La

fábrica de

lápices

Santiago Alcázar Mouriño


© La fábrica de lápices

© Santiago Alcázar Mouriño


ISBN ebook: 978-84-16882-09-0


Editado por Falsaria (España)

© Falsaria (www.falsaria.com). Madrid


Todos los derechos reservados. All rights reserved.

Imagen de Cubierta: © Shutterstock

Diseño de cubierta: Falsaria


1ª edición: septiembre 2016



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Este libro es para Chus

Para mis hijos: Lucía, Santi, Dani y Marcos.

Para mis padres y hermanas.

“Es tiempo de escribir mi testamento;

Elijo a los hombres honrados

Que remontan las corrientes

Hasta la misma fuente, y al alba

Echan su anzuelo al lado

De la piedra que mana;”
W. B. YEATS

La Torre


“Solo cuando nos aplastan sacamos el mejor jugo”

BOHUMIL HRABAL

Una soledad demasiado ruidosa


“Aquello que anhelamos es lo que somos”

ROBERT WALSER

Los hermanos Tanner


“Entonces entré en casa y escribí. Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”

SAMUEL BECKETT

Molloy


“Morir será una aventura impresionante”

JAMES M. BARRIE

Peter Pan


EL BROTE

Ahora estoy aquí, dentro de esta habitación helada y blanca como mi interior. Este paisaje secreto, que nadie puede ver, nevado y solitario que surge cuando la sombra se va. Esta tierra baldía.

Normalmente nada se mueve en este territorio frío y desolado; pero otras veces el viento se levanta y se lo lleva todo. Todos los últimos intentos de levantarse para poder continuar, todas las líneas incipientes trazadas en las palmas de mis manos ya vacías, todas las esperanzas que querían nacer como pequeñas hierbas entre lajas negras. Observo este movimiento interno en silencio, tumbado en la cama con los ojos cerrados.

Después, más tarde, cuando consigo incorporarme de este colchón estrecho, trato de ir retirando los escombros, trato de ir apartando los restos para intentar restablecer un orden, para probar a entender por qué la sombra se va y te deja solo en este invierno, en esta nieve.

A veces la mente viajaba muy rápido.

La habitación está vacía. Solo la cama estrecha y dura; pero nunca he sido exigente con nada que no me concerniera directamente. Las paredes blancas y frías son el eco de la nieve que cae y todo lo oculta. Me arrimo a estas paredes y me apoyo en ellas deseando que me absorba su blancura, desaparecer en ellas y desde allí observarme a mí mismo. Un hombre que ya no tiene nada a lo que asirse, a lo que sujetarse.

El suelo es un lecho helado como el agua de los ríos. Siempre el recuerdo de los suelos helados en los que me acuesto. Fuera siempre llueve o sueño que siempre llueve, que la lluvia cae de manera continua. Veo esa lluvia a través de las ventanas, las gotas que caen sobre los cristales. Deseo salir al exterior y caminar bajo esa lluvia, caminar tras el torrente y desaparecer. Que esa lluvia me limpie, me cure, me salve. Pienso en todas las opciones posibles de no existir, de fundirse.

No recibo visitas. Creo que no me permiten ver a nadie, hablar con nadie. Tampoco quiero ni puedo hacerlo. Tuve que apartarme, colocarme en esta esquina de la vida.

Mientras, ellos siguen viniendo. Cuando les oigo llegar me ovillo en la cama estrecha y todo empieza a ir más rápido. ¿Te acuerdas de la espesura? Todo discurre a partir de aquí a toda velocidad. Las voces de quienes hablan o hablaban a mi alrededor, sus risas, sus gestos. Era la espiral que venía, que comenzaba. Cerrar los ojos y adoptar entonces una postura fetal. Actuar rápido para no hundirse, para no desaparecer, para no cruzar hoy la frontera. Agarrarse muy fuerte a algo, a cualquier objeto real que pudiera tener a mi lado en ese momento. Ese momento que siempre surgía al albur, sin avisos. Aferrarse entonces a ese objeto real y consistente que tuviera al alcance de mis manos de palmas lisas. Sujetarse fuerte hasta casi fundirse en ese cuerpo para tratar de no desaparecer en lo más hondo, para tratar de no sumirse en la oscuridad y en el silencio. Luchar contra eso, y a veces desear soltarse de ese pilar al que estás agarrado para poder descubrir esas otras costas al otro lado de este mundo: esas otras esquinas a las que te empujan los vientos. Los mapas y países del otro lado del espejo: esos desconocidos. Descubrir esas otras orillas y poder guardar en la memoria los caminos, y así poder tener la posibilidad de trazar el mapa más tarde, más adelante.

Pero nunca te sueltas. Nunca te sueltas. Cuando llega el momento nunca te quieres fundir en la lluvia, ni en los suelos helados, ni en las paredes blancas y frías, ni en las nieves. Siempre incurriendo en las mismas contradicciones.

Fue esto lo que pasó y es esto lo que sigue pasando ahora.

No sé cómo llegué aquí, cómo terminé aquí, en esta montaña; pero sé que tenía que descansar, parar, salir de la espesura , engañar a este vértigo. Esta era una de las dos opciones. La otra era fundirse, no reparar lo que está roto y enfermo. No entrar en las habitaciones heladas de este taller de reparaciones de muñecos de nieve que se deshacen y desaparecen. Entonces me tumbaron sobre la cama y empezaron a pasar los días. Hay una pequeña ventana sobre la puerta desde la que me observan.

El tiempo va pasando. Alguna sustancia de las que aquí me dan me ancla al mundo. Pero ya soy otro, ya no soy ni seré nunca más el que era. Caminar por los caminos equivocados.

Ahora puedo empezar a salir al exterior. Con cuidado, como un hombre mayor, como un anciano: alguien que no tiene nada que perder; pero sin pasado, porque lo he olvidado todo. Permitidme que esto no sea una reconstrucción. Me siento en un banco de piedra y me quito los zapatos prestados. Coloco los pies descalzos sobre la pobre hierba que trata de crecer entre las baldosas negras. Hierba fría y piedra fría. Siempre voy escapando de la fiebre. Trato de empezar a ver las cosas con calma, que no se vayan, que no se muevan, que permanezcan un poco quietas para poder verlas con cuidado, con detenimiento.

Coger las flores y las hierbas en mis manos planas de las que se escurre todo.

Poco a poco, en los días que van viniendo, me voy atreviendo a caminar y, despacio, busco los límites del patio: los muros, las alambradas. Veo las pendientes de los bosques, las torres de la catedral a lo lejos, los suelos de tierra tras las verjas.

Bajo mis pies solo hay piedra, y sé que no puedo excavar túneles para poder escapar después por esas pendientes a toda velocidad. Y las sirenas aullando tras de mí en la noche.

Siempre huyendo de todos los lugares, siempre pensando en escapar.

Siempre traté de estar solo. En las esquinas, en los bancos más alejados. Sentado en la popa de todos los barcos que cruzaban rías y mares.

He pedido papel y lápiz, pero no me los dan; aunque puede ser también que mi voz no haya partido, no haya brotado de esta fuente seca, de estas aguas heladas. Sé, por otro lado, que los escritos a lápiz se van borrando con el tiempo; así debe ser. Estos no son nada más que nieve que cae, se funde y desaparece; y nada tiene demasiada importancia. Tratar de conservar la vida tampoco, aunque lo intento, siempre lo intento. Que esté aquí es la prueba de ello. Como no tengo papel ni lápiz sé que tú transcribes para mí en esas noches en las que todo va también demasiado rápido. Sé que esculpes las palabras tras estos muros en las profundidades de las noches. Perdido en el laberinto.

Hoy no llueve, para variar, y me siento en el banco de siempre, el más alejado, en la popa del patio de este hospital de la montaña. Nadie se sienta a mi lado. A veces venían algunos y lo intentaban, sentarse en silencio a mi lado. Perseveraban en ese sentido como los niños, tenían su terquedad; en este estado teníamos su tozudez inocente y volvíamos al principio. Los niños no concebían el rechazo de la persona que ellos más necesitaban, que mas amaban. Los rechazabas y volvían. Jamás te tenían nada en cuenta. Siempre estaban dispuestos al perdón: para ellos no existía todavía el rencor, esa enfermedad que vamos incubando y que después les enseñamos. Poco a poco les inoculamos todos los venenos. Recuerdo que yo trataba de fundirme en sus abrazos. Allí estaba todo. El secreto del mundo. El lugar donde podías refugiartey donde nada malo podía ocurrir. Pero al final, de todos esos lugares acabasexpulsado, y de todos los lugares te acabas marchando.

Mi mente iba recuperando imágenes, momentos. Cuando ellos trataban de sentarse a mi lado recordé los papeles que te dejaba en tu mesilla las noches de tormenta. Observa a los pequeños, te escribía en aquellos pequeños papeles amarillos, te lo perdonan todo.

Jurar no olvidarlo, te había escrito. Pero yo lo olvidaba todo a cada paso. Quizás tú vivías de un modo mas natural y yo en cambio era abatido cada día, y cada noche tenía que reinventarme, reconstruirme para poder seguir, para poder continuar al día siguiente con nuestra vida.

Comprendo entonces que debo dejar que se acerquen y que se sienten a mi lado para intentar empezar otra vez. Comienzo a hablar y las palabras parece que surgen de lugares remotos y escondidos, de cavernas prehistóricas que todavía no han sido halladas. Cavernas en donde habrá nuevas pinturas y restos de una primera escritura ideada por el hombre que se aparto de la hoguera común hasta llegar a un rincón de la cueva bajo el fuego de su antorcha.

¿Hacía yo eso? ¿Buscar los rincones de la vida, las esquinas más apartadas donde expulsar las palabras que nacían de las fuentes, de los manantiales olvidados de los que un día brotaba y rompía la enfermedad, el dolor o la alegría sin saber por qué?

Como una flor en medio de las rocas en el centro de un páramo. ¿Era yo eso? ¿Un erial de tierra seca en donde a veces nacían flores negras? Pero hace tiempo que no hablo, y busco las palabras olvidadas. Trato de articular de nuevo el lenguaje. Lo busco entre las grietas de mi figura. Y a veces brota, y entonces sé que durante unos días estaré un poco mejor. Sé también que tú transcribes las palabras desde el rincón más escondido de la casa, buscando siempre el centro del dédalo. Pienso en la planta de una iglesia, de una catedral fría y con ese olor característico que siempre me remitía a la exaltación, a la piedad. Me emocionaban como los árboles, aunque rara vez pisara yo aquellos lugares húmedos y fríos como los bosques. Si se pudiera ver desde esa perspectiva tu rincón, veríamos que estás encerrado en una pequeña capilla del deambulatorio, desde ese barco que enfila la vida en mares negros fuera de las cartas marinas. Entonces sé que escribes por las noches lo que yo les cuento ahora que ya estoy, creo, un poco mejor. Ya no soy un agudo y tú me vienes a ver, ya no es solo tu mirada, la que sentía desde la pequeña oquedad de mi puerta mientras estaba abatido sobre la cama observando el paisaje nevado de mi interior y no podía moverme. Tú me vienes a ver, mi amor. Esas son las primeras palabras que literalmente caen de mis labios y recojo en el suelo del patio, en el suelo de la habitación de la nieve y que guardo en los bolsillos de mi abrigo: MI AMOR.

Me puedes visitar al fin tras estos muros, tras estas alambradas. Entras en estos espacios donde siempre es invierno, donde todos llevamos abrigos negros prestados como en un ensayo del purgatorio; y aquí es donde por primera vez he visto la nieve y he caminado sobre ella, durante días, en esta Finlandia. Al verte apenas puedo hablar, he olvidado las palabras, se retiraron como las aguas en esa extraña confabulación que mantienen con la Luna. Tú eres la Luna que siempre está y enseña siempre su mejor cara; y la cara de las preocupaciones, de los problemas, siempre la dejas para ti misma, para purgarlos en silencio. Yo en cambio era el agua que desaparecía de tu lado, que escapaba a los rincones más profundos de la casa para no dar la cara contigo, y aparecía solo en los momentos de exaltación, cuando pensaba que todo me iba bien, que me iba mejor. Ahora te miro y te cojo de la mano; parece que haga siglos desde que teníamos menos años y no sabíamos nada de la vida y caminábamos por la ciudad del viento hasta los acantilados acariciándonos incansablemente las manos con nuestros dedos. Dibujando en ellas ese idioma secreto que nosotros mismos ignorábamos. Tú ya sabías que tu misión imposible sería tratar de prolongarme la vida cada noche extendiendo las líneas de las palmas de mis manos.

Caminamos fuera del claustro, te miro y parece ser que hoy tengo permiso. Hoy no habrá relato. Algunos de mis compañeros se quedan sentados al lado de mi ausencia. Sé que es un ensayo, que la vida no es mas que un preámbulo del final, del momento definitivo en que desaparecemos de los radares, de los mapas.

Nos alejamos sobre la nieve. Las huellas van quedando marcadas sobre ella durante un tiempo; y me sorprende que me dejen alejarme y pisar tierra blanda, pues ellos saben de mi debilidad por los túneles subterráneos, por las fugas carcelarias, por escapar. Ellos saben de mi debilidad por ti.

Caminamos como siempre hasta los limites, hasta los abismos. Me agarro a la alambrada. Tú estás un paso detrás de mi. Tras las vallas no hay rastro de la nieve que aquí lo cubre todo. Pienso entonces que la vida es solo una espera. Mi espera era esto: esta nieve, este frío, este encierro. El haber perdido las palabras que no te puedo decir. Este era nuestro destino.

Nacemos y vivimos; y cuando ya somos conscientes siempre estamos a la espera de nuestro momento. “No sabemos tras qué esquina estará”

Al fin te pregunto: ¿Cómo están ellos? No reconozco mi voz, esas palabras que nacen de los lugares inencontrables y que se pierden en el aire. Tú me respondes: Bien. Te esperan.

Nadie es lo que parece.

Pienso en mis noches en la casa de piedra, en la habitación vacía sin papel ni lápiz para que todo se pierda, sin espejos. No saber quién es el dueño de este pensamiento que fluye. Pienso en la prisa de mi mente. Pienso en el hombre que quería ser, en el hombre que era. Simulé ser quien no era y me convertí en él. Lo que en realidad era se perdió. Lo que en realidad soy peleó por salir y hoy está encerrado en el hospital de la montaña, en la nieve.

Sé que has hablado con los médicos, y que ellos te han informado de mi estado. Pero eso a ti no te vale: me preguntas, como me solías preguntar, a bocajarro, cuando estabas preocupada de verdad, cuando yo escapaba de tus miradas, de tu presencia:

—¿Cómo estás? Yo te respondo como te respondía siempre entonces. Siempre mintiéndote. —Estoy bien, estoy mejor.

Pienso en salir de los bosques, pienso en volver contigo, pero ¿cómo haría sin el ancla?, ¿A dónde me agarraría? ¿Cómo me sujetaría a la vida cuando fueran pasando los días?

Desde la ventana de mi cuarto vacío te veo irte bajo los soportales de piedra. La nieve da paso a la lluvia, que poco a poco va cegando el cristal. Se apagan las luces de las habitaciones y este submarino emprende su viaje bajo tierra; tras sus ventanas se ve el reverso de la vida. Yo me sumerjo a toda velocidad en esa oscuridad y precipitadamente trato de pararlo. Tomo los fármacos; pero ya es tarde, ya se ha desplegado todo. Ya estoy en la nieve, ya estoy en el páramo, en el lugar donde viven las flores negras. Donde se filtran las palabras que desaparecen y ya no emergen a los labios como el agua de las fuentes para poder decir lo que te quiero decir, lo que te debo decir.

Sé que sigues viniendo, pero ya no tengo nada que ofrecerte. Lo siento.

Salimos bajo la lluvia, sus gotas discurren sobre nuestros rostros. No dibujan nada, no tienen ningún significado, solo la mayor pena del mundo. Ahora sabemos dónde estaba y lo que nos traía nuestra espera.

Creo que esta lluvia me va deshaciendo, me va derritiendo, me va fundiendo.

Nos acercamos como siempre a los muros. Ves los agujeros que he cavado en mis escapadas, cuando tú no estabas. Buscaba las vetas de grafito. Me miras un paso detrás de mí, pero no me juzgas, nunca me juzgas.

—¿Qué vamos a hacer?, te oigo decir.

Mientras escribía esto las fotos que tenía sobre mi mesa se iban cayendo una tras otra.

Hoy he vaciado todas las pastillas dentro de mi cuerpo.

Al final, siempre que venías, estaba durmiendo en la habitación blanca y vacía. Poco a poco me iba fundiendo en ella, en las paredes blancas, en los suelos helados. Supongo que así son los finales. Uno se va vaciando y su entorno, sus habitaciones, se van plegando con él. Como jamás me dieron lápiz ni papel busqué las vetas de grafito en las cuevas más profundas y las traje en los bolsillos de mi abrigo. Iba pintando con ellas lo que creía que era mi imagen, el recuerdo de ella sobre las paredes, el paso de los años, las centurias. Supe tarde que uno es lo que ven los demás, no lo que uno piensa que es.

Te veo por mi ojo entreabierto sentada sobre el suelo, un suelo ya de tierra y piedra. He ido quitando las piedras y amontonándolas a un lado, como una pequeña cabaña. Ya no me dicen nada, me dejan hacer. Tu mano se apoya en la cabeza, enterrada en la mata de pelo negro que ahora llevas corto. Nos miramos, debería levantarme y abrazarte. No te mereces esta espera, este hundimiento.

Pero no puedo evitar dormirme y dejarme arrastrar lejos por las corrientes del sueño que llevan a alta mar. Lejos, al otro extremo del mundo. Lugares fuera de las cartas marinas, fuera del alcance de los radares. No se puede trazar ese mapa.

Recuerdo ahora el eco de tu beso al despedirte todas las noches, antes de internarnos por separado en el país de los sueños en el que a mí, cada vez, me era más difícil acceder. Siempre recibía ese beso en mi espalda, pues yo te la daba siempre, sumido en mis pensamientos. Sé ahora que jamás debería habértela dado. Tú siempre te metías en la cama más tarde que yo. Siempre trabajando tanto, haciendo jornadas inacabables salvo en los días en que yo escribía las palabras y me adentraba en los bosques y en las nieves. Me hundía en los mares negros y buscaba a tientas el alivio al dolor cuando ese alivio lo tenia a mi lado. El beso que venía para protegerme de las sombras que intuías, que empezaban a aparecer.

Cuando la luz llega por la mañana y acompasadamente va iluminando la totalidad de la pared, veo que has trazado tu rostro al lado del mío. Me acerco a ese dibujo muy despacio y huelo en él la pasta de grafito que tenía bajo el cobertizo sin paredes del patio exterior de nuestra casa en la ciudad del viento a donde habíamos llegado cruzando el mar seco. Fue mi último intento de diseñar la cartografía, de trazar el mapa que tiende sus puentes colgantes y frágiles sobre los ríos helados.

Ahora ya estoy lejos.

Me he adentrado en la nieve, en el frío helado de mi interior que viene cuando la sombra se va. Cuando, una mañana, ya no está.

Partí tras las palabras que desaparecen y, esta vez sí, me atreví a perseguirlas hasta el final.

Las sigo buscando.

FINLANDIA

Una vez aquí, en las fronteras de esta Finlandia, ya no hay fuerzas y todo es ligero, tenue. Voy siguiendo los rastros.

Las fuerzas se retiran un día, se pliegan y desaparecen. Se las llevan las mareas, las arrastran como arrastran todo lo que encuentran en su camino hasta llegar a los páramos que no aparecen en los mapas: lugares que no han sido trazados, que no forman parte de ninguna cartografía. Todo se pierde y ya no podemos volver a hablarnos, volver a vernos. Sentarnos simplemente uno al lado del otro observando a los pequeños, respaldándolos. Pero todo crece y se va y desaparece. Como yo me filtro y desaparezco ahora siguiendo las palabras, el lenguaje, esta música minúscula.

Al final ellos siempre te encuentran y te llevan; te descubren hasta escondido tras las paredes de piedra del hospital de la montaña.

Hoy es de noche y el silencio aquí es sideral.