notas

1 “Es posible que en una pintura de la Virgen en la Basílica de San Clemente (mediados del siglo IX) tengamos el primer ejemplo aislado de una composición construida alrededor del azul. En esta pintura, se ve a la Madre de Dios enteramente ataviada con mantos azules, y al Niño en su regazo, por otra parte, enteramente en amarillo, mientras que el fondo contra el que aparecen es, una vez más, amarillo” (Kurt Badt, The Art of Cézanne, 1965).

2 N. del T.: Al trasladar a la lengua de Cervantes los nombres de las razas que imaginó Maurois, el traductor español Inocencio Tejedor, sin duda con total ausencia de malicia, urdió esto: Reventones y Alambretes (Labor, 1977).

3 N. del T.: Se trata, en realidad, de otro poema de W. Stevens: “Annual Gaiety”.

4 N. del T.: Según el sistema de color de Munsell.

5 N. del T.: En inglés, Frosted Flakes, “copos escarchados”, por el aspecto que les da la cobertura de azúcar.

6 N. del T.: Clásica marca norteamericana de champú.

7 N. del T.: Del inglés: fenómeno, anómalo, anormal, pero también —y quizá así se enmascarara un poco el carácter queer del adjetivo— fanático, adicto: un “fan”.

8 N. del T.: La celebración de Gilbert era en todo caso una burla contra el movimiento esteticista, asociado, en el Londres de finales del siglo XIX, a la galería Grosvenor —con sus paredes decoradas en verde y oro—, así como una velada alusión a la homosexualidad de sus cultores: “A pallid and thin young man, / A haggard and lank young man, / A greenery-yallery, Grosvenor Gallery, / Foot-in-the-grave young man!”. (La traducción debería ser algo levemente cantabile, como un limerick de Edward Lear: “Un joven muy pálido y flaco, / y muy demacrado y muy lacio, / verde-amarillo cual Grosvenor Gallery, / ¡un joven que tiene en la tumba un pie!).

9 N. del T.: “… that gamboge ghost of a Fedallah”: “Fedallah, ese fantasma de gutapercha”, tradujo Enrique Pezzoni.

10 N. del T.: Bebida concentrada dulce fabricada en los Estados Unidos.

11 N. del T.: Célebre grito atribuido a Paul Revere (1735-1818), orfebre, patriota y mensajero durante la guerra de independencia norteamericana.

12 N. del T.: Theroux juega a su capricho con la paronimia entre la vocal I, en inglés, y el pronombre de la primera persona del singular en esa misma lengua: I (yo). Así, la línea de Rimbaud que en francés se lee: “I, sang craché, rire des lèvres belles / dans la colère ou les ivresses pénitentes” (tentativamente: “I, esputo de sangre, risa de labios bellos / en la ira o en borracheras penitentes”), se transforma, para su lector angloparlante, en algo que se aproxima, en español, a esto: “Yo [la letra I], esputo de sangre, dulces labios que otra vez sonríen con ira o en el éxtasis de un penitente”.

13 N. del T.: La regla es válida para América del Norte y del Sur, Australia, Japón y parte de Oceanía. En el resto del mundo, a la inversa, rige verde a la derecha.

14 N. del T.: Nombres de fantasía cuyas versiones en español serían: “Rojo Cuervo”, “Fuego y Hielo”, “Brava”, “Extra Rosa”, “Baya Glaseada”, “Guayaba”, “Sandía”, “Ruibarbo Amapola”, “Borgoña Beverly Hills”, “Clavel Célibe”, “Cerezas en la Nieve”, “Húmedo y Salvaje”.

15 N. del T.: Variante de ruddle (y también, raddle): óxido rojo de hierro, almagre.

16 N. del T.: Literalmente “jugo de chinche”, “jugo de bicho”, brebaje dulce de componentes misteriosos originalmente servido por el ejército norteamericano a los reclutas.

17 N. del T.: El Diablo en leyendas de Nueva Inglaterra.

Para mi madre y mi padre

Es extraño cómo los colores parecen penetrarnos,
tal como lo hace un aroma.

Dorothea Brooke

en Middlemarch de George Eliot

el azul es un color misterioso, el tono de la enfermedad y la nobleza, el color más raro en el reino natural. Es el color de las profundidades ambiguas, de los cielos y, al mismo tiempo, de los abismos; azul es el color del lado de la sombra, el tinte de lo maravilloso y de lo inexplicable, del deseo, del conocimiento, del blue porn, las películas porno; del blue talk, que es hablar con crudeza; de la carne cruda, del bife jugoso, de la melancolía y de lo inesperado (once in a blue moon: cada muerte de obispo; out of the blue: así de la nada). Es el color de las placas de ánodo, de la realeza en Roma, del humo, las colinas lejanas, los matasellos, la plata de Georgia, la leche desnatada y el acero reforzado; de las venas vistas a través de la piel y de las notificaciones de despido en el negocio de los ferrocarriles en los Estados Unidos. La piedra de azufre produce llama azul, y se dice que el fulgor azul de una vela indica la presencia de fantasmas. El azul oscuro del cielo de Cuervos sobre los campos de trigo de Van Gogh, tela de 1890, parece expresar el funesto destino del pintor. Pero, según Grace Mirabella, editora de la revista Mirabella, el azul, utilizado en la tapa de una revista, es siempre garantía de mayores ventas en el quiosco de diarios. “Es el color favorito de Norteamérica”, afirma.

Paradójicamente, es el único de todos los colores que con toda legitimidad puede ser visto como próximo a, y al mismo tiempo esencialmente símbolo de, tanto la oscuridad como la luz, curiosamente negro en la noche y casi blanco en el horizonte diurno (“… aire azul profundo que no muestra”, observa Philip Larkin, “nada, y no está en ninguna parte, y es infinito…”). Puede opacarse, puede hacerse oscuro, puede flotar aquí y allá como una bruma, evocar serenidad y poder. Reflejándose el uno en el otro, el mar toma su color del cielo. Como observa Helen Hunt en “My Lighthouses”,

Miro a través de la bruma azul del puerto,

y acecho la variable línea donde el cielo

un tono menos azul se funde con el mar…

Podría decirse que no es tanto un color como un estado de la luz. También es el Vacío: simplicidad primordial e infinito espacio que, siendo vacíos, pueden contenerlo todo o nada. “Vi a Venecia triste y azul porque a ella no le importó”, canta el despechado Charles Aznavour.

Ningún color se aísla como el azul.

Si la sombra azul de la lámpara iguala

a la sombra amarilla del cielo, ¿en qué

se diferencian la una de la otra?

pregunta el pintor Fairfield Porter en “A Painter Obsessed by Blue”, uno de sus poemas.

La palabra canta. Uno hace un mohín al pronunciarla, prepara un beso, frunce ligeramente la cara, soplando graciosamente por entre los labios como ante las velitas de una torta de cumpleaños. (¿Es por eso que Rimbaud insiste en que el azul es el color de la vocal o?). En el lenguaje llamado lojban, cuya gramática excluye todo equívoco y que está formado por un vocabulario básico, culturalmente neutro y artificialmente construido, la palabra blanu, “azul”, incorpora conjuntamente el inglés blue, el chino lan, el la del hindi nila, el azu del español azul, el olu del ruso goluboi, y desde luego, aparte de las seis lenguas lojban de base, tampoco descarta nada del alemán blau, junto con obvias resonancias del francés bleu.

La famosa lista de cien palabras básicas del lingüista Morris Swadesh (“Yo, nosotros, tú, esto, aquello, uno, dos, no, hombre, mujer, perro, árbol, mano, ojo, cuello, agua, sol, piedra, grande, pequeño, bueno”, etcétera) incluye los términos de color “blanco, negro, rojo, amarillo, verde”, pero no “azul”. De hecho, no hay ninguna palabra para los colores en el habla indoeuropea primitiva. A muchos idiomas les falta una palabra distintiva para el azul. ¿Acaso la gente en todo el mundo instintivamente siente que es menos que un color primario?

Probablemente fue admirado por primera vez en los buccinos de Fenicia, y en los moluscos de Tiro. No hay azul en las cuevas de Lascaux: los artistas paleolíticos usaban pigmentos de óxido de hierro, principalmente marrones y rojos, sobre esas paredes perfectas de calcita. Más tarde, el azul egipcio (también llamado frita azul) se preparaba calentando arena, carbonato de sodio, cal y sulfuro de cobre para producir un gas azul, que luego era machacado hasta formar un polvo, un pigmento de color más intenso en su estado más grosero. Cuanto más fino se lo molía, de un azul más pálido se volvía. Los griegos llamaban a este color kyanos (de allí el “cian”), en tanto que los romanos lo llamarían caeruleus, un nombre todavía usado hoy para el verdeazulado artificial preparado con estanato de cobalto. Hefestos utiliza esmalte azul en el gran escudo de Aquiles, en la Ilíada (Libro XVIII), y en la antigua Grecia con frecuencia se pintaban festones azules en los mármoles; hasta las antiguas figuras cicládicas estaban pintadas. Las metopas de muchos templos de la antigua Grecia tenían fondos azules, a fin de que parecieran profundos en contraste con los triglifos. Había auténticos caballos azules en la arcaica decoración de la Acrópolis y en la pintura etrusca sobre tumbas, y tintura de cabello azul brillante.

En Grecia y Roma, escribe Alberto Savinio en Dico a te, Clio, “Las barbas de color azul oscuro eran muy comunes en la escultura pintada. Todas las estatuas, antes del concepto espiritualista de que ‘el arte expresa lo inexpresable’, estaban pintadas. La barba azul probablemente fuese el ‘ideal’ de las barbas negras, esto es, cabello con reflejos de azul oscuro”. Aparentemente, el azul apenas era usado aquí y allá en los murales de Pompeya, y no lo era en absoluto en las partes principales de las imágenes. Introduce, ocasionalmente, un aspecto como el del pálido color de la atmósfera, o de edificios situados en la distancia, pero está siempre en una posición subordinada. Un brillante pigmento azul, de tonalidad turquesa, lógicamente conocido hoy como azul maya, fue, en todo caso, muy utilizado por los mayas en sus pinturas murales. Se hacía de beidellita, un mineral arcilloso.

En el Viejo Testamento, la toga de un ephod, el elaborado adorno de un sacerdote hebreo, debía realizarse, aparte de sus motivos de granadas, enteramente en azul (Éxodo 28:5-35). (Todo color mencionado en la Biblia, excepto el azul, que se aplicaba al algodón o al lino, se refería siempre a un tejido de lana). Entre los fieles hay un mandato, creo, de usar chales de plegaria con borlas azules, teñidas de azul por la tinta de un nautiloideo hoy extinguido. (Ahora los tzitzit, como se llaman, se usan sin teñir). El marfil, los dientes y toda clase de colmillos tienen a menudo un tinte azul. Los colmillos del mamut lanudo prehistórico —los llamados, en China y Siberia, “dientes de la rata Tien-shu”, que medían casi cinco metros cada uno, pesaban unos 125 kilos y estaban torneados en espiral hasta casi efectuar un círculo completo— eran de un marfil azulado. Las máscaras de mosaico de los incas eran desde luego azules, y sin duda se usaban hilos azules en los antiguos bordados de la necrópolis de Paracas, en Perú, circa 800 antes de Cristo, de un azul brillante, y telas azules hechas con plumas de guacamayo. Los hilos azules aparecen también en las antiguas vestimentas de lino encontradas tanto en las cuevas de los Rollos del Mar Muerto como en Dura-Europos, sobre el Éufrates. Y luego está la Mezquita Azul de Tabriz, que debe su nombre a la brillante fayenza ultramarina que, cubriendo enteramente la superficie de mampostería, parece cobrar volumen. (Wittgenstein dice que los colores son formas de los objetos).

Es el símbolo de los varoncitos en América, del luto en Borneo, de las tribulaciones para el indio americano y de la dirección sur en Tíbet. El azul indica misericordia en la Cábala, y monóxido de carbono en las garrafas de gas. Los emperadores chinos vestían de azul para venerar el cielo. Para los egipcios representaba virtud, fe y verdad. Vestían de ese color los esclavos en la Galia. Era el color del sexto nivel del Templo de Nabucodonosor II, consagrado al planeta Mercurio. En Jerusalén, una mano azul pintada sobre las puertas brinda protección. Un punto azul colocado detrás de la oreja de un novio en Marruecos desbarata el poder del mal, y en África oriental las cuentas azules representan fertilidad. En las Islas Británicas, se marca con azul claro las ancas de las ovejas. Los abalorios rusos de trueque del Yukón estaban hechos de vidrio azul. La gema jacinto otorga clarividencia. En Siria existe la superstición de enlazar un cordel azul alrededor del cuello de los animales, para protegerlos de la muerte. Y en su libro Beyond the Melting Pot, Daniel Patrick Moynihan y Nathan Glazer señalan que en Irlanda el color simbólico del día de San Patricio no es el verde sino el azul. Una vez, en Londres, me comprometí con una muchacha bajo una nevada azul, en una Nochebuena, recordando los versos de Wallace Stevens:

Y la nieve en el aire resplandece un instante,

gota de miel magnificada azuladamente.

Los chow chows tienen la lengua azul. En Irlanda, el pesticida para los sembrados de papas es azul. En la parte baja de la espalda de todos los bebés asiáticos recién nacidos (y también de algunos del Mediterráneo) puede hallarse un punto azul que desaparece al cabo de más o menos una semana. Existe el oro azul, que contiene según consta un setenta y cinco por ciento de oro y un veinticinco por ciento de hierro. Massachusetts significa “las montañas azules”. Y siempre ha sido el color favorito en las canciones populares. El ozono es una forma alotrópica, ligeramente azul, del oxígeno y puede condensarse en un líquido magnético azul oscuro. En la heráldica, el azul es simbolizado por barras horizontales. El uso del cianotipo, inventado por sir John Herschel en 1842, estaba muy difundido (pre fotocopia) porque era el medio más simple de reproducción “fotográfica”, y para su fijación solamente requería agua: se le hace al papel un baño de ferroprusiato y, una vez que se ha concluido, simplemente se lavan las partes en blanco para retirar el residuo indeseado. El ave favorita del ornitólogo Roger Tory Peterson es el arrendajo azul, que además fue el tema de su primera pintura de pájaros. En el condado de Munchkin, en el mundo de Oz, de L. Frank Baum, el azul es el color dominante: la hierba, los árboles, las casas, son todos azules, y los hombres visten ropas azules. Es el color de la máquina, entrañable y sólido, en La pequeña locomotora que sí pudo de Watty Piper. Hasta el sol es azul los sábados en el libro de Richard Brautigan En azúcar de sandía. Y me han dicho que, en el estado de Texas, allí donde no haya una pintura de altramuces azules colgada en la pared, no es un auténtico hogar.

Tantos matices y variaciones se pueden encontrar de este color. Está el azul celeste Dutch Boy. El azul Pacific Pool Supplies. El azul de helados Eskimo Pie. El pastel polvoriento de la tiza para los tacos de billar. El vidrio azul cobalto de la Gedächtniskirche en Berlín. Hay un color de la tienda Sears llamado azul Alice Blue Gown, bautizado así por el color favorito de la preciosa hija de Teddy Roosevelt. (Más tarde llegaría el “azul Eleanor”, tributo al color favorito de Eleanor Roosevelt). Paul Bowles describe el océano frente a la costa de Tánger como “azul pluma de pavo real”. La frase “auténtico como azul de Coventry” se refiere a una tela y un hilo azules fabricados en Coventry, ciudad cuya tintura permanente es de gran renombre. Las desconchadas piedras sepulcrales del venerable Old Granary Burying Ground de Boston, especialmente después de una lluvia torrencial, muestran tintes de un esquisto azul del más allá. El azul Tiffany es el inimitable azul de los huevos del tordo. El azul endrino tiene un toque de negro. Está el moho azul del queso, que se desmenuza. Y ese iridiscente azul de la cara superior de las mariposas conocidas como “topacio” (género Thecla) y “atala” (género Eumaeus) contiene un gris plata como el de las viejas pantallas de cine. Hay una elegante camisa de paño fino, color azul Francia, que solo he visto en T.M. Lewin & Sons, Londres. Y hay un nuevo reloj de Timex con función nocturna, el “Indiglo”, que se ilumina de azul.

¿Y qué hay del profundo azul laguna de los fósforos Ohio Blue-Tip? ¿Y el azul del limpiador Windex? ¿Y el bluestem, que son las hierbas altas de Kansas? ¿El tinte azul de la ceniza de un Havana Club Corona Nº 3, o de un Rafael González Lonsdale? ¿El Aqua Velva Mediterranean de Hockney? ¿Los diáfanos ojos de un azul de abril de Simonetta Vespucci, la inmemorial modelo de Botticelli? El cielo y el mar en Cape Cod durante el mes de agosto forman uno de los azules más intensos sobre la tierra. El bharal u oveja azul del Himalaya, una extravagancia teológica viva que curiosamente es más cabra que oveja, es azul pizarra con ojos de oro. Están los Gauloises bleu, el logo de IBM, y los platos azul oscuro y azul claro del elegante United University Club de Londres (1822). Hay una Sala de Baño Azul, en la bodega más grande de Salisbury, Connecticut, Nueva Inglaterra, realmente asombrosa. ¿Y qué decir de esos nuevos cepillos de dientes con un colorante azul en la cerda (¡probablemente cancerígeno!), que cuando el azul decae indica que es hora de comprarse otro? En uno que me compré, el azul desapareció en tres semanas. Imaginen la declaración de rentas, cuarenta dólares por cepillos de dientes, seguida del pedido de aclaración del auditor: “¿Pinceles?”. ¡No, cepillos de dientes!

Un azul llamado tornasol (a veces llamado solsequiem) era habitualmente usado por los monjes para aplicar con el plumín preciosas florituras alrededor de las letras (por lo general rojas) en la iluminación de libros. Uno de mis bistrós favoritos en París, el restaurante Bleu de la rue Didot en Montparnasse, paleta de azules por dentro y por fuera, tiene una fachada azul celeste, y en el interior, paredes de color azul claro para combinar con las boinas de tantos de sus agradecidos parroquianos. Sin duda, hay un azul para la noche, para la oscuridad, para las sombras. Para las nubes. Para los rastros en la corriente de aire. Para las caras morosas de nuestras vastas y antiguas montañas, con carámbanos colgando de sus narices. Para la magia y la neblina y el claro de luna (“una aldea nocturna con los tejados azules al claro de luna”, escribió Proust). Tantos azules. Azules vegetales. Azules de cobre. El azul bice, o el color de las cenizas. El azul presbiteriano. El azul del horizonte urbano, que es, sin duda, un color aparte. Y es un color delicado.

El azul, en casi cualquier tono, es además una pintura esquiva. (Si usted alguna vez ha tenido un coche azul, o un blue jean, sabe lo que significa esquivo). Destiñe, tal vez más rápido que cualquier otro color. La destrucción del pigmento azul en la parte inferior del vestido de la Madonna de Rafael, la Belle Jardinière, es un buen ejemplo. Y desde hace mucho tiempo se ha reparado en que ninguna otra parte de la paleta es tan susceptible de distorsión por efecto de la edad como los azules y los violetas.

En Japón, el azul es un color muy popular, pero su particular belleza, para los japoneses, es más sutil que excitante. (Solo en tiempos recientes, curiosamente, los japoneses adoptaron una palabra específica para el azul, por lo que podemos concluir que, como pueblo predominantemente miope, lo opuesto de hipermétrope, han encontrado más significado y más fascinación en el extremo rojo del espectro). Entre los muchos colores de la campanilla —que es al Japón lo que los tulipanes son a Holanda—, tal vez el que está más estrechamente asociado con esta flor es el color ai, o azul índigo. Como tintura, ai se elabora a partir de la planta Polygonum tinctorum. Se disponía de este tinte ya en el siglo IX. Para el grabado, los artistas japoneses preferían hanada-ino, un azul claro u oscuro con una nota rosa. Como color duradero, estable, se lo utiliza para la ropa de trabajo de granjeros y pescadores, para las cortinas de las puertas, por lo general pesadas, para los kimonos y los delantales de los almaceneros. Y en el teatro japonés es también el color de los villanos, las criaturas sobrenaturales, fantasmas y demonios.

El hollín obtenido del humo de aceite ardiente para la pintura japonesa a la tinta —suiboku— se elabora combinándolo con una cola extraída de huesos de pescado y comprimiéndolo en pastillas bastante duras. Da una agradable tonalidad azul. Cuanto más azul es el tono, mejor es la calidad de la tinta.

También es uno de los colores favoritos de los amish. Sus puertas suelen estar pintadas de azul. De hecho, originalmente la puerta azul era entre ellos la principal marca distintiva de la casa del obispo, pero la leyenda dice que más que nada se trataba de un signo para advertir que una muchacha amish estaba lista para el matrimonio. (Observen además la soga en la que se seca la ropa de los amish, vean cuántos vestidos azules). También es tradicional la camisa de algodón azul del granjero de Tailandia, el maw hawm. Los pescadores del antiguo pueblo de Leigh-on-Sea, en Inglaterra, establecidos a lo largo de la costa y con las bodegas de sus bawleys de casco negro cargadas de camarones, boquerones y sardinetas, invariablemente visten un suéter azul. Es el tono y el matiz de las ropas sobrias, el equivalente, en el círculo cromático, de la moderación, la templanza, el recato de la mirada. ¿No les presta también autoridad, en su fortaleza, a los árbitros? ¿A la policía? ¿A los guardias en general? Pero no por eso es un color menos sexy, o llamativamente chic. Como regiamente lo proclama Norma Desmond en Sunset Boulevard: “Para un hombre, no hay nada como la franela azul”.

El nombre Manila, capital de las Filipinas, puede venir del sánscrito nila, que significa “índigo”. (El área de la bahía de Manila era famosa por esta tintura). Se lo extraía de ciertas plantas nativas de la India (de allí su nombre) conocidas por la botánica moderna como indigoferae, portadoras de índigo. El azul índigo, casualmente, era el color de camisas preferido en la Norteamérica del siglo XIX. Siempre había un tubo de índigo en la mayoría de las cocinas, y el teñido por lo común se hacía con hierba de la moneda y otras flores, añadiendo caparrosa para oscurecerlo. El colorante de tina tiene el más alto grado de estabilidad. Recibe su nombre del viejo método de remojar plantas de índigo en tinas para producir la clásica tintura azul utilizada en el denim. Por cierto, el denim, tela importada de Nimes, Francia (de allí su nombre), en un principio era utilizado en Norteamérica por los vendedores ambulantes, inversores y buscavidas durante los primeros días de la fiebre del oro en California —originalmente era un material para tiendas de campaña— y luego Levi Strauss de San Francisco lo dotó de pequeños remaches resistentes para reforzar los bolsillos.

El gran patriota John Hancock adoraba los abrigos de terciopelo carmesí, resaltados por un chaleco —su favorito— de un antiguo muaré azul cielo. En cuanto a vestimenta, Mary Todd Lincoln, una adicta grave a las compras, fanática de los guantes —una vez compró ochenta y cuatro pares de guantes en un mes—, vistió en el Baile Inaugural de 1861 un magnífico vestido de noche azul con una pluma azul en su pelo. Y Walter Winchell, chismógrafo radial y columnista del Daily Mirror de Nueva York durante los años cuarenta y cincuenta (quien solía elogiar los primeros estrenos de la temporada en Broadway preguntándose: “Who am I to stone the first cast?”, inversión de to cast the first stone, arrojar la primera piedra: “¿quién soy yo para apedrear al primer elenco?”), vestía casi invariablemente un traje azul, camisa azul, corbata azul… y, por lo general, un sombrero de ala flexible de fieltro gris. Aparentemente, no había oído nunca, o había decidido ignorar, la advertencia de Edith Head, jefa de diseñadores de vestuario de la Paramount: “En la moda, el color no debe repetirse más de dos veces”.

Hay árabes azules. Desde luego el índigo no crece en el desierto, pero los tuaregs, o targui, que andan errantes por diversas partes del Sahara y de la Sabha, una región del sur de Libia, tradicionalmente les compraban a los británicos un algodón barato que no tomaba bien la tintura, y con la transpiración a menudo desteñía. Los franceses, esperando, en su estilo colonialista, ilustrar a los tuaregs, trataron de venderles un “buen algodón francés” que retenía la tintura, pero fue en vano, pues los tuaregs seguían prefiriendo la calidad de la tela inglesa, cuyo índigo sangrante dejaba un tinte permanente sobre sus cuerpos. Por cierto, entre los tuaregs no son las mujeres quienes llevan velos, sino más bien los hombres, les hommes bleus, cuyos rostros —y cuerpos— llevan las trazas de esa tintura. Se dice que hasta untan sus cuerpos con índigo como protección contra las enfermedades. Habiéndolo hecho durante cientos de años, sus organismos están tan saturados con la materia colorante que su piel y sus cabellos han asumido un perpetuo tinte azul. A menudo incluso sus hijos nacen con una indeleble tez azul. Curiosamente, en ocasiones hasta la lluvia, según Charles Doughty en su clásico Arabia Deserta, está dentro de un velo de garúa azulada. En lo que se refiere a piel azul, en la novela de Alexei Tolstói, Aelita, la heroína del título es una delicada muchacha marciana, cuya piel es azul. A África también se la llamó “Great Blueland”, puesto que los africanos, en su profunda negritud, a menudo eran percibidos como si fuesen azules.

Casualmente la basmala, una fórmula caligráfica que concentra la fórmula árabe para “En el nombre de Alá, el misericordioso, el compasivo”, tradicionalmente se escribe en un mosaico o cuadro embaldosado, que suele ser de color azul, y con frecuencia enumera los noventa y nueve nombres de Alá… un buen lugar para mencionar, de paso, las mezquitas de mosaicos azules de la legendaria Ispahán, azul como las amapolas de Shiraz, y que no tiene igual en toda el Asia: la regia Masjid-i-Shah y, frente a ella, del lado este del Maidan o plaza real, la mezquita más pequeña y más exquisita del jeque Lotf Allah, cuya cúpula, por dentro y por fuera, está incrustada de mosaicos esmaltados de azul, frescos y misteriosos: especialmente por dentro, cuando la luz que se filtra penetra los intrincados arabescos de las ventanas estrechas. Su majestuosidad y belleza están más allá de las palabras.

Una buena tintura vegetal azul permanente, para casi medio kilo de lana, algodón, seda, sisal o yute, previamente fijada con alumbre, puede prepararse con quince mililitros de extracto de añil, cuatro cucharadas soperas de ácido tartárico y media taza de sal de Glauber. Un método simple y seguro para disolver el polvo de índigo es usando orina humana fermentada (ocho cucharadas soperas para una pinta), la cual, aunque demanda dos semanas, no deja un olor más desagradable que otros muchos hedores de tinturas vegetales. Por lo común los indios seguían este método, que probablemente es mejor para los niños, no entrenados para manipular sustancias químicas peligrosas. Durante mucho tiempo la semilla de la palta fue conocida por dar una tintura azulada permanente. Por último, durante siglos los indios pueblo, entre tantos otros, han teñido sus cestas de azul, mimbre por mimbre, usando alubias y semillas de girasol (Helianthus petiolaris) ahumadas sobre lana azul. Una tintura tanto más natural que los muchos químicos y tóxicos de la industria. ¿Cuántos armeros franceses del siglo XIX, por dar un ejemplo, contrajeron tuberculosis tras haber manipulado sales para azular?

En la Edad Media estaba difundido el uso de un azul oscuro al que se nombró “glasto”, una tonalidad añil extraída de un arbusto llamado en latín glastrum o isatis, que se cultivó en Inglaterra desde tiempos muy remotos y cuyas hojas verdes contienen una tintura azul. Los aborígenes celtas que los romanos encontraron en las costas de lo que ahora es Inglaterra se pintaban con sus jugos. (César quedó debidamente impresionado por la pintura de guerra azul de los britanos, que les daba un aspecto aterrador. “Omnes vero se Britanni vitro inficiunt —escribió— quod caeruleum efficit colorem, atque hoc horribiliores sunt in pugna aspectu”, y Tácito vio “ejércitos fantasmas” de hariis pintados, cubiertos de un sebo teñido del mismo color). El glasto era un tinte muy común en la vestimenta, usado para colorear los atuendos de los sacerdotes y la realeza. Los azules índigo usados en el Libro de Kells fueron tomados de la planta de glasto, que los artistas salían a buscar con ese propósito. La industria del glasto floreció en Europa durante siglos, pero el campo pagó un precio terrible, tanto en la exigencia a la que el suelo era sometido por la planta —pues agota la tierra en la que crece— como por el agua y el aire emponzoñados con los incontables toneles de glasto de la industria del teñido, una fuente mayor, entre otras cosas, de potasa, que en la Edad Media era crucial para la producción de lejía.

El azul de alta mar es oscuro, denso (se pone más denso a medida que se enfría) —la densidad del agua se mide por la temperatura y la sal—, mientras que el agua verde tiende a ser ligera, tropical, rica en nutrientes y poco profunda, y entibia las tierras cercanas mediante la circulación y las corrientes ciclónicas. Dondequiera que la tierra estrecha al mar, una escasez de color es el resultado. El agua siempre es misteriosa. “Solía preguntarme por qué el mar era azul en la distancia y verde al acercarnos, e incoloro, si vamos al caso, en nuestras manos”, escribe la hermana Miriam Pollard, O.C.S.O., en The Listening God. “Mucho en la vida es así. Mucho en la vida es tan solo cuestión de aprender a gustar del azul”.

¿Y recuerdan, en el poema “Deshojación sagrada” de César Vallejo, de Los heraldos negros (1918), cómo el azul, en su infinitud, haciendo del cielo azul un mar azul, los muestra virtualmente intercambiables?

¡Luna! Alocado corazón celeste

¿por qué bogas así, dentro la copa

llena de vino azul, hacia el oeste,

cual derrotada y dolorida popa?

Y qué espléndidos son los “días azules” de Alaska, con sus luminosos y límpidos cielos. Al mediodía brota de los paisajes nevados de Alaska un azul de crepúsculo digno de un pintor, que parece colmar el corazón. Los prados por debajo de la tundra, en Alaska, también se cubren del azul de los lupinos en la primavera. ¡Qué audaces ejemplos de azul (qerrsuryak o qesurliq, en yupik)! Además, hay unos raros osos “azules” en el área de bahía de los Glaciares, cerca de Hoonah y Skagway. Y por supuesto en el museo de la Universidad de Alaska en Fairbanks está Blue Babe, un bisonte de las estepas momificado que vivió hace cuarenta mil años, durante la era del Pleistoceno.

¿Por qué es azul el hielo de los glaciares? Los glaciares que vi en Portage, Alaska, están teñidos por la compresión del hielo, pues el grosor y el alineamiento interno de los cristales sólidos, con escaso espacio entre ellos, provoca una gran refracción de la luz. La luz blanca que choca contra los cristales no escapa, sino que se dispersa en un arco iris de colores. Colores como el rojo y el amarillo, con sus bajos niveles de energía, son absorbidos por el hielo grueso, mientras que la luz azul tiene suficiente energía para escapar al hielo y permanecer visible. El hielo con gran cantidad de burbujas de aire refleja luz blanca. Muchos lagos glaciares tienen también un color azul oscuro incluso en un día nublado, porque el cieno glacial expulsado por el glaciar flota en el agua y refleja luz azul. Hay incluso gusanos de hielo —anélidos— que se alimentan de algas y que evitan el sol, que viven en aguas glaciares y cuya supervivencia depende del ambiente a cero grados constante que ofrecen las nieves eternas en la cima de los glaciares. ¿Se acuerdan de “Ballad of the Leeworm Cocktail” de Robert Service?

Sus vientres eran de un azul bilioso,

sus ojos de un rojo bulboso,

grises eran sus lomos,

sí que eran brutos y gordos, y horrorosos sus cocos.

El Blue-shirt o “camisa azul” (Blauserk en inuktitut, la lengua inuit), o Mykla Jokull, ahora conocido como monte Gunnbjörn (3.694 metros) —el gran centro de interés metafórico en la saga novelística de William T. Vollmann, The Ice-Shirt—, es el gran glaciar de Groenlandia utilizado como punto de referencia por Eric el Rojo al navegar hacia el oeste desde Snæfellsnes.

Ningún animal tiene el pelaje azul —de veras que no; es siempre, como mucho, ahumado— ni de hecho tampoco verde, curiosamente, aunque como coloración, en el segundo caso, podría ser un considerable camuflaje para los animales de pastoreo. No obstante, en The Inventions of Daedalus, David E.H. Jones —quien sugiere, junto con otros biólogos, que el “cambio de piel de criaturas como las serpientes es un mecanismo de excreción secundario” que, observa, con nuestros accesorios superficiales removibles (uñas, pelo), nosotros como humanos compartimos— propone que los animales, de hecho, sean teñidos “administrándoles compuestos de metales nocivos para la salud pero coloridos: cobre (azul), níquel (verde), cobalto (rosa)”, etcétera, que a la par de colorearlos los camuflarían. ¿Recuerdan la famosa comprobación científica del envenenamiento de Napoleón por arsénico mediante la detección de rastros de metales simples en su cabello? Los animales coloreados así serían “capaces de sobrevivir, acto seguido, en regiones hoy vedadas a ellos debido a los depredadores”, señala Jones y nos asegura, con su entusiasmo “ingenioso” pero más bien rappacciniano, que no solo podríamos tener “auténtica lana preteñida”, sino también, “y mejor aún, alterando el metal de la dosis a lo largo del crecimiento de las fibras, podrían producirse ovejas de franjas multicolores”. ¡Al fin podemos tener ovejas azules de verdad!

Colette, la novelista francesa, creía que hay expertos en azul —ella solo escribía en papeles de color azul— y era muy quisquillosa con respecto a lo que aceptaba como puro en ese color. “El Creador de todas las cosas mostró cierta tacañería al repartir nuestra ración de flores azules”, escribió una vez. “¿Myosotis, el nomeolvides? Cuanto más florece, menos vacila en rayar el rosa. ¿El lirio? ¡Bah! Su azul jamás va más allá de un malva muy bonito”. Con mucha conciencia del color, siempre, también Alexandre Dumas père componía sus novelas sobre papel azul (escribía poesía en papel amarillo, no ficción en rosa); proceder de otro modo, decía, era una “atrocidad”.

El azul es el color del cielo, el símbolo tradicional del varón. (Man Ray enfatizaba las connotaciones fálicas del pan pintándolo de azul). Los varones wolof de Dakar, pero no las mujeres, visten largas túnicas azules. Pintar animales en primavera es un ritual importante, en Irak, para ahuyentar a los espíritus hostiles y apaciguar a los dioses, y la tradición dicta estratagemas de color. Las madres iraníes cosen abalorios azules en todas las prendas de sus niños, para repeler a los espíritus malos que podrían ponerlos en peligro, y es una práctica habitual de los tejedores de Shiraz, Bakhtiari, Baluchistán y Bujará coser una sarta de abalorios azules en todo el perímetro de sus alfombras, para evitar el maleficio en caso de que alguien muestre, por el trabajo que han hecho, una admiración cargada de envidia. Los genitales de los toros, para proteger su fertilidad y su potencia reproductiva, van siempre pintados de azul. Y los orfebres navajo y zuñi dicen que el azul es el color masculino de la turquesa, y el verde el color para las mujeres.

Pero todos los símbolos adhieren al principio de dualismo antitético. El simbolismo ambivalente del color azul puede derivar del hecho de que también es el color del agua, que siempre ha representado la imagen arquetípica de la mujer. En la tradición cristiana, el azul es el color de la Virgen. Para los astrólogos, el signo de Virgo está por debajo del horizonte: pertenece al mundo azul de la noche. La mujer del antiguo Egipto, femenina como ninguna, utilizaba lápiz de labios negriazul, y hasta resaltaba en azul las venas de sus senos, cubriendo los pezones con oro. Sin ir más lejos, en la película La diosa de la danza, Rita Hayworth usaba un lápiz labial llamado “rojo azul”. E Ivan Lebedeff, el viejo actor de la RKO, quien se jactaba de tener sangre real, algo de lo que en Hollywood no pocos alardeaban, decía que todos los aristócratas rusos tenían sus encías azules, un hecho que desafortunadamente se veía instado a demostrar, en las fiestas, con demasiada frecuencia.

Para los aztecas, Xiuhtecuhtli (“el príncipe de la turquesa”) es el nombre tanto para el color solar (masculino) como para la falda de jade que luce la diosa de la eterna renovación. La práctica de pintar de azul las casas de las vírgenes que están a punto de casarse persiste aún en las costumbres populares polacas, y en el antiguo folklore bretón, mujeres desnudas pintadas de azul participaban en los rituales religiosos. El simbolismo antitético del azul, masculino/femenino, sugerido en la iconografía, tal vez se refleja en el hecho de que este color se asocia también con la castración simbólica, y por ende con el andrógino inmortal.

En el budismo tibetano, los conceptos de conciencia y sabiduría, llamados dharma-dhātu —atributos del andrógino inmortal—, son de un azul cegador. Hablando del Tíbet, son típicos de ese país sus pabellones de colores, con techos de color azul pálido, colgados de las laderas de las montañas a veces a mil quinientos metros de altura. Y las fisuras azules de las montañas que rodean Lhasa, paredes de hielo azul celeste que se funden suavemente por encima de la ciudad sagrada, al mismo tiempo que son una eterna ensoñación, son la realidad más cotidiana en Katmandú. En Tíbet, dicho sea de paso, sacar la lengua cuando uno se encuentra con alguien es un gesto tradicional de buena voluntad y respeto, cuyo propósito es mostrar que no se es un practicante de Bon, pues solía decirse que los practicantes de Bon, la religión chamanística que precedió al budismo en Tíbet, tenían la lengua azul.

Una vez más, en la tradición esotérica china, el azul se asocia con la inmortalidad. La Ciudad Azul, en la tradición judía, es la ciudad de los inmortales. No es de sorprenderse que el azul sea el color asociado con el hieros gamos, el matrimonio sagrado entre la Tierra y el Cielo. “Para la mayoría de las personas, como para mí mismo”, escribió en La música y los músicos Albert Lavignac, profesor del Conservatorio de París, “el timbre etéreo, suave y transparente de la flauta, con su placidez y su encanto poético, produce una sensación auditiva análoga a la impresión visual del color azul, un bello azul, puro y luminoso como el azul del cielo. Las cuerdas de la orquesta representan, en su conjunto, el color de la distancia”. Pero extrañamente no hay una sola mención del color azul en los cientos de alusiones al cielo que hay en el Rig Veda, ni tampoco en la épica griega. En la Biblia, aunque hay más de cuatrocientas referencias al cielo o paraíso, el color azul no se menciona ni una sola vez. ¿Les gustaría una paradoja? Normalmente se piensa en el azul como color “frío”, pero las estrellas más calientes son de un blanco azulado, mientras que las estrellas comparativamente frías son las que brillan en un “cálido” rojo: cuanto más caliente está un objeto incandescente, más luz irradia en la longitud de onda corta y azul; así como en las largas, amarilla y roja.

Su fuerza singular, al igual que su etérea susceptibilidad, es otro enigma más de este color. Una y otra vez, diversas descripciones de la impresión musical dejada por Lohengrin han señalado la personal autenticidad de su preludio y su mágico uso de los violines divididos (cuatro partes tutti, otras cuatro solo). El propio Wagner describió estos sonidos, como más tarde lo haría Nietzsche, como de un “azul etéreo”, mientras que Thomas Mann habla de “azul plateado”.

Una de las transformaciones del color del delfín, en la muerte, es el azul. Las trufas, durante el inicio de la descomposición, adquieren una tonalidad azulada. ¿Y no es venenoso el matalobos o acónito? También es el color de las víctimas de estrangulamiento. “Vi al bebé yaciendo en la balanza. Estaba cianótico”, dijo el fanático doctor Schein en la película Skullbones. (La cianosis es una coloración azulada de la piel, provocada por la falta de oxígeno). En el musical Mi bella dama, la vivaz Eliza Doolittle habla de una tía que se ha puesto “bastante azul con la difteria”. La muerte, en La reina Mab de Shelley, tiene “labios de mórbido azul”. A menudo los ojos de la gente vieja, en su prominencia, se ven de un azul velado. El novelista Sinclair Lewis tenía unos ojos azul hielo, astigmáticos por lo demás. Y los gatos perfectamente blancos con ojos azules siempre son sordos, o casi siempre. Es interesante: el color que uno ve —pongamos en el jacinto de los bosques o en un iris azul— es el color que el objeto rechaza. Las hojas son verdes para especializarse mejor, con respecto a la radiación, en el extremo rojo (calor-energía) del espectro. Engullen energía. El algodón azul marino es el atuendo de duelo en Egipto. Y los deudos que ululan su pena además se embadurnan las caras con índigo y frotan puñados de cenizas de los rescoldos en sus trenzas negras desatadas.

Gerard Manley Hopkins escribió: “Y eras una mentirosa, oh azul melancolía”, sin duda el mismo azul del blues de los jazzmen del Mississippi. En música una nota azul, blue note, la tercera menor interpolada de W.C. Handy, es, de hecho, una nota fuera de tono —o como dicen los viejos músicos negros, “a ‘worried’ note”, una nota “preocupada”—, que es apenas ligeramente bemol, con frecuencia una tercera bemol. “Le diré, señor [Samuel] Bowles”, le escribió, con el corazón partido, Emily Dickinson al hombre a quien amó probablemente más que a ningún otro, después de que él se embarcara para Europa, “es un Sufrimiento tener un mar —no importa cuán Azul— entre una y su propia Alma”. Y Henry Thoreau estaba tan cautivado por los ojos azules de Bronson Alcott, que lo llamaba el “hombre de los ojos de cielo”. “Ojos de perro azul” es el extraño mantra, misteriosamente inasible, de un relato epistemológicamente bizarro donde el sueño y la realidad nunca se unen, incluido en [una edición en inglés de] La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y otros cuentos, de García Márquez. Los hindúes no admiran los ojos azules de los europeos, que consideran una especie de deformidad y que llaman “ojos de gato”. ¿Pero qué ojos humanos han sido alguna vez tan azules como los de un gato siamés blue-point?

Aparentemente, Tennyson recordaba por Darwin lo sordos que son por lo general los gatos de ojos azules, y utilizó esta información para componer el lamento de Gawain:

Seré más sordo pues que el gato de ojos azules

y tres veces más ciego que un búho a mediodía

a las sagradas vírgenes y a todos sus éxtasis

a partir de ahora…