8

A PRINCIPIOS DE ABRIL LOWELL Y SU ESPOSA habían avanzado tanto como podían en su tarea de demolición y ordenamiento. Habían llegado al límite de su aptitud, y era hora de llamar a arquitectos y contratistas si querían que el trabajo progresara. Un resuelto pero frustrado intento de levantar una nueva pared —una vez terminada, esa cosa parecía uno de los tabiques que acababa de derribar, solo que más limpio— y un intento ebrio, igualmente frustrado y físicamente doloroso de instalar una pileta nueva habían convencido a Lowell de que en estos asuntos tenía tanta habilidad como un puertorriqueño, lo cual surtió el curioso efecto de hacerlo sentir mal consigo mismo, no con los puertorriqueños. Por muchos libros que leyera, no estaba a la altura de las circunstancias. Esto no era nuevo para él. Nunca había estado a la altura de ninguna circunstancia. Sus aviones de aeromodelismo no volaban, o se desarmaban, o quedaban inconclusos, y nunca parecían aviones, a pesar de su fanática atención a las instrucciones. Habían atropellado a su perro antes de que terminara de construir la perrera, que se había negado tercamente a quedar bien. Ni siquiera sabía atajar una pelota. Aunque el tiro fuera favorable, caía inevitablemente a sus pies. Estudiaba y practicaba, pero siempre era igual. Quizá no tuviera el cuerpo apropiado para atajar pelotas, como otros no tenían el cuerpo apropiado para aprender a nadar. (Tampoco sabía nadar muy bien).

Se preguntó si ahora podría atajar una pelota. Una vez que se lo preguntó, sintió tanta intriga que fue a la tienda de la esquina y compró una de esas pelotas de goma rosada que tenían los chicos negros y puertorriqueños. La llevó al fondo, escogió un lugar alto en la pared entre un par de ventanas con parteluz, tomó posición y arrojó la pelota con todas sus fuerzas. La pelota rebotó con un ruido húmedo. Ni siquiera pasó cerca de él. Pasó sobre su cabeza y desapareció en el fondo repleto de basura de una de las casas de atrás, donde pronto fue recogida por un perro y trasladada a un rincón donde el animal la cubrió de saliva y la hizo rodar por el terreno. Lowell no intentó recobrarla. Sus reacciones ante ese breve episodio fueron ambiguas. Por una parte, se sentía como un idiota. Por otra parte, aún no sabía atajar una pelota. Decidió prestar más atención al tema de los contratistas.

Lamentablemente, sabía tanto sobre contratistas como sobre construcción de paredes. Un poco menos, a decir verdad. Algunos insistían en enviarle folletos mal impresos y peor redactados que ofrecían cubrir la casa con revestimiento de aluminio o con una piedra artificial que parecía turrón o, si lo creía conveniente, comprársela con todo lo que contenía, por una buena suma en efectivo. Una vez el representante de un contratista fue a la casa sin que él lo llamara. Era un joven agradable pero crispado que hacía pensar en una ardilla. Tenía un proyector de diapositivas y le mostró a Lowell fotos de varias cocinas terminadas en plástico rosado y brillante. También había diapositivas de un acogedor estudio revestido con madera artificial de aspecto irreal. Lowell le dijo que estas cosas no formaban parte de su plan y lo condujo a la puerta, cortésmente pero con cierta dificultad. El joven dejó folletos. Eran como los que Lowell siempre recibía por correo, y los tiró a la calle.

Quería que su casa fuera clarete y chocolate holandés. Sus ideas eran un poco vagas, pero ese era el plan general, y estaba resuelto a cumplirlo. Solo tenía que encontrar a alguien que lo consiguiera. Probó suerte con la guía telefónica, pero no sirvió de mucho: sobraban los contratistas, pero nada de lo que decían sobre sí mismos indicaba aptitudes para el clarete y el chocolate holandés. Al contrario, sus anuncios sugerían una marcada inclinación por el plástico rosado y brillante y la piedra artificial, la madera sintética y el revestimiento de aluminio. Siempre podía pedir consejo a uno de los vecinos que había refaccionado una casa, pero los vecinos que había conocido no eran muy alentadores. Era deprimente. Carecía de energía y voluntad para encarar el asunto con creatividad. Ni siquiera podía encararlo con inteligencia. Presa de una preocupación difusa e improductiva, erró por la casa, de una habitación a otra, arriba y abajo, mirando las marcas de los viejos tabiques en las paredes y los techos, la instalación eléctrica destripada, los caños desmantelados. En un cuarto se cruzó con su esposa, y se sorprendió un poco, aunque era natural que ella estuviera en alguna parte.

—¿Cuánto hace que no me hablas si yo no te hablo? —preguntó ella.

Envuelto en la oscuridad, Lowell se paró en seco y la miró con aturdimiento. Trató de contestar, pero le costaba salir del pozo tan rápidamente, y solo logró emitir un mugido débil y triste.

—Ya me parecía —dijo su esposa. Se agachó y se puso a fregar furiosamente el piso con una escobilla. Una lágrima o una gota de sudor cayó a sus pies, y la secó—. Ahí tienes —dijo, enderezándose—. Suficiente por hoy. Ya puedes acompañarme a la estación.

Lowell obedeció en silencio, con la sensación de que su cuerpo se había transformado en una piedra blanda. La acompañó a la estación y aguardó el tren con ella.

—Aléjate del borde del andén —protestó su esposa—. Siempre te paras muy cerca.

En pocos minutos llegó el tren, y ella lo abordó y se fue.

Después dejó de ir a la casa, y quizá diera lo mismo, pues ya no podía hacer nada. Lowell tampoco podía hacer nada, pero todas las noches después del trabajo cumplía con el ritual de ir a Brooklyn, ponerse la ropa de trabajo y errar por las habitaciones bebiendo cerveza. Padecía una curiosa inercia, pero si bebía bastante cerveza, al rato empezaba a sentir cansancio, como si se hubiera agotado haciendo una tarea productiva.

Ese año la llegada de la primavera fue extenuante, como si algo se fuera de su vida en vez de llegar, y en los fríos ocasos de abril la casa cobró el aire devastado de las calles, como si hubiera sufrido el ataque, no recientemente sino meses atrás, de una escuadra de comandos compulsivamente pulcros, que hubieran corrido por las escaleras, arrojando granadas en cada habitación, y luego hubieran ordenado todo. En vez de los tabiques había rebordes desparejos en las paredes. En los baños solo quedaba el extremo de los caños. Había orificios desperdigados en las paredes, los techos y los pisos. Lowell no recordaba por qué había hecho algunos. Debía de haber tenido un buen motivo. La casa, azul eléctrico en una habitación, verde en otra, destartalada y desnuda, no tenía el aspecto de haber sido concebida por Darius Collingwood, ni de haber sido ocupada por indigentes, ni de que Lowell fuera a vivir en ella. Tenía el aspecto de estar lista para la demolición. Un fin de semana Lowell salió al fondo para mirar una vez más su cráter de linóleo.

Era un día agradable y templado que Lowell pasó por alto pero que fue disfrutado por sus vecinos. En las casas de enfrente, los ocupantes sacaban la ropa de cama por la ventana para orearla, adornando el maltrecho ladrillo con sábanas rosadas y turquesas y con desteñidas mantas del ejército, abarrotando los alféizares con almohadas de la calle Fulton y de Athens, Georgia, llamándose de un piso al otro como si no se hubieran visto en meses. Lowell se quedó junto al linóleo y los observó un rato a través de una pátina de resaca o desesperación. Fuera lo que fuese, le había dejado la mente hecha papilla. Debía dejar de beber tanto, pero no creía que pudiera lograrlo. Tendría que vérselas con todo ese tiempo muerto.

Lowell estaba tan sumido en su abatimiento que tardó un rato en notar que alguien lo miraba desde una ventana de la casa de las ancianas. Durante unos minutos quedó tan enfrascado en su horrorizada contemplación de la criatura que no pudo analizar el significado de su presencia en términos racionales.

Era el demonio del alcoholismo en persona. Muchos años atrás Lowell había asistido brevemente a una excéntrica escuela dominical metodista, así que pudo reconocerlo de inmediato, aunque no con placer. Diminuto y demacrado, vestido con harapos deshilachados y embadurnado de roña, con una piel que tenía el color y a veces la textura de la diarrea seca, con una desdentada sonrisa de idiota y los ojos despojados de alma e intelecto, estaba enmarcado por la ventana como una obscena representación de los efectos perniciosos del alcoholismo. Tenía un aspecto tan depravado que era asombroso que aún estuviera con vida, y a Lowell le costó creer que no fuera una alucinación enviada por el dios de la resaca. Mientras Lowell miraba, la criatura pareció interesarse en él. Se inclinó hacia delante, y Lowell notó (aunque no tan pronto como le habría gustado) que la ventana no tenía vidrio, y mientras meditaba sobre eso, la sonrisa de la criatura se ensanchó. Lowell pudo verle el interior de la boca. Era espantoso. Los labios temblaban espasmódicamente, como preparándose para decir algo. Lowell se preguntó qué haría si esa criatura aborrecible lo interpelaba. Supuso que dependería de lo que dijera. Pronto el interrogante perdió importancia, pues era obvio que la criatura no se disponía a hablar. Se disponía a vomitar, y eso hizo. Lowell desvió la vista, concentrándose en sus pensamientos con los ojos bien cerrados, y cuando volvió a mirar la criatura se había ido. Una mirada al suelo le confirmó incuestionablemente, sin embargo, que había estado allí, y solo entonces, tragando saliva, empezó a analizar las implicaciones de ese hecho, al margen de sus méritos como ejemplo paradigmático. Una imagen de violaciones y matanzas le cruzó la mente, nítida como una proyección —los cuerpos de las ancianas desparramados por los pasillos con los vestidos levantados, las jambas de las puertas salpicadas de sangre, etcétera—, pero aunque el espectáculo lo dejó petrificado un instante, no le parecía muy probable que hubiera ocurrido. En primer lugar, aunque sabía que le sucedía todos los días a todo tipo de personas y era un fenómeno inusitadamente bien documentado, Lowell no creía de veras que la gente mataba a la gente. Lowell no creía de veras en la muerte. Nunca había visto un muerto. Solo había visto muertes fingidas en la televisión. Quizá su vida se pudiera considerar protegida o afortunada, pero así eran las cosas.

En segundo lugar, concediendo intelectual aunque no emocionalmente que la muerte y el homicidio fueran posibles, Lowell no creía que nadie pudiera matar tantas ancianas, y menos todas de una sola vez. Eran como una docena, y la mitad temían ser violadas y asesinadas en cualquier momento y se pasaban la vida atrincheradas en sus habitaciones. Y ciertamente la criatura que Lowell había visto no podría haberlo logrado. Ni siquiera tres o cuatro de esas criaturas lo habrían logrado. Las ancianas los habrían descuartizado.

En tercer lugar, Lowell notó que faltaban las cortinas de encaje de cada ventana del fondo de la casa. Eso era aún más raro que la aparición del intruso. Lowell se dirigió al frente del edificio. Tampoco había cortinas en las ventanas del frente, y la puerta estaba abierta de par en par. Lowell subió cautelosamente la escalera y miró el interior. Era tal como sospechaba: la casa estaba vacía. Las puertas de todos los cuartos estaban entornadas, y no quedaba ni un mueble. Con la posible excepción de una desleída imagen de Jesús quitándose la camisa, encolada a una pared junto a la escalera y en consecuencia inamovible, la casa estaba absolutamente limpia de todo. Había que admirar la eficiencia con que lo habían hecho, y Lowell miró en torno con aturdido asombro. Estaba tan acostumbrado a tener a las ancianas por vecinas que su repentina y absoluta desaparición era alarmante, como dormirse en un sitio y despertar en otro.

Desde arriba llegó una tos burbujeante, seguida por sonidos ahogados y bestiales de naturaleza indefinida. Alguien empezó a bajar lentamente la escalera. Lowell se fue a casa y echó llave a la puerta.

Más tarde, llamó al agente inmobiliario desde la farmacia. Su casa estaba más amurallada que Fort Knox, y era posible que ni él pudiera volver a entrar sin trepar al segundo piso.

—Las manzanas son como los aviones de pasajeros —dijo el agente inmobiliario—. Unos suben y otros bajan. Usted tuvo la desgracia de abordar uno que bajaba. Es una lástima, y ojalá pudiera ayudarlo.

—No sé de qué habla —dijo Lowell, con voz demasiado chillona para su gusto—. Solo llamé para pedirle consejo sobre el modo de cerrar la casa contigua. ¿Por qué dice que la manzana está bajando? ¿Qué manzana? ¿La mía?

—Ya me oyó —gruñó el agente inmobiliario con una voz en la que no quedaba el menor indicio de afeminamiento—. Escuche, yo que usted hablaría con el señor Grossman. Recientemente el señor Grossman ha comprado muchas propiedades por aquí y sin duda le ofrecerá un trato conveniente.

—No entiendo una palabra de lo que dice.

—Viva y aprenda —dijo el agente, y colgó.

Lowell se quedó un rato en la cabina telefónica. Si cerraba los ojos, podía fingir que estaba en un ascensor cuyo cable se hubiera roto. Si abría los ojos, podía ver dónde estaba realmente. No era un buen lugar. Sus sueños eran absurdos, sus esperanzas eran cenizas, su matrimonio era una ruina, y su suegra tenía razón. Allí era donde estaba, y solo le había costado la friolera de siete mil dólares, con lo cual también había muchas probabilidades de que fuera un zopenco. Estaba acumulando méritos.

Al rato el farmacéutico se acercó a la cabina para preguntarle si se sentía mal. Lowell pensó en pedirle un medicamento, pero por ahora no quería un medicamento, y en cambio se disculpó.

Al regresar a la casa observó que un grupo de hombres había irrumpido en la vivienda del viejo capitán y se dedicaba a robar las cañerías. También rompían todas las ventanas, aparentemente por diversión. Aunque era posible que solo se tratara de una cuadrilla de obreros sumamente torpes, Lowell no lo creía, y se apresuró a volver a la farmacia para llamar a la policía. La policía no acudió, y al cabo de un breve descanso a la hora de la cena, los hombres regresaron y robaron la caldera y la cerca de hierro forjado. Lowell suponía que el viejo estaba muerto o ausente, y no le sorprendió demasiado descubrir que no le importaba. Buscó al viejo el día siguiente, pero no lo encontró, y nunca volvió a verlo.

El sábado dos negros delgados y mayores con overol claro fueron a la casa de las ancianas y reemplazaron minuciosamente la vieja puerta de caoba por una puerta mucho más pequeña de madera contrachapada con una diminuta ventana triangular. En la semana siguiente sus nuevos vecinos se mudaron y de inmediato se reunieron en la escalinata para emborracharse todo lo que fuera humanamente posible, como si les pagaran para hacerlo o participaran en un concurso. Había una señorona con senos inmensos con forma de bala y una barriga descomunal que sobresalía bajo los senos como un estante. Le gustaba sentarse con las piernas extendidas, como un luchador de sumo, y a Lowell le resultaba cada vez más difícil no mirarla. Los demás borrachos eran hombres maduros y escuálidos, y Lowell nunca se molestó en tratar de distinguirlos. Se sentaban en la escalinata desde el atardecer hasta después de medianoche, gritando y bromeando, mientras la cara se les hinchaba lentamente, bebiendo Rheingold, arrojando las latas a la calle. No hacían otra cosa con su tiempo, y Lowell nunca les veía comer nada, aunque en ocasiones los veía vomitar. Entretanto, el último piso de la casa del capitán se incendió una noche, y el techo se desplomó. Calle abajo, otra casa quedó desocupada.

Lowell no dejó caer los brazos. Había dejado caer los brazos cuando las cosas andaban relativamente bien, pero ahora que la lucha era absolutamente desesperada, se puso de pie y empezó a pelear endemoniadamente. No podía hacer nada con Grossman y sus chanchullos, así como no podía detener las olas ni tratar con el diablo, y tampoco podía recobrar a su esposa ni silenciar a los borrachos, pero podía volver a trabajar en su casa, y eso fue lo que hizo. Con el fervor maniático de un hombre que trata de recordar la tabla periódica en medio de un bombardeo, limpió el patio del fondo en un santiamén. Luego barrió todas las habitaciones y lavó todas las ventanas y sacó a paladas la inmundicia seca del sótano y la guardó en bolsas de plástico. Entretanto, una docena de niños que aparentemente no vivían con adultos, con el aspecto y el atuendo de anticuados niños negros de Hollywood, se mudaron a una casa recién desocupada de enfrente y se pusieron a jugar frenéticamente y a arrancar la corteza de los árboles. Lowell celebró su llegada consultando las páginas amarillas para citar a contratistas que le expusieran sus planes y le dieran sus estimaciones. En realidad, se comunicaba principalmente con las máquinas contestadoras y los servicios de respuesta de los contratistas, pero era mejor que nada. Al fin estaba en marcha.

De todos los contratistas que había llamado, solo se presentaron dos. Solo Dios sabía qué había pasado con los demás —quizá nunca escuchaban los mensajes, o quizá habían pasado en coche por el vecindario y habían seguido de largo— pero en la posición de Lowell un centímetro valía tanto como un kilómetro, y dos contratistas eran mejor que ninguno. El primero era un hombrecito parsimonioso con ojos de sabueso que parecía un costal de harina húmeda medio vacío. Siguió a Lowell por la casa sin decir una palabra. Cuando Lowell señalaba algo, él miraba, y cuando Lowell hablaba de algo sin señalarlo, miraba a Lowell. Una vez que Lowell lo llevó por la casa y expuso sus planes, se marchó. No volvió nunca.

El segundo contratista, oriundo de la isla Trinidad, era mucho más alto que Lowell y daba la impresión de ser mucho más fuerte y un poco más amable, aunque nunca realizó ninguna proeza de fuerza ni de amabilidad. Era de un color intenso y profundo que Lowell admiraba, y nunca perdía la oportunidad de soltar su risa suave y melodiosa. Rio melodiosamente cuando Lowell le mostró la viga principal podrida, y rio melodiosamente cuando Lowell le mostró los sitios donde habían arrancado la tubería. Riendo melodiosamente, le dijo a Lowell que todo estaba en pésimo estado pero que podía arreglarse. Lowell lo contrató al instante. Se llamaba Cyril P. Busterboy. Era una persona muy formal que siempre lo llamaba “señor Lake”, obligando a Lowell a llamarlo “señor Busterboy”. No era nada fácil.

La obra era extensa, y los servicios del señor Busterboy no eran baratos, pero llegaron a un acuerdo. El señor Busterboy rio melodiosamente mientras sacaba el documento, y rio melodiosamente mientras Lowell lo firmaba. Al día siguiente, para gran deleite de los borrachos de al lado, llegó un camión con un contenedor que parecía una inmensa lonchera verde. El camión lo depositó en la vereda con gran chirrido de cadenas y la lustrosa expansión de sus pistones hidráulicos, y enseguida la cuadrilla del señor Busterboy empezó a llenarlo con las bolsas, bultos y escombros que Lowell había acumulado en el invierno. Algunas bolsas reventaron como cadáveres blandos mientras los hombres las llevaban, ensuciando la vereda. Lowell pidió un día libre en la oficina y miró a los obreros con nerviosa emoción. Tenía que contenerse para no comerse las cutículas. Ya estaban tan roídas que temía una infección.

—¿Sabe que esta casa perteneció a Darius Collingwood? —le preguntó al señor Busterboy.

—No me diga —dijo el señor Busterboy, que tenía una petaca de J&B en el bolsillo y bebía un sorbo de cuando en cuando. El señor Busterboy estaba cubierto de polvo de yeso, como la mayoría de sus hombres, y Lowell decidió no insistir con el asunto. Al rato fue a la tienda de la esquina y compró media docena de cervezas. Regresó y abrió una, pero se sentía culpable de beber cerveza fría frente a los obreros, y les dio las otras latas. Eso significaba que no había suficiente para él. Cuando volvió a la tienda, compró una caja entera. La puso en el tope de la escalinata y los invitó a recoger todas las latas que quisieran. La caja desapareció en poco tiempo, y fue a comprar otra, y al cabo todos estaban borrachos. Lowell, la cuadrilla y el señor Busterboy se entregaron a una extraña y letárgica camaradería: el tiempo había aminorado la marcha y el placer era un objeto impecable, como un guijarro liso. El trabajo se detuvo, y todos se quedaron sentados con sus cervezas, salvo el señor Busterboy, que había encontrado otra petaca de J&B y contaba chistes como los demás. Los borrachos de la otra escalinata los miraban solemnemente; cuanto más se emborrachaba Lowell, más humanos le parecían, y también más solemnes, como si reprobaran la situación desde cierta altura moral pero no pudieran hacer nada para impedirlo. Un viejo que usaba un sombrero de paja y un par de pantalones de color naranja increíblemente brillantes se detuvo en la vereda, estudió el contenedor y luego estudió a Lowell y los obreros. Los examinó largo rato sin ninguna expresión, y luego echó a andar calle arriba.

El señor Busterboy y los obreros se fueron a las cinco y dejaron a Lowell con sus pensamientos, que eran alegres pero no muy claros ni sensatos. Bebió un poco más de cerveza, y pronto anocheció. Lowell estaba muy cansado para volver a Nueva York. Abrió otra cerveza y subió al dormitorio principal, donde tendió una funda limpia, se quitó toda la ropa menos los zapatos y se durmió de inmediato.

Cuando se despertó, aún estaba oscuro y él aún estaba ebrio, y le pareció perfecto, porque tendría una resaca fenomenal, y cuanto más pudiera postergarla, mejor. Rodó sobre sí mismo y miró el techo con esa lucidez peculiar pero selectiva que a veces había experimentado en situaciones similares. Veía el techo con toda claridad, con el claro de luna entrando por las ventanas y el gran agujero del rincón superior derecho donde era visible el listonado, pero no tenía la menor idea de dónde estaba. Lo supo al cabo de un rato, pero entonces no recordó qué hacía allí, aparte de estar tendido de espaldas sobre una funda. No parecía una pregunta importante, y Lowell decidió volver a dormirse. Estas cosas siempre se resolvían. Luego oyó un ruido abajo y se levantó de un salto.

En realidad, su cuerpo había oído el ruido y se había levantado de un salto. Aunque su mente estaba despejada, no se encontraba muy lúcido, y por un momento, desnudo bajo el claro de luna con los zapatos puestos, no entendió qué demonios hacía allí, y pensó que lo más sensato era volver a acostarse. Luego oyó caer una lata de cerveza. El cuerpo de Lowell se puso tenso y alerta. Había alguien en el vestíbulo. Antes de que Lowell se pusiera a reflexionar sobre la naturaleza del visitante o hubiera decidido cómo reaccionar, se encontró en posesión de una palanca, avanzando sigilosamente hacia la escalera. La voluntad y los actos se escindieron, y su cerebro se dejaba llevar mientras el cuerpo avanzaba en silencio y con mortífera determinación. Notó que se deslizaba por el pasillo en pisos que tenían la consistencia de malvaviscos, entre paredes blandas como colchones. Por momentos, mientras bajaba la escalera como un gato, blandiendo la palanca, se dormía o algo parecido, perdiendo y recobrando la conciencia con un movimiento lento y suave, como las oscilaciones de una planta submarina en las aguas de una cálida laguna. Entretanto su cuerpo seguía bajando la escalera con los zapatos puestos, y cada vez que se despertaba se encontraba un peldaño más bajo.

Un claro de luna trémulo y brumoso entraba en el pasillo por las puertas del vestíbulo. Lowell se detuvo, la mente soñolienta y errante, los músculos tensos y alerta. La puerta del frente estaba abierta de par en par, y había latas de cerveza desparramadas por el piso. No eran de la marca que él compraba.

Pasaron unos minutos. Luego, la sombra jadeante y tambaleante de un hombre apareció en la puerta. Lowell se le abalanzó, y aunque nunca había sido ágil ni era demasiado fuerte, la palanca atravesó la cabeza del intruso como una calabaza podrida. El intruso sostenía una lata de cerveza. La arrojó al aire cuando Lowell le partió el cráneo, y el cuerpo llegó primero al piso. El cuerpo no hizo mucho ruido, pero la lata de cerveza provocó un alboroto infernal. Una parte de la mente de Lowell se maravilló de que todo hubiera sido tan fácil. Otra parte de su mente se desmayó. Tenía el cuerpo lleno de salpicaduras.

Aún con cierto distanciamiento, y en un estado de shock parcial, Lowell percibió los acontecimientos de la hora siguiente de un modo raro, como si fuera una película de la que hubieran suprimido largos tramos al azar. En un momento estaba en el pasillo del frente, y al siguiente estaba en el fondo, echándose agua con un balde. Ni siquiera sabía que tenía un balde, y esperaba recordar dónde lo había puesto cuando hubiera terminado de usarlo, pero al minuto siguiente estaba en el vestíbulo, aún empapado, como si hubiera hecho un viaje instantáneo por arte de magia, salvo que también estaba rumiando una idea que no recordaba haber tenido. Estaba decidiendo que envolvería los restos de la cabeza del muerto en una bolsa de plástico. Era una buena idea, y le alegraba contar con ella, aunque no recordara haberla tenido. La bolsa de plástico impediría que la cabeza goteara en la vereda cuando sacara el cuerpo para ponerlo en el contenedor, y fue a la cocina a buscar una. No había rastros del balde.

Su mente no miró la cabeza a los ojos mientras la envolvía, y de pronto estuvo en la vereda, arrastrando el cadáver hacia el contenedor. Aún estaba desnudo, y la luna resplandecía. Los borrachos lo miraban atentamente desde la escalinata de al lado, pero si encontraron algo digno de asombro en el espectáculo que daba un hombre blanco en cueros arrojando un cadáver en un contenedor a las tres de la mañana, no lo demostraron. Lowell pronto se olvidó de ellos. En su siguiente encuentro consigo mismo, estaba llenando el contenedor hasta el tope con los residuos que quedaban al lado de la casa, trabajando con la fuerza sobrehumana y los movimientos subacuáticos de alguien que se encontraba totalmente dopado. Cuando pensaba en ello, comprendía que aún estaba bastante ebrio. No le parecía importante, y trataba de no tenerlo en cuenta. Una vez se sorprendió preguntándose por qué no había llamado a la policía en vez de tomarse tantas molestias, pero evidentemente la respuesta estaba en la parte de su cerebro que se había desmayado; la pregunta flotó en su mente hasta que se olvidó de ella, y su cuerpo siguió trabajando como si nadie le hubiera hablado. Pensó que debía ir adentro para ponerse algo de ropa, pero cuando terminó de pensarlo, había finalizado el trabajo y era hora de volver a la casa. Una vez allí, daba lo mismo que tuviera ropa o no.

Quedaba el pequeño detalle de la mancha de sangre en el piso. Lowell podía decirle al señor Busterboy que había llevado a casa una prostituta y había resultado ser virgen, pero nadie creería que alguien pudiera ser tan virgen: la mancha de sangre tenía un metro de diámetro y había salpicaduras en la pared. Quizá fuera posible arrancar las tablas del piso y tirarlas, pero no tenía ganas de hacer eso. Solo quería ir arriba a acostarse. El claro de luna parecía perder luminosidad, y la oscuridad había empezado a arrinconarlo. Era como si la habitación se llenara lentamente de arena y gas mortífero, y Lowell apenas logró llegar a la funda antes de caer redondo.

Le pareció que solo habían pasado unos segundos cuando se despertó de golpe, totalmente despabilado, como si le hubieran aplicado electrodos en la planta de los pies. La luz del sol inundaba el cuarto, una luz espantosamente brillante que parecía vidrio molido. Desde el exterior de la casa llegaron crujidos y golpeteos. La parte de la mente de Lowell que se había desmayado ahora estaba despierta, y la parte ebria ahora estaba sobria: le decía a la otra parte lo que había pasado cuando ella se había ido.

—Santo cielo —dijo Lowell.

Se alegraba de que hubiera estado oscuro. Vaya si se alegraba. No tenía la menor duda de que su cuerpo descontrolado habría descuartizado al hombre si las luces hubieran estado encendidas, pero al menos Lowell no tenía que recordar la cara de la víctima. Gracias a Dios por los favores pequeños. No tenía la menor idea de qué clase de cara era. Tampoco recordaba el color. Hurgó en su memoria metódicamente, pero no encontró nada que le indicara si el hombre era negro o blanco. Parecía que uno debiera saber esas cosas sobre el hombre que acababa de matar. Quizá no hubiera matado a nadie. Quizá todo hubiera sido un sueño de borracho. Sería maravilloso que todo hubiera sido una horrible pesadilla. Lamentablemente, nunca recordaba lo que soñaba cuando dormía la mona. Llegó a la conclusión de que le había sucedido algo tremendo. Era una de las cosas más tremendas que le hubieran pasado a nadie desde que había comenzado el mundo. No era posible.

Envolviéndose en la funda, se levantó despacio y caminó tambaleando hacia la ventana. En la calle había otra sorpresa. El contenedor había desaparecido. Ni siquiera quedaban residuos para demostrar que había estado allí. Lowell miró la vereda vacía durante un largo rato. Luego llegó un coche y se detuvo en ese espacio, y bajó un hombre y caminó vivazmente calle abajo. La última esperanza de Lowell se desvaneció.

El camión había ido y se lo había llevado. El contenedor iría dondequiera que fueran los contenedores. Pronto los recolectores de residuos comenzarían a descargarlo. Menuda sorpresa les esperaba. Lowell se lo imaginaba. No sabía cómo podría haber mejorado su situación, pero si estaba en posesión del cadáver podía disponerse a estudiar el problema. Ahora no tenía mucho sentido. Ya no estaba en sus manos.

Pensó que sería mejor ponerse ropa. No le convenía recibir a la policía vestido con una funda y botas de trabajo, a menos que estuviera dispuesto a alegar insania, y sabía que no podría salirse con la suya. Era el sujeto más cuerdo que había conocido, y cientos de personas podían atestiguar su blandura y su falta de peculiaridades. Solo se pondría en ridículo si intentaba hacerse el raro. Sentiría timidez, se sonrojaría y echaría todo a perder antes de que concluyeran las averiguaciones preliminares.

Vestirse era difícil. Su ropa, arrojada con ebrio abandono la noche anterior, estaba apelotonada, húmeda y vuelta del revés, y su cuerpo estaba entumecido por la jaqueca y el terror y tenía que impulsarlo con amenazas y exhortaciones. Abotonándose la camisa en todos los ojales erróneos con una mano y apoyándose en el balaustre con la otra, se obligó a bajar a la escena del delito.

Había un vagabundo durmiendo en el piso. Lowell estaba preparado para muchas cosas, pero no para esta, y se sobresaltó. Se quedó largo rato mirando la habitación, apoyándose fatigosamente en la jamba mientras sus nervios repiqueteaban como las cuerdas de un piano y su corazón hacía lo posible por mantenerlo con vida.

Este no era el primer vagabundo. Era otro. Una parte de la mente de Lowell se desvivía por creer que era el primero, y otra parte estaba convencida de ello, pero Lowell sabía que no era así. Ni siquiera estaba seguro de que el primer vagabundo hubiera sido un vagabundo. Quizá hubiera sido un inspector de obras. Quizá hubiera sido un policía. (Lowell lamentó haber pensado en esto). Fuera quien fuese, este no era el mismo. Era otra persona. Lowell supo que era otra persona por la mancha de sangre. La mancha de sangre era un argumento irrefutable. Lowell habría apostado a que ni siquiera Norville Gepford, campeón de los debates en su curso de la escuela secundaria, habría podido refutarlo, y Norville Gepford podía refutar cualquier cosa. Hacía años que Lowell no pensaba en Norville Gepford, y se olvidó de él enseguida, aunque no sin sufrir un extraño malestar.

Lowell incluso logró deducir cómo había entrado el nuevo vagabundo: por la puerta del frente. Lowell se había olvidado de echarle llave después del asesinato y estaba abierta de par en par. Por un momento pensó que también tendría que matar al nuevo intruso, para que nadie se enterara de la muerte del primero, y le costó un poco deshacerse de esta idea. Tenía la cabeza llena de gelatina verde, y ni siquiera los pensamientos deshilvanados se desplazaban bien. Era una piltrafa.

El vagabundo se despertó, miró a Lowell con obtusa indiferencia, se levantó despacio y pedorreó ruidosamente. Él también era una piltrafa. Tenía una nariz larga y llena de protuberancias, como si lo hubieran picado docenas de abejas obscenas, y un cuerpo de mujer embarazada y macilenta. Era un saco de huesos con una barriga inmensa y fofa. Cuando terminó de rascarse los riñones, miró a Lowell con expresión inquisitiva y medianamente irritada, como si se hubiera violado la etiqueta. Con un aguijonazo de lucidez que era casi increíble en esas circunstancias, Lowell comprendió que el vagabundo pensaba que él era otro vagabundo. Esperaba que Lowell hiciera lo que hacían los vagabundos cuando se encontraban con sus colegas. Esa comprensión lo perturbó, pero su estado era demasiado delicado para una emoción tan fuerte, y en vez de rugir con furia de propietario y agitar el puño, estuvo a punto de sentarse en el piso.

—Lárgate —graznó. Su voz era débil y sonaba curiosamente artificial, como si saliera por un parlante de radio vieja implantado en su garganta—. Fuera.

El vagabundo le clavó los ojos, se enjugó la nariz con la manga, fue a un rincón y se dispuso a defecar.

—Termina con eso —ordenó Lowell débilmente. Estudió la mancha de sangre del piso. También había sangre en el cielo raso, por no mencionar las paredes, y ahora un vagabundo se disponía a defecar en el rincón. Lowell estaba muy desconcertado. El desconcierto lo confundió aún más, si eso era posible—. La policía —dijo, hablando no solo para el intruso sino para sí mismo—. Viene la policía.

El vagabundo irguió la cabeza, como si hubiera oído un ruido familiar a lo lejos, pero como no se repitió siguió con su actividad, y Lowell decidió no prestarle más atención. Cerró los ojos y apoyó la frente en el marco de la puerta. Se había transformado en tantas personas que ya no sabía quién era. Nada encajaba. Encerrados en ese imperfecto y alcoholizado envase de carne, había un secretario de redacción y un homicida, un hombre que anoche no había vuelto a casa, un marido cuyo matrimonio estaba arruinado, un propietario, un contribuyente, un imbécil, un buen tipo y una nulidad. Todas esas personas sufrían una tremenda resaca, pero no tenían otra cosa en común; estaban apelotonadas como trastos en un cajón, y ninguna de ellas tenía sentido. Mantuvo los ojos cerrados y las miró pasar flotando, como espíritus incorpóreos en una de las partes más agradables del infierno.

—Demonios —le dijo una voz estentórea al oído—. Santísimo cielo, parece que alguien despanzurró un cerdo aquí. —Lowell abrió lentamente los ojos y descubrió que un obrero del señor Busterboy estaba junto a él en la puerta, mirando la habitación con expresión especulativa—. La madre que me parió.

Lowell supuso que si no esperabas ver sangre, sesos y caca de vagabundo cuando mirabas la habitación, debían de ser toda una sorpresa. Oyó una risa melodiosa, y el señor Busterboy entró en su campo visual. Era una suerte, porque Lowell estaba demasiado cansado para mover la cabeza y no sabía si lo lograría aunque lo intentara.

—Vaya, qué calamidad —dijo el señor Busterboy—. Esto es un asco. Hoy sí que tenemos trabajo para entretenernos. Una buena faena. Largo de aquí. No te lo diré dos veces.

El vagabundo se fue por la ventana. Su expresión no había cambiado.

—La policía… —musitó Lowell.

—No le hará ningún bien, y podría causarle muchos problemas —dijo el obrero del señor Busterboy. Recogió la palanca y la examinó tal como un deportista examina un rifle—. Siga mi consejo, olvídese del asunto. La policía solo le traerá dolores de cabeza.

—Leroy —dijo el señor Busterboy—, ¿por qué no empiezas a descargar el camión?

—De acuerdo —dijo Leroy, llevándose la palanca—. Cielos, qué desastre.

—No se preocupe —dijo el señor Busterboy—, limpiaremos esto en menos de lo que canta un gallo. Parece que usted pasó una mala noche, aunque entiendo que este espectáculo le revolvería el estómago a cualquiera. ¿Quiere que lo lleve a casa? Voy para ese lado, de todos modos.

Lowell lo miró. El señor Busterboy rio melodiosamente.

—Parece que no le vendría mal un trago —dijo, sacando una petaca de Dewar del bolsillo—. Beba la medida que serviría para cubrir una moneda.

Lowell bebió un pequeño sorbo. El whisky no le causó ningún efecto, pero su humedad le recordó que no tenía saliva en la boca. Evidentemente hacía rato que no tenía. Empinó un buen trago.

—Me refería a una moneda puesta de plano —dijo el señor Busterboy, recobrando la botella antes de que Lowell causara más estragos—. Vamos, andando.

Asombrado de lograrlo, Lowell descubrió que podía permanecer de pie sin ayuda. Siguió al señor Busterboy a la vereda, con la sensación de que todos sus fluidos vitales eran aguas servidas.

El coche del señor Busterboy era un pequeño modelo inglés, flamante y muy lustroso. Estaba pintado de un verde elegante, y el señor Busterboy le explicó que el motor estaba al costado. Lowell estaba dispuesto a creer cualquier cosa. En cuanto el señor Busterboy se sentó, el vehículo pareció arrancar de un salto por voluntad propia. A meros centímetros de la vereda, doblaron la esquina y salieron como una tromba por la avenida Greene.

—Tracción delantera —dijo el señor Busterboy.

Lowell cabeceó para demostrar que había entendido. Su mandíbula inferior enseñaba una deplorable tendencia a permanecer inmóvil mientras lo hacía, así que boqueaba como un pez.

—No se preocupe por nada —dijo el señor Busterboy.

Lowell lo estudió en la medida en que podía en esas circunstancias, pero el rostro franco y jovial del señor Busterboy no reflejaba ningún conocimiento oscuro y secreto. Solo reflejaba que disfrutaba de su pequeño automóvil y su tracción delantera. Quizá para él fuera habitual llegar al trabajo y encontrar un cliente borracho y desastrado en una habitación salpicada de sangre. Para Lowell su crimen estaba tan presente, y las pruebas eran tan claras y el castigo tan inminente, que le resultaba increíble que el mundo no estuviera conmocionado, o al menos módicamente interesado. Era como estar en guerra mientras todos los demás estaban en paz. Era inmoral de parte de ellos.