CAPÍTULO XII

Miré lo que Julia llevaba en la mano. Advirtió mi atención; luego, avergonzada por un recuerdo repentino, se lo metió debajo del brazo. Era mi cartera de auténtico cuero de cocodrilo, que había heredado de mi abuela.

—Comprenderás, por supuesto, que hayamos puesto en venta tu casa —dijo Agnes.

El auto de Curly avanzaba bajo el aguacero, transportándonos desde el aeropuerto.

—Hazme caso, no quiere hablar de estas cuestiones ahora —dijo Curly.

Yo estaba sentada en el asiento trasero, entre Brian y Julia. Ella susurró:

—Tuvimos un montón de problemas con tus asuntos. Tuve un montón de problemas con Agnes. Fue una tontería de tu parte morir sin haber hecho testamento. Será mejor que hagas uno en caso de que esto vuelva a ocurrir.

Brian se dobló en dos.

—¿Cuál es el chiste allí atrás? —dijo Curly.

—Julia quiere que haga un testamento —dije.

—Deberías hacerlo —dijo Agnes.

—Por el amor de Dios —dijo Curly—, ¿no pueden hablar de algo más alegre? Esta es una ocasión especial, muy especial.

Tom Wells vendió la historia en exclusiva a un periódico que la publicó una semana después; poco importa si las que reprodujeron eran sus propias palabras.

¿Cómo es ser un náufrago en una isla? ¿Cómo es estar cara a cara ante la inmensidad? … ¿Cómo es soportar la tortura de la soledad, sabiendo que nuestros seres queridos ya no tienen esperanzas?

Un hombre de familia

Le aseguro que era duro mantenerse con vida. Era una lucha constante con la naturaleza y con la muerte… Solo pensaba en mi esposa… January era la única mujer entre nosotros, que éramos tres hombres, y naturalmente podría haber habido situaciones incómodas. Soy un hombre de familia. Pero me propuse desde el comienzo que se respetaran las más estrictas normas del decoro. Las noches eran tan tan solitarias…

Verdadera camaradería

Aquellos tres meses fueron duros, penosos, desafiantes, pero no los cambiaría por nada del mundo. Nunca supe lo que era la verdadera camaradería hasta que viví en aquella isla. Cada uno aportaba su granito de arena…

Aquel amuleto de la suerte

Resulta que llevaba conmigo un amuleto de la suerte; no era más que un pequeño objeto de metal, con un antiguo diseño druídico. Tengo la firme convicción de que se lo debo todo a ese amuleto de la suerte…

Nunca tuvimos un momento de discordia…

Por supuesto, fue una prueba para los nervios de January, pero ella es fuerte como una roca…

Ojalá lo fuese, pensé, para arrojarme contra su gorda cabeza.

Me alojé con Julia y Curly hasta que se solucionara el asunto de mi casa. Me pregunté cómo pude llegar a pensar que Tom Wells tenía algún parecido con Curly. Y la similitud de caras me parecía ahora superficial: en la de Curly había una manifestación de su ávida apertura al mundo, con la cual podía ser difícil convivir todo el tiempo, pero era diferente de la expresión boquiabierta de Tom Wells, tan parecida a la de un perro baboso, con la lengua afuera.

—Supongo que querrás dormir hasta tarde en las mañanas —sugirió Julia con voz triste.

—Naturalmente, naturalmente —dijo Curly—. Después de todo lo que ha vivido, tiene que tomarse las cosas con calma.

Y cada mañana cuando subía pesadamente la escalera con mi desayuno en una bandeja y cuando oía su voz en la puerta de calle, ahuyentando a los periodistas con frases cortantes e impublicables, me parecía el más amable de mis parientes.

—Ay, nunca tengo suerte con las damas inglesas —había dicho Jimmie mientras esperábamos para abordar nuestros respectivos aviones en un hotel de Lisboa—. En la época en que terminaron las hostilidades, me enamoré en Francia de una dama inglesa que conducía el automóvil de un coronel. Esa dama tiene sangre noble y me había declarado: “No tengo edad suficiente para casarme sin el permiso de mi padre, pero tengo licencia para ir a mi casa y le hablaré a él de ti. Quizá él quiera conocerte y, quién dice, hasta permita que nos casemos”. “¿Y qué hay de tu madre?”, pregunté a esa dama. “Mi madre se casó con otro; el único que cuenta es mi padre”, me respondió. Ay, luego esta dama partió rumbo a Inglaterra y me escribió una carta de lo más apesadumbrada porque su anciano y arruinado padre planeaba casar a su hija con un gran lord o quizá con un norteamericano. Y luego, diablos, recibí una visita. Era el hermano de mi amada, un capitán del ejército inglés. “Tenga, son quinientas libras”, me dijo, “para que deje en paz a la muchacha de una vez”.

Jimmie se reclinó en la silla y tomó con desgano un trago de brandy con soda.

—Nunca tengo suerte con las muchachas inglesas. Es mi destino —concluyó.

—¿Qué ocurrió con esa muchacha? ¿Volvió a verla?

—Jamás. Desde aquel día dejé de escribirle cartas a esa dama.

—¿Rechazó las quinientas libras?

—No, no, por el contrario, arreglé por seiscientas cincuenta. Necesitaba ese dinero para pagar los gastos que tenía en ese entonces.

—Muchos hombres habrían tomado el dinero y la muchacha —dije con admiración.

—Habría sido ir demasiado lejos —dijo Jimmie—. Soy un hombre de honor, tal vez por eso no tengo suerte con las damas inglesas.

—Me inclinaría a pensar que estabas en tu elemento con tres hombres bailándote alrededor y sin ninguna otra mujer a la vista —dijo Ian Brodie.

—Fue muy agradable —dije.

—Eran buenos tipos, ¿no?

—Encantadores.

—Este tal Robinson tiene que ser un sujeto extraño para vivir solo en una isla. No me causa buena impresión.

—Era muy agradable —dije.

—¿De veras?

—Sí, encantador.

—Había un muchachito. Supongo que era adoptado.

—Sí, encantador.

—Debió de haber sido difícil, vivir así, todos juntos.

—Fue muy agradable —dije—; encantador.

—Bueno, es bastante incómodo para mí, ¿sabes? —dijo—, responder cuando la gente me pregunta qué ocurrió.

—¿No leen los diarios?

—Siempre hay mucho más detrás de estas cosas… la gente quiere saber lo que realmente ocurrió.

—Oh, diles que todo fue realmente muy agradable y encantador.

—Lo que no entiendo es por qué Brian prefirió quedarse con los Lonsdale…

Poco a poco fui recuperando la mayor parte de mis posesiones. A veces me preguntaba qué había sucedido con mis seis pares de medias de nailon. Agnes me devolvió dos pares de guantes. Ian Brodie ya había vendido algunos de mis libros.

Bluebell, con sus ojos verdes, salió de la cuarentena al cabo de seis meses. Luego de las dos primeras lecciones, recordó el ping-pong. Para entonces ya estaba más asentada en Chelsea.

Un día, mientras me contaba cómo se había enterado de la noticia del accidente de avión y cómo nos dieron por muertos luego de una semana, Brian señaló con un alarmante aire de sofisticación:

—Para los jóvenes, que no tienen experiencia de vida, es difícil aceptar la muerte.

En el otoño de 1955, leí, bajo el título “Hombre de la isla en prisión”, el caso de Tom Wells, que había sido llevado a juicio en los tribunales del Old Bailey. Lo describían como director de Luck Unlimited Ltd., una compañía dedicada a la venta al por mayor de amuletos y medallas de la suerte, y como propietario de la revista mensual Su Futuro. Acusado de chantajear con cartas a una pareja cuyo nombre no publicaron, se declaró culpable y solicitó que se reconsideraran los otros veintitrés cargos que se le imputaban. Además de otros dos, pensé.

Su abogado defensor recordó que el señor Wells había sufrido una grave tensión nerviosa luego del accidente de avión que le había provocado heridas graves y que luego quedó exiliado en una isla desierta donde, durante tres meses, tuvo que soportar dolor, hambre y sed. Los negocios del señor Wells habían sufrido un profundo perjuicio durante su ausencia y a su regreso había tenido, además, problemas domésticos. A lo largo de los últimos veinte años y durante su trabajo como editor de Su Futuro —labor que incluía una profusa correspondencia de naturaleza íntima—, el señor Wells había dado valiosos consejos y brindado consuelo a miles de personas. Teniendo presentes esos factores, esperaba que el juez fuese indulgente con el señor Wells, que había cedido a una de las muchas tentaciones que un trabajo como el suyo presentaba.

El fiscal dijo que era uno de los casos más repugnantes que se habían juzgado en ese tribunal. “Repugnante… en todos los sentidos”. Durante un período de diez años —es decir, que se remontaba a mucho antes de que se salvara del accidente aéreo—, el acusado había extorsionado a hombres y mujeres que, con toda inocencia, habían confiado sus secretos mejor guardados, las angustias más profundas que había en sus almas, a Wells. Actuando bajo el nombre de Dr. Benignus, Wells había incitado tales confidencias a través de las páginas de su revista. La corte coincidirá en que “benigno” era la última palabra que podría adjudicársele…

Le dieron siete años. Dos de sus cómplices, una secretaria acusada de encubrimiento y colaboración, y un hombre, presumiblemente contratado por Wells, acusado por violación de domicilio con intento de intimidación, recibieron una condena de tres y cinco años respectivamente.

Supongo que solo a Miguel lo apenaría la noticia.

La primavera siguiente supe, por una breve noticia en el diario de la tarde, que la isla estaba hundiéndose.

“Robinson”, la diminuta isla del Atlántico con forma humana, propiedad de un ermitaño, el señor M.M. Robinson, está hundiéndose, según la opinión de los expertos.

Se estima que dentro de tres años, la parte más alta de la montaña de mil metros desaparecerá en el mar. El nivel del mar ya se ha elevado más de seis metros y una franja de la playa blanca de la costa sur, que era el orgullo de la isla, está cubierta de agua. Esta circunstancia es el resultado de la acción volcánica.

El señor Robinson ya ha hecho planes para la evacuación.

Cabe recordar que un avión que viajaba rumbo a las Azores se estrelló en “Robinson” en mayo de 1954 y los sobrevivientes…

En cierto sentido, ya había empezado a pensar en la isla como un lugar imaginario. Abrí una vez más el cuaderno azul envuelto en el cuadrado de tela que había cortado del impermeable de Robinson; todavía olía tanto a azufre que por un momento sentí que gateaba de nuevo por la cueva con el paquete entre los dientes.

De hecho, ahora es una isla apócrifa. Hundir en las aguas de la memoria el miedo y la exasperación que sentimos puede ser una treta de nuestra mente, pero también puede ser una verdad de la mente.

De tanto en tanto, desde que leí aquella noticia, imagino a Robinson trasladando cansinamente sus posesiones a bordo de un barco con destino a algún otro lugar aislado. He pensado con codicia en sus libros. Y también en Miguel, y me pregunto si en su escuela de Lisboa lo consideran retrasado.

Y quizá sea porque está desapareciendo por lo que ahora pienso tanto en la isla. Aunque el diario me recuerde los hechos sobre los cuales escribí, aparecen transformados; indudablemente el cambio es rotundo y la isla me parece ahora un escenario de la infancia, peligroso y lírico a la vez. Conservo impresiones de la isla de las cuales no he hablado y de las que no podría hablar aunque tuviese cien lenguas: el campo de mostaza mirándome con sus ojos amarillos, el lago azul y verde reflejándome como una dura turquesa, la sangre de la cabra observándome roja, culpable, enrojeciéndolo todo. Y a veces, mientras camino por King’s Road o bebo un sorbo de mi espresso a la mañana —sintiéndome no exactamente vieja, sino adulta y anticuada—, y por casualidad vuelvo a recordar la isla, de pronto todo parece posible.

Para mi madre y mi padre
con amor

CAPÍTULO I

Si me preguntaran qué recuerdos tengo de la isla, cómo fue estar varada allí por accidente durante casi tres meses, respondería que habría sido un paisaje y un tiempo imaginarios, si no fuera por los signos visibles que prueban su materialidad: mi diario, la gata, los recortes de periódicos, la curiosidad de mis amigos y también mis hermanas, que siempre me miran, creo, como a alguien que hubiese vuelto de entre los muertos.

Habrán leído acerca del incidente en los artículos de la prensa, donde se incluían algunas fotografías aéreas de la isla en las que, al verlas mucho tiempo después, me costó reconocer el escenario de lo que voy a contarles. En primer lugar, el diario es lo que me ayuda a orientarme. Despliega ante mí la trama de pensamientos y de acciones oculta entre los hechos que registré. Por mi diario estuve a punto de encontrar la muerte.

Tres de nosotros fuimos expulsados del avión en llamas cuando se desplomó en la isla de Robinson. Éramos los únicos sobrevivientes de veintinueve pasajeros, con la tripulación incluida y, como ustedes saben, se nos consideró perdidos hasta que nos encontraron dos meses y veintinueve días más tarde. Sufrí un fuerte golpe en la cabeza y la dislocación del hombro izquierdo. Jimmie Waterford solo se hizo algunos cortes y raspaduras. Tom Wells quedó con algunas costillas fracturadas. Me recuperé pronto y no habían pasado diez días en la isla cuando empecé a llevar mi diario en un cuaderno de hojas humedecidas que Robinson me dio con ese propósito. Veo que empecé por escribir mi nombre, el lugar y la fecha, como sigue:

January Marlow,

Robinson

20 de mayo de 1954

Me llamo January porque nací en enero. Me gustaría aclarar que jamás me llamaron Jan, aunque algunos de los periódicos utilizaron ese nombre en sus titulares cuando se conoció la noticia de que nos habían rescatado.

En aquel momento Robinson pensó que llevar un diario mantendría ocupada mi mente y yo fantaseaba que más adelante podía usarlo como material para una novela. Eso fue algo bastante extraño, ahora que lo pienso, porque entonces no había anticipado que el diario se volvería en mi contra, a tal punto que, habiendo sobrevivido al accidente de avión, me pondría casi al borde de la muerte.

A veces no recuerdo con precisión los detalles de hechos recientes hasta que alguna palabra o un objeto, casi sacramental, roza mi memoria y de pronto el pasado desfila ante mí, dejándome absorta, como cuando decimos que ha pasado un ángel, y entro en él como en el haz de un reflector.

Cuando volví a mirar, hace poco tiempo, mi diario de la isla, encontré las palabras: “Robinson nos hizo escuchar a Rossini en su gramófono”. Recordé entonces no solo la adicción de Robinson a Rossini, sino todo lo que pensé aquella noche. Era el veinticinco de junio, poco antes de que Robinson desapareciera. Recuerdo que aquella noche, era mi séptima semana en la isla, salí de la casa de Robinson y bajé por el camino de la montaña entre las siringas azules hasta llegar a la costa. Era una noche cálida, sin neblina, con luna llena. Sentí ganas de abrir los brazos y adorar la luna. “Pero”, me dije, “soy cristiana”. Aun así sentí esa atracción horrible y sensual hacia la luna y regresé a la casa levemente perturbada.

Mientras yacía aquella noche en mi colchón recordé que mi abuela de Hertfordshire solía recitar unos versos a la luna nueva, sin importar si estaba sola o en una calle llena de gente. Volví a verla entonces en el recuerdo, como la veo ahora, dando un paso al costado del camino, con la mirada fija en la pálida luna creciente recortada contra el oscuro cielo del norte:

Luna nueva, luna nueva, sé buena otra vez

Y tráeme regalos, uno, dos, tres.

Y luego se inclinaba tres veces. “Uno”, repetía. “Dos. Tres”. Cuando era niña me avergonzaba cada vez que salía con ella durante la luna nueva. Temía a cada momento cruzarme con una de mis compañeras de escuela y que me asociara con esta conducta excéntrica. Me distraigo, porque todavía estoy un poco embriagada con el recuerdo de mi deseo repentino de adorar la luna entre las altas siringas y la santa rita durmiente, con el mar en mis oídos.

Era la única mujer en la isla. Y dicen que la mentalidad pagana puede imponerse en las mujeres en cualquier momento, más aún en una isla y sobre todo en una isla como aquella. No me refiero solo a la luna ni al accidente. Pienso ahora que mis percepciones durante todo aquel período tenían una cualidad preancestral, que había un encantamiento, una fuerza primitiva y visceral que probablemente nos impulsaba a todos.

A veces la gente me dice: “Si usted no hubiera hecho ese viaje…”, “Qué pena que no haya tomado un vuelo anterior…” o “¡Pensar que estuvo a punto de viajar por mar!”.

Tiendo a rechazar la idea que yace detrás de estos comentarios así como rechazo la idea de que es mejor no haber nacido.

El avión se estrelló el diez de mayo de 1954. Iba rumbo a las Azores, pero no encontró el aeropuerto de Santa María a causa de la niebla. Desperté en la orilla de un lago azul y verde en medio de la montaña y de inmediato pensé: “El barco bananero debió de haber naufragado”. Y volví a perder el conocimiento.

Es cierto que estuve a punto de tomar un barco bananero que iba hacia las Antillas y que haría una escala en las Azores, pero poco a poco mis amigos fueron disuadiéndome a medida que observábamos a los indios, daneses e irlandeses que vagaban en los muelles de la Compañía de las Indias Orientales en Londres. Y por eso en mis sueños, aunque finalmente había tomado la costosa ruta aérea de Lisboa, todavía existía el barco bananero.

Cuando desperté por segunda vez me hallaba en la casa de Robinson. Estaba tendida sobre un colchón colocado en el piso y al moverme sentí un dolor agudo en un hombro. A través de la resolana que entraba por una puerta entornada podía ver un extremo del lago azul y verde. Al parecer estábamos a una altura considerable, en la ladera de una montaña.

Podía oír que alguien se movía en uno de los cuartos contiguos, ubicado a mi izquierda. Algunos segundos después oí las voces de dos hombres.

—¡Basta! —grité. Las voces callaron. Luego una murmuró algo.

Enseguida una puerta se abrió a mi izquierda. Intenté girar, pero el dolor me detuvo, y esperé mientras un hombre entraba en la habitación y caminaba hacia mí.

—¿Dónde estoy?

—En Robinson —dijo.

—¿Dónde?

—En Robinson.

Era bajo y robusto, con la cara curtida y el pelo canoso y enrulado.

—En Robinson —repitió—. En el océano Atlántico Norte. ¿Cómo se siente?

—¿Quién es usted?

—Robinson —dijo—. ¿Cómo se siente?

—¿Quién?

—Robinson.

—Creo que tengo una conmoción cerebral —dije.

—Me alegro de que piense eso porque es cierto —dijo—. Saber que uno tiene una conmoción cerebral cuando la tiene es un tercio de la cura. Veo que usted es inteligente.

Al oír esto decidí que Robinson me gustaba y volví a dormirme. Me sacudió hasta despertarme y puso ante mis labios un jarro de leche agria y tibia. Mientras yo la tragaba, dijo:

—Dormir es otro tercio de la cura y la alimentación es el restante.

—Me duele el hombro —dije.

—¿Cuál?

Toqué mi hombro izquierdo. Estaba cubierto de vendas.

—¿Cuál hombro?

—Este —dije—, el que está vendado.

—¿Cuál hombro? No lo señale. Piense. Descríbalo.

Me detuve a pensar. Enseguida dije:

—El hombro izquierdo.

—Es cierto. Se recuperará pronto.

Un gatito de pelo sedoso azul grisáceo entró, se sentó en el umbral y se puso a mirarme entrecerrando los ojos hasta que me dormí.

Esto sucedió veinticuatro horas después del accidente. Cuando volví a despertar era de noche y tuve miedo.

—¡Basta! —grité.

No hubo respuesta. Entonces, luego de unos minutos, volví a gritar:

—¡Basta, Robinson!

Algo suave y vivo saltó sobre mi pecho. Grité, me incorporé a pesar del dolor que el movimiento me provocó en el hombro. Mi mano alcanzó a tocar pelo suave mientras la gata bajaba de un salto al colchón.

Robinson entró con un quinqué y se inclinó para examinarme bajo su luz.

—Pensé que era un ratón —dije—, pero era la gata.

Dejó la lámpara sobre una mesa lustrosa.

—¿Se asustó?

—Bah, soy bastante valiente. Pero primero fue la oscuridad y después la gata. Pensé que era un ratón.

Se inclinó y acarició a la gata, que se restregaba contra sus piernas.

—Se llama Bluebell —dijo y salió del cuarto.

Lo oí moverse en la habitación contigua y poco después volvió con un tazón de sopa picante y caliente. Parecía cansado y suspiró varias veces mientras me hacía tomarla.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—January Marlow.

—Piense —dijo—. Trate de pensar.

—¿Pensar en qué?

—En su nombre.

—January Marlow —dije y apoyé el tazón de sopa en el piso.

Levantó el tazón y volvió a ponerlo en mi mano derecha.

—Beba un poco y mientras tanto piense. Usted me dijo el mes y el lugar de su nacimiento. ¿Cuál es su nombre?

Este error me alegró, me dio confianza.

—Me pusieron January, un nombre inusual, porque nací en…

Lo entendió enseguida.

—Ah, sí. Ya veo.

—Pensó que era mi conmoción cerebral —dije.

Esbozó una sonrisa.

De pronto, dije:

—Debe de haber ocurrido un accidente. Viajaba en el avión de Lisboa.

Bebí unos sorbos del caldo mientras trataba de dilucidar las implicancias de mis palabras.

—No se esfuerce tanto —dijo Robinson—, no puede pensarlo todo de golpe.

—Recuerdo el avión de Lisboa —dije.

—¿Viajaba con amigos o con parientes?

Yo sabía la respuesta a esa pregunta.

—No —dije enseguida, casi gritando.

Robinson permaneció inmóvil y suspiró.

—Pero tengo que mandar un telegrama a Londres en la mañana —dije.

—En Robinson no hay oficina de correo. Es una isla muy pequeña. —Y agregó, porque supongo que puse cara de sorpresa—: Está a salvo. Creo que mañana podrá levantarse. Entonces lo verá por sí misma.

Tomó el tazón vacío y se sentó en una silla alta de mimbre. La gata saltó sobre su regazo. “Bluebell”, murmuró. Yo lo miraba acostada, semicomatosa, y me daba trabajo ordenar mis pensamientos y colocarlos en una frase. Finalmente dije:

—¿Le importaría decirme si hay alguna enfermera, alguna mujer, por aquí?

Se inclinó sobre mí como si buscara atraer mi atención.

—Eso será una dificultad para usted. No hay mujeres en la isla. Pero cuidarla no es un problema para mí. Será por poco tiempo. Además, es necesario. —Apartó a la gata de su regazo—. Piense que soy un doctor o algo parecido.

Una voz de hombre llamó desde el interior de la casa.

—Es otro de los pacientes —dijo Robinson.

—Cuántos… el accidente. ¿Cuántos?

—Volveré pronto —dijo.

Mientras desaparecía de mi vista pensé que se veía fatigado. Bluebell arqueó el lomo, trepó a mi colchón, se hizo un ovillo y empezó a ronronear.

Estábamos a miles de kilómetros de todo. Creo que aún persistían los efectos de la conmoción cuando me levanté, la cuarta mañana después del accidente. Me tomó cierto tiempo conocer los detalles de la casa de Robinson y no fue sino hasta la semana siguiente cuando empecé a preguntarme acerca de su extraño aislamiento.

Para entonces ya no había esperanza de un rescate inmediato. Muchos de ustedes recordarán que todo el Atlántico estaba avisado, que aviones militares y comerciales nos buscaban y que todos los barcos se mantenían alerta en busca de sobrevivientes o de trozos de la aeronave. Entretanto, allí estábamos en Robinson, con los restos del avión y los cadáveres. La isla estaba envuelta en niebla cuando llegó la primera expedición de rescate poco después del accidente. Robinson había encendido luces de bengala cada noche, pero cuando las patrullas volvieron, dos noches más tarde, un torrente de lluvia las había apagado. En ambas ocasiones, el avión se había retirado rápidamente del banco de niebla, por temor a chocar con la montaña. No había nada que hacer, salvo esperar el barco que pasaría por la isla en agosto para recoger la cosecha de granadas.

Cuando me levanté un poco mareada del colchón, sentí dolor en el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo, pero a pesar de ello y de lo aturdida que estaba, Robinson me puso de inmediato a cuidar a Tom Wells, que yacía con las costillas rotas, enfundado en un apretado chaleco que Robinson había hecho con tiras de lona, cosidas en diagonal de atrás hacia delante, en capas que se superponían en las dos terceras partes de cada una. Robinson explicó con sumo cuidado la función de ese chaleco antes de decirme que de ningún modo debía quitárselo al paciente. Mis horas de trabajo iban desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, cuando Robinson me reemplazaba.

Un hombre alto y delgado, con la cabeza correctamente vendada, hacía los turnos de la noche, y creo que Robinson también lo reemplazaba durante la noche para que siempre hubiese alguien para atender a Tom Wells.

Robinson me había presentado al hombre alto; recuerdo que me llamaba “señorita January”, pero no retuve su nombre aunque me resultaba familiar. En aquellos primeros días pregunté varias veces a Robinson quién era el otro enfermero y cómo se llamaba, pero tardé una semana entera en recordar el nombre, Jimmie Waterford. Jimmie se mostraba muy amistoso conmigo, como si nos conociéramos de antes. Tardé bastante en recordar que lo había conocido en el avión de Lisboa. Sin embargo, el monosilábico Tom Wells se grabó en mi mente de inmediato.

Por aquel entonces advertí la presencia de un niño frágil y menudo, de unos nueve años de edad, de piel oscura y grandes ojos. Lo había visto la primera vez que me levanté, pero durante varios días no reparé en él. Seguía a Robinson por doquier. Cumplía algunas tareas, como traer a la casa pequeños atados de leña y preparar el té. Se llamaba Miguel.

Durante las mañanas, Robinson me daba instrucciones. Las seguía al pie de la letra, como si estuviese atontada e incapaz de sentir curiosidad alguna. Mientras tanto, Robinson y el hombre alto se ausentaban juntos durante dos o tres horas cada vez.

Además de ser quien había recibido las heridas más graves, Tom Wells era un paciente difícil. Se quejaba y hacía ruidos casi todo el día, aunque Robinson le aplicaba inyecciones. Parecía haber comprendido nuestra situación y de hecho, en aquel momento, era más consciente que yo. Siempre he detestado a las enfermeras que son intolerantes con sus pacientes, pero muy pronto me volví irritable y brusca con Tom Wells, como si hubiera nacido para ello. Cuando me oía decirle al hombre que dejara de hacer tanto ruido, que se comportara o que bebiera esto o aquello, y frases por el estilo, Robinson sonreía con desgano. Todo esto sucedía antes de que yo hubiera asimilado mi nuevo entorno. Sabía, con una indiferencia inhumana, que había ocurrido un accidente. Acepté resignadamente la situación de hallarme en un lugar desconocido, que Robinson diera órdenes y que yo debiera cuidar a Tom Wells determinadas horas del día.

Exactamente una semana después del accidente, Robinson me dijo, mientras desayunábamos: “Intente comer lo menos posible. La mayor parte de nuestra comida es enlatada y yo no esperaba huéspedes”.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba comiendo. Robinson me había procurado alimento y en ese momento advertí que había estado consumiéndolo. Miré mi plato sobre la mesa redonda de madera clara. Acababa de terminar una porción de legumbres amarillentas. Junto a mi plato había un bizcocho grueso y duro a medio comer, igual a los que recordaba haber sumergido en el té cargado y tibio durante los últimos días. A partir de entonces presté atención al lugar con mayor detenimiento. Cuando aquel día empecé a actuar independientemente de Robinson, él pareció aliviado. Dos días después me dio el cuaderno para que escribiera mi diario.

Ansiaba estar de vuelta en casa, riéndome con Agnes y Julia, como cuando ellas venían a tomar el té en las tardes de invierno. Lo que más nos gustaba hacer con mis hermanas era reírnos de nuestras anécdotas de infancia y yo misma me sorprendía, más tarde, de mi propia inocencia.

Y sin embargo, en aquellos momentos, disfrutaba las tonterías que decíamos. Hubo un tiempo, después de haber abandonado la escuela para casarme, del nacimiento de mi hijo y de haber enviudado aquel mismo año, en que estuve distanciada de mis hermanas. De Agnes, porque era la mayor: huraña, soltera y resentida por mi aventura. Agnes vivía con nuestra abuela. Cuando la abuela murió, Agnes se casó con el médico; al menos se casó. Nos hicimos amigas, en la medida en que es posible ser amiga de Agnes, que, para empezar, hace ruido cuando come.

Mi hermana menor, Julia, estaba todavía en la escuela cuando me escapé para casarme. Mi marido murió seis meses después. Traté de acercarme a Julia, tan alta y bonita. Pero la consideraban una descarriada; yo también pensaba que lo era.

—Julia solo habla de hombres, hombres y más hombres —dije una vez a Agnes.

—Oh, cállate —dijo ella.

Años más tarde, Julia se casó con un corredor de apuestas. Solo se casaron por civil. No me invitaron al casamiento. Vi al corredor de apuestas en el entierro de la abuela; al principio pensé que era el dueño de la funeraria.

—Creí que era el dueño de la funeraria —susurré a Agnes.

—Oh, cállate —dijo ella. No me dijo que planeaba casarse con el médico el mes siguiente.

Luego de eso, cuando nos reconciliamos, Julia y Agnes venían a tomar el té a mi casa pero rara vez yo las visitaba. Agnes vivía en Chiswick y Julia en Wimbledon; era una molestia ir a esos lugares desde Chelsea. Pronto descubrimos lo único que teníamos en común: nuestra infancia. Nos reíamos hasta que se hacían las seis de la tarde, cuando mi hijo Brian volvía a casa con la cara colorada luego de hacer deporte en la escuela. Mis hermanas jamás se iban antes de que él llegara. Supongo que me envidiaban por Brian, porque los años pasaban y ellas seguían sin tener hijos.

Cuando huí de la escuela y tuve a Brian, Agnes no demostró el menor interés por el niño. Solo demostraba curiosidad por mí. “Eres demasiado joven para esta clase de travesuras”, dijo desde su posición privilegiada como visitante en un hospital: ella, perpendicular; yo, horizontal. “Creí que eras una chica inteligente”, dijo.

Pero cuando vieron a Brian años más tarde, mis hermanas se sorprendieron, creo, por su docilidad; de algún modo esperaban que el hijo de una muchacha tan joven fuese un malcriado.

—Vaya —dijo Julia—, miren al hijo de January. ¿No es todo un hombrecito?

Pero todavía no habían descubierto la extraordinaria destreza social de Brian, aunque ese aspecto de su personalidad ya estaba, en plena adolescencia, muy desarrollado para su edad.