavoces al unísono. ¿Quién es Hitler? ¿Qué es? Agresividad, tiranía, insano amor por el poder manifiesto, responden. Destruyan eso, y serán libres.

El zumbido de los aviones es ahora como si estuvieran aserrando una rama sobre nuestras cabezas. Gira y gira en círculos, sin dejar de aserrar esa rama directamente sobre la casa. Otro sonido empieza a aserrar su camino en el cerebro. “Las mujeres capaces —era lady Astor hablando desde el Times esta mañana— están oprimidas debido a cierto hitlerismo subconsciente en los corazones de los hombres”. Por supuesto que estamos oprimidas. Esta noche somos igualmente prisioneros… los ingleses en sus aviones, las inglesas en sus camas. Si él deja de pensar, se arriesga a que lo maten; y a nosotras también. Entonces nos tomaremos la libertad de pensar por él. Nos tomaremos la libertad de traer a la conciencia el hitlerismo subconsciente que nos oprime. Es el deseo de agresión; el deseo de dominar y esclavizar. Incluso en la oscuridad vemos cómo se hace visible. Vemos vidrieras de tiendas encendidas; y mujeres que miran; mujeres pintadas; mujeres bien vestidas; mujeres de labios color carmín y uñas carmesí. Son esclavas que intentan esclavizar. Si pudiéramos liberarnos de la esclavitud, liberaríamos a los hombres de la tiranía. El alimento de los Hitler son los esclavos.

Cae una bomba. Todas las ventanas tiemblan. La artillería antiaérea entra en acción. Las ametralladoras están ocultas en la cima de la colina, bajo una red marbeteada con franjas de material verde y marrón para imitar los colores del otoño. Ahora disparan todas al unísono. En el noticiero radial de las nueve, nos dirán: “Cuarenta y cuatro aviones enemigos fueron derribados durante la noche, diez de ellos por la artillería antiaérea”. Y, según proclaman los altavoces, una de las condiciones para la paz será el desarme. No habrá más armas de fuego, no habrá ejército, no habrá armada, no habrá fuerza aérea en el futuro. Los jóvenes ya no serán entrenados para pelear con armas. Eso despierta otro avispero mental en las recámaras del cerebro; otra cita. “Pelear contra un enemigo real, obtener honor y gloria imperecederos disparando contra completos extraños, y regresar a casa con el pecho cubierto de medallas y condecoraciones, esa era la cima de mi esperanza […]. A eso había consagrado hasta entonces mi vida entera, mi educación, mi entrenamiento, todo…”.

Esas fueron las palabras de un joven inglés que combatió en la última guerra. Frente a ellas, ¿los pensadores comunes y corrientes creen honestamente que si escriben la palabra “desarme” sobre una hoja de papel en la mesa de negociaciones habrán hecho todo lo que es necesario hacer? La ocupación de Otelo desaparecerá, pero Otelo seguirá siendo Otelo. Al joven aviador que surca el cielo no solo lo guían las voces de los altavoces; otras voces que habitan en él lo conducen: antiguos instintos, instintos fomentados y celebrados por la educación y la tradición. ¿Debemos culparlo por esos instintos? ¿Acaso podríamos apagar el instinto maternal por orden de una mesa atestada de políticos? Supongamos que, entre las condiciones para la paz, fuera imperativo que “Tener hijos estará restringido a un grupo muy pequeño de mujeres especialmente seleccionadas”. ¿Acaso nos someteríamos? ¿Acaso no diríamos que “El instinto maternal es la gloria de la mujer. A eso he consagrado mi vida entera, mi educación, mi entrenamiento, todo…”? Pero si para el bien de la humanidad y para la paz del mundo fuera necesario restringir la concepción de los hijos y sofocar el instinto maternal, las mujeres lo intentarían. Los hombres las ayudarían. Honrarían su negativa a concebir hijos. Les ofrecerían otras alternativas para desarrollar su poder creativo. Eso también debe formar parte de nuestra lucha por la libertad. Debemos ayudar a los jóvenes ingleses a arrancarse de cuajo el amor por las medallas y las condecoraciones. Debemos crear actividades más honorables para aquellos que intentan subyugar su instinto de combate, su hitlerismo subconsciente. Debemos compensar al hombre por la pérdida de su arma de fuego.

El sonido de aserradero sobre la cabeza ha aumentado. Todos los reflectores están erectos. Apuntan a un lugar exactamente encima de este techo. En cualquier momento puede caer una bomba en esta misma habitación. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… los segundos pasan. La bomba no cayó. Pero durante esos segundos de suspenso todo pensamiento se detuvo. Todas las sensaciones, salvo un pavor sordo, cesaron. Un clavo fijó todo el ser en una tabla de madera. La emoción del miedo y del odio es, por lo tanto, estéril, infecunda. En cuanto pasa el miedo, la mente despierta e instintivamente revive e intenta crear. Dado que la habitación está a oscuras, solo puede crear de memoria. Busca el recuerdo de otros agostos en la memoria… en Beirut, escuchando a Wagner; en Roma, caminando por la Campaña; en Londres. Regresan las voces de los amigos. Retornan fragmentos de poesía. Cada uno de esos pensamientos, incluso en la memoria, era mucho más positivo, revitalizante, sanador y creativo que el pavor sordo del miedo y el odio. Por lo tanto, si vamos a compensar al joven por la pérdida de su gloria y de su arma, debemos darle acceso a los sentimientos creativos. Debemos hacer la felicidad. Debemos liberarlo de la máquina. Debemos sacarlo de su prisión y dejarlo al aire libre. ¿Pero qué sentido tendría liberar al joven inglés si el joven alemán y el joven italiano siguen siendo esclavos?

Los reflectores, deslizándose sobre el llano, han detectado el avión. Desde esta ventana se ve un pequeño insecto plateado que gira y se retuerce bajo la luz. Las ametralladoras disparan pum pum pum. Después cesan. Es probable que hayan derribado al invasor detrás de la colina. Un piloto aterrizó sano y salvo en un campo cerca de aquí el otro día. Les dijo a sus captores, en un inglés bastante razonable: “¡Me alegra mucho que el combate haya terminado!”. Entonces un inglés le dio un cigarrillo y una inglesa le preparó una taza de té. Eso demostraría que, si logramos liberar al hombre de la máquina, la semilla no caerá necesariamente en un pedregal. La semilla puede ser fértil.

Por fin, todas las ametralladoras han dejado de disparar. Todos los reflectores se han extinguido. Vuelve la oscuridad natural de una noche de verano. Vuelven a oírse los sonidos inocentes del campo. Una manzana cae con un golpe seco en la tierra. Un búho ulula y cruza aleteando de un árbol a otro. Y ciertas palabras casi olvidadas de un viejo escritor inglés vuelven a la mente: “Los cazadores están en América…”. Enviemos entonces estas notas dispersas a los cazadores que están en América, a los hombres y a las mujeres cuyo sueño aún no ha sido perturbado por los disparos de las ametralladoras, con la esperanza de que vuelvan a pensarlas con espíritu generoso y caritativo, y quizás las transformen en algo útil. Y ahora, en esta mitad del mundo que se halla bajo las sombras, a dormir.

* Escrito en agosto de 1940, para un simposio norteamericano sobre temas de actualidad que afectan a las mujeres.


Virginia WoolfVIRGINIA WOOLF nació el 25 de enero de 1882 en Londres. Hoy se olvida o se omite que es hija de uno de los críticos más prestigiosos de su tiempo, Leslie Stephen, que dejó una obra inmortal, Hours in a Library (Horas en una biblioteca). En esa biblioteca fue educada la futura autora de Orlando, que en 1912 se casó con Leonard Woolf. En 1917 fundaron la editorial Hogarth Press. La casa de ambos, cerca del Museo Británico, se convirtió en el centro del grupo autodenominado “de Bloomsbury”, que incluía a Vita Sackville-West, Lytton Strachey, E.M. Forster, Arthur Waley y John Maynard Keynes. Entre sus novelas podemos nombrar Noche y día (1919), El cuarto de Jacob (1922), La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928) y Las olas (1931). Desarrolló una técnica de escritura en la que las palabras y las acciones de los personajes adoptan una alineación precisa y consistente del pensamiento, que evita la vaguedad y la oscuridad asociadas a menudo con la escuela sometida a “la corriente de la conciencia”. Admirada con la misma pasión como crítica, Virginia Woolf escribió El lector común (dos series, 1925, 1932); Flush (1933), una biografía del perro de Elizabeth Barrett Browning y un estudio sobre el pintor y crítico de arte Roger Fry (1940). Borges tradujo al castellano Un cuarto propio. En 1938 publicó Tres guineas en apoyo de los derechos de la mujer. En 1941, se ahogó deliberadamente en el río Ouse, a causa, entre otras cosas, de una crisis sufrida durante la Segunda Guerra Mundial. Leonard Woolf recopiló póstumamente los ensayos de La muerte de la polilla en 1942.

Título original: The Death Of the Moth and Other Essays

© Teresa Arijón, de la traducción

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-25-7

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Woolf, Virginia

La muerte de la polilla y otros ensayos. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-25-7

1. Ensayo Literario.

CDD A864

Cubierta Virginia Woolf La muerte de la polilla
Portada Virginia Woolf La muerte de la polilla

NOTA DEL EDITOR

HAN PASADO DIEZ AÑOS desde que Virginia Woolf publicó el último volumen de su colección de ensayos, El lector común. En el momento de su muerte, ya estaba comprometida con la tarea de reunir ensayos para un volumen adicional, que se proponía publicar en el otoño de 1941 o en la primavera de 1942. Además, tenía intenciones de publicar un nuevo libro de cuentos en el que se incluyera total o parcialmente Lunes o martes, que hace tiempo está agotado.

Virginia Woolf dejó un considerable número de ensayos, borradores y cuentos, algunos sin publicar y otros publicados con anterioridad en periódicos; hay suficientes para llenar tres o cuatro volúmenes. Para este libro, hice una selección. Algunos se publican por primera vez; otros han aparecido en The Times Literary Supplement, New Statesman and Nation, Yale Review, The New York Herald Tribune, The Atlantic Monthly, The Listener, The New Republic y Lysistrata.

De haber vivido, no caben dudas de que ella hubiera hecho grandes modificaciones y revisiones en casi todos los ensayos antes de permitir que aparecieran en formato de libro. A sabiendas, uno vacila en el momento de publicarlos como quedaron. Yo decidí hacerlo, primero, porque me parecen dignos de ser publicados otra vez y, segundo, porque, de todas maneras, los que ya han aparecido en otras publicaciones habían sido escritos y revisados con inmenso cuidado. No creo que Virginia Woolf haya aportado a algún periódico o revista un artículo que no hubiera escrito y reescrito varias veces. La siguiente anécdota probará, tal vez, con qué seriedad se tomaba el arte de escribir, incluso para un periódico. Poco antes de su muerte, escribió un artículo en el que hacía la crítica de un libro. El autor del libro escribió al editor y le dijo que el artículo era tan bueno que le gustaría tener la copia mecanografiada, si era posible que el editor se la diera. El editor me envió la carta a mí. Me dijo que él no tenía la copia mecanografiada y me sugirió que, si podía encontrarla, tal vez quisiera enviársela al autor. Entre los papeles de mi esposa, encontré el borrador original del artículo escrito de puño y letra y no menos de ocho o nueve revisiones completas, que ella misma había mecanografiado.

Casi todos los ensayos críticos más extensos incluidos en este volumen han sido sometidos a este mismo tipo de revisión antes de ser publicados originalmente. Sin embargo, no es así en el caso de los otros, en especial de los primeros cuatro ensayos. Fueron escritos a mano por ella, como de costumbre, y luego pasados a máquina sin mucho cuidado. Los he impreso como estaban, con la salvedad de que coloqué los signos de puntuación y corregí los errores verbales evidentes. No dudé en hacerlo, dado que siempre revisé los manuscritos de sus libros y artículos de esta manera antes de que fueran publicados.

LEONARD WOOLF

LA MUERTE DE LA POLILLA

NO ES APROPIADO LLAMAR POLILLAS a las polillas que vuelan de día; no suscitan esa placentera sensación de noches oscuras de otoño y brotes de hiedra que la más común Noctua Pronuba dormida en la penumbra de la cortina siempre despierta en nosotros. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como su propia especie. No obstante, el espécimen al que aludo, con sus alas angostas color heno, ornadas con una borla del mismo color, parecía estar contento con la vida. Era una mañana agradable de mediados de septiembre, templada, benigna y sin embargo con una brisa más insidiosa que la de los meses estivales. El arado ya marcaba los campos que se veían por la ventana, y allí donde había pasado la reja la tierra estaba aplanada y reluciente de humedad. Era tal la energía que llegaba de los campos y las cuestas lejanas, que era difícil mantener los ojos estrictamente clavados sobre el libro. Las cornejas también celebraban una de sus festividades anuales; sobrevolaban en círculos las copas de los árboles hasta dar la impresión de componer una vasta red con millares de nudos negros que había sido arrojada al aire y que, después de unos instantes, descendía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo en la punta. Luego, de improviso, la red volvía a ser arrojada al aire, esta vez formando un círculo más amplio, entre el clamor y la vocinglería más extremos, como si ser lanzada al aire y descender despacio sobre las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante.

La misma energía que inspiraba a las cornejas, a los labradores, a los caballos e incluso, parecía, a las cuestas yermas y desnudas, impulsaba a revolotear a la polilla de un lado al otro de su cuadrado de vidrio de la ventana. Era inevitable observarla. Por cierto, al hacerlo se tomaba conciencia de una rara sensación de piedad hacia ella. Esa mañana las posibilidades de placer parecían tan inmensas y tan variadas que desempeñar solo la parte de una polilla en la vida —y, por si fuera poco, la de una polilla diurna— parecía un duro destino, y el fervor del insecto por disfrutar al máximo sus magras oportunidades resultaba conmovedor. Voló vigorosamente hacia un rincón de su compartimiento y, después de esperar allí un segundo, cruzó volando al otro. ¿Qué le quedaba, excepto volar a un tercer rincón y luego a un cuarto? Eso era todo lo que podía hacer, a pesar del tamaño de los cerros, de la vastedad del cielo, del humo lejano de las casas y de la romántica voz, de tanto en tanto, de algún vapor en altamar. Hacía lo que podía. Observándola, parecía que hubieran metido una fibra, muy delgada pero pura, de la enorme energía del mundo en su cuerpo frágil y diminuto. Cada vez que cruzaba el vidrio, yo imaginaba que un filamento de luz vital se volvía visible. No era ni más ni menos que la vida.

No obstante, como era tan pequeña, y una forma tan simple de la energía que entraba por la ventana abierta y se abría paso a través de los numerosos corredores estrechos e intrincados de mi propio cerebro y de los de otros seres humanos, había algo a la vez maravilloso y patético en ella. Era como si alguien hubiera tomado una partícula de vida pura y la hubiera adornado lo más levemente posible con plumón y plumas, y la hubiera puesto a danzar y zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Manifestada de ese modo, no podríamos pasar por alto su extrañeza. Somos hábiles para olvidarlo todo sobre la vida cuando la vemos encorvada y engalanada y ataviada y entorpecida de tal modo que debe moverse con la mayor circunspección y dignidad. Una vez más, la idea de todo lo que podría haber sido su vida si la polilla hubiera nacido bajo otra forma hizo que contempláramos sus simples actividades con una suerte de piedad.

Después de un rato, aparentemente cansada de su danza, se posó en el borde de la ventana, al sol; y una vez finalizado aquel raro espectáculo, me olvidé de ella. Luego, cuando levanté la vista, volvió a cautivar mis ojos. Intentaba retomar su danza, pero parecía tan rígida —o tan torpe— que solo podía revolotear en la parte inferior del panel de vidrio, y cuando trataba de cruzarlo volando, no podía. Dado que estaba concentrada en otros asuntos, observé durante un rato aquellos intentos inútiles sin pensar, esperando inconscientemente que retomara su vuelo, como esperamos que una máquina que se ha detenido momentáneamente retome su actividad sin considerar las razones por las que falla. Después de quizás el séptimo intento resbaló por el borde de madera y cayó, agitando las alas, de espaldas sobre el alféizar de la ventana. La indefensión de su actitud hizo que me despabilara. De pronto comprendí que estaba en dificultades; ya no podía levantarse sola; sus patas luchaban en vano. Pero cuando le acerqué un lápiz con el propósito de ayudarla a enderezarse, comprendí que el fracaso y la torpeza eran la cercanía de la muerte. Bajé el lápiz.

Las patas se agitaron una vez más. Miré a mi alrededor, como buscando al enemigo contra el cual peleaba. Miré hacia afuera. ¿Qué había ocurrido? Aparentemente ya era mediodía y el trabajo en los campos había cesado. La quietud y el silencio habían reemplazado la anterior animación. Los pájaros habían ido a buscar comida en los arroyos. Los caballos permanecían inmóviles. Sin embargo, el poder seguía acumulado allí afuera, indiferente, impersonal, sin atender a nada en particular. En cierto modo era lo opuesto a la pequeña polilla color heno. Era inútil intentar hacer algo. Solo podían observarse los extraordinarios esfuerzos que hacían aquellas pequeñas patas contra una condena que se avecinaba y que, de haberlo querido, podría haber sumergido una ciudad entera, y no solo una ciudad sino también masas de seres humanos; que yo supiera, nada tenía ninguna oportunidad contra la muerte. No obstante, después de una pausa exhausta, las patas volvieron a agitarse. Esta última protesta fue soberbia, y tan frenética que al fin consiguió enderezarse. Nuestras simpatías, por supuesto, estaban a favor de la vida. También, puesto que no había nadie a quien le importara o que lo supiera, aquel esfuerzo gigantesco de una pequeña polilla insignificante contra un poder de tamaña magnitud por retener algo que nadie más valoraba o deseaba conservar resultaba extrañamente conmovedor. Una vez más, de algún modo, se veía la vida: una partícula pura. Volví a levantar el lápiz, aun sabiendo que sería inútil. Pero, mientras lo hacía, las inconfundibles señales de la muerte hicieron su aparición. El cuerpo se aflojó y de inmediato se puso rígido. La batalla había terminado. La pequeña criatura insignificante ahora conocía la muerte. Mientras miraba la polilla muerta, aquel triunfo instantáneo de una fuerza tan grande sobre un antagonista tan ínfimo me llenó de asombro. Así como la vida había sido extraña unos minutos atrás, la muerte era ahora igualmente extraña. Como había logrado enderezarse, la polilla yacía más decente e impecablemente compuesta. Ay, sí, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.

ATARDECER SOBRE SUSSEX:
REFLEXIONES EN UN AUTOMÓVIL

EL ATARDECER ES AMABLE CON SUSSEX, porque Sussex ya no es joven y agradece el velo del ocaso, como una mujer entrada en años se alegra cuando se les ponen pantallas a las lámparas y solo puede atisbarse el contorno de su cara. El contorno de Sussex sigue siendo muy bello. Los acantilados enfrentan el mar, uno detrás de otro. Todo Eastbourne, todo Bexhill, todo St. Leonards, sus paseos y sus albergues, sus tiendas de abalorios y sus confiterías y sus carteles y sus inválidos y sus autobuses…, todo ha sido obliterado. Lo que queda es lo que había cuando Guillermo llegó de Francia hace diez siglos: una línea de acantilados que se adentra en el mar. También los campos son redimidos. Las villas rojas que motean la costa son bañadas por un delgado y diáfano lago de aire marrón en el que se ahogan, ellas y su rojez. Todavía era demasiado temprano para las lámparas, y demasiado temprano para las estrellas.

Pero, pensé, siempre queda algún sedimento de irritación cuando el instante es tan bello como lo es ahora. Los psicólogos deben explicarlo; una levanta la vista, se ve abrumada por una belleza de una extravagancia mayor de lo que cabía esperar —ahora hay nubes rosadas sobre Battle; los campos son veteados, marmóreos—, sus percepciones se expanden rápidamente como globos inflados por una corriente de aire, y luego, cuando todo parece elevado a su mayor plenitud y su máxima tensión, pura belleza y belleza y belleza, sobreviene el pinchazo de un alfiler, y colapsa. ¿Pero qué es el alfiler? Que yo sepa, el alfiler tuvo algo que ver con la propia impotencia. No puedo soportar esto; no puedo expresarlo; me supera; me domina por completo. En algún lugar de esa región yacía el propio descontento, y estaba aliado con la idea de que nuestra naturaleza exige dominio sobre todo lo que recibe, y el dominio en este caso significaba el poder de expresar lo que ahora veíamos en Sussex para que otra persona pudiera luego compartirlo. Y además había otro pinchazo de alfiler: estábamos desaprovechando nuestra oportunidad; porque la belleza se desplegaba a mano derecha y a mano izquierda, también a nuestras espaldas; se escapaba todo el tiempo; solo podíamos blandir un dedal frente a un torrente capaz de llenar piscinas, lagos.

Pero debes renunciar, dije (es bien sabido que en circunstancias como esta el yo se divide y que una de las mitades se muestra ansiosa e insatisfecha y la otra taciturna y filosófica), debes renunciar a estas aspiraciones imposibles; conténtate con la vista que tenemos delante, y créeme cuando te digo que es mejor sentarse y disfrutar; ser pasivo; aceptar; y no enfadarse porque la naturaleza te ha dado seis navajas pequeñas para cortar el cuerpo de una ballena.

Mientras estos dos yoes sostenían un coloquio sobre el curso más sabio que debía adoptarse en presencia de la belleza, yo (una tercera parte que acababa de anunciarse como tal) me dije cuán felices eran ellos por poder disfrutar de una ocupación tan simple. Allí estaban los dos, observándolo todo mientras el automóvil continuaba su marcha: una parva de heno; un techo rojo herrumbre; un estanque; un anciano que regresaba a su casa con el talego a la espalda; allí estaban, equiparando cada color del cielo y de la tierra con su caja de colores, construyendo pequeños modelos de los establos y las granjas de Sussex bajo la roja luz de la penumbra de enero. Pero yo, por ser un poco diferente, permanecía retraída y melancólica. Mientras ellos continuaban así ocupados, me dije: ido, ido; acabado, acabado; pasado y pisado, pasado y pisado. Siento que la vida es dejada atrás a medida que dejamos atrás el camino. Ya hemos pasado por ese trecho, y ya hemos sido olvidados. Nuestros faros alumbraron las ventanas por un instante; ahora la luz está apagada. Otros vienen detrás de nosotros.

Entonces, súbitamente un cuarto yo (un yo que está al acecho, en apariencia dormido, y nos toma desprevenidos por asalto. Sus observaciones a menudo son por completo ajenas a lo que ha estado ocurriendo, pero hay que prestarles atención justamente por su carácter abrupto) dijo: “Miren eso”. Era una luz; brillante, caprichosa; inexplicable. Por un segundo fui incapaz de nombrarla. “Una estrella”; y durante ese segundo mantuvo su raro titilar inesperable y danzó y refulgió. “Sé de qué me estás hablando —dije—. Tú, como el yo errático e impulsivo que eres, sientes que la luz que asoma sobre los cerros pende del futuro. Intentemos comprender eso. Razonémoslo. Repentinamente me siento vinculada, no al pasado, sino al futuro. Pienso en Sussex de aquí a quinientos años. Creo que muchas rudezas habrán desaparecido. Algunas cosas habrán sido abrasadas, eliminadas. Habrá puertas mágicas. Corrientes de aire impulsadas mediante energía eléctrica limpiarán las casas. Luces intensas y firmemente dirigidas cubrirán la tierra y harán el trabajo. Miren aquella luz que se mueve en el cerro: son los faroles delanteros de un automóvil. Sussex, dentro de quinientos años, de día y de noche estará llena de pensamientos encantadores, de rayos veloces y eficaces”.

El sol estaba ahora bajo la línea del horizonte. La oscuridad se propagó enseguida. Ninguno de mis yoes podía ver nada más allá del atenuado haz de luz de nuestros faroles en la banquina. Los llamé. “Ahora —dije— ha llegado el momento de revisar las cuentas. Ahora debemos volver a unirnos; debemos ser un solo yo. Ya nada se deja ver, excepto una arista de camino y orilla que nuestras luces repiten incesantemente. Estamos perfectamente bien provistos. Estamos bien abrigados y envueltos en una manta de viaje; estamos protegidos del viento y de la lluvia. Estamos solos. Ahora es el momento de los cálculos. Ahora yo, que presido la compañía, pondré en orden los trofeos que hemos reunido entre todos. Déjenme ver; hoy trajimos una gran cantidad de belleza: granjas; acantilados que se adentran en el mar; campos marmóreos; campos veteados; cielos rojos emplumados; todo eso. También hubo desaparición y muerte de lo individual. El camino que desaparecía y la luz en la ventana durante un segundo y luego la oscuridad. Y también la súbita luz danzante que iluminaba el futuro. Lo que hemos hecho hoy, entonces —dije—, es esto: esa belleza; la muerte de lo individual; y el futuro. Miren, trazaré una pequeña figura para complacerlos; aquí viene. Esta pequeña figura que avanza a través de la belleza, a través de la muerte hacia el económico, poderoso y eficiente futuro en que una ráfaga de viento caliente limpiará las casas, ¿no los complace acaso? Mírenla; aquí, sobre mis rodillas”. Nos quedamos mirando la figura que habíamos hecho ese día. Grandes planchas de roca y árboles frondosos la rodeaban. Por un segundo fue muy pero muy solemne. Por cierto, parecía que la realidad de las cosas se hubiera desplegado sobre la manta de viaje. Nos estremeció un violento escalofrío, como si nos hubiera penetrado una descarga eléctrica. Gritamos al unísono: “Sí, sí”, como afirmando algo, en un instante de reconocimiento.

Y entonces el cuerpo, que había guardado silencio hasta ahora, inició su canción, al principio casi tan baja como el susurro de las ruedas: “Huevos y tocino; tostadas y té; fuego y un baño; fuego y un baño; liebre cocida —prosiguió— y jalea de grosellas rojas; una copa de vino; seguida de un café, seguida de un café… y después a la cama; y después a la cama”.

“Ya váyanse —les dije a mis yoes reunidos—. Ya cumplieron su cometido. Llegó el momento de despedirnos. Buenas noches”.

Y el resto del viaje transcurrió en la deliciosa compañía de mi propio cuerpo.

TRES PINTURAS

PRIMERA PINTURA

SERÍA IMPOSIBLE NO VER PINTURAS; porque si mi padre fuera herrero y el del lector fuese par del reino, usted y yo necesariamente seríamos pinturas el uno para el otro. No es posible salirse del marco del cuadro, hablando con naturalidad. Usted me ve apoyada contra la puerta de la herrería, con una herradura en la mano, y cuando pasa junto a mí piensa: “¡Qué pintoresco!”. Yo, al verlo sentado tan a sus anchas en el coche, casi como si fuera a hacerle una reverencia al populacho, pienso: “¡Qué cuadro de la antigua y sibarita Inglaterra aristocrática!”. Sin duda, ambos nos equivocamos de plano en nuestras opiniones, pero eso es inevitable.

De modo que ahora, a la vuelta del camino, vi una de esas pinturas. Podría haberse llamado “El regreso del marinero” o algo por el estilo. Un joven y elegante marinero con un talego; una chica que lo toma del brazo; los vecinos reunidos alrededor de ambos; el jardín de una casa modesta colmado de flores; y al pasar pude leer en la parte inferior del cuadro que el marinero había vuelto de China; y que había un delicioso banquete esperándolo en el comedor de su casa; y que tenía un regalo para su joven esposa en el talego; y que ella pronto le daría su primer hijo. Todo era correcto y bueno y como debía ser, eso sentí al mirar el cuadro. Había algo pleno y satisfactorio en la visión de tamaña felicidad; la vida parecía más dulce y más envidiable que antes.

Con ese pensamiento pasé junto a ellos, tratando de absorber los detalles lo más plena y completamente que podía; noté el color del vestido de ella, el de los ojos de él; observé que un gato color arena se escabullía por la puerta de la casa.

Durante un tiempo la pintura estuvo flotando ante mis ojos e hizo que la mayoría de las cosas parecieran más luminosas, más cálidas y más simples que de costumbre; y también hizo que algunas cosas parecieran tontas; y otras erradas, y otras correctas y más llenas de sentido que antes. En raros momentos —durante ese día y el siguiente— el cuadro me vino a la mente y pensé con envidia, no exenta de amabilidad, en el marinero feliz y su esposa; me pregunté qué estarían haciendo, qué estarían diciendo ahora. La imaginación aportó otras imágenes, a su vez surgidas de la primera: el marinero cortaba leña, juntaba agua; y ellos hablaban de China; y la joven dejaba su regalo sobre la repisa de la chimenea, donde todos los que llegaran pudieran verlo; y cosía las ropas de su bebé; y todas las puertas y las ventanas estaban abiertas al jardín y los pájaros revoloteaban y las abejas zumbaban… y Rogers —así se llamaba el marinero— no podía expresar cuánto le gustaba todo aquello después de los mares de China. Mientras fumaba su pipa, con los pies en el jardín.

SEGUNDA PINTURA

En mitad de la noche un fuerte grito resonó en el pueblo. Después se oyó un forcejeo; y luego un silencio mortal. Lo único que se veía por la ventana era la rama del lilo, que pendía inmóvil y pesada sobre el camino. Era una noche calurosa y queda. No había luna. El grito hizo que todo pareciera ominoso. ¿Quién había gritado? ¿Por qué había gritado? Era una voz de mujer, que lo extremo del sentimiento había vuelto casi asexuada, casi inexpresiva. Como si la naturaleza humana hubiera gritado contra alguna iniquidad, contra un horror inexpresable. Reinaba un silencio de muerte. Las estrellas titilaban con regularidad perfecta. Los campos yacían quietos. Los árboles estaban inmóviles. No obstante todo parecía culpable, condenado, ominoso. Se tenía la sensación de que alguien debía hacer algo. Alguna lámpara tendría que aparecer de golpe, oscilando agitada. Alguien tendría que llegar corriendo por el camino. Tendrían que encenderse las luces en las ventanas de las casas. Y luego otro grito, esta vez menos asexuado, menos falto de palabras, aplacado, apaciguado. Pero la luz no llegó. No se oyeron pasos. No hubo un segundo grito. El primero había sido tragado y solo quedaba un silencio de muerte.

Acostada en la oscuridad, yo escuchaba con atención. Solo había sido una voz. No había nada con lo cual conectarla. Ninguna imagen de ninguna clase que ayudara a interpretarla, que la volviera inteligible para la mente. Pero cuando la oscuridad por fin lo cubrió todo, lo único que podía verse fue una oscura silueta humana, casi sin forma, que alzaba en vano un brazo gigantesco contra una iniquidad abrumadora.

TERCERA PINTURA

El buen tiempo continuó impertérrito. De no haber sido por aquel único grito en la noche, se habría tenido la sensación de que la tierra había llegado a buen puerto; de que la vida había dejado de avanzar contra el viento; de que había arribado a una ensenada tranquila y allí estaba anclada, casi sin moverse, sobre las aguas mansas. Pero el sonido persistía. Adondequiera que una fuese, quizás a dar una larga caminata por las colinas, algo parecía moverse incómodo bajo la superficie, haciendo que la paz y la estabilidad del entorno parecieran un poco irreales. Había ovejas arracimadas en la ladera de la colina; el valle descendía en largas ondas menguantes, que remedaban cascadas de aguas lentas. Me topé con una finca solitaria. Un cachorro se revolcaba en el jardín. Las mariposas revoloteaban sobre la aulaga. Todo era tan tranquilo y seguro como podía serlo. Sin embargo, no podía dejar de pensar que un grito lo había desgarrado; que toda esa belleza había sido cómplice aquella noche; había consentido; para continuar en calma, para seguir siendo bella; y que en cualquier momento podía ser desgarrada una vez más. Esta bondad, esta seguridad existían solo en la superficie.

Y luego, para despejar el ánimo aprensivo, volví al cuadro del marinero que regresaba a su hogar. Volví a verlo muchas veces y agregué pequeños detalles —el color azul del vestido de la esposa, la sombra que proyectaba el árbol de flores amarillas— en los que no había reparado antes. Ahora estaban de pie frente a la puerta de la casa, él con su talego a la espalda, ella rozándole apenas la manga de la chaqueta con la mano. Y un gato color arena se había escabullido por la puerta. Así, volviendo gradualmente sobre cada detalle de la pintura, poco a poco me convencí de que era mucho más probable que la calma y el contento y la buena voluntad —y no algo traicionero y siniestro— yacieran bajo la superficie de las cosas. Las ovejas pastando, las ondas del valle, la finca, el cachorro y las mariposas danzantes eran un reflejo de aquello. Y entonces regresé a casa, con la mente puesta en el marinero y su esposa, creando una pintura tras otra de ambos para poder superponer una pintura tras otra de felicidad y satisfacción sobre aquel grito desgarrador, espantoso, hasta que quedó aplastado y silenciado y suprimido por la presión misma que sobre él ejercían.

Y por fin llegué al pueblo, y al cementerio de la iglesia, por el que indefectiblemente debía pasar; y al entrar pensé, como de costumbre, en la paz que reinaba en aquel lugar con sus tejos frondosos, sus lápidas borrosas, sus tumbas sin nombre. Allí se sentía que la muerte era algo alegre. Por cierto, ¡miren ese cuadro! Un hombre cava una tumba y unos niños hacen un picnic al costado, mientras él trabaja. Mientras las paladas de tierra amarillenta se acumulan, los niños despatarrados comen pan con jalea y toman leche de enormes jarros. La esposa del sepulturero, una mujer gorda y bonita, estaba recostada contra una lápida y había desplegado su delantal sobre el pasto, junto a la tumba abierta, para que hiciera las veces de mantel. Habían caído algunos terrones de arcilla entre las cosas del té. Pregunté a quién iban a enterrar. ¿El anciano señor Dodson había muerto por fin? “¡Ay, no! Es para el joven Rogers, el marinero”, respondió la mujer, mirándome. “Murió hace dos noches, de una fiebre exótica. ¿No oyó a su esposa? Salió corriendo al camino y gritó… ¡Pero, Tommy, estás todo sucio de tierra!”.

¡Qué pintura se había creado!

JUNIO DE 1929

LA ANCIANA SEÑORA GREY

HAY MOMENTOS, INCLUSO EN INGLATERRA, incluso ahora, en los que hasta los individuos más atareados y más satisfechos dejan caer lo que tienen entre manos…, que bien puede ser la ropa recién lavada de la semana. Las sábanas y los pijamas se desmenuzan y se disuelven en sus manos porque, aunque ellos no lo expresen con tantas palabras, parece una tontería llevar a lavar la ropa a lo de la señora Peel cuando allá afuera, en los campos y en los cerros, no hay ropa lavada; no hay broches ni sogas donde tenderla; ni almidones ni planchas; nada de trabajo, solo un descanso ilimitado. Descanso inmaculado e ilimitado; espacio sin fronteras; pastos jamás hollados; aves salvajes en pleno vuelo; cerros cuyas suaves pendientes continúan ese vuelo salvaje.

De todo esto, sin embargo, solo podían verse dos metros por uno desde el rincón de la señora Grey. Ese era el tamaño de la puerta del frente, abierta de par en par, aunque estaba encendido el fuego en el hogar. El fuego parecía una pequeña mancha de luz crepuscular que intentaba fervientemente escapar de la embarazosa presión de la luz del sol, que todo lo inundaba.

La señora Grey estaba sentada en una silla dura en su rincón, mirando… pero ¿qué? Aparentemente, nada. No cambiaba el foco de sus ojos cuando llegaban visitas. Sus ojos habían dejado de enfocar; quizás habían perdido el poder de hacerlo. Eran ojos viejos, azules, sin gafas. Podían ver, pero sin mirar. La señora Grey jamás había posado los ojos sobre algo diminuto o difícil; solo sobre las caras, los platos y los campos. Y ahora, a los noventa y dos años, sus ojos ya no veían nada, excepto un zigzag de dolor agitándose en la puerta; un dolor que le retorcía las piernas mientras se agitaba; que sacudía su cuerpo adelante y atrás, como si fuera una marioneta. El dolor envolvía su cuerpo como una sábana húmeda plegada sobre un alambre. Del alambre tiraba espasmódicamente una mano cruel e invisible. Y la señora Grey extendía un pie, una mano. Después se detuvo. Se quedó quieta durante un segundo.

En esa pausa se vio a sí misma en el pasado, a los diez, a los veinte, a los veinticinco años. Entraba y salía corriendo de una casa con sus once hermanos y hermanas. El alambre pegó un tirón. La señora Grey cayó hacia delante en su silla.

—Todos muertos. Todos muertos —balbuceó—. Mis hermanos y mis hermanas. Y mi esposo se ha ido. Mi hija también. Pero yo sigo viva. Cada mañana le ruego a Dios que me deje morir.

La mañana era dos metros por uno, verde y soleada. Como un puñado de semillas arrojadas al viento, una bandada se posó sobre la tierra. Un nuevo tirón de la mano atormentadora volvió a sacudirla.

—Soy una vieja ignorante. No sé leer ni escribir, y todas las mañanas, cuando bajo las escaleras, arrastrándome, digo que ojalá fuera de noche; y todas las noches, cuando subo las escaleras arrastrándome hasta la cama, digo que ojalá fuera de día. No soy más que una vieja ignorante. Pero le ruego a Dios: Ay, déjame morir. Soy una vieja ignorante… no sé leer ni escribir.

Después, cuando el color desapareció del vano de la puerta, la señora Grey no pudo ver la página que se iluminó entonces; ni oír las voces que han discutido, cantado y hablado durante cientos de años.

Los miembros vapuleados volvieron a estar quietos.

—El médico viene todas las semanas. Ahora viene el médico de la parroquia. Desde que murió mi hija, no podemos pagarle al doctor Nicholls. Pero es un buen hombre. Dice que es un milagro que siga viva. Dice que mi corazón no es más que viento y agua. Pero parece que no puedo morir.

Nosotros —la humanidad— insistimos en que el cuerpo se aferre al alambre. Le sacamos los ojos y los oídos, pero lo dejamos maniatado, con un frasco de medicamento, una taza de té, un fuego moribundo, como un cuervo embalsamado sobre la puerta del granero; pero es un cuervo que todavía sigue vivo, incluso atravesado por un clavo.

MERODEO CALLEJERO:
UNA AVENTURA LONDINENSE

ES PROBABLE QUE NADIE