Fui una niña prestada
Carmela Sánchez
Edita: Eris Ediciones.
Calle Nogal, 12-23006 Jaén
©Fotografía portada: Bea Sánchez.
©Autoría: Carmela Sánchez, [2017]
ISBN: 978-84-685-1877-0
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Índice
Prólogo
Necesito contar algo
Buscando las polillas
Mecer a mi nena
Mamá
Estoy trista
Lejos de los míos
Mis tíos
La tía Dalia
La Casa de Socorro
El flequillo de mi hermana Margarita
¿A quién quieres más: a los titos o a los papás?
Mataron a nuestro cerdito
Otras tijeras nefastas
Cada curso en un colegio distinto
La muerte de mi prima Amapola
Nace mi hermano Milo
El patito feo
El día de las madres
Un nuevo hermano: Boj
El pueblo sin los míos
La moto de mi tío
El libro de familia
Mi primera comunión
Mis juegos
Mis idas y venidas
Por fin hice amigas
El instituto
Se terminó el préstamo
Epílogo
NOTA ACLARATORIA DE LA AUTORA
La historia aquí narrada llegó a mis manos a través de notas manuscritas de una persona cercana a mi entorno; en ellas esta persona ha volcado toda su experiencia vital.
Tras leerlas y releerlas, supe que debían ser transformadas en un libro, pues lo que en ellas se encuentra es necesario que sea conocido por el gran público: la situación por la que pasaron algunos niños que fueron criados fuera de su núcleo familiar.
La protagonista de la historia ha deseado permanecer en el anonimato. Por esta razón los nombres de personas y lugares han sido sustituidos por otros.
Este libro está dedicado a la familia, pilar básico de nuestro origen como seres humanos, así como a las personas que creyeron en esta idea.
Prólogo
Desde hace años, bastantes ya, tengo una teoría en relación a la lectura y a los textos que leo. No suelo elegir los libros porque más bien son ellos, como si me conocieran, los que me eligen a mí. Esto sucede si atiendo a determinadas llamadas, señales... En un espacio corto de tiempo diferentes personas me hablan del mismo libro; encuentro artículos que hacen referencia a la misma temática; alguien en quien confío por su gusto literario me hace alguna recomendación… y así este o aquel libro termina entre mis manos (a menudo suele hacerlo en el momento exacto y preciso en el que necesito leerlo). Casi siempre he encontrado alguna lección, mensaje o suerte de aprendizaje entre sus páginas, que tenían mucho que ver con este o aquel momento del camino pero que, de alguna manera, me serviría para siempre, para mi crecimiento como persona, para comprender mejor la vida o para poder acompañar de manera más acertada a los demás. Pues bien, este libro llegó a mí de esa forma tan especial en la que llegan a mi vida las cosas importantes: por casualidad. Aunque ese sería otro tema: la casualidad y su función.
Cuando la autora me regaló la oportunidad de leerlo, y digo bien me regaló, para alguien que le apasionan las emociones, los sentimientos y a diario trabaja con ellos, este libro es un auténtico regalo. Lo recibí con mucha gratitud, pero de alguna manera con cierta responsabilidad.
La autora me habló de la temática de la que se trataba y podía adivinar que lo que me estaba ofreciendo no estaría exento de fuerza, sino que sería un relato que me haría vibrar. Sabía que encontraría un texto lleno de emociones, de esas que tanto me gustan, y a las que me encanta examinar, exprimir, ponerles nombre… Pero nunca podría haber imaginado, ni por un momento, la riqueza emocional, la intensidad y la influencia que en mí día a día este relato tendría.
El libro que el lector tiene en sus manos recoge una realidad de la que, curiosamente, se ha escrito poco o nada. Se produce en un contexto social determinado, entre la década de los años cincuenta y sesenta donde las familias optan por estrategias diversas para responder a las nuevas demandas sociales; existe una gran importancia de la educación, de las recién estrenadas necesidades de bienestar... Y así aparecen algunas alternativas como las que en este libro se reflejan: los niños prestados. Bajo este aparentemente inocuas palabras, se esconde una realidad difícil de entender y más complicada aún de vivir. En estos casos las familias cedían alguno de sus hijos generalmente a un familiar, que normalmente carecía de ellos y disfrutaba de una posición económica más desahogada. El papel de proporcionar refugio afectivo, seguridad, y sobre todo la sensación de pertenencia, que la familia de origen proporcionaba a estos niños, se veía seriamente comprometida.
Los familiares, que se hacían cargo de la crianza de estos niños, lograban suplir la afectividad y la seguridad, pero lo que jamás conseguían era restaurar la sensación malograda de pertenencia, ni que los niños encontraran respuesta a las continuas preguntas de ¿por qué a mí? o ¿por qué yo? Dichas preguntas no solemos hacerlas. La mayoría de nosotros Sabemos que nuestra familia es nuestra familia con sus más y con sus menos, que es algo natural y siempre está ahí. Incluso si nos alejamos durante algunas temporadas, por algún motivo, tenemos el sentido de pertenencia, de protección y esto es un referente fundamental de nuestra identidad, esa que nos permite estructurar de forma coherente quiénes somos y cómo encajamos en el mundo.
Para tener un desarrollo emocional saludable necesitamos tener cubiertas las necesidades de afecto y aceptación incondicional por parte de nuestros progenitores. Esto favorece que aprendamos a valorarnos y respetarnos y por ende a relacionarnos de forma positiva con los demás.
La protagonista del libro, la pequeña Lis, –al igual que otros niños en situaciones de desamparo, maltrato, abandono...–, no tiene cubiertas estas necesidades afectivas básicas, lo que puede dar lugar, en la infancia o en la vida adulta, a distintos desórdenes de tipo emocional y, con toda seguridad, a mucho sufrimiento. Todo esto queda reflejado en sus páginas de manera magistral, además de la capacidad única de cada ser humano de hacer con nuestras vidas y, sobre todo con las circunstancias que nos toca vivir, algo que elijamos; lo que aún no tenemos del todo claro es que nos dota de esa capacidad que diferencian a unos seres humanos de otros cuando se construyen realidades diferentes ante una misma vivencia. (De manera profesional conozco dos personas que han vivido esta realidad en su infancia, y aun teniendo en cuenta las diferencias, el resultado ha sido absolutamente diferente. En uno de los casos, como ocurre con la protagonista de este relato, ha conseguido construir una familia preciosa y convertirse en una persona de una calidad humana excepcional; en el otro ha sido un camino lleno de dolor y frustración).
“Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino”(V. Franklin).
Estas páginas tienen mucho para enseñar: las cosas que para los niños tienen importancia de cara a construir y dar sentido a sus vidas; enseñar cómo las explicaciones, por duras que estas sean, son mejores a la ausencia de las mismas y como algunos detalles son fundamentales. Nunca antes sentí tanto desprecio por una cama mueble; (lo entenderán al leer el libro).
Por todo ello, puedo afirmar que el libro que ahora usted tiene entre sus manos está lleno de intensas emociones, precisos detalles y de una exquisita sensibilidad. Es un libro para disfrutar y sobre todo un libro para sentir.
Mª Ángeles Merino Álvarez, Jaén, 2017.
Necesito contar algo
Me llamo Lis y soy hija de Roble y Violeta. En mi familia somos cinco hermanos: Azucena, de diecinueve meses mayor que yo; mi hermana Margarita, que nació cuando yo tenía tres años; después, vinieron al mundo los pequeños Milo y, a los dos años y medio, Boj. Todos crecimos en un pequeño pueblo: Monte Frío (por llamarle de algún modo). Cuando mi hermana Margarita vino a este mundo, me trasladaron a Sierra Verde, la capital de la provincia, con mis tíos Olmo y Rosa. Allí, en Sierra Verde, dejé atrás a todos los míos: a mis padres, a mis hermanas y a mis abuelos paternos. Los maternos nunca vivieron en Monte Frío y, además, se habían marchado muy lejos de nosotros.
Con mi cambio de hogar dejé atrás a mi querida abuela Jara, la madre de mi padre. No solo me alejaron de una persona importante, sino que me separaron de todo lo que ella significaba para mí: su cara suave y blandita, la que yo besaba con cariño; la leche de cabra, la que me regalaba para merendar; y las muecas que hacía con la lengua para hacerme reír. Atrás dejé los juegos con mi hermana, las caricias de mi madre, el caballo de mi padre, la huerta de mis abuelos, los gatos, y mi muñeca manca.
Casi no había empezado a vivir y transformaron mi biografía de la noche a la mañana. Siempre pensé que aquello sería transitorio, que pronto acabaría, que alguien me echaría de menos, pero pasaron los días, los meses, los años… No me dieron explicaciones. A pesar de mi corta edad podría haber entendido unas elementales y básicas razones, pero nunca las hubo.
Existe una desconexión entre la Lis de Monte Frío y la Lis de Sierra Verde. La Lis de Monte Frío debió de hacer algo mal, muy mal para que la mandasen a la capital lejos de todo lo que conocía y quería. Ahí apareció el sentimiento de culpa de la pequeña Lis, sentimiento que estaría acompañado de la terrible confusión interior que distorsionaría la necesidad de pertenencia que todo humano precisa.
***
Hay un sentimiento que me ha perseguido desde hace no sé cuánto tiempo: el de pertenencia, eso de sentirme parte de algo o de alguien. Este maldito sentimiento brota desde mi interior como una cascada de fuego que me quema, me duele, me irrita y me hace sentir fuera de lugar en cualquier reunión de grupo. Creo llevarlo inscrito en mi ADN puesto que, a pesar de los años y mi evolución personal, continúa dejándose ver como si fuera un espectro.
En las charlas de trabajo, con grupos de amigos, con familiares a veces no sé si estoy en mi sitio. Se me encoge algo por dentro al sospechar que puedo no estar bien ubicada o con persona con las que no me une nada. El pensar que puedo ser una agregada, una adherida, me convierte en alguien vulnerable, me crea ansiedad. Entonces, me obligo a escaparme en las reuniones o del lugar donde me encuentre con otras personas. Es algo así como ese pasaje del Evangelio en el que Jesús se limpia las sandalias y se marcha. Bueno, pues debo de ser la mujer que más limpia tenga las suelas de sus sandalias.
En mi infancia tuve la necesidad de pertenencia, de saber qué grupo familiar me correspondía, para lograr mi seguridad emocional. El no satisfacer esta necesidad tan básica, la del orden de mi interdependencia, fue creando una larga lista de sentimientos que fluctuaron a lo largo de mi crecimiento como persona. Todo esto me hacía pasar por estados de ansiedad, susto, confusión, desconfianza, dolor, enfado, frustración, incomodidad, soledad, tristeza…
Ciertamente hablar de los sentimientos es bastante difícil en la sociedad actual. Puede que algunos de ellos, ni los reconozcamos. Al igual que nuestro cuerpo está compuesto por infinitas células que prestan forma a nuestra estructura humana, los sentimientos ayudan a conforman nuestro ser. Es imposible existir de una manera humana, sin sentirlos. Somos lo que somos por ese conglomerado de sentimientos… unos buenos otros no tanto, pero todos necesarios para conceder equilibrio a nuestra persona y fundamentales para caminar por la vida. Cuando sufrimos puede que sea porque nuestras necesidades no estén siendo satisfechas; esto nos conduce a extraer de nuestro interior emociones y pensamientos que, de alguna manera, nos conducen hacia un estado de malos sentimientos. Cuando estamos bien es porque nuestras necesidades sí están satisfechas, luego nos sentimos felices, aunque solo sea de forma transitoria.
También creo cierto que no sabemos reconocer nuestras necesidades, y que no sabemos expresar con claridad lo que ocurre dentro de nosotros. Puede ser que hasta confundamos lo que es una necesidad con un sentimiento; esto nos conduce hacia terribles equivocaciones, que pueden derivar en un daño irreparable.
Desde muy pequeños nos enseñan a ocultar, disimular o esconder lo que pensamos o sentimos. Por ejemplo, en muchas ocasiones estaba “trista”, –decía yo–, seguramente porque existía una necesidad que yo no reconocía. Tampoco mis familiares más cercanos supieron empatizar con aquella niña que se sentía sola. Creo, una vez más, que hubiese bastado con una explicación, adaptada a mi edad, para que pudiera comprender lo que le ocurría a mi alrededor.
Por todo esto y por otras razones, quiero contar una historia, puede que la mía o la de otros muchos niños que sufrieron y sufren por sentirse perdidos, confusos, solos y demasiadas veces tristes… víctimas de una violencia insólita, porque hay muchos tipos de ella. La violencia hacia los niños no es solo la física, o la que alguien pueda ejercen contra ellos. Hay una violencia interior que un niño puede ejercer contra sí mismo, cuando se enjuicia como culpable, sin saber muy bien de qué… pues algo debió de hacer mal, terriblemente mal, para ser alejado de los suyos.
Esta historia puede ser la historia de hijos de padres separados, hijos adoptados, abandonados, huérfanos de uno o de dos de sus progenitores. Niños y niñas que no comprenden por qué ellos son distintos. Por tanto, sería bueno, y necesario, que se les explique a estos niños, de la mejor forma, adecuándonos a su edad, por qué se ven envueltos en situaciones familiares que no entienden; estas situaciones les duelen, aunque no lo expresen, tal vez por no saber hacerlo o por temor.
Así, revisando mi propia historia, necesito aligerar mi mochila emocional y extraer de ella todo aquello que no me gustó, que no fue bueno o que me hizo daño. Pondré a buen recaudo lo positivo, –que también lo hubo–, y me fue muy útil para tejer a mi yo presente y encontrar el lugar exacto al que pertenezco. Porque, recordemos, existe una necesidad muy básica que un niño capta a muy temprana edad: la pertenencia a una familia. Yo nunca tuve claro a quién pertenecía; esto me convirtió en alguien débil, indefensa e inestable en determinadas situaciones. Todo esto se agarró a mí con tanta fuerza, que ya ni lo distingo, pues es también parte de mí misma.
Los niños pueden comprender los hechos más de lo que creemos los adultos. A mí me hubiese gustado que alguien me explicase por qué me tuve que ir con mis tíos; que me contasen por qué me separaron de mi hermana mayor, o por qué no pude relacionarme con mis hermanos menores, como lo hacían las demás familias. Lo más terrible de todo era por qué mi madre consintió que su niña estuviese siempre “trista” durante tanto tiempo, convirtiéndome en una niña prestada que no pidió serlo. Legalmente sé que hoy en día no es posible la situación por la que pasé siendo niña, pero, por si surge la misma en algún lugar del mundo, con este relato deseo hacer llegar un mensaje: que los niños necesitan saber a quiénes pertenecen. Si un niño es adoptado, debe conocer cuáles fueron sus orígenes. Si su padre o su madre se marcharon de su vida, le resultará más liviano saberlo, construirá su vida desde ahí. No especulará con falsedades, ni se culpará de nada que no sea su propia responsabilidad.
No existe mucha literatura que se refiera a estos hechos vividos, como la que voy a narrar, pero sí existe una minoría silente que sufrió situaciones similares. Quiero sacar mi historia a la luz, porque posiblemente fuimos casos aislados y desconocidos. Algo así como las enfermedades raras, y perdón por la comparación, pero son igualmente desconocidas. Aunque yo siempre supe de quién era hija, nunca sabré por qué fui “trasladada” con mis tíos… eso generó tal ansiedad en mi infancia y adolescencia que no tuve otra opción que dejar mi pasado en estado de coma.
A mis cincuenta y tantos años tengo la necesidad de arrojar los trastes viejos de mi interior, inspeccionarme. Necesito contar mi historia por respeto hacia mí misma, y porque me lo debo.
No deseo herir a nadie, ni a los que están ni a los que ya se fueron. Solo quiero abrir mi corazón e intentar ser comprendida, hacer saber lo que supuso para mí, una niña de poco más de tres años, el ser separada de los suyos e intentar comprender el proceder de mis tíos. Estos mismos tíos que, tras toda una vida junto a ellos, afirmando que eran como mis padres, no lo demostraron. He de aceptarlo: tan solo fui su sobrina. No existió nada más. Yo quise pertenecerles porque necesitaba ser querida, necesitaba pertenecer a alguien plenamente, pero ellos no me necesitaban como hija. Les bastó con una sobrina, que era como una hija, la hija prestada de una familia a otra. Por todas estas razones, cuento mi historia de forma anónima, en un espacio que bien puede ser el mío o el tuyo, con unos nombres que quizás creas reconocer, pero no es así… o tal vez sientas que tú has vivido algo de lo que aquí se explique. Espero, con esta historia, ayudar a los protagonistas de situaciones incomprensibles como la mía, así como a los meros observadores de ellas.
El ser humano necesita conocer sus orígenes. Yo los sabía y me preguntaba a mí misma: “¿Qué es lo que quiero?”. Mi hermana mayor me dijo una vez: “Déjalo pasar, las cosas fueron así y ya no las podemos cambiar; todos sufrimos con aquello, es mejor olvidar”. Eso es lo que he intentado hacer durante toda mi vida, pero no lo he conseguido. Es como esa maldita pesadilla que no me deja dormir tranquila: una niña que se revuelve de miedo en un oscuro cuartucho, porque está sola. Es ese maldito sentimiento de pertenencia, que necesito separarlo de mi ser, que me dé la libertad que me quitó. Necesito ser yo, y estar con alguien porque lo elijo yo, no por ese nefasto sentimiento de culpabilidad que lleva envolviéndome, hasta faltarme el aire, desde muy niña.
Solo pido empatía, que os pongáis en mi lugar, o en el de cualquier niño que vive una situación tan compleja.
Buscando las polillas
Era mi segunda entrevista con la psicóloga. Me habían recomendado su despacho por ser una mujer discreta, madre de familia, de mi generación más o menos, y sobre todo porque no me conocía. Y no es que yo demandara sus servicios, no. No creo que necesitara sus consejos, al menos, en ese momento, así lo estimaba. No. Tan solo quería que alguien ajeno a mi familia y amigos, escuchase mi historia. Más que sentirme escuchada, lo que deseaba era sacar dentro de mí aquella rabia contenida desde hacía años y que, eso sí, sabía que me estaba dañando.
Era la primera vez que acudía a un profesional del “coco”. Siempre me catalogué a mí misma como una persona equilibrada, –¡hasta me permitía la licencia de ayudar y aconsejar a quién me lo pedía!–, pero los últimos acontecimientos me derrumbaron. Llevaba muchos días con ansiedad, tanta que me costaba respirar. Sabía que algo había dentro de mí que necesitaba salir, pero era tanta la ira que tenía, que me hacía daño. Padecía de una mezcla de sentimientos encontrados. Necesitaba seguir amando, pero tenía rabia, resentimiento, necesidad de justicia y no sabía cómo canalizar mis emociones.
Sentía que había muchos errores en mi pasado. Había sembrado mucho en un terreno baldío y ahora entendía que la cosecha era pobre, no en lo económico, sino en lo moral. Había dado mucho amor a mis tíos, con los que me había criado. Les hice partícipes de una familia, –la mía–, una verdadera familia, con la que no podían haber soñado.
Nunca les dejé y siempre estuve a su lado, en lo laboral y en todos los momentos de mi vida. Consentí que él, mi tío, fuese mi padrino de boda, en sustitución de mi padre; mis tíos bautizaron a mis tres hijos. Intenté no defraudarles nunca; me di al cien por cien. Esperaba de ellos haber sido única, especial. Ahora me viene a la mente una frase que mi tía me repetía: “Quieres ser sola como la María Sampedro”; se trataba de un dicho muy popular que ella me recordaba con frecuencia. Yo no sabía quién sería esa tal María Sampedro, ni lo que quería. Yo sí quería un trato especial, porque especiales fueron mis circunstancias. Puede que solo pidiese el trato que se le concede a una hija auténtica.
Me culpaba de mis errores, pero ya no había solución, solo conciliarme conmigo misma. No sabía cómo desligar el sentimiento de pertenencia y el de la culpa; los dos siempre iban unidos. Esta fue la causa principal para buscar un intermediario, fuera de mi familia: alguien que me ayudase a luchar contra aquellos sentimientos tan confusos y dolorosos.
Mi familia, –me refiero a mi marido y mis hijos–, no me ayudarían demasiado pues si les hacía partícipes de mi desasosiego, podría sentir el sufrimiento de todos ellos, lo que me hacía sentir aún peor, o me obligaba a callar y disimular tranquilidad, cuando no estaba presente.
Existían muchas polillas feas y negras en mi interior. Desconocía su origen… eran recuerdos vagos que me despertaban en mitad de la noche, empapada en sudor, con miedo, al borde del grito desesperado, y con mis ojos bañados en lágrimas. Además, habían vuelto unas sensaciones, que desde niña no recordaba: el contemplar mi propia muerte y hacerlo con agrado. De niña no me asustaba, pero ahora sí. Aquellos pensamientos negros me desagradaban e ignoraba cómo hacerlos desaparecer.
Por otra parte, también deseaba encontrar el origen de mis temporadas de insomnio. Desde hacía años, tenía una pesadilla recurrente. Aparece y desaparece en el tiempo, aunque siempre me produce la misma horrible sensación: soy una niña, –o al menos así me siento–. Estoy sola y a oscuras, encerrada en un cuartito, sin ventanas ni puertas, no hay luz. Entonces, busco desesperadamente una rendija por donde poder respirar y escapar. El silencio, sordo y mudo, me encoge hasta la postura fetal. Quiero gritar y no puedo. En algunas ocasiones se presenta un espacio delgado de luz tenue, y con mis manos quiero dilatar ese haz de luz, porque necesito ese hueco, el aire… salir. Pero no puedo porque mis manos son demasiado pequeñas y poco hábiles. Nunca puedo salir de allí y es mi agitado corazón el que me escupe al mundo real de nuevo.
El primer día, Ámbar, –la psicóloga–, y yo divagamos. Me imagino que será siempre así, que no es fácil abrirse ante una persona que nada sabe de ti. Soy persona a la que le gusta la transparencia en las relaciones. En mis relaciones con los demás, no me gustan los “cortinajes” (así denomino yo a las aptitudes engañosas de algunas personas que no son capaces de mostrar su verdadero yo). En un momento determinado de mi vida llegué a una conclusión: ser yo misma. Me gustaba a mí misma, y deduje que era lo mejor que uno puede llegar a tener. Aposté por lo auténtico, –y no es que sea mejor que otros–, tan solo es que así: yo estoy mejor conmigo misma.
Me vi sentada junto a aquella desconocida, la psicóloga, para hablarle de mi pasado, aunque empecé con el presente. Creo que soy una persona intuitiva y sentí que podía confiar en ella. Su aptitud era auténticamente asertiva, puede que hasta empática, por lo que hablé y hablé, aunque no sabía muy bien por dónde deshilvanar aquella madeja enrollada que había en mi interior.
Me imagino que los usuarios creemos que el profesional adivinará lo que nos sucede, aunque se lo mostremos difícil aparentemente. Yo comencé a decirle lo mal que me sentía por tener que abandonar la consulta de mi tío, en la que había estado trabajando treinta y cuatro años, dieciocho años juntos y el resto sola. Así fue como por medio de una inspección sanitaria, se me comunicó que tendría que realizar reformas en la clínica, (una serie de adaptaciones según las nuevas normativas sanitarias). Con aquella estúpida revisión comenzó todo.
Inspeccionar es examinar, reconocer atentamente. Eso es exactamente lo que yo no había hecho nunca con mi vida. Sentí que mi ordenada vida se volvía patas arriba.
Le conté a la psicóloga que realmente nadie me echaba de mi lugar, pero que después de toda mi vida trabajando con él, con mi tío, la consulta no estaba –ni estaría– a mi nombre. Cuando mi tío murió, el local de la clínica pasaba a su viuda, mi tía. Después, cuando esta también falleciese, lo tendría que compartir con otra mi otra tía, Dalia, la hermana de mi tía Rosa, o con los hijos. Sabía que existía un testamento que reflejaba la voluntad de mis tíos: en dicho documento se reflejaba que sus bienes se repartían entre la hermana menor de mi tía Rosa y yo.
A ellos, a mis tíos, no les gustaba hablar del tema de la herencia, pero yo, en más de una ocasión, les increpé, diciéndoles que no sería justo que aquel bien, no fuese integro para mí. Yo pensaba que lo necesitaba, y además lo creía justo. Siempre había deseado ese bien, –la consulta donde aún trabajaba–, no por el valor económico, que con la crisis actual estaba devaluado, sino porque sentía que me pertenecía.
Me dolía tener que salir de un sitio que lo sentía mío, pero legalmente no lo era. El testamento de mis tíos así lo refería: lo tendría que compartir. Aunque podía haber buscado soluciones intermedias antes de irme de allí, y después de ver todas las opciones, consideré que nada era lo suficientemente digno para mí. Me hablaron de la usucapión, la adquisición de la propiedad por la posesión continuada de una cosa durante el tiempo establecido por la ley.
Varios amigos míos abogados insistieron en que con lo de la usucapión, que si lo peleaba en los juzgados, lo ganaría. Llevaba más de treinta años trabajando allí y podía demostrar que yo hacía frente a todos los pagos de la luz, el agua, la comunidad, los impuestos, diversas reformas, etc… pero jamás llevaría a mi familia al juzgado por nada, y menos por una propiedad.
No quería nada que no se me diera de corazón. Había aceptado la voluntad de mis tíos y preparaba mi mudanza. Intentaba aceptar que no había sido especial para ellos; eso sí dolía, y mucho. Mi otra tía, Dalia, también había estado muy unida a ellos durante toda su vida, pero yo estimaba que no a mi nivel.
Me había pasado toda una vida esperando un reconocimiento, una distinción. Me hubiese bastado con ser la dueña total del negocio, el que yo ya regentaba como mío y al que había cooperado, a lo largo de los años, con un alto porcentaje de mis ingresos, asumiendo prácticamente todos los gastos. Por otra parte, jamás creí necesario demostrar todas estas circunstancias en algún tipo de documento o contrato. Económicamente, no necesitaba nada, podía asumir el trasladar mi consulta a otro lugar, pero aquel hecho me despertó por dentro, y abrió la caja de truenos que desde niña fui almacenando en mi interior.
Los recuerdos dormidos… salían a borbotones y había que drenarlos del lago en donde estaban.
Miré a aquella psicóloga con serenidad y le dije que no recordaba haber llorado tanto desde mi infancia. A mis cincuenta y seis años mudaba mi clínica de sitio con el gran riesgo que esto podía conllevar.
Así terminó mi primera entrevista. La terapeuta en ningún momento me asedió ni me obligó a contar lo que no quería; me dio libertad y me sentí desde el principio escuchada y acogida, pero salí nerviosa, más que cuando entré al principio. Narrar el dolor por el que estaba pasando era como hurgar en una herida abierta y sangrante, y esta acción –la de contarlo– hacía que se recrudeciesen mis emociones.