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Prólogo

TOQUE DE QUEDA

Dedicatoria

Epígrafe

Parte 1

Parte 2

Parte 3

Agradecimientos

Jesse Ball

Copyright

Otros e-books de La Bestia Equilátera

PRÓLOGO

La imagen de la semejanza

por Luis Chitarroni

This is what you get when you mess with us.

Radiohead, “Karma Police”

I

Uno de los interrogantes que esta novela de Jesse Ball se complace en plantear y satisfacer es: ¿debemos seguir escribiendo? ¿Tiene algún sentido, alguna significación escribir después de las escrituras, los dramaturgos y comediantes griegos, los presocráticos, los trovadores, Dante y los poetas del Dolce Stil Nuovo, Shakespeare y Milton, los románticos alemanes, franceses e ingleses, nuestros payadores, Lautréamont y Borges, Ballard y Pynchon y todo lo que por discreción y respeto callo?

Como anoté antes, Jesse Ball por suerte cree que sí. Vale la pena. Escribir, a fin de cuentas, no es una apuesta personal para ganar el favor o el rechazo de la comunidad (el pueblo, los lectores) sino un servicio de credulidad e integración al mundo, que aporta de paso jerarquías menos aleatorias: la voluntad, la representación, la realidad. La realidad y la literatura tienen que seguir abasteciéndose, abasteciéndonos, y la irrupción de un relato o de un atisbo de relato nos lleva de un lado a otro, el ejercicio de probada eficacia que la inteligencia y la imaginación, pero de buenas a primeras solo la atención (que abarca a ambas o las sustituye), establece para que sigamos un itinerario insospechado.

Toque de queda entabla con el lector una partida inmediata. De la vida placentera en el hogar, de los indoor games, las rutinas y los pasatiempos domésticos hay que saltar —es necesario, obligatorio, no hay manera de evitarlo, aunque hagamos lo imposible por rechazarlo— al exterior hostil, caníbal, letal, que bloquea cualquier esparcimiento y reanudación de la dicha. La violencia del libro no pertenece a los crímenes de la vida real, y adquiere, por abstracta, un grado mucho más ominoso. La escena de desnudez la proporciona una ventana abierta. Esta confiada, fluida, confianza en el abecedario simbólico de la novela es una invitación. Recuerda el cuento, el brevísimo apólogo que tanto le gustaba a Ezra Pound.

—¿Qué dibujas, Juanito?

—Dibujo a Dios.

—¿Cómo podrás hacerlo? Nadie sabe cómo es Dios.

—Sabrán cuando termine de dibujarlo.

En esa relación de crédula simpatía, Ball establece los límites de su “modesta proposición”. En cualquier caso, y si tuviéramos que agradecer de nuevo los servicios de “un grado cero” de la escritura, aquí está Toque de queda para restablecerlo o restituirlo, para que los gestos, los grandes y los pequeños gestos de la literatura y la dramaturgia pierdan, una vez exagerados, sus grados de alegoría e implicancia.

Ball propone:

Presentaré esta ciudad y sus habitantes como una serie de objetos cuyas relaciones no se pueden describir con ninguna certeza. Aunque la violencia puede conectarlos, aunque la piedad, la compasión y la esperanza pueden enlazar unos con otros, aun así lo que está ocurriendo no se puede juzgar, y aquello que ha pasado ya está más allá de todo juicio, lo cual nos deja de nuevo, con vidas y pertenencias, lugares, yendo y viniendo de aquí para allá, desdichados, ignorantes, discordantes.

En otras décadas, los tres adjetivos seguidos pondrían en peligro la categoría de grado cero. No hay que adivinar qué permanece de ciertos fanatismos que imputaban descalificaciones fantasmales a conductas espontáneas o efusivas, mientras en la pista principal se ejecutaban obras en las que el rigor de la forma era un espejismo más.

En la narración de Jesse Ball se impone, por lo tanto, un trabajo de despojamiento que, tanto si es voluntario como si no, resulta beneficioso; simplifica, siempre simplifica: de acuerdo con el diagnóstico (“Occidente está enfermo de materia e ironía”) se pasa por alto las suaves paradojas con que la historia y la sociología han tratado muchas veces de atenuar las invenciones e instituciones —el estribo y la guerra, el museo y la guillotina, la banca y el water closet— para afianzar como valores implícitos por sobre todas las cosas la violencia inherente y la escatología.

El balance de Toque de queda, que recuerda la impronta elemental de los relatos que van, en la narrativa orientadora, de los hermanos Grimm a Washington Irving, se reserva para un comercio ulterior la compleja composición, la urdimbre aparente, que desconcierta por esquemática. Es decir, se podría descomponer con éxito la trama de la novela, y solo entonces advertiríamos que la sencillez resulta aparente porque Ball ha tenido la gentileza de borrar las líneas auxiliares, no la malicia adicional de enfatizar las que aseguran que el conjunto logre sostenerse con una especie de frágil, muy frágil solidez.

No sin escepticismo (y acaso con negligencia), ciertos comentadores de esa especie de género chino llamado huaben solo consideran óptimas (pero “óptima” es una clasificación no oriental, que incrimina la insuficiencia jerárquica del que intenta instruir), la inestabilidad suprema, la ráfaga inquietante en perpetuo ejercicio de destrucción, en estado de irreverente tendencia a deshacer lo hecho. Hay series de metáforas y equivalencias indispensables: la diferencia cultural las niega. Y es en esa zona donde un texto como Toque de queda no necesita una autoridad que lo discierna, juzgue o proteja, sino una entidad menos enfática que lo explique y lo defienda.

Por otro lado, de una compleja composición esquemática no debemos inferir solo líneas y trazos. Si bien el esquematismo nos impide imaginar mundos como los de Alberto Savinio y Giorgio De Chirico —como tantos en Italia, hermanos—, retroceder y avanzar son movimientos obvios en los campos de batalla y en las reducciones íntimas de esta reducción emocional a la geometría atribuida a los escaques del ajedrez, no en las superficies y suburbios menos razonables y racionalizados de la historia del arte. Paul Klee o Xul Solar precursan y ahondan profundidades a veces no soñadas por la perspectiva. Jesse Ball es dibujante también. Y como dibujante e ilustrador, da la casualidad, resulta un narrador igualmente sucinto, sintético.

“El dibujo es una escultura con la que se tropieza en la oscuridad”, dijo Al Hirschfeld, cuya línea eleva el estatuto de imagen a la exclusividad de un concurso vacío, descarte decisivo de las semejanzas.

La oscuridad interrumpe con la misma impunidad la lucidez y la impostura diurna e impone su inmensidad de dominio sin límites obligatorios, vasto mural demiúrgico de la mitología y la religión. Aunque la religión exija el resplandor, la oscuridad irrumpe. Irrumpe como los leopardos en el templo del cuaderno en octava de Kafka. La oscuridad, un camino; la luz, un lugar.

Jesse Ball, gracias a una serie de artificios tipo y escenográficos, logra ofrecernos una especie de teatro aleatorio de página.

II

Hay influencias que no favorecen los ejemplos: se desvanecen en espirales enigmáticas de insaciable inanidad. Espero no redundar si reitero que el concepto de influencia que me importa es el de Borges y el de Eliot, no el de Harold Bloom, cuya “anxiety” implica otro ámbito de referencia y de resonancia. Kafka ha expandido esa falta de voluntad de poder en un shibboleth que admite en el redil (de los influidos), desde ironías sobre la burocracia musitadas serenamente en una cola de banco hasta indicios de santidad detectados en uno que otro escritor laico. Agravemos, gracias a la generación incesante de literatura y a la hospitalidad reverente de las contratapas, que “kafkiano” salpimenta con su exotismo consonántico cualquier combinación de elementos prestigiosos, para concluir que Ball es el candidato más involuntario —y por lo tanto meritorio— para amoldarse al adjetivo o para portarlo. En parte porque, enunciado todo lo que se enunció, encuentra ese filo de soslayo, menos en lo verbal o retórico (piénsese en William Sansom) que en una axiomática de líneas de riesgo. Y riesgosas sobre todo ahora, cuando la imagen empieza a apartarse cada vez más de la semejanza. Mejor dicho, la semejanza, después de dóciles adecuaciones y rechazos, de la imagen. Al punto de que las semejanzas, sueltas ya y puestas a dar vueltas y a hacer todas las piruetas sacrificiales que no le cuesten el rumbo, son el numeroso resultado de la concurrencia, la ceremonia o la coalescencia de líneas afiladas, certeras y fértiles. Así se comportan los personajes de Toque de queda.

Hay un Kafka que no incide en el momento en que debe (o que por lo menos no lo hace en el momento adecuado por la voluntad retrospectiva que la literatura inculca). Ese Kafka “para pocos” es el que Jesse Ball ampara o acapara. Todos esos dibujos en tinta negra de K. que se añaden como “ilustraciones” en manuscritos y publicaciones serias tienen, me temo, una importancia e incidencia que la historia ha borrado en sumisión a las mayúsculas, y al borrar también de paso el cariz “epocal” y expletivo de ese expresionismo de los márgenes.

Tengo para mí que ilustrar desplaza y diferencia a menudo la superstición de la creencia, no del ramalazo de la fe. La fragilidad de las construcciones verbales e ilustrativas de Jesse Ball insinúan la influencia de Kafka, menos del Kafka narrador que el de su reproductor o autómata, gráfica inmediata y fortuita: K., el dibujante de los márgenes, delicado alpinista en equilibrio, favorecedor de escarabajos, escalones, escaleras. Se dibuja lo que se busca, no lo que se ve.

Hasta hace unos años, cuando google no solucionaba todo, la etimología de la palabra que da título a la novela de Jesse Ball no era ajena a quien se asomaba a la belleza del idioma inglés prevenido de la invasión normanda, que tantas palabras aportó a la heráldica como a la industria de la guerra misma. Tal es el caso de curfew, que proviene un poco lastimeramente de couvre-feu, la retreta que determinaba, retirada la luz natural, esa prudente y nocturna quietud de las aldeas. (Pensemos, sin intentar ir lejos, en Astérix).

A menos que partan de una axiología arbitraria o de un error de cálculo, todas las novelas se equivocan. En términos generales, Toque de queda lo hace con distraída elegancia, encogiéndose de hombros, como si partiera de un apotegma necio, o quisiera sorprender la sentenciosa verdad de un silogismo a partir del rastro puntual y prosódico de sus premisas. O como si añadiera a las imágenes de la belleza una especie de ideograma de la justicia:

Uno por uno, los espectadores se levantan del asiento para inspeccionar la pintura. Molly observa largo tiempo. Los matices, las sombras, los tonos frágiles: todo tal como lo recordaba. Es la pintura de un edificio derrumbado. Debajo del piso destrozado, alguien ha preparado una fogata. Esa persona está de espaldas a nosotros, y lee un librito de cuero. Tiene el libro abierto en la palma de la mano.

Hasta las palabras del libro son visibles, y dicen:

Un día estas tribulaciones terminarán. Ustedes son jóvenes y sobrevivirán a sus torturadores.

La prepotencia negativa del término Toque de queda es tan radical, que pocos pueden hacer algo para agotar o abolir su sentido adverso. Algo consigue Jesse Ball con el raro encantamiento que su novela solicita. Toque de queda cambia la clave de bóveda semántica y se convierte así en el estado al que nos somete en algunas ocasiones, y por suerte, la lectura.

TOQUE DE QUEDA

Para Alda Aegisdottir

Nacemos en este cementerio,
pero no debemos desesperar
.

Piet Soron, 1847

PARTE 1

Hubo un griterío y luego un disparo. La ventana estaba abierta de par en par, pues el tiempo era bastante bueno y delicado a fines del verano en la ciudad de C. Sí, la ventana estaba abierta de par en par, así que el disparo sonó con fuerza, como si hubiera estallado en la habitación, como si una de las dos personas que estaban en la habitación hubiera decidido disparar un arma contra el cuerpo de la otra.

Pero no era así. Y como no habían disparado a nadie en la habitación, el hombre, William Drysdale, veintinueve años, ex violinista, actualmente epitaforista, y su hija Molly, ocho años, estudiante, siguieron durmiendo.

Esas eran sus ocupaciones. Cada día, Drysdale asistía a entrevistas mientras Molly iba a una escuela donde repetidamente le pedían que repitiera cosas. No podía hacerlo, y no lo hacía.

La calle que se veía por la ventana era sombreada y agradable. Una anciana estaba sangrando, encorvada sobre un banco. Había dos hombres a quince metros de distancia, y uno empuñaba un arma. A tres metros del banco, un hombre yacía bajo las ruedas de un camión, que quizá le hubiera causado lesiones irreparables. El chofer estaba de rodillas y decía algo. Se puso de pie y les hizo señas a los dos hombres. El que empuñaba el arma la guardó. Llegó un camión más pequeño para llevarse los cuerpos. El hombre que tenía el arma, pero que ya no la mostraba, ordenaba a la gente que se fuera. La gente se iba.

Un minuto después del disparo, la calle estaba desierta. Esto sucedía a menudo. Les presentaré esta ciudad a ustedes como una ciudad de calles desiertas: desiertas solo cuando sucedía algo, desiertas por un momento y luego llenas de nuevo, pero aun así desiertas.

Presentaré esta ciudad y sus habitantes como una serie de objetos cuyas relaciones no se pueden describir con ninguna certeza. Aunque la violencia puede conectarlos, aunque la piedad, la compasión y la esperanza pueden enlazar unos con otros, aun así lo que está ocurriendo no se puede juzgar, y aquello que ha pasado ya está más allá de todo juicio, lo cual nos deja de nuevo, con vidas y pertenencias, lugares, yendo y viniendo de aquí para allá, desdichados, ignorantes, discordantes.

Era día de escuela, así que, después de un rato, los dos que estaban en la habitación comenzaron a moverse. Molly se despertó primero, y se vistió. Era una niña capaz, aunque muda.

—Compraremos algo en el camino —dijo William.

Molly asintió. Se paró junto a la cama plegable en el rincón del cuarto, alzó los dos vestidos que le pertenecían y los examinó. Uno era azul y el otro amarillo. ¿Cuál usaría?

Y luego hacían cola en la panadería, y ella tenía puesto el vestido amarillo, que hacía juego con sus rotosas zapatillas amarillas. Eran zapatillas de baile, aunque ella no bailaba. No llevaba un bolso con libros porque no era esa clase de escuela.

—Dos de esos —dijo William—. Y uno de esos.

—¿Quieres uno ahora? —preguntó.

*Todavía no —dijo Molly con señas.

Bien, ¿qué clase de escuela era entonces? Era una de esas escuelas en que te sentabas en bancos en fila y los maestros te decían qué pensar. Recitabas cosas y escribías cosas repetidamente. Leías libros que estaban sujetos al pupitre con cadenillas. Se rendían exámenes, y a menudo se usaban varas para inculcar disciplina. Había un pedazo de tierra donde podían jugar a la hora del almuerzo. Se alentaba el juego, y también la delación.

*Hemos llegado —dijo Molly.

—¡Adiós! —dijo William, y la retuvo un instante.