Portada: Breviario del olvido. Lewis Hyde
Portadilla: Breviario del olvido. Lewis Hyde

 

Edición en formato digital: septiembre de 2020

 

Título original: A Primer for Forgetting: Getting Past the Past

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Lewis Hyde, 2019

Published by arrangement with
Farrar, Straus and Giroux, New York
© De la traducción, Julio Hermoso

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18436-05-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Qué es esto

 

 

CUADERNO I
MITO

 

CUADERNO II
EL YO

 

CUADERNO III
NACIÓN

 

CUADERNO IV
CREACIÓN

 

 

Fuentes

Agradecimientos por las ilustraciones

Créditos de las ilustraciones

 

El autor agradece profundamente su apoyo a las siguientes entidades: MacDowell Colony, Corporation of Yaddo, Austen Riggs Center, Radcliffe Institute for Advanced Study, Lannan Foundation y Kenyon College, y a Richard L. Thomas por su apoyo a la cátedra Thomas de Creación Literaria en el Kenyon College.

 

 

Para Patsy

Qué es esto

Hace muchos años, mientras leía sobre las viejas culturas orales donde la sabiduría y la historia no residen en los libros, sino en la lengua, me encontré con un breve comentario que despertó mi curiosidad: «Las sociedades orales», leí, «[conservan] el equilibrio [...] deshaciéndose de los recuerdos que ya no tienen relevancia en el presente». En aquel momento, el objeto de mi interés era la memoria en sí, las maneras tan valiosas en que las personas y las culturas conservan el recuerdo del pasado, pero había aquí una nota en sentido contrario, una nota que incitaba claramente mi propio espíritu de ir a la contra, ya que comencé una serie de álbumes de recortes de otros casos en los que desprenderse del pasado resulta ser, cuando menos, tan útil como preservarlo.

Este libro, fruto tardío de aquellos recortes, ha resultado ser un experimento tanto en el fondo como en la forma. En cuanto al fondo, el experimento pretende poner a prueba la proposición de que el olvido pueda ser más útil que la memoria o, en el ultimísimo de los casos, que la memoria funciona mejor en tándem con el olvido. Alabar el olvido no es, por supuesto, lo mismo que denostar la memoria; cualquier experimento que merezca la pena habrá de arrojar en ocasiones unos resultados negativos o nulos, y el mío no es una excepción. Los lectores hallarán sin duda situaciones, igual que yo, en las que querrán trazar una línea y dirán: «No, aquí debemos recordar» (aunque, paradójicamente, incitar la resistencia al olvido puede ser en sí una de las utilidades del propio olvido).

En cuanto a la forma, decidí utilizar mis álbumes de recortes en lugar de explotar sus contenidos en pro de una narrativa más convencional. He escrito tres libros extensos —The Gift, Trickster Makes this World y Common as Air—, cada uno de los cuales emplea más de trescientas páginas en la defensa de su proposición fundamental. Después de haberme dedicado a ese tipo de trabajo durante años, me harté de la argumentación, estaba cansado del esfuerzo por dominar la materia, de reunir pruebas, de taladrar hasta el lecho de roca para anclar cada afirmación, de inventarme transiciones para enmascarar la natural irregularidad rítmica de mi mente, de defenderme de jaurías imaginarias de críticos... Qué alivio hacer un libro en el que se cede el primer plano a la libre asociación de ideas, un libro que no se dedica tanto a argumentar su punto de partida como a trazar un esbozo del territorio que he estado explorando, un libro que espero que invite y también provoque la libre reflexión del lector.

Las citas, aforismos, anécdotas, relatos y reflexiones que constituyen la materia de este formato episódico las he agrupado en torno a cuatro puntos centrales: la mitología, la psicología personal, la política y el espíritu creativo. La mayoría de las entradas son breves —de apenas una página o dos—, pero, una vez me propuse en serio hacer un libro con ellas, quedó claro que algunas requerirían un desarrollo más completo. En el «Cuaderno I: Mito», por ejemplo, hay un extenso retrato de lo sucedido en Atenas en el año 400 a. C., cuando una forma legal del olvido —lo que ahora llamamos amnistía— ayudó en la consecución de la paz tras una guerra civil despiadada. Hacia el final del «Cuaderno II: El yo», narro la historia de un doble asesinato con motivaciones raciales cometido en Misisipi en 1964, un suceso que dejó a los familiares de las víctimas sufriendo con tal de enterrar tan traumático recuerdo.

Varios de los casos políticos que se presentan en el «Cuaderno III: Nación» pedían también un tratamiento más extenso, desde la lucha al respecto de la manera en que los estadounidenses recuerdan y olvidan su guerra civil hasta los trabajos de «verdad y reconciliación» que siguieron a las numerosas décadas de apartheid en Sudáfrica. El «Cuaderno IV: Creación» mezcla episodios de la vida espiritual y de la práctica artística, y el más extenso de ellos es una reflexión sobre los usos del olvido en san Agustín, en el maestro zen Dogen y en Marcel Proust (en cuya obra, los famosos instantes de memoria involuntaria están cargados de una fuerza redentora tan solo por haber sido olvidados en primera instancia).

También he salpicado con una serie de imágenes el collage que es este libro, ya que, de otro modo, se habría limitado a la prosa. Siempre he tenido algo de celos de esos artistas e historiadores del arte que dejan a oscuras la sala de conferencias y adornan sus ideas con un espectáculo de linterna mágica, así que me he sentido empujado a inventarme mi propio e imaginario Museo del Olvido y a abastecerlo de obras de arte, cada cual acompañada de su texto explicativo en la pared.

Los lectores suelen preguntar qué fue lo que llevó al autor hasta la obra en cuestión, como si esperasen que esta hubiese surgido de alguna historia difícil de carácter personal. A buen seguro, uno de los pesares de mi vida personal —la demencia senil de mi madre— figura en el libro. También aparecen otros sucesos destacados: la muerte de una hermana, mi propia relación con aquellos asesinatos de Misisipi..., pero ninguno de ellos ha dado lugar a esta obra. Sus verdaderas raíces se encuentran en el enigma de su temática.

Memoria y olvido: estas son las facultades de la mente por medio de las cuales somos conscientes del tiempo, y el tiempo es un misterio. Además, hay una larga tradición que sostiene que la mejor manera de concebir la imaginación es hacerlo como algo que funciona mezclando la memoria y el olvido. La creación —la aparición de cosas que antes no había— es también un misterio. Los autores como yo, los que trabajamos muy despacio, hacemos bien en decantarnos por temas de esta índole, temas cuya fascinación tal vez nunca se agote. Estos autores no se limitan a contarnos lo que saben; nos invitan a unirnos a ellos ante los necesarios límites de nuestro conocimiento.

CUADERNO I


MITO

La licuefacción del tiempo

AFORISMOS

Todo acto de la memoria es un acto del olvido.

 

El árbol de la memoria hunde sus raíces en sangre.

 

Para salvaguardar un ideal, rodéalo con un foso de olvido.

 

Estudiar el yo es olvidarlo.

 

En el olvido reside la licuefacción del tiempo.

 

Las furias hinchan el presente con el pasado indigerido.

 

«Memoria y olvido: a eso llamamos imaginación».

 

Soñamos para olvidar.

 

AL LECTOR. «Quien desee llegar a conocer realmente una idea nueva hace bien en hacerla suya con todo el amor posible, en apartar rápidamente la mirada de —incluso en olvidar— todo lo censurable o lo falso que hay en ella. Al autor de un libro deberíamos concederle la mayor ventaja posible y, como si de una carrera se tratase, con el fuerte palpitar del corazón, prácticamente desear que alcance su meta. Con esto, penetramos en el núcleo de la idea nueva, en su centro motriz: y esto es lo que significa llegar a conocerla. Más adelante, la razón podrá establecer sus límites, pero, al comienzo, ese exceso de estima, ese desequilibrio ocasional del péndulo crítico, es el mecanismo necesario para lograr que el alma de la cuestión salga al descubierto», dice Nietzsche.

 

MILAGROSO. En respuesta a una pregunta sobre el esfuerzo que le suponía componer con procedimientos aleatorios, John Cage dijo: «Es un intento de abrir la mente a posibilidades distintas de las que recordamos y de las que ya sabemos que nos gustan. Algo hay que hacer para liberarnos de nuestros recuerdos y elecciones».

O, como dijo en una ocasión: «Por eso es tan difícil escuchar la música con la que estamos familiarizados; la memoria ha actuado para que no dejemos de ser conscientes de lo que va a suceder a continuación, de manera que resulta prácticamente imposible conservar la sensibilidad ante una obra maestra muy conocida. De vez en cuando sucede, y, cuando lo hace, forma parte de lo milagroso».

Atendiendo a su enorme interés por las enseñanzas del budismo, Cage publicó un disco titulado The Ten Thousand Things (Las diez mil cosas), una expresión que es la fórmula con la que los antiguos textos del dharma se refieren a la totalidad de la existencia, a la plenitud de lo que es, como en la doctrina de Dogen, el maestro zen japonés del siglo XIII: «Estudiar la senda de Buda es estudiar el yo. Estudiar el yo es olvidarlo. Olvidar el yo es hacerse uno con las diez mil cosas».

Nótese la secuencia: primero llega el estudio, después el olvido. Hay una senda que tomar, una práctica del olvido del yo.

 

LA DIOSA DOBLE. Todo acto de la memoria es también un acto del olvido. En la Teogonía de Hesíodo, Mnemósine —madre de las musas— no es simplemente la Memoria, ya que, cuando ayuda a la humanidad a recordar la edad de oro, la ayuda a olvidar la Edad de Hierro que ahora debe ocupar. El objeto del canto de los bardos era inducir esos estados que van de la mano. «Pues aunque un hombre tenga su pesar y su dolor [...] cuando un cantante, siervo de las musas, entona los gloriosos actos de los hombres de antaño y los benditos dioses que moran el Olimpo, olvida de inmediato su pesadumbre y no recuerda en absoluto sus pesares».

Tanto la memoria como el olvido están aquí dedicados a la preservación de los ideales. Lo que cae en el olvido bajo el embrujo del bardo es la fatiga, la desdicha y la ansiedad del momento presente, su bruta particularidad, y lo que emerge en la consciencia es el conocimiento del mundo mejor que yace oculto más allá de este.

 

YO MANUMITIDO. YO OCULTO. Imaginémonos el olvido a través de dos etimologías. Las raíces del verbo «olvidar» en inglés, forget, se remontan al alto alemán antiguo, donde el prefijo for- indica «abstenerse de» o «abandonar», y el germánico *getan significa «retener», «agarrar» o «captar». Recordar es aferrarse a algo, retenerlo en la mente; olvidar es dejar ir algo de la consciencia, soltarlo y dejarlo caer. Todo lo que se capta o se agarra por error (una impresión errónea, una avispa oculta), o lo que es de naturaleza escurridiza (las anguilas del pensamiento), o lo explotado y confinado (esclavos mentales, pájaros enjaulados), o el mobiliario mental sin utilidad (viejos números de teléfono, caballos de batalla infantiles), o actitudes caducas (autosuficiencia, resentimiento)... en todos los casos, olvidar es dejar de aferrarse, abrir la mano del pensamiento.

Los términos griegos presentan un conjunto de imágenes distinto, no de desprendimiento, sino de borrado, velo u ocultación (el rastro que se lleva la lluvia, la carta de amor arrojada al fuego, el excremento enterrado, la herida cubierta por la costra, la lápida oculta por la vegetación). El olvido en griego es lethe, a su vez relacionado con letho, λήθω («eludo ser percibido», «estoy oculto»), en última instancia del protoindoeuropeo *leh2- («esconder»). La forma privativa o negativa de esta palabra, a-lethe o aletheia, es el término griego que se suele traducir como «verdad», siendo así la verdad algo que se descubre o se saca de su escondite. En términos de la vida mental, todo cuanto está disponible a la mente es aletheia; y lo que no está disponible está, por algún motivo, velado, oculto, escondido.

 

MEDIADOS DE AGOSTO EN EL PUESTO FORESTAL DEL MONTE SOURDOUGH.

 

Valle abajo una humareda

calor tres días, tras cinco de lluvia

brea que luce sobre las copas de los abetos

a lo largo de rocas y praderas

enjambres de moscas nuevas.

 

No alcanzo a recordar cosas que una vez leí

algunos amigos, pero viven en ciudades.

Bebiendo agua de nieve fría en una taza de latón

mirando hacia abajo a kilómetros de distancia,

en el quieto aire de las alturas.

 

GARY SNYDER

 

EN EL DESIERTO. Paul Bowles dice que la quietud se percibe según llega uno al Sáhara, el «increíble y absoluto silencio», en especial si «dejas atrás las puertas del fuerte o el pueblo, pasas junto a los camellos recostados en el exterior, subes las dunas y te adentras en ellas o sales a la dura y pedregosa llanura y permaneces allí un rato, de pie, a solas. Enseguida, o bien comienzas a tiritar y regresas corriendo intramuros, o bien te quedas ahí y dejas que te suceda algo muy peculiar, algo por lo que ha pasado todo el que vive aquí y que los franceses llaman le baptême de la solitude. Es una sensación única, y no tiene nada que ver con la soledad, ya que la soledad presupone la memoria. Aquí, en este paisaje completamente mineral e iluminado por unas estrellas como bengalas, incluso la memoria desaparece; nada queda, salvo tu propia respiración y el sonido de los latidos del corazón».

 

UNA HISTORIA EXTRAÍDA DE LA REPÚBLICA DE PLATÓN. Un soldado de nombre Er cayó muerto en la batalla. Días más tarde, cuando su cuerpo yacía en la pira funeraria, regresó a la vida y contó todo lo que había visto en la Tierra de los Muertos.

Cuando su alma llegó al más allá, le dijeron que observara y escuchara para poder regresar como mensajero para los vivos. A continuación presenció el castigo de los malvados y la recompensa de los justos, y vio cómo se congregaban todas aquellas almas para volver a nacer, en ocasiones después de haber vagado por el inframundo en un periplo de un millar de años.

Vio que a todos se les ofrecía la oportunidad de escoger su suerte en la vida, y que todos lo hacían de manera consecuente con su sabiduría o su necedad. Una vez escogida dicha suerte, y después de que las moiras tejiesen los hilos del destino irreversible de cada uno de ellos, atravesaban juntos el seco y sofocante calor del desierto del Leteo. Al anochecer, acampaban junto al río del olvido, cuyas aguas no hay vasija capaz de contener. Una terrible sed los empujaba a beber de esas aguas: los carentes de sabiduría bebían en especial abundancia. Y, conforme bebía cada hombre, lo olvidaba todo.

Acto seguido durmieron. Durante la noche llegó un temblor de tierra, y truenos, y a todos se los llevaron en un ascenso a la siguiente vida como en una lluvia de estrellas.

A orillas del río del olvido, al propio Er se le prohibió beber. Durmió y, al abrir los ojos, vio que yacía en la pira funeraria, a la salida del sol.

 

«UN INSTRUMENTO MUSICAL QUE TE RECUERDA...». El mito de Er encaja perfectamente en la teoría del conocimiento de Platón, donde el alma no nacida, siguiendo «la estela de un dios», llega a conocer las «realidades absolutas», las formas ideales como la belleza, la bondad, la justicia y la igualdad. No obstante, este conocimiento se pierde al nacer, después de que el alma se haya tropezado «con algún infortunio», se haya visto «cargada de olvido» y haya caído a la tierra.

Tras venir a la vida, quienes tratan de recobrar su sabiduría perdida han de encontrar un maestro cuya tarea no será la de enseñar directamente los ideales, sino más bien recordarle al discípulo aquello que el alma ya conoce. «Lo que llamamos aprendizaje solo es recuerdo en realidad», dice Sócrates en el Fedón. Es anamnesis, o «desolvidar», el descubrimiento de lo que se halla oculto en la mente.

Del mismo modo que, cuando yo veo una guitarra en el escaparate de una tienda, de repente recuerdo un sueño que había olvidado al despertar, así se dirige al discípulo hacia los pormenores de este mundo, de manera que estos puedan desencadenar el recuerdo de los nobles ideales otrora conocidos. «Por fin, en un relámpago, prende la llama del entendimiento de cada cual, y la mente [...] se inunda de luz».

 

PARA SALVAGUARDAR UN IDEAL, rodéalo con un foso de olvido.

 

EPISTEMOLOGÍA NORTEAMERICANA. Uno de los primeros capítulos de El estafador y sus disfraces, de Herman Melville, describe el encuentro entre un hombre que viste de luto (el propio estafador) y un paisano comerciante. Cuando el hombre de luto se presenta como un viejo conocido, el paisano protesta: no tiene el menor recuerdo de haberlo conocido nunca.

—Veo que la memoria le traiciona —dice el estafador—. Pero confíe usted en la fidelidad de la mía.

—Pues, si le soy sincero, hay ciertas cosas para las que mi memoria no es muy buena —responde el paisano, confundido.

—Ya veo, ya veo; como borrar una pizarra —dice el estafador—. Hará unos seis años, ¿no recibiría usted algún golpe en la cabeza? Son sorprendentes los efectos que se han manifestado por semejante causa. No solo la inconsciencia [...], sino igualmente, y por extraño que parezca mencionarlo, el olvido más completo e incurable.

Él mismo, le dice el estafador, recibió una vez la coz de un caballo y no era capaz de recordar nada al respecto, y fueron sus amigos quienes le tuvieron que contar lo sucedido.

—Como ve usted, caballero, la mente es dúctil, y mucho: las imágenes que con tal ductilidad recibe en su interior requieren de un cierto tiempo para endurecerse y que fragüe su huella [...]. No somos más que barro, señor mío, la arcilla del alfarero.

Sugestionado, el comerciante confiesa que sí, que una vez sufrió unas fiebres cerebrales y que se le fue la cabeza durante una buena temporada.

—Ahí lo tiene, ya ve que no iba yo completamente desencaminado. Esas fiebres cerebrales lo explican todo —responde el hombre de luto. ¡Qué lástima que el comerciante haya olvidado su amistad! Y, por cierto, ¿tendría la amabilidad de prestarle un chelín a «un hermano»?

 

En su totalidad, El estafador y sus disfraces es el diálogo platónico de una era perdida. Todos los episodios dependen de una pregunta: ¿deberíamos o no deberíamos confiar en el relato que nos cuentan? ¿Cómo vamos a saber la verdad? En el caso que nos ocupa, la maniobra decisiva del estafador es la pérdida de la memoria; eso le permite tomar su afirmación sobre una antigua amistad y desvincularla del mundo del conocimiento empírico, momento a partir del cual su veracidad se convierte en una cuestión de fe. Una vez aceptada la sugestión del estafador —sí, hubo un cierto olvido por unas fiebres cerebrales—, al paisano le queda bien poco a lo que agarrarse más allá de la historia que se le ofrece. Y el estafador es un cuentista de lo más artero. En otra época y en otro país, podría haber sido un gran novelista, pero se halla en el río Misisipi a mediados del siglo XIX y se dedica a jugar con los lugareños.

Después de cortar los vínculos del comerciante con sus propios recuerdos, el estafador se acerca más. «Deseo un amigo en quien pueda confiar», dice, y comienza a revelarle el secreto de la triste historia de su reciente dolor. No tardará mucho el paisano en sentirse conmovido más allá del chelín que le acaban de pedir: «El relato fue avanzando, y el hombre sacó de la cartera un billete, pero pasado un rato, ante alguna revelación más infortunada aún, lo cambió por otro, probablemente de un importe superior».

En los Estados Unidos de Melville, la señal de la verdadera creencia no es la luz que inunda la mente, es el dinero que cambia de manos.

 

PARA SALVAGUARDAR UNA MENTIRA, rodéala con un foso de olvido.

 

«LA PRECIPITACIÓN» de una exploración de dieciséis años, pensamientos anotados «como comentarios, párrafos breves, de los cuales hay en ocasiones una larga cadena sobre la misma cuestión», mientras que, en otras, es «un cambio repentino, el salto de un tema a otro», dice Wittgenstein de sus Investigaciones filosóficas.

«Autor se muere del hastío de inventarse historias», escribe David Markson en la primera página de Esto no es una novela, y añade, más de un centenar de páginas después: «No lineal. Discontinuo. Como un collage. Una recopilación».

 

CÍRCULOS REPETITIVOS. Cena en la mesa redonda de caoba que padre y madre compraron en Londres hace cincuenta años. Padre ha leído un libro sobre la erosión de las playas de la costa este.

—Ese libro ni siquiera menciona el huracán del treinta y ocho —dice madre, que tenía diecinueve años en aquella época y estaba en la universidad, en Mount Holyoke—. No sé cómo lo supe —prosigue—, pero supe que había un ojo del huracán, así que me marché a Safford Hall. —Dos minutos más tarde, dice—: Ese libro ni siquiera menciona el huracán del treinta y ocho. No sé cómo lo supe, pero supe que había un ojo del huracán, así que me marché a Safford Hall. —Y dice un poco después—: Ese libro ni siquiera menciona el huracán del treinta y ocho. No sé cómo lo supe, pero supe que había un ojo del huracán, así que me marché a Safford Hall.

—Te estás repitiendo —dice padre.

Dicen que en el TAC se le veía una cierta atrofia en los lóbulos frontales, pero el material antiguo sigue estando ahí. Tiene mucho de su antiguo yo. Sus tics verbales y sus defensas se mantienen. «Muy bien, señora Pettibone», dice para sí misma, con la mirada puesta en la puerta del frigorífico antes de cenar. «Nos las arreglaremos». «Nos apañaremos».

Es el cascarón de su antiguo yo, un lenguaje calcificado sin un organismo lo suficientemente vivo como para continuar depositando capas nuevas.

¿Sería posible vivir de tal modo que nunca adquiriésemos hábitos mentales? Cuando se me vaya la memoria a corto plazo, no quiero verme acorralado en los mimbres de mis respuestas mecánicas. Si empiezo a ser mi antiguo yo, nada de medidas heroicas, por favor.

 

SIN HABLA. En la mitología china, la vieja dama Mêng se sienta ante las puertas de salida del inframundo y sirve el caldo del olvido para que todas las almas reencarnadas, cuando cobren vida, hayan olvidado el mundo de los espíritus, sus encarnaciones previas e incluso el habla (aunque, cuenta la leyenda, en ocasiones nazca un niño milagroso con el don de la palabra que ha eludido el caldo de la dama Mêng).

 

RECUERDA QUIÉN ERES. Dice Jorge Luis Borges: Debería decir que ansío la muerte, que deseo dejar de despertarme cada mañana y encontrarme con que, bueno, aquí estoy, tengo que retornar a Borges.

Hay una palabra en español [...]. En lugar de decir «despertarse», uno dice “recordarse”, esto es, acordarse de uno [...]. Tengo esa sensación todas las mañanas porque soy más o menos inexistente. Así, cuando me despierto, siempre tengo la sensación de quedar decepcionado, porque, bueno, aquí estoy. He aquí el mismo juego estúpido de siempre. Tengo que ser alguien. Y tengo que ser ese alguien, exactamente.

 

CONTRA EL INSOMNIO. En un ensayo de la revista Nature, Graeme Mitchison y Francis Crick (uno de los hombres que descubrieron la forma del ADN) argumentaban que «soñamos para olvidar». Cada día de nuestra vida está tan repleto de particularidades, y nosotros nadamos en tal avalancha de detalles sensoriales, que la mente necesita de alguna clase de mecanismo de filtrado para descartar lo trivial y retener lo esencial. Soñar, argumenta Crick, cumple esta función. Es más, si no tuviésemos algún proceso de este tipo, todos seríamos como el monstruoso personaje que da título al relato corto de Borges «Funes el memorioso», que es incapaz de olvidar hasta el más pequeño de los detalles cotidianos, de forma que capta y retiene un árbol a las tres y seis minutos de la tarde, con la luz que incide justo así sobre las hojas, como algo completamente distinto de ese mismo árbol dos minutos después, ensombrecido por una nube. Funes «era casi incapaz de ideas generales, platónicas», hace constar el narrador de Borges, ya que «pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer». Es necesario que olvidemos muchos árboles concretos antes de conocer el Árbol en sí. Los antiguos ampliaron la pincelada diciendo que hemos de olvidar mundos enteros —la Edad de Hierro, esos siglos de los que has oído hablar— antes de poder evocar lo eterno de nuevo en la mente.

 

AMNESIA DE LA TRANSICIÓN ENTRE ESTADOS. Los creadores de mitos de la Antigüedad cavilaban con frecuencia sobre la manera en que una persona podría conservar la memoria o provocar el olvido al pasar de un estado del ser a otro, y se solían centrar en la transición entre la vida y la muerte (entrar en el inframundo/emerger del seno materno), pero también en el cruce de las fronteras entre distintas épocas (la edad de oro/la Edad de Hierro), lugares (el hogar/fuera de este), estados de ánimo (ira/serenidad) y niveles de consciencia (vigilia/sueño).

Los antiguos también mostraban interés por los efectos amnésicos de diversas drogas y, por tanto, por la línea que separa la sobriedad de la embriaguez (en Homero, oímos hablar del nepente, que alivia a los hombres en sus «dolores e irritaciones y les hace olvidar sus problemas», y de la capacidad del loto para hacer olvidar la patria; o, en China, encontramos el caldo del olvido que la vieja dama Mêng sirve al niño que está a punto de nacer).

Hoy en día podríamos enmarcar los efectos divisorios de esas transiciones en los términos de la «memoria dependiente del estado», bajo la idea de que los recuerdos desaparecen cuando pasamos de un estado del ser a otro, pero se pueden recuperar si regresamos. En el folclore de la memoria, se cuenta la típica historia del borracho que esconde las llaves del coche cuando está de juerga y no es capaz de acordarse de dónde las puso hasta que se vuelve a emborrachar. La investigación empírica jamás ha generado un caso tan claramente definido, pero los estudios realizados con diversos estupefacientes —alcohol, anfetaminas, barbitúricos, marihuana, nicotina y más— sí muestran, sin embargo, que la memoria dependiente del estado no es simple folclore.

En un experimento, unos alumnos universitarios fumaron marihuana —la mitad de los canutos bien cargados con THC psicotrópico y la otra mitad inocuos— y, acto seguido, estudiaron una docena de conjuntos de palabras agrupadas por categorías. Entre la categoría «flores», por ejemplo, aparecían dos nombres comunes («pensamiento» y «rosa») y dos menos comunes («junquillo» y «zinnia»). Dos días después se examinó a los alumnos para ver cuántas de ellas eran capaces de recordar. Cuando se volvieron a colocar aquellos alumnos que ya se habían colocado antes, su capacidad para recordar mejoró entre un 10 y un 15 por ciento.

De modo que sí, la memoria dependiente del estado existe, aunque, tal y como indican los reducidos porcentajes de esos estudios, los efectos de las sustancias son débiles y limitados.

Y, al margen de la intensidad de los efectos de las sustancias, la dependencia del estado tiene una explicación bien simple: el recuerdo suele estar vinculado al contexto, y la embriaguez es en sí un contexto. Del mismo modo que volver al lugar de un suceso —ya sea mental o físicamente— nos traerá recuerdos, también lo hará el volver a estar colocado.

Y será al centrarnos en los cambios de contexto cuando encontraremos el valor positivo, no tanto de la memoria recuperada, sino del olvido inicial que acompaña el paso de un estado a otro. Los recuerdos que se mantienen al margen de nuestros cambios de contexto pueden ser un estorbo, más que un impulso, si la historia que traen hacia el presente oscurece el nuevo escenario en lugar de iluminarlo. En tales casos, lo que un estudio denominaba «el efecto amnésico del cambio de estado» permite una bienvenida atención a lo nuevo e inesperado. Sería magnífico que el borracho fuera capaz de abrazar la sobriedad y no recordar jamás dónde escondió las llaves.

 

 

LA ABUELA HYDE CONTRA FOUCAULT. «El análisis de la ascendencia permite la disociación del yo», más que su unificación, escribe Michel Foucault. La verdad sobre quién eres no reside en las raíces del árbol, sino en la punta de las ramas, el millar de ramas.

En 1937, mi abuela publicó Los descendientes de Andrew Hyde, el mismo que a su vez era «descendiente de sexta generación de William Hyde de Norwich, Connecticut», después de que este William Hyde naciese en Inglaterra, probablemente en 1610, y llegara a las colonias en 1633.

Son doce las generaciones que me separan de William Hyde. Tengo dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos... Desde 1610, mis antepasados podrían llegar a ser 2.048. El libro de la abuela recuerda a William Hyde, pero se olvida de otros 2.047 ancestros, incluida la mujer de William.

La práctica de la genealogía subversiva supone olvidar el idealismo de un antepasado concreto y recordar a esos miles, y con esa remembranza debes multiplicar el sentido de quién eres, multiplicarlo hasta que desaparece. Incluso Foucault estudia el yo para olvidarlo.

 

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Tablilla órfica de oro con funda hallada en
Petelia, sur de Italia

 

 

DEL MUSEO DEL OLVIDO: LAS DOS AGUAS. La tablilla de Petelia es una fina lámina de oro en la que figuran escritas unas líneas en un griego un tanto confuso: versos extraídos de un poema órfico más extenso y muy antiguo. Esta lámina de oro, que data del siglo IV a. C., fue descubierta en una tumba en el sur de Italia y estaba enrollada y colocada dentro de un cilindro que colgaba de una cadena en el cuello del difunto. Contiene una serie de instrucciones sobre cómo desplazarse de manera segura por el inframundo. Le dicen al iniciado:

 

En los salones del Hades, a la derecha, junto a un ciprés fantasmal, hallarás un manantial donde las almas de los muertos que descienden se lavan y se desprenden de su vida. Ni siquiera te acerques a este manantial, ya que te ofrece las aguas del olvido.

Más adelante encontrarás el estanque de la memoria, bajo la vigilancia de unos guardianes. Estos te preguntarán con avidez qué es lo que buscas entre las sombras del funesto Hades. Sé directo y cuéntales toda la verdad. Diles: «Soy el hijo de la Tierra y del Cielo estrellado, pero mi verdadero linaje es celestial. Estoy terriblemente sediento y perezco: dadme enseguida el agua fresca que mana del estanque de la memoria».

A buen seguro, los reyes del inframundo se apiadarán de ti y te ofrecerán el agua del manantial; a continuación, cuando hayas bebido, recorre la senda sagrada que huellan otros iniciados y bacantes en la gloria. Después de eso, reinarás entre los demás héroes.

 

 

LA PRUEBA. El médico le pidió a madre que recordara tres palabras, dos concretas y una abstracta: «rosa, virtud, zapato». Diez minutos después, el doctor le preguntó si las recordaba. «Virtud» se había escapado. Padre contó la historia en la cena, repitiéndose él mismo las palabras. Madre parecía atrapada, llena de angustia. En aquellos días se iba temprano a la cama, y padre se quedó perplejo. «¿Qué solíamos hacer por las noches?», preguntó.

 

LAS DOS AGUAS: UN ORÁCULO. En su Descripción de Grecia del siglo II, el historiador Pausanias nos cuenta que un tal Trofonio —tal vez un héroe, tal vez un dios, pero poderoso en todo caso (el nombre significa «el que alimenta la mente»)— tuvo un oráculo en Lebadea. Todo hombre que deseara preguntar por el futuro debía descender por la cueva de Trofonio después de haberse purificado durante días, de bañarse solo en el río Hercina y de hacer sacrificios, en especial el de un carnero cuyas entrañas revelarían si su solicitud sería recibida con deferencia.

En la noche de su descenso, dos muchachos se llevaban al peticionario al río, lo lavaban y lo ungían con aceite. Acto seguido, unos sacerdotes lo acompañaban hasta dos fuentes, la una cerca de la otra. De estas, bebería el agua del Leteo para olvidar su pasado y el agua del Mnemósine para recordar lo que viese durante su descenso. Vestido de lino, bajaba después al abismo por una escalera, se tumbaba bocarriba, metía de golpe los pies por un agujero, y el resto de su cuerpo se veía rápidamente absorbido, como si la fuerte corriente de un río tirase del hombre hacia abajo.

Más adelante, una vez conocido el futuro, se vería expulsado de nuevo hacia arriba, a toda velocidad y de nuevo con los pies por delante a través de aquel mismo agujero. Los sacerdotes lo sentaban en la silla de la memoria, donde, paralizado por el temor e inconsciente de sí mismo y de sus alrededores, contaba lo que había visto y oído. Después lo entregaban a sus parientes, que cuidarían de él hasta que recuperase la capacidad de reír.

Las dos aguas del oráculo de Trofonio difieren de las de la tablilla de Petelia y de otros poemas órficos que brindan instrucciones a los muertos. En el caso de los órficos, hay que elegir: se ha de evitar el olvido; solo la memoria ofrece una vía de salida de este mundo. En el caso de este oráculo, por el contrario, las dos aguas figuran en una secuencia y son complementarias, no contradictorias. Denotan la combinación o la ambigüedad de olvidar/no-olvidar, velar/des-velar, lethe/aletheia, cada capacidad inseparable de la otra y eclipsada por ella. Los suplicantes no eligen entre las dos, sino que se convierten en receptáculos donde las aguas se contienen mezcladas en una sola.

¿Cuál es la señal o la marca de aquellos que han bebido de esa mezcla de memoria y olvido? Aquí es la risa.

 

BÁDMINTON. «Quien se ha perfeccionado en el doble arte del recuerdo y el olvido se halla en posición de jugar al bádminton con toda la existencia», dice Søren Kierkegaard.

 

APOPTOSIS. Conforme se desarrolla el embrión humano, sus órganos van cobrando forma por medio de un proceso conocido como «muerte celular programada». Dos apéndices en forma de aletas se convierten en manos cuando las células interdigitales mueren, y separan los dedos. Hay veces en que las células se caen y otras en que son devoradas por otras células, con lo que tenemos al menos dos formas de muerte celular natural: la autofagia, o comerse a sí mismo, y la apoptosis, del término griego para referirse a la «caída» de los pétalos de las flores o las hojas de los árboles. Hay que distinguir ambas de la muerte celular que se produce a consecuencia de las heridas traumáticas, las enfermedades o la edad avanzada. El trauma se limita a dañar el cuerpo, mientras que la muerte celular programada talla órganos útiles y tejidos a partir de una carne que, de lo contrario, no estaría diferenciada. Es una fuerza cinceladora, una fuerza estética.

El olvido normal es la muerte celular programada de la vida mental. Avienta el día. Cincela la experiencia en un relato útil.

 

EL CRÁNEO DE MÍMIR. Odín, padre de todos, que dejó en prenda uno de sus ojos, adquirió su conocimiento ancestral y su rúnica sabiduría al beber de las aguas que borbotean en el manantial de Mímir, en una de las raíces del árbol del mundo, el gran fresno Yggdrasil. El gigante Mímir (su nombre significa «memoria») es el guardián del manantial, y también él «rebosa de sabiduría ancestral» por haber bebido de sus aguas. Algunos relatos nórdicos dicen que Mímir fue decapitado en un combate con los vanir, pero Odín mantuvo viva la cabeza a base de hierbas y conjuros mágicos, y —del mismo modo que con la cabeza cercenada de Orfeo, que sigue cantando en una caverna de Lesbos— esta cabeza continuó revelándole sus secretos cada vez que Odín lo necesitaba. Dice la vidente en el Völuspá que «Odín murmuraba con la cabeza de Mímir» cuando se aproximaba la llegada del Ragnarök, el destino de los dioses.

Hay quien ha sugerido que lo que contiene el manantial de Mímir no es solo agua, sino también la cabeza cercenada del gigante, o su cráneo, más bien, toda vez que existen tradiciones celtas y germánicas en las que los cráneos colocados en pozos proporcionan un poder curativo y profético, en especial cuando se utiliza el propio cráneo como recipiente para beber (tal y como hizo una vez Byron el poeta, quien, descubiertos en su finca los huesos de «algún alegre fraile», hizo que le montaran el cráneo a modo de copa para el vino —«la bebida de los dioses»— con la intención de «recitar y deleitarse con los muertos» en imitación «de los godos de antaño»).

 

AGUAS QUE BORBOTEAN. Bruce Lincoln, historiador de las religiones de la Universidad de Chicago, recopiló en una ocasión una serie de mitos indoeuropeos y, a partir de ellos, intentó reconstruir un único mito protoindoeuropeo sobre lo que les sucede a las almas de los muertos en su periplo por el inframundo. El planteamiento de este protomito figura en su ensayo Aguas de la memoria, aguas del olvido; en él, los muertos han de beber primero de un manantial, o cruzar un río o un lago cuyas aguas se llevan todos sus recuerdos. Ahora bien, sus recuerdos no se pierden: disueltos en el agua, son transportados hasta un manantial donde borbotean para que beban de ellos ciertos individuos —bardos, profetas, videntes—, a los que infunden sabiduría, al tener conocimiento, por así decirlo, de la experiencia colectiva de todos los que los precedieron.

En el caso griego, las aguas del olvido discurren por el río Leteo; en la tradición órfica las encontramos en un manantial señalado con un ciprés blanco «a la izquierda de la morada del Hades». En los Upanishads, los primeros textos védicos de la India, los muertos acuden al río Vijara —«al margen de la vejez»—, lo cruzan «mentalmente» y se despojan de sus obras del pasado, tanto buenas como malas. En los relatos nórdicos, resulta verosímil que las aguas del olvido sean las del río Gjöll, que discurre «junto a las puertas de Hel», el reino de todos los muertos salvo los caídos en combate.

Cuando busca un ejemplo sobre el lugar donde podrían emerger estas aguas, Lincoln recurre al manantial de Mímir, ya que fue allí donde Odín, padre de todos, obtuvo su sabiduría al beber de las aguas de la memoria.

 

DOS CATEGORÍAS. Una imaginación vivaz requiere de un equilibrio entre memoria y olvido. «Debes darle cabida a una mezcla de ambos elementos, memoria y olvido —dice Jorge Luis Borges—, y a eso lo llamamos imaginación». Dado que Mnemósine es la madre de las musas, todas las artes requieren de su doble poder, su capacidad de grabar o de borrar conforme a las necesidades que se presenten. La memoria tiene, por tanto, dos maneras de destruir la imaginación: reteniendo demasiadas abstracciones (de modo que no es capaz de percibir detalles nuevos) y reteniendo demasiados detalles (de modo que no es capaz de percibir las abstracciones, como con el Funes de Borges). Merece la pena repetir la cuestión, porque hay dos categorías beneficiosas del olvido que son recurrentes a lo largo de estos cuadernos: en una, la mente se ha aferrado en exceso a sus conceptos o hábitos del pensamiento y tiene que desprenderse de ellos para volver a atender a los detalles; en la otra, una plétora de detalles obstruye el flujo del pensamiento y habrá que aventarla para que se revelen las más amplias formas del concepto y la abstracción.

 

SIN FAMILIA, SIN MADRE. Observando unas fotografías, Roland Barthes dictó para sí una regla con el fin de eludir la primera de las dos maneras en que la memoria podía entorpecer la imaginación: intentó no reducirse nunca a las «descarnadas y desafectas» categorías familiares tan populares en las ciencias sociales. «Este principio me obligaba a “olvidar” dos instituciones: la Familia, la Madre».

Barthes se forzó a abandonar tales categorías con el objeto de preservar la particularidad de su madre, que había fallecido recientemente y a la que trataba de recordar mirando fotografías. La mayoría de las imágenes que encontró no lograban traerla de vuelta. «Nunca la reconocía salvo en fragmentos —una parte del rostro, la postura de las manos—, que es lo mismo que decir que echaba en falta su ser».

Aun así, acabó encontrando una imagen que era «sin duda esencial», que alcanzaba, «de un modo utópico, la imposible ciencia del ser único». «La fotografía era muy antigua, tenía las esquinas comidas de haber estado pegada en un álbum, la impresión en sepia había perdido viveza, y la imagen apenas lograba mostrar a dos niños juntos, de pie en el extremo de un puentecito de madera en un jardín de invierno acristalado [...]. Mi madre tenía cinco años por aquel entonces».

En el libro donde cuenta la historia, La cámara lúcida, Barthes ilustra su argumento con numerosas fotografías, pero en ningún caso reproduce la imagen esencial. «Existe solo para mí». Los demás podrían ver en ella el final del siglo XIX —su vestimenta, la arquitectura—, e incluso podrían llegar a ver «la Familia, la Madre», pero nadie vería el ser único, el que le importaba a Roland Barthes.

En ocasiones, un olvido meditado es el primer paso para traer a la vida el recuerdo de los muertos.

 

«La verdadera constitución de cada cosa está acostumbrada a ocultarse».

HERÁCLITO, frag. 123

 

LO OLVIDADO TAMBIÉN ES VERDAD. Qué curioso resulta que el término griego ahora traducido como «verdad» sea una negación —a-lethe, lo no-olvidado, lo des-velado—, lo cual implica que la condición de partida del mundo (o de la mente) sean la oscuridad y el misterio, y que las personas que dicen la verdad hayan hecho el trabajo de (o hayan recibido un don para) sacarlo de la ocultación, evocar aquello que de otro modo se encuentra velado, cubierto, oscuro, silente.

En Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Marcel Detienne enumera tres personas a las que se considera capacitadas para tal trabajo en la era arcaica: el poeta, el profeta y el rey de justicia. Estos eran los recipientes a través de los cuales hablaba un poder denominado aletheia. El conocimiento que esta ofrecía era «una forma de omnisciencia adivinatoria»; le otorgaba al poeta «el poder de “descifrar lo invisible”», de recordar, no el pasado exacto, sino la talidad atemporal de las cosas, su ser hasta entonces oscuro.

Y, aunque este poder divino pueda vencer o invalidar la oscuridad y el misterio, según la interpretación de Detienne, no se escinde ni se separa de esas condiciones básicas: «aletheia y lethe no son exclusivas ni contradictorias [...]; constituyen dos extremos de una sola potencia religiosa».

En la Grecia arcaica, este par de fuerzas pertenecía a un conjunto de dualidades relacionadas: aletheia se alinea con la memoria, la justicia, la palabra cantada, la luz y la loa; y lethe se alinea con el olvido, la ocultación, el silencio, la oscuridad y la acusación. Aletheia «no era lo opuesto a las mentiras o las falsedades»; era lo opuesto a todas esas otras cosas, o, más bien, es una porción de una fuerza ambigua que puede iluminar u oscurecer, puede llevar a la palabra o al silencio, a la alabanza o a la acusación. Las musas son agentes, no solo de la memoria, sino del par memoria-olvido (como en Hesíodo, donde su canto trae tanto la memoria como «el olvido de los males», o en la Ilíada, donde castigan a un bardo tracio jactancioso haciéndole «olvidar su hábil arte»).

Reclamemos, entonces, el olvido como un componente de la verdad, ya que «no hay aletheia sin algo de lethe». Cuando un adivino o un poeta penetran el mundo invisible, tanto la memoria como el olvido están presentes. Y ¿qué nombre recibe esta dualidad que se halla en la juntura del silencio y la palabra, la loa y la acusación, la luz y la oscuridad? Llamémoslo «imaginación», llamémoslo «poesía».

 

EL NACIMIENTO DE UN ARTE DE LA MEMORIA. El libro de Cicerón sobre la oratoria nos narra el relato que da origen a la tradición del palacio de la memoria, ese en que un orador memoriza los elementos de su discurso colocando mentalmente una imagen de cada uno de sus argumentos en una secuencia de lugares, como si fueran las habitaciones de un palacio. Cicerón nos sitúa a un tal Antonio que expresa su gratitud con «el famoso Simónides de Ceos, de quien se dice que fue el primero en inventar la ciencia de la mnemotecnia», y después nos cuenta la historia:

 

Estaba Simónides cenando en la casa de Escopas, un noble acaudalado [...] y entonó un poema lírico que había compuesto en honor de su anfitrión y en el cual había seguido la costumbre que tenían los poetas de incluir con fines ornamentales un extenso pasaje en referencia a Cástor y Pólux, por lo que Escopas, en un exceso de avaricia, le dijo que le pagaría la mitad de los honorarios acordados por el poema [...]. Dice la historia que, un poco más tarde, le trajeron a Simónides un mensaje para que saliese de la casa, ya que había en la puerta dos jóvenes que reclamaban insistentes su presencia en el exterior. Así, el poeta se levantó de su asiento y salió, pero no pudo ver a nadie.

 

Parece que aquellos jóvenes eran en realidad Cástor y Pólux, que, agradecidos por la mención en el poema de Simónides, iban a protegerlo del castigo que estaba a punto de infligirse al roñoso de su mecenas:

 

En el intervalo de su ausencia, se vino abajo el techo del salón donde Escopas daba el banquete y aplastó al propio Escopas y a los suyos bajo los restos y los mató a todos. Cuando sus amistades quisieron enterrarlos, fueron incapaces de distinguirlos, puesto que habían quedado destrozados por completo, pero dice la historia que Simónides sí fue capaz de identificarlos para que los enterrasen por separado, gracias a su recuerdo del lugar donde estaba reclinado cada uno ante la mesa, y fue esta circunstancia la que le sugirió el descubrimiento de la verdad de que la mejor ayuda para la claridad de la memoria consiste en una disposición ordenada. Dedujo que quien deseara ejercitar esta facultad debe seleccionar unos lugares concretos, formarse imágenes mentales de los hechos que desea recordar y almacenarlas en dichos lugares.

 

TESTES. Un segundo libro en latín sobre retórica, el Rhetorica ad Herennium o Retórica a Herenio, da una serie de instrucciones para generar las «imágenes mentales» de Cicerón. Por encima de todo, se nos dice que las dotemos de dramatismo. No te imagines el rostro de tu amigo sin más; imagínatelo embadurnado de sangre. «Lo ordinario se suele escapar de la memoria, mientras que lo llamativo y novedoso permanece por más tiempo».

testes

Fuera cual fuese el caso, de tan curiosas y disparatadas semillas surgen las artes de la memoria que dominarían la retórica y la especulación religiosa en Europa durante los siglos venideros.