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Epílogo

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Para Benjamin D. Hitz,

íntimo amigo de mi juventud,

padrino de mi boda.

Ben, siempre me hablabas

de los maravillosos libros que acababas de leer,

y luego yo me imaginaba

que también los había leído.

Solo leías lo mejor, Ben,

mientras yo estudiaba química.

Tanto tiempo sin vernos.

 

Prólogo

Sí, Kilgore Trout ha vuelto. No logró triunfar fuera de la cárcel. No es ninguna vergüenza. Hay mucha gente buena que no triunfa fuera de la cárcel.

Esta mañana (16 de noviembre de 1978) recibí una carta de un joven desconocido llamado John Figler, de Crown Point, Indiana. Crown Point es famosa por la fuga del asaltante de bancos John Dillinger, en plena Gran Depresión. Dillinger escapó de la cárcel amenazando a su guardia con una pistola hecha de jabón y pomada para calzado. Su guardia era una mujer. Que ambos descansen en paz. Dillinger era el Robin Hood de mi juventud. Está sepultado cerca de mis padres, y cerca de mi hermana Alice, que lo admiraba aún más que yo, en el cementerio Crown Hill de Indianápolis. Allí, en la cima de Crown Hill, el punto más alto de la ciudad, también descansa James Whitcomb Riley, el “poeta de Indiana”. Cuando mi madre era pequeña, conoció bien a Riley.

Dillinger fue ejecutado sumariamente por agentes del FBI. Fue abatido en un lugar público, aunque no intentó escapar ni resistirse al arresto. Así que mi desprecio por el FBI no es algo reciente.

John Figler es un estudiante secundario que respeta la ley. En su carta dice que ha leído casi todos mis libros y ahora está preparado para formular la única idea que constituye el núcleo de lo que he escrito hasta ahora. Estas palabras son suyas: “El amor puede fracasar, pero la cortesía prevalece”.

Esto me parece cierto, y completo. Así que ahora, cinco días después de cumplir cincuenta y seis años, me encuentro en la vergonzosa situación de comprender que no hacía falta escribir varios libros. Un telegrama de ocho palabras habría alcanzado.

En serio.

Pero la lúcida observación del joven Figler llegó demasiado tarde. Ya estaba a punto de terminar otro libro: este.

Hay en él un personaje menor, Kenneth Whistler, inspirado por un hombre de Indianápolis de la generación de mi padre. El inspirador se llamaba Powers Hapgood (1900-1949). Las historias del movimiento obrero de los Estados Unidos lo mencionan a veces por su valerosa intervención en huelgas y en las protestas contra la ejecución de Sacco y Vanzetti, y demás.

Lo vi una sola vez. Almorcé con él, mi padre y mi tío Alex, hermano menor de mi padre, en el restaurante Stegemeier’s de Indianápolis, cuando regresé del teatro europeo de la Segunda Guerra Mundial. Esto fue en julio de 1945. Aún no habían arrojado la primera bomba atómica en Japón. Eso sucedería un mes después. Imagínense.

Yo tenía veintidós años y aún estaba de uniforme, un soldado raso que había sido estudiante de Química en la Universidad de Cornell antes de ir a la guerra. Mis perspectivas no eran buenas. No había ninguna empresa familiar donde trabajar. La firma de arquitectos de mi padre había fenecido. Él estaba en bancarrota. Yo acababa de comprometerme, de todos modos, pensando que solo una esposa dormiría conmigo.

Mi madre, como he dicho hasta el hartazgo en otros libros, había renunciado a seguir viviendo, porque ya no podía ser lo que había sido en la época de su boda, una de las mujeres más ricas de la ciudad.

Fue el tío Alex quien organizó el almuerzo. Él y Powers Hapgood habían sido compañeros en Harvard. Harvard está presente en todo este libro, aunque yo no estudié en esa universidad. Luego enseñé allí, por poco tiempo y sin distinción, mientras mi hogar se caía a pedazos.

Le confié eso a uno de mis alumnos, que mi hogar se caía a pedazos.

—Se nota —respondió él.

El tío Alex tenía ideas políticas tan conservadoras que creo que no habría almorzado a gusto con Hapgood si Hapgood no hubiera sido compañero de Harvard. Entonces Hapgood era sindicalista, vicepresidente de la filial local del CIO, el Congreso de Organizaciones Industriales. Su esposa Mary había sido candidata varias veces para vicepresidenta de los Estados Unidos por el Partido Socialista.

La primera vez que voté en elecciones nacionales lo hice por Norman Thomas y Mary Hapgood, sin saber que ella era de Indianápolis. Ganaron Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman. Yo me creía socialista. Pensaba que el socialismo beneficiaría al hombre común. Como soldado raso de infantería, yo era ciertamente un hombre común.

Habíamos concertado la reunión con Hapgood porque yo le había dicho al tío Alex que quizá intentara conseguir un puesto en un sindicato cuando el Ejército me diera la baja. Entonces los sindicatos eran instrumentos admirables para extorsionar a los patrones y lograr que dieran algo parecido a la justicia social.

El tío Alex habrá pensado: “Dios nos guarde. Contra la estupidez aun los dioses luchan en vano. Bien, al menos hay un hombre de Harvard con quien él puede hablar sobre este ridículo sueño”.

(La frase sobre la estupidez de los dioses pertenece a Schiller. He aquí la respuesta de Nietzsche: “Contra el tedio aun los dioses luchan en vano”).

El tío Alex y yo nos sentamos a una mesa del Stegemeier’s, pedimos cervezas y esperamos la llegada de mi padre y Hapgood. Vendrían por separado. Si hubieran venido juntos, no habrían tenido nada que decirse en el camino. Mi padre había perdido todo interés en la política, la historia, la economía y afines. Decía que la gente hablaba demasiado. Para él las sensaciones significaban más que las ideas, y le gustaba palpar materiales naturales con la yema de los dedos. Veinte años después, cuando agonizaba, diría que habría querido ser alfarero y fabricar tortas de barro todo el día.

Era triste para mí, pues era un hombre muy culto. Me parecía que estaba desperdiciando sus conocimientos y su inteligencia, tal como un soldado en retirada arroja su rifle y su mochila.

Otros alababan esa actitud. Era un hombre muy querido en la ciudad, con manos increíblemente talentosas. Era benévolo e inocente. Para él todos los artesanos eran santos, aunque fueran malignos o estúpidos.

El tío Alex, por su parte, no sabía hacer nada con las manos. Tampoco mi madre. Ni siquiera sabía preparar el desayuno o coser un botón.

Powers Hapgood sabía extraer carbón de una mina. Es lo que hizo después de diplomarse en Harvard, cuando sus compañeros de estudios aceptaban puestos en empresas familiares, agencias bursátiles, bancos y demás: él trabajaba en una mina de carbón. Creía que un auténtico amigo del pueblo trabajador tenía que trabajar, y trabajar bien.

Así que debo decir que mi padre, cuando empecé a conocerlo, cuando yo me iniciaba en la vida adulta, era un buen hombre en retirada frente a la vida. Mi madre ya se había rendido y había desaparecido de nuestro organigrama. Así que siempre me ha acompañado un aire de derrota. Siempre me han atraído, pues, los valientes veteranos como Powers Hapgood y algunos otros, que aún ansiaban saber lo que pasaba, que aún se las ingeniaban para triunfar contra viento y marea. “Si quiero seguir viviendo —pensaba yo—, será mejor que los siga a ellos”.

Una vez traté de escribir un cuento sobre un reencuentro entre mi padre y yo en el cielo. Un borrador inicial de este libro comenzaba así. En el cuento yo esperaba llegar a ser buen amigo suyo. Pero el cuento tenía un desenlace perverso, como suele ocurrir con los relatos sobre gente real que hemos conocido. En el cielo la gente podía tener la edad que quisiera, mientras hubiera experimentado esa edad en la Tierra. Por ejemplo, John D. Rockefeller, el fundador de Standard Oil, podía tener cualquier edad hasta los noventa y ocho. El rey Tutankamón podía tener cualquier edad hasta los diecinueve, y demás. Como autor del cuento, me irritaba que en el cielo mi padre hubiera decidido tener solo nueve años.

Yo había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero todavía bastante sexy. Mi irritación con mi padre se transformaba en bochorno y furia. A los nueve años parecía un lémur, todo ojos y manos. Tenía una provisión interminable de lápices y anotadores, y siempre me seguía, haciendo dibujos de todo y reclamando que los admirase cuando los terminaba. Los nuevos conocidos me preguntaban quién era ese niño raro, y yo respondía con la verdad, pues en el cielo era imposible mentir:

—Es mi padre.

A los matones les gustaba atormentarlo, pues no era como los demás. No charlaba con otros niños ni jugaba con ellos. Los matones lo perseguían, lo alcanzaban, le quitaban los pantalones y los calzoncillos y los arrojaban por la boca del infierno. La boca del infierno era como una fuente de los deseos, pero sin balde ni cabrestante. Uno podía apoyarse en el brocal y oír los lejanos gritos de Hitler, Nerón, Salomé, Judas y gente así. Me podía imaginar a Hitler, que ya experimentaba el máximo dolor, encontrándose en ocasiones con la cabeza envuelta en los calzoncillos de mi padre.

Cuando a mi padre le robaban los pantalones, venía corriendo a mí, rojo de furia. Yo había hecho nuevos amigos y los estaba impresionando con mi urbanidad, y allí aparecía mi padre, en cueros y a los gritos.

Yo iba a ver a mi madre para quejarme, pero ella decía que no sabía nada sobre él ni sobre mí, porque solo tenía dieciséis años. Así que yo tenía que aguantarlo, y lo único que podía hacer era gritarle:

—¡Por el amor de Dios, padre, hazme el favor de crecer!

Etcétera. Era un cuento muy exasperante, así que dejé de escribirlo.

Y ahora, en julio de 1945, mi padre entró en el restaurante Stegemeier’s, todavía muy vivo. Tenía la edad que yo tengo ahora, y era un viudo al que no le interesaba volver a casarse ni tener una amante. Usaba un bigote como el que yo tengo hoy. Entonces yo me afeitaba toda la cara.

Llegábamos al final de una crisis tremenda, un colapso económico planetario seguido por una guerra planetaria. En todas partes los combatientes volvían a casa. Cualquiera diría que mi padre haría algún comentario sobre eso, por fugaz que fuera, y sobre la nueva era que nacía. No lo hizo.

En cambio nos contó, con mucha gracia, una aventura que había tenido esa mañana. Mientras entraba en la ciudad con el coche, había visto que derribaban una vieja casa. Se había detenido para echar un vistazo al esqueleto. Notó que el umbral de la puerta era de una madera rara, y al fin decidió que era álamo. Deduje que era de veinte centímetros de lado por un metro veinte de longitud. La admiró tanto que los demoledores se la dieron. Le pidió un martillo a uno de ellos y extrajo todos los clavos que veía.

Luego la llevó a un aserradero para que la cortaran en tablones. Luego decidiría qué hacer con los tablones. Ante todo quería ver la textura de esa madera inusitada. Le aseguró al aserradero que no quedaban clavos en la madera, pero aún quedaba uno. No tenía cabeza, así que era invisible. La sierra circular soltó un chillido ensordecedor cuando chocó contra el clavo. Salió humo de la cinta que intentaba impulsar la sierra trabada.

Mi padre tuvo que pagar por una nueva hoja para la sierra y una nueva cinta, y le dijeron que nunca regresara con madera usada. Por algún motivo, estaba encantado. Esa historia era una especie de cuento de hadas, con una moraleja para todos.

El tío Alex y yo no recibimos la anécdota con demasiado entusiasmo. Como todas las anécdotas de mi padre, era cerrada y autónoma como un huevo.

Pedimos más cervezas. Más tarde el tío Alex contribuiría a fundar la filial de Indianápolis de Alcohólicos Anónimos, aunque su esposa siempre enfatizaba que nunca había sido alcohólico. Se puso a hablar de la Columbia Conserve Company, una fábrica de conservas que William Hapgood, padre de Powers, también egresado de Harvard, había fundado en Indianápolis en 1903. Fue un famoso experimento en democracia industrial, pero yo nunca había oído hablar de él. Había muchas cosas de las que nunca había oído hablar.

La Columbia Conserve Company hacía sopa de tomate, salsa de chile y kétchup, y algunas otras cosas. Necesitaba tomates a granel. La empresa no obtuvo ganancias hasta 1916. En cuanto las obtuvo, sin embargo, el padre de Powers Hapgood comenzó a dar a sus empleados algunos de los beneficios que consideraba un derecho natural de los trabajadores en todo el mundo. Los otros dos accionistas principales eran sus dos hermanos, también egresados de Harvard, y coincidían con él.

Así que organizó un consejo de siete obreros, que debían hacer recomendaciones al directorio en materia de salarios y condiciones laborales. El directorio, sin la presión de nadie, había declarado que ya no habría despidos estacionales, aun en una industria tan estacional, y que habría vacaciones pagas, y que la atención médica de los trabajadores y su familia sería gratuita, y que habría paga por enfermedad y un plan de retiro, y que el objetivo era lograr que la empresa, a través de un plan de bonificación por acciones, se transformara en propiedad de los trabajadores.

—Quebró —dijo el tío Alex, con una satisfacción adusta y darwiniana.

Mi padre no dijo nada. Quizá no estuviera escuchando.

Tengo a mano un ejemplar de The Hapgoods. Three Earnest Brothers [Los Hapgood. Tres hermanos con convicciones], de Michael D. Marcaccio (The University Press of Virginia, Charlottesville, 1977). Los tres hermanos del subtítulo eran William, fundador de la Columbia Conserve, y Norman y Hutchins, también egresados de Harvard, que eran periodistas y redactores con inclinaciones socialistas y autores de libros en Nueva York. Según Marcaccio, la Columbia Conserve fue todo un éxito hasta 1931, cuando la Gran Depresión le asestó un golpe mortal. Muchos obreros fueron despedidos, y los que conservaron el puesto sufrieron una reducción salarial del 50 por ciento. Se debía mucho dinero a la compañía Continental Can, que reclamaba que la empresa tuviera una actitud más convencional hacia los empleados, aunque fueran accionistas, pues la mayoría lo eran. El experimento terminó. Ya no había dinero para costearlo. Los que habían recibido acciones como remuneración ahora poseían fragmentos de una empresa moribunda.

No quebró del todo por un tiempo. De hecho, aún existía cuando el tío Alex, mi padre y yo almorzamos con Powers Hapgood. Pero era solo otra fábrica de conservas que no pagaba un centavo más que las demás. Una empresa más fuerte compró los restos en 1953.

Powers Hapgood entró en el restaurante, un anglosajón del Medio Oeste de aspecto común con traje barato. Usaba una insignia del sindicato en la solapa. Estaba de buen humor. Conocía levemente a mi padre. Conocía muy bien al tío Alex. Se disculpó por llegar tarde. Aquella mañana había estado en un juzgado, testificando sobre un episodio violento ocurrido unos meses antes durante un piquete. Él no tenía nada que ver con la violencia. Había dejado atrás sus días heroicos. Nunca más pelearía con nadie, ni recibiría garrotazos en las rodillas, ni sería encerrado en la cárcel.

Era un gran conversador, y sus anécdotas eran mucho más maravillosas de las que nunca habían contado mi padre o el tío Alex. Lo habían encerrado en un manicomio después de que encabezó los piquetes durante la ejecución de Sacco y Vanzetti. Peleó contra los organizadores del sindicato de mineros de John L. Lewis, pues los consideraba demasiado derechistas. En 1936 organizó una huelga del cio contra la rca en Camden, Nueva Jersey. Lo encarcelaron. Cuando varios miles de huelguistas rodearon la cárcel, como una especie de turba de linchamiento a la inversa, el sheriff decidió soltarlo. Etcétera. He puesto los recuerdos de algunas anécdotas que él contó en boca, como he dicho, de un personaje ficticio de este libro.

Aquella mañana también había contado anécdotas en el juzgado. Estas aventuras solidarias habían fascinado al juez y a casi todos los presentes. Deduje que el juez había alentado a Hapgood a continuar. La historia del movimiento obrero era una especie de pornografía en aquellos tiempos, y aún más en los tiempos que corren. En las escuelas públicas y en las casas de la gente bien es bastante tabú contar anécdotas sobre los sufrimientos y actos heroicos de los obreros.

Recuerdo el nombre del juez. Se llamaba Claycomb. Lo pude recordar fácilmente porque yo había sido compañero de Moon, hijo del juez, en la escuela secundaria.

El padre de Moon Claycomb, según Powers Hapgood, le hizo una última pregunta antes del almuerzo.

—Señor Hapgood —dijo—, ¿por qué un hombre de una familia tan distinguida y que goza de tan fina educación ha optado por vivir como usted vive?

—¿Por qué? —respondió Hapgood, según Hapgood—. Por el Sermón de la Montaña, señoría.

—Este tribunal entra en receso hasta las dos de la tarde —dijo el padre de Moon Claycomb.

¿Qué era exactamente el Sermón de la Montaña?

Según esta predicción de Jesucristo, los pobres de espíritu recibirían el reino de los cielos; todos los que sufrían serían consolados; los mansos heredarían la tierra; los que padecían hambre de justicia la encontrarían; los misericordiosos serían tratados con misericordia: los puros de corazón verían a Dios; los pacíficos serían llamados hijos de Dios; los que sufrían persecución en nombre de la justicia también recibirían el reino de los cielos; etcétera.

El personaje de este libro que está basado en Powers Hapgood es soltero y tiene problemas de alcoholismo. Powers Hapgood era casado y, que yo sepa, no tenía problemas serios con el alcohol.

Hay otro personaje menor, al que he llamado “Roy M. Cohn”. Está inspirado en el famoso abogado y empresario anticomunista llamado, sin vueltas, Roy M. Cohn. Lo incluyo con su amable autorización, otorgada ayer (2 de enero de 1979) por teléfono. Le prometí no difamarlo y presentarlo como un abogado pasmosamente eficaz para la acusación o la defensa de cualquiera.

 

Mi querido padre guardó silencio durante buena parte de nuestro viaje a casa después de ese almuerzo con Powers Hapgood. Íbamos en su sedán Plymouth. Él conducía. Quince años después lo arrestarían por pasarse una luz roja. Entonces descubrirían que hacía veinte años que no tenía licencia de conductor, es decir que no la tenía ni siquiera el día en que almorzamos con Powers Hapgood.

Su casa estaba en las afueras. Cuando llegamos al linde de la ciudad, me dijo que si teníamos suerte veríamos un perro muy gracioso. Era un pastor alemán que apenas podía tenerse en pie porque los coches lo habían atropellado con frecuencia. El perro aún salía tambaleando a perseguirlos, con los ojos llenos de valentía y furia.

Pero el perro no apareció ese día. Existía de veras. Lo vi otro día, cuando yo conducía a solas. Estaba agazapado en el borde del camino, dispuesto a clavar los dientes en mi llanta delantera derecha. Pero su acometida era un espectáculo lamentable. La parte trasera apenas le funcionaba. Era como si arrastrara un baúl valiéndose solo de sus patas delanteras.

Ese día arrojaron la bomba en Hiroshima.

Pero volvamos al día en que almorcé con Powers Hapgood.

Después de meter el coche en el garaje, mi padre al fin dijo algo sobre el almuerzo. Estaba intrigado por el apasionamiento con que Hapgood había hablado del caso de Sacco y Vanzetti, sin duda uno de los más espectaculares y controvertidos fracasos de la justicia en la historia de los Estados Unidos.

—No sabía que algunos cuestionaban su culpabilidad —dijo mi padre.

En ese sentido, mi padre era un artista puro.

En este libro se menciona una violenta confrontación entre los huelguistas y la policía y los soldados, llamada la Masacre de Cuyahoga. Es un invento, un mosaico compuesto de fragmentos de anécdotas de muchos disturbios similares de aquellos viejos tiempos.

Es una leyenda en la mente del protagonista de este libro, Walter F. Starbuck, cuya vida fue modelada accidentalmente por la masacre, aunque aconteció en la mañana de Navidad de 1894, mucho antes de que Starbuck naciera.

Así fueron las cosas:

En octubre de 1894 Daniel McCone, fundador y propietario de la Cuyahoga Bridge & Iron Company, entonces la mayor empresa de Cleveland, Ohio, informó a los operarios de su fábrica, a través de sus capataces, que debían aceptar una quita del 10 por ciento en el sueldo. No había sindicato. McCone era un curtido y brillante ingeniero mecánico, autodidacta, nacido de padres obreros en Edimburgo, Escocia.

La mitad de su fuerza laboral, un millar de hombres, bajo el liderazgo de un obrero de fundición con cierto talento para la oratoria, Colin Jarvis, dejó de trabajar, obligando a la planta a cerrar. Les resultaba casi imposible brindar alimento, techo y abrigo a sus familias aun sin la reducción salarial. Todos ellos eran blancos. La mayoría había nacido en este país.

Aquel día la naturaleza se condolió. El cielo y el lago Erie tenían el mismo color, un mortecino gris peltre.

Las casitas hacia donde se dirigieron los huelguistas estaban cerca de la fábrica. Muchas pertenecían, al igual que las tiendas de comestibles vecinas, a la Cuyahoga Bridge & Iron.

Entre los huelguistas había espías y provocadores. Aunque aparentaban estar tan amargados y abatidos como los demás, estaban contratados en secreto por la agencia de detectives Pinkerton, que les pagaba bien. Esa agencia todavía existe y prospera, y ahora es una filial de la RAMJAC Corporation.

Daniel McCone tenía dos hijos, Alexander Hamilton McCone, de veintidós años, y John, de veinticinco. Alexander se había graduado sin distinción en Harvard en mayo. Era blando, tímido, tartamudo. John, el hijo mayor y futuro heredero de la empresa, había abandonado el mit en el segundo año, y desde entonces había sido el asistente de mayor confianza de su padre.

Los obreros, participaran o no en la huelga, odiaban unánimemente al padre y al hijo John, aunque reconocían que sabían más que nadie en el mundo sobre el moldeado de hierro y acero. En cuanto al joven Alexander: lo consideraban afeminado, estúpido y demasiado cobarde para acercarse a los hornos, las fraguas y los martillos pilones, donde se realizaban las tareas más peligrosas. Los obreros a veces lo saludaban con el pañuelo, aludiendo a su poca hombría.

Años después Walter F. Starbuck, obsesionado por esta leyenda, le preguntó a Alexander por qué había ido a trabajar en un lugar tan inhóspito después de Harvard, máxime cuando su padre no había insistido en ello, y Alexander tartamudeó una respuesta que una vez descifrada decía así:

—Entonces creía que un rico debía tener cierta comprensión del lugar de donde venía su fortuna. Una tontería de juventud. La riqueza se acepta sin cuestionamientos, o no se acepta.

En cuanto a los tartamudeos de Alexander antes de la Masacre de Cuyahoga, eran solo adornos musicales que expresaban un exceso de modestia. Nunca lo habían dejado mudo por más de tres segundos, con todos sus pensamientos encarcelados dentro.

En todo caso, no habría hablado demasiado en presencia de sus dinámicos padre y hermano. Pero su silencio llegó a ocultar un secreto que era cada vez más agradable con cada día que pasaba: empezaba a comprender la empresa tanto como ellos. Antes de que anunciaran una decisión, casi siempre sabía cuál sería y cuál debía ser, y por qué. Nadie más lo sabía aún pero él, por Dios, era un industrial y un ingeniero.

Cuando estalló la huelga en octubre, pudo adivinar muchas de las cosas que se debían hacer, aunque nunca había afrontado una huelga. Harvard estaba a un millón de kilómetros. Nada que hubiera aprendido allí volvería a poner la fábrica en marcha. Pero la agencia Pinkerton sí lo haría, y también la policía, y quizá la Guardia Nacional. Antes de que su padre y su hermano lo dijeran, Alexander supo que había muchos hombres de otras partes del país que estaban desesperados por un empleo y aceptarían cualquier remuneración. Cuando su padre y su hermano lo dijeron, se enteró de otro aspecto de los negocios: había empresas, que a menudo fingían ser sindicatos, cuya única función era reclutar a esos hombres.

A fines de noviembre las chimeneas de la fábrica volvieron a escupir humo. A los huelguistas no les quedaba dinero para el alquiler, la comida ni el combustible. Cada empresa grande de cinco kilómetros a la redonda había recibido sus nombres, para que todos supieran que eran alborotadores. Su líder nominal, Colin Jarvis, estaba en la cárcel, esperando juicio por una falsa acusación de homicidio.

El 15 de diciembre la mujer de Colin Jarvis, llamada Ma, condujo una delegación de veinte esposas de huelguistas a la puerta principal de la fábrica, que pedía ver a Daniel McCone. Él envió a Alexander con una nota manuscrita, y Alexander pudo leerla en voz alta sin tartamudear. Decía que Daniel McCone estaba demasiado ocupado para perder tiempo con desconocidos que ya no tenían nada que ver con la empresa. Sugería que habían confundido a la compañía con una organización de caridad. Decía que sus iglesias o comisarías podían brindarles una lista de organizaciones a las que era más apropiado pedir ayuda, si realmente la necesitaban y creían merecerla.

Ma Jarvis le dijo a Alexander que su mensaje era aún más simple: los huelguistas volverían a trabajar bajo cualquier condición. La mayoría de ellos habían sido desalojados de sus hogares y no tenían adónde ir.

—Lo siento —dijo Alexander—, solo puedo leer de nuevo la nota de mi padre, si les parece.

Muchos años después Alexander McCone diría que la confrontación no le molestó en absoluto. En realidad estaba exaltado, declaró, al descubrir que era una “m-m-máquina” tan eficiente.

Un capitán de policía dio un paso adelante. Advirtió a las mujeres que estaban infringiendo la ley, pues esa numerosa reunión estorbaba el tránsito y constituía una amenaza para la seguridad pública. Les ordenó que se dispersaran de inmediato, en nombre de la ley.

Así lo hicieron. Se retiraron por la vasta plaza que había frente a la puerta principal. La fachada de la fábrica estaba diseñada para recordar a las personas cultas la Piazza San Marco de Venecia, Italia. El reloj de la fábrica era una réplica en media escala del famoso campanil de San Marco.

En la mañana de Navidad, Alexander, su padre y su hermano observarían la Masacre de Cuyahoga desde el campanario de esa torre. Cada cual tendría sus propios binoculares. Y cada cual tendría su propio revólver.

No había campanas en el campanario. Tampoco había cafés y tiendas alrededor de la plaza. El arquitecto había justificado la plaza con criterios estrictamente utilitarios. Dejaba gran cantidad de espacio para la circulación de carretas, carruajes y tranvías tirados por caballos. El arquitecto también había sido muy concreto en cuanto a las virtudes de la fábrica como fuerte. Cualquier turba que se propusiera atacar la puerta principal tendría que cruzar todo ese terreno abierto.

Un reportero del Cleveland Plain Dealer, hoy una publicación de RAMJAC, se retiró por la plaza con las mujeres. Le preguntó a Ma Jarvis qué planeaba hacer a continuación.

Ella no podía hacer demasiado. Los huelguistas ya ni siquiera eran huelguistas, sino desempleados que eran expulsados de sus hogares.

Aun así, dio una respuesta valiente.

—Volveremos —dijo. ¿Qué otra cosa podía decir?

Le preguntó cuándo volverían.

Quizá la respuesta fue solo la poesía de la desesperanza en la cristiandad, con la llegada del invierno.

—La mañana de Navidad —dijo.

Esto se publicó en el periódico, cuyos redactores interpretaron que se había hecho una promesa amenazadora. Y la fama de esta inminente Navidad en Cleveland se propagó a lo largo y a lo ancho. Los que simpatizaban con los huelguistas —predicadores, escritores, sindicalistas, políticos populistas y demás— comenzaron a llegar a la ciudad como si esperasen una especie de milagro. Eran abiertamente enemigos del orden económico tal como existía entonces.

Edwin Kincaid, gobernador de Ohio, movilizó una compañía de infantería de la Guardia Nacional para proteger la fábrica. Eran campesinos del sur del estado, escogidos porque no tenían amigos ni parientes entre los huelguistas, ningún motivo para verlos como otra cosa que tercos perturbadores de la paz. Representaban un ideal estadounidense: soldados ciudadanos saludables y alegres que cumplían con sus tareas habituales hasta que su país de pronto necesitaba un apabullante despliegue de armas y disciplina. Se suponía que debían aparecer de improviso, para consternación de los enemigos del país. Cuando el problema se resolviera, volverían a desaparecer.

El ejército regular, que había luchado contra los indios hasta que los indios no pudieron luchar más, contaba con solo treinta mil hombres. En cuanto a las milicias utopistas de todo el país, consistían principalmente en campesinos, pues la salud de los obreros fabriles era muy mala y sus horarios demasiado extensos. Por otra parte, en la Guerra Hispano-Estadounidense se descubriría que los milicianos eran inservibles en el campo de batalla, pues su entrenamiento era pésimo.

Y esa fue la impresión que tuvo el joven Alexander Hamilton McCone de los milicianos que llegaron a la fábrica en víspera de Navidad: que no eran soldados. Los llevaron en un tren especial hasta un desvío que estaba dentro de la gran verja de hierro de la fábrica. Bajaron de los vagones a un andén de carga como si fueran pasajeros comunes de diversos oficios. Ni siquiera tenían el uniforme bien abotonado. Varios habían perdido la gorra. Casi todos llevaban maletas y paquetes ridículos, muy poco castrenses.

¿Sus oficiales? El capitán era el administrador de correos de Greenfield, Ohio. Los dos tenientes eran hijos mellizos del presidente del Greenfield Bank & Trust Company. El administrador de correos y el banquero habían hecho ciertos favores al gobernador. Su cargo de oficial era una recompensa. Y los oficiales, a su vez, habían recompensado a los que les habían hecho algún favor, nombrándolos cabos o sargentos. Y los soldados rasos, a su vez, votantes o hijos de votantes, tenían la capacidad, si deseaban usarla, de arruinar la vida de sus superiores con el desprecio y el ridículo, que podía prolongarse durante generaciones.

En el andén de carga de la Cuyahoga Bridge & Iron Company, el viejo Daniel McCone tuvo que preguntar a uno de los muchos soldados que haraganeaba y comía al mismo tiempo:

—¿Quién está al mando aquí?

Quiso la suerte que le hiciera esta pregunta al capitán, que respondió:

—Bien, supongo que yo.

Aunque estaban provistos con bayonetas y munición de guerra, los milicianos tuvieron el mérito de no lastimar a nadie el día siguiente.

Los acuartelaron en un taller en desuso. Dormían en los pasillos. Cada cual había llevado su propia comida. Tenían jamones, pollos asados, bizcochos y pasteles. Comían lo que querían y cuando querían, y transformaron el taller en un chiquero. Cuando se fueron, el lugar era una inmundicia. Ellos ni siquiera se daban cuenta.

Sí, y el viejo Daniel McCone y sus dos hijos también pasaron la noche en la fábrica, en catres instalados en sus oficinas al pie del campanario, con revólveres cargados bajo la almohada. ¿Cuándo tendrían su cena de Navidad? A las tres de la tarde del día siguiente. Sin duda el problema ya habría concluido. El joven Alexander debía recurrir a su fina educación, le había dicho su padre, componiendo y recitando una apropiada plegaria de agradecimiento antes de esa comida.

Entretanto los guardias de la compañía, reforzados por agentes de Pinkerton y policías de la ciudad, se turnaban para patrullar la verja por la noche. Los guardias, normalmente armados solo con pistolas, portaban rifles y escopetas, prestados por amigos o llevados desde la casa.

Se permitió que cuatro agentes de Pinkerton durmieran toda la noche. Eran, a su manera, maestros artesanos. Eran tiradores de precisión.

No fueron cornetas las que despertaron a los McCone la mañana siguiente. Fue el ruido de martillos y sierras que llegaba desde la plaza. Los carpinteros estaban construyendo un alto andamiaje junto a la verja. El jefe de policía de Cleveland debía pararse arriba, a la vista de todos. En el momento oportuno leería la ley antidisturbios de Ohio a la multitud. La ley requería esta lectura pública. La ley decía que cualquier reunión ilegal de doce personas o más tenía que dispersarse a la hora o escuchar la lectura de la ley. Si no se dispersaba, los miembros eran considerados culpables de un delito punible con cárcel, de diez años a cadena perpetua.

La naturaleza volvió a condolerse, pues empezó a caer una suave nevisca.

Sí, y un carruaje cerrado tirado por dos caballos blancos entró en la plaza a toda velocidad y paró junto a la puerta. Bajo la luz del alba, salió el coronel George Redfield, yerno del gobernador. El gobernador le había encomendado esa misión, y él había ido desde Sandusky para ponerse al mando de los milicianos. Poseía un aserradero y también estaba en las industrias de los alimentos y el hielo. No tenía experiencia militar, pero iba vestido como oficial de caballería. Usaba un sable, que era un regalo de su suegro.

Fue de inmediato al taller para arengar a sus tropas.

Poco después llegaron carretas con policía antidisturbios. Eran policías comunes de Cleveland, pero armados con escudos de madera y lanzas romas.

Se izó una bandera estadounidense en la cúspide del campanario, y otra en el mástil que estaba junto a la puerta principal.

El joven Alexander pensó que sería como un desfile. No habría muertos ni heridos. La actitud de los hombres era más que elocuente. Los huelguistas habían comunicado que llevarían a sus esposas e hijos, y que ninguno portaría armas de fuego, ni siquiera un cuchillo demasiado largo.

“Solo deseamos —decía su carta— echar una última ojeada a la fábrica a la que entregamos los mejores años de nuestra vida, y mostrar nuestro rostro a quien quiera verlo, mostrarlo a Dios Todopoderoso, si se digna mirar, y preguntarle, mientras permanecemos callados e inmóviles: ‘¿Algún estadounidense merece la desdicha y la angustia que padecemos ahora?’”.

Alexander no fue insensible a la belleza de esta carta. La había escrito el poeta Henry Niles Whistler, que estaba en la ciudad para alentar a los huelguistas, y también había ido a Harvard. Merecía una respuesta majestuosa, pensó Alexander. Creía que las banderas y las filas de soldados ciudadanos y la solemne y firme presencia de la policía cumplirían esa función.

La ley se leería en voz alta, y todos oirían, y todos se irían a casa. No había ningún motivo para quebrar la paz.

En su plegaria de esa tarde, Alexander se proponía decir que Dios debía proteger a los trabajadores de dirigentes como Colin Jarvis, que los había alentado a ser presa de tanta desdicha y angustia.

—Amén —se dijo a sí mismo.

Y la gente fue, tal como había prometido. Fue a pie. Para desalentarla, las autoridades habían cancelado todos los servicios de tranvías en esa parte de la ciudad aquel día.

Había muchos niños, incluso bebés de brazos. Una beba moriría de un balazo e inspiraría el poema “Bonnie Failey” de Henry Niles Whistler, al que luego pondrían música y que todavía se canta hoy.

¿Dónde estaban los soldados? Habían permanecido frente a la verja de la fábrica desde las ocho, con la bayoneta calada y la mochila a la espalda. Esas mochilas pesaban casi treinta kilos. El coronel Redfield pensaba que así sus hombres se verían más temibles. Formaban una sola fila que se extendía a lo ancho de la plaza. El plan de batalla era el siguiente: si la multitud no se dispersaba cuando se lo pedían, los soldados bajarían las bayonetas y despejarían la plaza lenta pero inexorablemente, con actitud glacial, manteniendo una fila totalmente recta y erizada de frío acero, y avanzarían disciplinadamente, uno, dos, tres, cuatro pasos…

Los soldados habían permanecido delante de la verja desde las ocho. Aún nevaba. Cuando los primeros integrantes de la multitud aparecieron en el otro extremo de la plaza, miraron la fábrica sobre una extensión de nieve virgen. Las únicas huellas eran las que ellos mismos habían dejado.

Y llegaron muchas personas que tenían asuntos espirituales que resolver con Cuyahoga Bridge & Iron. Los huelguistas estaban desconcertados por esos harapientos desconocidos, que en muchos casos también habían ido con su familia. Estos forasteros también deseaban demostrar a los demás su desdicha y su angustia en esa época navideña. El joven Alexander, mirando por sus binoculares, leyó el letrero que llevaba un hombre: “Erie Coal & Iron, injusta con los obreros”. La empresa Erie Coal & Iron ni siquiera estaba en Ohio. Estaba en Búfalo, Nueva York.

Así que fue una rareza que Bonnie Failey, la niña muerta en la masacre, fuera hija de un huelguista contra Cuyahoga Bridge & Iron, y que Henry Niles Whistler pudiera decir en el estribillo:

Maldito, maldito Dan McCone,

con tu alma de arrabio y tu corazón de piedra…

El joven Alexander leyó el letrero sobre Erie Coal & Iron de pie en la ventana de un primer piso, en un ala de oficinas que colindaba con la pared norte del campanario. Estaba en una galería larga, también de inspiración veneciana, que tenía una ventana cada tres metros y un espejo en el fondo. El espejo creaba la impresión de que era infinita. Las ventanas daban a la plaza. Los cuatro tiradores de precisión contratados por Pinkerton se apostaron en esa galería. Cada cual instaló una mesa en la ventana que había escogido y puso una cómoda silla detrás. Había un soporte para el rifle en cada mesa.

El tirador que estaba más cerca de Alexander había puesto una bolsa de arena sobre la mesa y le había abierto un surco con el canto de su velluda mano. Allí apoyaba el rifle, con la culata contra el hombro, mientras observaba por la mira tal o cual rostro de la multitud desde su poltrona. El siguiente tirador era mecánico de profesión, y había construido un pequeño trípode con una horquilla giratoria encima. Lo había puesto sobre la mesa. En esa horquilla apoyaría el rifle si surgían problemas.

—He solicitado la patente —le había dicho a Alexander, refiriéndose al trípode, y palmeando la cosa.

Cada hombre había colocado sus municiones, su varilla de limpieza, sus trapos y su aceite sobre la mesa, como si estuvieran en venta.

Ahora todas las ventanas estaban cerradas. En otras había hombres más iracundos y menos disciplinados. Eran guardias de la compañía que habían pasado casi toda la noche en vela. Algunos habían bebido, según decían, “para no dormirse”. Los habían apostado en las ventanas con sus rifles o escopetas, por si la turba atacaba la fábrica a toda costa, y no abandonarían su puesto a menos que estuvieran bajo fuego graneado.

Ahora estaban convencidos de que habría un ataque. Su alarma y sus bravuconadas fueron los primeros indicios que percibió el joven Alexander, como le contaría al joven Walter F. Starbuck décadas después, de nuevo tartamudeando, de que había “cierta inestabilidad en ese desfile”.

Él llevaba un revólver cargado en el bolsillo de la chaqueta, al igual que su padre y su hermano, que entraron en el corredor para supervisar las defensas por última vez. Eran las diez de la mañana. Dijeron que era hora de abrir las ventanas. La plaza estaba llena.

Le dijeron a Alexander que era hora de subir a la torre, para tener la mejor vista.

Abrieron las ventanas y los tiradores apoyaron sus rifles en sus diversos soportes.

¿Quiénes eran estos francotiradores? ¿Existía realmente ese oficio? En aquella época había menos trabajo para los tiradores de precisión que para los verdugos. Ninguno de ellos había trabajado antes en esta especialidad, y era improbable que les volvieran a pagar por esa tarea, a menos que estallara una guerra. Uno era agente de Pinkerton, y los otros tres eran amigos suyos. Los cuatro siempre iban a cazar juntos, y durante años se habían elogiado recíprocamente por su excelente puntería. Cuando la agencia Pinkerton anunció que necesitaba cuatro francotiradores, se presentaron al instante, como la compañía de soldados ciudadanos.