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Colección Biblioteca Universidad de Lima

Cuerpo y sentido

Primera edición digital: septiembre, 2018

© Jacques Fontanille, 2011

© De la edición francesa: Presses Universitaires de France, 2011

© De la traducción: Desiderio Blanco

© De esta edición:

Universidad de Lima

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Imagen de portada: Laura Pashkevich / Shutterstock.com

Versión e-book 2018

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

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Lima - Perú

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-458-5

Índice

INTRODUCCIÓN. ALGUNOS EFECTOS DEL CUERPO EN LAS CIENCIAS HUMANAS

PRIMERA PARTE. EL CUERPO DEL ACTANTE: CUERPO-ACTANTE Y CUERPO SENSIBLE

I. El cuerpo y el acto

El cuerpo en la semiosis

El actante en cuanto cuerpo

El cuerpo en cuanto actante

Materia y energía

El principio de inercia

El núcleo sensorio-motor

Un cuerpo «imperfecto»

Las tres instancias del cuerpo-actante

II. El lapsus

Introducción

Aproximaciones y problemáticas lingüísticas

Definiciones lingüísticas del lapsus

Índices y demarcaciones del lapsus

Mecanismos del «deslizamiento de lengua»

Algunos elementos de la problemática

Aproximaciones psicoanalíticas

Interpretación y cadena causal

Intención y atención

Modos de existencia y presiones existenciales

Instancias del cuerpo-actante de la enunciación

Identidad de las instancias y

Variedades de la producción enunciativa

Para terminar

III. El cuerpo y los campos de lo sensible

Introducción

Semiótica del cuerpo y sintaxis figural

A propósito de la tipología sensorial

Los campos sensibles más bien que los canales sensoriales

Tipos y propiedades de los campos sensibles

Tópica del cuerpo sensible

SEGUNDA PARTE. FIGURAS SEMIÓTICAS DEL CUERPO: FIGURAS DE HUELLA Y DE MEMORIA

I. Manifestación figurativa de los cuerpos-actantes: la envoltura y la carne móvil

El movimiento y la envoltura: la alternativa figurativa

La carne móvil y la envoltura corporal

La carne móvil, la intencionalidad y la analogía

El ajuste tímico-icónico

La envoltura y la forma sensible del

Funciones y recorridos figurativos de la envoltura

Para terminar: despliegue de las dos manifestaciones figurativas

Los dos aspectos de la semiosis

Desarrollo de las figuras de la envoltura y de la carne móvil

II. La huella y la memoria figurativa

La huella como significante de las interacciones pasadas

La huella como significante en busca de su significado

Las figuras del cuerpo y la tipología de las huellas

Formas de la huella en los procesos interpretativos

III. Cuando el cuerpo da testimonio: el ethos del reportaje

Enunciación y testimonio

El ethos del reportaje

Estética, ética y racionalidades discursivas

El «corpus»: tres reportajes

Cuerpo a cuerpo: percepción de lo específico y firma sensorial

El cuerpo-testigo, superficie de inscripción del mundo recorrido

Historias, creencias, prótesis discursivas y participación en la experiencia

La proporción analógica

La cadena del viviente en cuanto memoria

Conclusión

Anexo: tres reportajes

IV. La huella del uso y el cuerpo de los objetos

La constitución semiótica del objeto

El surtidor de Hubert Robert

La pátina o el tiempo de los cuerpos

Introducción

Efectos temporales: huella y enunciación

Tradición y continuidad

La pátina y la ergonomía: la moral de los objetos

La pátina sensibiliza los cuerpos-objetos

Conclusión. Semiótica de la huella

Bibliografía

Índice de nociones y temas

Introducción
Algunos efectos del cuerpo en las ciencias humanas

En el discurso de la mayor parte de las ciencias humanas, el cuerpo es un tema omnipresente desde hace una veintena de años: la historia, la sociología, la poética, la antropología y la filosofía, así como la comunicación y el marketing, entre varias otras, hacen de él un motivo de renovación y de actualización. Sin embargo, esa «encarnación» de las ciencias humanas se presenta con figuras muy diferentes.

Cuando el historiador se interesa por los olores1, es, ante todo, porque pone en perspectiva la historia de las prácticas científicas, y principalmente las de la medicina2, pero también porque su concepción de la historia integra las formas de la socialidad y de la vida colectiva. El cognitivista, al otro extremo de la cadena, se interesa por el cuerpo, por lo esencial, en nombre del realismo neurológico: los esquemas cognitivos están «encarnados» porque adquieren forma en las redes de neuronas, indisociables del cuerpo/carne al cual están inseparablemente conectadas3, y porque es también el centro de experiencias del que han salido. Entre esos dos extremos, para el estudioso de la poesía, el cuerpo es, ante todo, la sede de la experiencia sensible y de la relación con el mundo en cuanto fenómeno4, en la medida en que esa experiencia puede prolongarse en prácticas significantes o en experiencias estéticas. Por lo que se refiere al antropólogo, sabe desde tiempo atrás que el cuerpo es todo eso a la vez: uno de los vectores de la socialidad y de la relación con el otro; el objeto y el soporte de prácticas terapéuticas, rituales y simbólicas; el anclaje principal de las «lógicas de lo sensible» y de las formas de relaciones semióticas con el mundo circundante características de cada cultura.

De hecho, las ciencias del hombre, habitadas permanentemente por el dualismo (cuerpo y alma, cuerpo y mente, cuerpo y espíritu, etc.), tanto si se adhieren a él como si lo rechazan, no han cesado de balancear entre la integración y la exclusión del cuerpo. Sin embargo, esas elecciones no se hacen, como acabamos de sugerirlo, ni en nombre del dualismo ni tampoco en nombre de su contestación monista: el alejamiento del cuerpo, lo mismo que su retorno, es, de hecho, el instrumento de otras decisiones epistemológicas o metodológicas. Por ejemplo, las figuras del cuerpo confirman la pertinencia de las dimensiones sociológicas y antropológicas en las investigaciones históricas, y, por eso mismo, no tienen derecho de ciudadanía si no es en el interior de una corriente metodológica y de una concepción de la historia a la que le otorgue alguna pertinencia; asimismo, el hecho corporal interviene como argumento teórico en los debates propios de investigaciones cognitivas, en favor de hipótesis conexionistas y de modelos «sub-simbólicos», y contra hipótesis y modelos «simbólicos»5.

La cuestión se plantea igualmente en semiótica: ¿en nombre de qué el cuerpo se excluye o se integra? El cuerpo ha hecho un retorno explícito en semiótica en los años ochenta con las temáticas pasionales, con la estesis y el anclaje de la semiosis en la experiencia sensible. En efecto, la cuestión se planteaba en ese momento sobre la articulación entre la semiótica de la acción y la de las pasiones. Si se considera la segunda como un complemento o como una derivación de la primera, difícilmente se evitarán los procedimientos normativos e idealistas, pues, en ese caso, la lógica de la acción parece ser la única racional y bien formada, y las pasiones aparecen o como perturbaciones y disfuncionamientos de las secuencias narrativas, o como sus efectos superficiales y accesorios: una concepción semejante no tiene necesidad del cuerpo; basta con complejizar la teoría de la acción.

En cambio, si se considera que la semiótica de las pasiones da acceso a un modelo más general, en cuyo interior el de la acción es un caso particular sometido a condiciones y a un punto de vista restrictivos, entonces el cuerpo sensible se encuentra en el corazón mismo de la teorización semiótica y regula el conjunto de su organización conceptual. En ese caso, nos obliga a revisar en profundidad la teoría semiótica, a extraer condiciones de pertinencia y a definir los límites de los diferentes campos de racionalidad que la constituyen, principalmente para poder reconsiderar el lugar que ocupa el cuerpo en la semiosis.

Pero no podemos quedarnos en ese argumento redundante: si hay pasiones en semiótica, hay necesariamente un cuerpo semiótico. Porque la verdadera ganancia teórica y metodológica de la semiótica de las pasiones no es el «retorno del cuerpo» o la pretendida semiótica de lo continuo, sino más bien la sintaxis pasional, la constitución de secuencias de patemas (derivadas, a su vez, de la sintaxis modal), resultado científico bien identificado y reconocido por todos los semiotistas, a cuya medida el tema del cuerpo hace figura de «ritornelo» demasiado conveniente. Si una reflexión semiótica sobre el cuerpo es deseable, no es para confirmar una semiótica de las pasiones, sino más bien para abrir nuevos dominios de investigación, y un nuevo dominio será, para nosotros, el de la semiótica de la huella.

El cuerpo había sido excluido de la teoría semiótica por el formalismo, y sobre todo por el logicismo que prevalecía en la lingüística estructural de los años sesenta, aunque también en la teoría de la acción, cuyas deudas respecto de la lógica formal, y hasta de la teoría de los juegos, son bien conocidas. Podemos tomar aquí dos ejemplos de motivos teóricos en los que el hecho corporal cumplió un rol discriminante: el de la función semiótica elemental y el del recorrido generativo.

La evolución de la definición de la función semiótica es, a este respecto, muy significativa; en la tradición inspirada en Saussure y en Hjelmslev, la relación entre las dos faces del signo o entre los dos planos del lenguaje es siempre una relación lógica, cualquiera que sea la formulación: necesaria o arbitraria, según el punto de vista adoptado, o de presuposición recíproca. Este tipo de relación prescinde de operador; se constata después, una vez que el signo ha quedado estabilizado o el lenguaje instituido, que el significante y el significado, la expresión y el contenido, se hallan en relación de presuposición recíproca. No se ve, pues, la necesidad de preguntar por el operador de esa relación, y tampoco, por tanto, por el rol de la enunciación, y menos aún por el papel del cuerpo en todo ese proceso. En Saussure mismo, simbolizada por una línea horizontal entre el significante y el significado, la relación constitutiva del signo está, por definición, desencarnada. La posición de Hjelmslev es algo más vacilante, pues insiste, en varios lugares, sobre el hecho de que la distinción entre plano de la expresión y plano del contenido es puramente práctica, que no tiene valor operativo, que depende del punto de vista del analista y que, por consiguiente, es fluctuante. La relación de presuposición recíproca expresa, pues, de hecho, en la formulación logicista de la época, una solidaridad percibida como frágil, móvil e inmotivada, que implica la intervención, al menos implícita, de un operador.

Desde el momento en que uno se pregunta por la operación que reúne los dos planos de un lenguaje, el cuerpo se hace indispensable, ya sea que se considere como sede, como vector o como operador de la semiosis; aparece como la única instancia común a los dos planos del lenguaje que puede fundamentar, garantizar y realizar su reunión en un conjunto significante.

Otro ejemplo igualmente significativo es el del recorrido generativo. En los años setenta, Algirdas Julien Greimas proponía organizar el conjunto de los componentes de la teoría semiótica en un solo modelo generativo, inspirado en las gramáticas chomskyanas; los diferentes niveles se escalonarían subiendo desde los elementos más abstractos hasta los más concretos, desde las estructuras elementales de la significación hasta las estructuras narrativas de superficie6. Ahí se presentó la dificultad de justificar las conversiones entre los diferentes niveles de ese recorrido generativo, ya que la única solución considerada era de tipo logicista: reglas de conversión de naturaleza lógica desplegadas de un nivel a otro, con significación constante.

Sin embargo, desde la aparición de Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, quedó claro que, de nivel en nivel, lo que es manipulado en el recorrido generativo no son formas lógicas, sino articulaciones significantes que el recorrido modifica, aumenta y complejiza progresivamente. No obstante, el recorrido generativo sigue siendo un simulacro formal, un modelo de estratificación lógica (que se basa en la oposición entre hiponimia e hiperonimia, cara a la semántica lógica de los años sesenta), que considera que puede prescindir de cualquier tipo de operador.

Es fácil ver ahora que es necesario pasar de un modelo de estratificación lógica estático a un modelo topológico dinámico7, pero la «dinámica» sin operador explícito no es más que una consigna, y no una solución. En su versión de entre los años sesenta y ochenta, la teoría semiótica da la impresión de que obedece al régimen de la «historia», tal como lo describe Benveniste: así como el relato parece que se cuenta solo, sin narrador, el recorrido generativo parece que él solo recorre los tramos y se convierte por sí solo.

En cambio, si las conversiones entre niveles de pertinencia son consideradas como fenómenos, o sea, como prácticas, y no como operaciones lógicas formales y de naturaleza especulativa, entonces implican un sujeto epistemológico dotado de un cuerpo que percibe contenidos significantes, y que calcula y proyecta sus valores. A cada cambio de nivel de pertinencia se puede imputar la rearticulación de las significaciones a la actividad de ese operador sensible y encarnado: él percibe las significaciones de un primer nivel como tensiones entre categorías, conflictos graduados, y extrae de esa percepción nuevas significaciones, articuladas en forma de valores posicionales en el nivel de pertinencia siguiente.

La intervención del cuerpo en la teoría semiótica proporciona, como se puede ver, una evidente alternativa al logicismo original, e invita a tratar los problemas teóricos y metodológicos bajo el ángulo fenoménico en relación con la experiencia sensible y con las prácticas que implican el cuerpo del operador.

Siendo esto así, la encarnación de los conceptos teóricos, por un lado, y la atención puesta en el cuerpo como tema de investigación, por otro, modifican las relaciones con las disciplinas vecinas, como es el caso de cada una de las otras ciencias humanas que han logrado las mismas evoluciones. Por ejemplo, durante el largo tiempo que la semiótica anduvo en busca de soluciones lógicas, mantuvo relaciones muy ambiguas con la psicología, y en particular con el psicoanálisis: como las soluciones formales excluían inevitablemente toda una parte de la significación humana, esa parte de sombra, de la que se ocupa justamente el psicoanálisis, tenía que ser rechazada por la semiótica por considerarla no pertinente. Desde entonces, la semiótica de las pasiones se ha desarrollado claramente como una alternativa a una semiótica psicoanalítica, exponiendo principalmente su propia concepción del afecto y de las emociones. Pero la reflexión semiótica sobre el cuerpo no puede escapar, en cambio, a una reevaluación de las consideraciones psicoanalíticas aferentes.

Por lo demás, esa «encarnación» de los conceptos y de las problemáticas va a modificar igualmente los criterios con los que el semiotista seleccionará los fenómenos que considera pertinentes. Una aproximación semiótica centrada en el cuerpo del actante, y no solamente en el encadenamiento lógico y canónico de las pruebas, volverá a darles todo el lugar que merecen al «acto fallido», a la torpeza y a la peripecia, y a tantos fenómenos que estaban borrados o excluidos como no pertinentes en una reconstrucción retrospectiva de la lógica de la acción. Del mismo modo, la enunciación de un cuerpo-actante mezcla, inevitablemente, farfullas, briznas de periodos, fragmentos de frases hechas, lapsus y desarrollos argumentados. En adelante, la pertinencia de tal o cual acto particular no puede ser reducida a un simple programa de búsqueda o a un solo proyecto de enunciación. El acto fallido es tan significante como el acto programado, y su carácter aparentemente accidental no hace más que ocultar la confrontación entre varios potenciales de significación y entre varias isotopías, que se hallan en competición para encontrar lugar en el espacio y en el tiempo del desarrollo de la acción y del discurso. El accidente narrativo o enunciativo se convierte en centro de una tensión entre dominios semánticos y axiológicos, y hasta de un conflicto y de una sustitución entre programas, entre recorridos o entre isotopías concurrentes.

La aproximación semiótica al cuerpo debe, además, asumir una ambivalencia persistente, que resulta del doble estatuto del cuerpo en la producción de conjuntos significantes: (1) el cuerpo como sustrato de las semiosis y en cuanto motivo teórico; (2) el cuerpo como figura y configuración semióticas, y en cuanto manifestación observable en los textos y en las semióticas-objeto en general. La distinción puede ser planteada como sigue: (1) en el primer caso, el cuerpo participa de la «sustancia» semiótica, y muy particularmente en la determinación del actante, sea el actante enunciativo o el actante narrativo: el motivo teórico central será el del cuerpo actante; (2) en el segundo caso, el cuerpo es una figura entre otras, y, por ese título, las figuras de la corporalidad lograrán un lugar al lado de figuras de la temporalidad y de la espacialidad, por ejemplo; sin embargo, el cuerpo ocupa, en la dimensión figurativa, un lugar aparte, que tiene que ver con su relación con el actor, y especialmente con el actor de la enunciación, y por eso las figuras del cuerpo desembocan con frecuencia en propiedades enunciativas. Esta distinción fundará, en esta obra, un recorrido en dos partes: la primera estará consagrada al cuerpo-actante y la segunda a las figuras de la huella corporal.

Pero esta distinción, que es, ante todo, una comodidad de presentación dictada por un deseo de jerarquización teórica, no es, sin embargo, tan fácil de poner en marcha en la aproximación concreta a las semióticas-objeto, porque no ofrece, de hecho, más que dos niveles de análisis, diferentes pero perfectamente solidarios, del mismo fenómeno.

Desde una perspectiva antropológica principalmente, uno se percata de que esas dos dimensiones están estrechamente entremezcladas. En la cultura de los Tin de Nueva Guinea8, se puede constatar que el cuerpo es, primero, una configuración concebida según un principio mereológico: partes (los miembros y los órganos) son asociadas para formar un todo federativo, en el que ellas deben conservar su identidad. Esta configuración aparece de inmediato como la homóloga de la representación del entorno natural, una configuración en archipiélago, en el sentido en que las relaciones entre las partes (los órganos y los miembros) son homologables con las relaciones entre las islas y las aguas que constituyen el territorio de ese pueblo.

El cuerpo es también, en este caso, un principio explicativo de naturaleza actancial y modal porque, en retorno, ofrece la mejor representación de la fuerza de ligazón que permite a las partes del archipiélago mantenerse juntas: esa fuerza es una tensión del alma, denominada wadama, que debe ser permanentemente mantenida por la atención y por la autoscopia; y esa «explicación» se expresa, en particular, por medio de una concepción original de la salud y de la enfermedad: en la enfermedad, o bien los órganos toman su autonomía porque la fuerza de enlace está debilitada (versión ive de la enfermedad), o bien pierden su identidad porque la fuerza de enlace es demasiado potente (versión mulobi de la enfermedad). Mejor aún, durante la preparación del matrimonio, los novios hacen una exploración minuciosa y mutua del cuerpo del compañero(a) siguiendo un ritual de toques y de interacción, que debe permitir verificar si la futura unión de esos dos cuerpos no va a perturbar el principio de enlace interno propio de cada uno de ellos.

Se ve muy bien en este ejemplo, superficialmente presentado, que el cuerpo es, para esta etnia, a la vez, una configuración semiótica (partes, fuerza de enlace y forma de totalidad) que puede ser objeto de una lectura sensible (táctil, visual, olfativa, etc.) cuando se trata de interacciones sociales, y también el resorte de la semiotización de la vida y del mundo entero. En él reside, en efecto, a través de la representación propia de ese grupo humano, la significación de su entorno y del cosmos: una concepción del mundo y una forma de vida, una definición del actante competente y una malla de lectura de los acontecimientos cotidianos, y el todo es indisociable de las prácticas de sobrevivencia y de reproducción.

En la búsqueda que vamos a emprender ahora, es de prever que la forma y las transformaciones de las figuras del cuerpo permitan captar, o al menos representar, las operaciones profundas del proceso semiótico que conducen los cuerpos-actantes. Y eso podría significar que, entre el cuerpo como sustrato de las operaciones semióticas profundas, por una parte, y las figuras del cuerpo que vemos aparecer en las semióticas-objeto concretas, por otra, habría un lugar para un recorrido generativo de la significación, recorrido que no sería ya formal y lógico, sino fenoménico y encarnado.

Por esa razón, daremos gran importancia a las figuras semióticas del cuerpo (especialmente a las del movimiento y a las de la envoltura corporal, aunque también a algunas otras) para acceder, a través de ellas, a una semiosis en acto. Por esa misma razón, nos interesaremos en las diferentes formas de los campos sensibles y perceptivos, porque ellas fundamentan las formas del campo enunciativo de las semióticas-objeto particulares.

El proceder que nos proponemos seguir aquí tendrá lugar en dos momentos: «I. El cuerpo del actante: cuerpo-actante y cuerpo-sensible»; «II. Figuras semióticas del cuerpo: figuras de huella y de memoria», y obedece globalmente a estas últimas hipótesis de trabajo: (I) reconocer que el actante es un cuerpo (y no solamente que «tiene cuerpo») es también preguntarse por los efectos de ese cuerpo sobre la formación de la semiosis y sobre las instancias que la toman a cargo, así como sobre la teoría del acto y de la acción, de los que él es el operador. (II) Dar cuenta de las figuras semióticas del cuerpo propiamente dichas nos obligará a cruzar dos determinaciones complementarias: por un lado, las formas significantes específicas de la polisensorialidad, y, por otro, las formas significantes de la memoria del cuerpo y del discurso a la vez. Pero ahora, por un retorno que no estuvo al comienzo atendido, el estudio de las figuras semióticas del cuerpo desembocará en la concepción y definición de uno de los procesos fundamentales de la semiosis en general, así como de la enunciación, y, con este título, en una generalización de las propiedades de la huella y del testimonio.

Para sacar todas las consecuencias de esta hipótesis, el espacio de un libro no es suficiente. Se podrá ver, sin embargo, cómo el actante recupera la significación de sus errores y de sus lapsus; cómo el actor se multiplica en fuerza, forma y aura; cómo los contenidos de significación se encierran en el interior de contenientes; cómo los soportes semióticos se convierten en membranas y en soportes que reciben proyecciones e inscripciones; cómo las transformaciones figurativas se someten a las interacciones entre el sustrato material, las energías y la forma de las membranas que las contienen. Se verá, en fin, cómo se desarrolla el hilo del discurso sobre el fondo de la acumulación y de la memoria de las interacciones que se producen entre figuras encarnadas, gracias a las huellas que han dejado en su entorno y a aquellas otras que se dejan leer en su propio cuerpo.

PRIMERA PARTE
El cuerpo del actante: cuerpo-actante y cuerpo sensible

I. El cuerpo y el acto

EL CUERPO EN LA SEMIOSIS

En el momento de la semiosis, se establece una función semiótica entre las percepciones del mundo exterior (lo exteroceptivo) y las percepciones del mundo interior (lo interoceptivo) para constituir, respectivamente, la expresión y el contenido de una semiótica-objeto particular. Hay que precisar de inmediato que no existen categorías semióticas que pertenezcan a priori a la expresión o al contenido; la relación se establece para cada nueva semiótica-objeto y para cada una de las enunciaciones que la integran, y solo las estratificaciones del uso pueden dar el sentimiento, in fine, de que tales o cuales figuras contribuyen más bien a la expresión, y otras más bien al contenido. De eso da testimonio la posibilidad de establecer, incluso en los límites de semióticas-objeto altamente convencionales como las de los discursos verbales escritos, nuevos sistemas semi-simbólicos que redefinen y desplazan en cada discurso concreto la relación entre el plano de la expresión y el plano del contenido.

Esos desplazamientos son «actos», o sea, el acto semiótico por excelencia, aquel que distingue y fija los dos funtivos de la función semiótica elemental. En efecto, si la distinción entre contenido y expresión puede ser en todo momento desplazada, es porque el reparto entre las figuras interoceptivas y las figuras exteroceptivas solo puede ser operado por una toma de posición del cuerpo propio, que marca así el mundo sensible con una frontera imaginaria, efímera, y, no obstante, perfectamente eficaz, puesto que la convierte en significante e inteligible. Pero, por este mismo hecho, tenemos que admitir que la función semiótica elemental está indisolublemente ligada a la distinción corporal entre lo «propio» y lo «no propio» (el cuerpo propio es lo que no es él), distinción cuyo operador es precisamente él mismo. Así se define, en primera instancia, el «cuerpo-actante».

EL ACTANTE EN CUANTO CUERPO

Esa primera cuestión se desdobla de inmediato, puesto que es necesario dar cuenta, por una parte, del actante en cuanto cuerpo, y, por otra, examinar las consecuencias de una concepción del actante no solamente formal, sino que reconozca que sus roles en las transformaciones narrativas están determinados por las propiedades corporales, esencialmente las de las materias y las fuerzas, un sustrato y una energía. Y, por otro lado, se trata de comprender por qué proceso y en qué condiciones un cuerpo se convierte en actante, sea actante de la instancia de enunciación o un actante narrativo del enunciado.

Nos proponemos, pues, examinar qué pasa cuando el actante no es solamente concebido (según la tradición desarrollada a partir de Propp por la semiótica narrativa) como una regularidad sintagmática formal, calculable a partir de «argumentos» (en el sentido gramatical) recurrentes de una clase de predicados. El actante, concebido como un cuerpo, constituido por una carne y una forma corporales, es la sede y el vector de los impulsos y de las resistencias que contribuyen a los actos transformadores de los estados de cosas, y de los que animan los recorridos de la acción en general. Estas dos concepciones del actante-cuerpo no son incompatibles, ya que las propiedades de impulsión y de resistencia corporales participan de las regularidades sintagmáticas que asocian un actante a una clase de predicados narrativos.

Por un lado, distinguiremos la carne, que diferencia y separa los cuerpos actantes de los otros cuerpos en el sentido de que ella es una sustancia material dotada de una energía transformadora. Esta doble constitución le permite resistir o contribuir a la acción transformadora de los estados de cosas, y también ser el centro de referencia de esas transformaciones y de esos estados de cosas significantes, ser el centro de la «toma de posición» semiótica elemental (cf. supra). La carne sería, por ese título, la instancia enunciante por excelencia en cuanto fuerza de resistencia y de impulsión, pero también en cuanto posición de referencia, una porción de la extensión a partir de la cual esa extensión se organiza. La carne se halla, pues, a la vez en el fundamento de la deixis y en el del núcleo sensorio-motor de la experiencia semiótica.

Por otro lado, distinguiremos el cuerpo propio, es decir, el centro de la identidad que se construye en el curso del proceso de semiosis, con la reunión de los dos planos del lenguaje, y también en el desarrollo sintagmático de cada semiótica-objeto, principalmente en el espacio y en el tiempo. El cuerpo propio sería, pues, el portador de la identidad en construcción y en devenir, y obedecería, por su parte, a una fuerza directriz.

Por estricta convención1, denominaremos «» a esa carne que impulsa, resiste y hace referencia; «», a ese cuerpo propio que orienta, dirige, se inventa y se identifica.

El se puede, pues, manifestar, por ejemplo, en el caso particular de la palabra, como « locutor en cuanto tal» (O. Ducrot), el individuo concreto que articula, farfulla, grita, etc.; lo hace también por la toma de posición de la que es responsable, el punto de referencia de las coordenadas del discurso, y de todos los cálculos de retensión y de protensión. Es, a la vez, referencia deíctica, centro sensorio-motor y pura sensibilidad, sometida a la intensidad de las presiones y de las tensiones que se ejercen en el campo de presencia.

El se construye, en cambio, en y por la actividad de producción de las semióticas-objeto a lo largo de todo su desarrollo sintagmático. Está, pues, sometido a la alternativa propuesta hace algunos años por Ricœur: por un lado, a una construcción por repetición, por recubrimiento y confirmación de la identidad del actante por similitud (el Sí-idem), y, por otro lado, a una construcción por mantenimiento y permanencia de una misma dirección y de un mismo proyecto de identidad, a pesar de las interacciones con la alteridad (el Sí-ipse).

Las dos instancias, el y el del actante, se presuponen y se definen recíprocamente: el es esa parte del actante que el proyecta para poder construirse al actuar; el es esa parte del actante a la cual se refiere el al construirse. El le proporciona al el impulso y la resistencia que le permitirán ponerse en devenir; el proporciona al esa reflexividad que necesita para medirse a sí mismo en el cambio. El le plantea al un problema que él no termina de resolver: el se desplaza, se deforma y resiste, y obliga al a enfrentar su propia alteridad, problema que el se esfuerza por resolver, sea por repetición y similitud, sea por mira constante y mantenida. El y el son, en cierto modo, inseparables; son la cara y el sello de una misma entidad: el cuerpo-actante.

EL CUERPO EN CUANTO ACTANTE

Materia y energía

Desde el momento en que se ha reconocido que el actante es, ante todo, un cuerpo sometido a presiones y a tensiones, el problema siguiente consiste en la formación de una identidad a partir de esos impulsos, presiones o tensiones que lo afectan sucesivamente. En otros términos, ¿cómo pueden emerger formas e identidades actanciales a partir (1) de la materia corporal, la carne, la sustancia del , y (2) las fuerzas y tensiones, diversas y opuestas, que se ejercen sobre ella?

Si el actante adquiere forma e identidad en cuanto figura en un mundo poblado de figuras en el que toma posición para construirse, entonces debe obedecer las reglas generales de lo que se podría llamar aquí la «figuralidad», que hay que distinguir de la «figuratividad», de los actores, del espacio y del tiempo. Las «figuras» que nos ocupan aquí son esquemas dinámicos aplicables a entidades materiales, que forman globalmente una morfología y una sintaxis figurales.

Formulamos aquí la hipótesis de que la morfología y la sintaxis figurales se basan, principalmente, en los diferentes estados y en las diferentes etapas de interacciones entre la materia y la energía, y que esas interacciones dan lugar a formas y fuerzas que permiten describir la constitución figural del cuerpo-actante: se supone que tanto las formas como las fuerzas, según esta hipótesis, nacen de los equilibrios y desequilibrios en la interacción entre materia y energía, y que son reconocibles como «esquemas dinámicos», es decir, como configuraciones recurrentes, pertinentes e identificables. La formación de un actante a partir de un cuerpo sometido a tensiones aparece, en esta perspectiva, como un caso particular, pero central, de la hipótesis general que fundamenta la sintaxis figural sobre la dupla materia/energía.

Merleau-Ponty propone, a propósito del gesto reflejo2, una concepción del nacimiento de las formas donde la conjugación de fuerzas contradictorias juega el primer rol; da un contenido más preciso a lo que nosotros designamos, en general, como «tensiones corporales»: esas son, en el caso del gesto reflejo, las excitaciones y las inhibiciones. Las excitaciones y las inhibiciones, precisa él, son coordinadas por la orientación del gesto, por una «imagen total» del cuerpo en movimiento. La noción de «imagen total» se desarrolla así: «De la inhibición se podría decir lo que se ha dicho de la coordinación: que tiene su centro en todos los sitios y en ninguna parte»3. Y Merleau-Ponty concluye: «Esa auto-organización expresa la noción de forma»4. Las fuerzas de excitación y de inhibición no dan lugar a un gesto significante, a un acto que se inscriba en el orden del mundo, a no ser que engendren (por auto-organización, por auto-distribución) una forma significante en movimiento. Merleau-Ponty describe, en suma, la emergencia de una forma actancial, un actante definido solamente por su poder-hacer (formulado aquí en términos de excitación y de inhibición), a partir de las fuerzas que se ejercen sobre su cuerpo y en su cuerpo. Esa forma actancial solo tiene lugar porque las tensiones corporales han sido configuradas como un «esquema dinámico» identificable.

El principio de inercia

Para explicar que simples excitaciones/inhibiciones conjugadas (las presiones y tensiones) producen un acto significante y emergente, hace falta aún definir los umbrales pertinentes de la excitación y de la inhibición que determinarán los límites de la forma. Más precisamente, esos umbrales serán límites que caracterizan la resistencia y la inercia de la estructura material y energética sometida a las tensiones: disminuyendo o anulando el efecto de las tensiones sucesivas y de intensidad diferente, esos umbrales contribuyen, pues, a diseñar los límites de una zona de equilibrio privilegiado para las interacciones entre materia y energía, y, por consiguiente, una morfología y una sintaxis recurrentes e identificables.

No importa qué sustrato material dinámico pueda ser convertido en actante si las fuerzas a las que es sometido obedecen a la condición siguiente: del conjunto dispar de esas fuerzas, se desprenden fuerzas opuestas, antagonistas; si unas son dispersivas, otras son cohesivas; si unas son excitadoras, otras son inhibidoras, siempre que el conjunto esté configurado como «esquema dinámico».

Interviene luego una regla general que, una vez que la primera condición se cumple, va a permitir definir los umbrales para esa dinámica de las fuerzas y de los umbrales que están en el origen de las formas. Esa regla nada tiene de específico para el campo semiótico, puesto que es general en todas las morfologías dinámicas y se encuentra en todos los sistemas físicos susceptibles de evolucionar de manera no lineal: todo sistema físico no lineal sometido a determinadas fuerzas les opone dos umbrales de inercia; (1) uno es el umbral de remanencia, que expresa la resistencia del sistema a la inversión de las fuerzas, a pasar de una fuerza a otra fuerza inversa, o, simplemente, a la aparición o desaparición de una fuerza; (2) otro es el umbral de saturación, que expresa la capacidad de resistencia del sistema a la aplicación de cada una de las fuerzas, y muy particularmente a sus variaciones de intensidad.

La inercia, definida por esos dos umbrales, es el mínimo necesario para poder pensar distintamente el cuerpo y las fuerzas que se ejercen sobre él y en él. En ausencia de esos umbrales de inercia, el cuerpo se confunde con las fuerzas que lo animan, y no se puede, entonces, considerar la emergencia de ninguna morfología aislable e identificable. Puede, pues, ser considerada como una primera estructura modal, que determina y permite extraer un esquema de naturaleza actancial a partir de un sistema físico en devenir.

El umbral de remanencia le permite al cuerpo-actante resistir a la inversión, a la aparición o desaparición de una fuerza: proporciona a ese cuerpo la capacidad para operar diferencias. El umbral de saturación expresa la estabilidad morfológica del cuerpo-actante, su resistencia a las intensidades demasiado fuertes, así como a las deformaciones demasiado amplias que pudiera sufrir. Expresa, de esa manera, su capacidad para acceder a la iconicidad.

El principio de inercia remite, igualmente, a la experiencia elemental de la pasividad: lo propio del cuerpo-actante sería poder-hacer, por lo menos, la experiencia de su propia inercia, de singularizarse y de autonomizarse gracias a su resistencia a las presiones que padece. Pero como, por otra parte, los valores de esos umbrales de inercia (remanencia y saturación) son específicos de cada cuerpo y de cada sistema dinámico, se puede pensar que definen, más que la singularidad, la identidad figural de cada cuerpo-actante. La inercia corporal proporciona, pues, al cuerpo-actante las propiedades figurales elementales: autonomía esquemática, singularidad e identidad.

Además, la sucesión más o menos ritmada de la aplicación de fuerzas opuestas y alternadas implica al cuerpo-actante en un proceso sintagmático: este último solo es pensable si se supone que el sistema corporal dinámico está dotado de una memoria de las interacciones, constituida ella misma por la sucesión ordenada de las saturaciones y por las remanencias; a partir de ahí, el proceso puede ser considerado como irreversible. Esa memoria del cuerpo-actante, memoria de las interacciones anteriores, prefiguración de las interacciones posteriores, reclama una aproximación específica. En efecto, el principio de inercia, aplicado a la sintaxis figural de las semióticas-objeto, presupone la capacidad de la sustancia corporal para conservar la huella de las fuerzas, de las presiones y tensiones que ha sufrido, y de las interacciones en las que ha participado. La semiótica específica que reclama esa aproximación es la semiótica de la huella, y los dos umbrales de inercia son las modalidades que determinan las huellas sucesivas de las que estará constituida la identidad del cuerpo-actante.

Esa memoria de las interacciones proporciona al cuerpo-actante una capacidad de aprendizaje y de auto-construcción acumulativa. Y, en particular, aprendiendo a reconocer, a compensar y a gestionar las tensiones que soporta y que lo animan, el cuerpo-actante arma, poco a poco, un campo sensorio-motor susceptible de acoger huellas de la memoria corporal y de someterlas a una primera distinción fórica (euforia/disforia), sobre la cual se apoyará la formación de las axiologías; a este respecto, la sensorio-motricidad puede ser considerada como un sub-sistema de control, que puede elevar o rebajar los umbrales de saturación y de remanencia5.

El núcleo sensorio-motor

El principio de inercia permite comprender cómo el cuerpo-actante se distingue de las presiones que soporta y les opone una identidad en construcción. No permite, sin embargo, comprender cómo el cuerpo-actante contribuye a la transformación de los estados de cosas.

Desde la perspectiva que se diseña aquí, la autonomía y la identidad del actante son, pues, adquisiciones con el fondo de tensiones y presiones ejercidas sobre la carne, gracias a la memoria de las huellas acumuladas, que comprometen el devenir del cuerpo propio. Las mociones íntimas de la carne, pulsaciones, dilataciones y contracciones, están, a su vez, sometidas a los umbrales de saturación y de remanencia, que, al imponerles límites y una regulación general, las modalizan. Por ese hecho, se convierten en tolerables o en intolerables, en perceptibles o en imperceptibles, y concurren, de ese modo, a la coloración tímica de la experiencia, positiva o negativa. La aplicación del principio de inercia conduce, pues, igualmente, a la autonomía de la sensorio-motricidad: la energía carnal se distingue así de las tensiones que se ejercen sobre el cuerpo-actante, pues conlleva, a la vez, una intencionalidad y orientaciones axiológicas específicas. Esa es, precisamente, la razón por la que la sensorio-motricidad puede proporcionar al conjunto de nuestra relación sensible con el mundo una orientación axiológica.

Es también esa la razón por la cual, habiendo adquirido su autonomía, puede participar en la configuración de nuestra experiencia y de nuestro imaginario sensible proporcionándoles esquemas dinámicos que los hacen inteligibles. Las figuras de la degustación, por ejemplo, relatan un conflicto entre la materia que proporciona el contacto gustativo y las intensidades sensoriales: un vino «áspero» pone en escena la difícil travesía de una materia resistente por un flujo que ella segmenta; una crema «pastosa», en cambio, señala la viscosidad de un flujo de intensidad en una materia que lo absorbe y que lo neutraliza. Se ha podido mostrar también que la luz6, al encontrar obstáculos materiales, podría ser absorbida si el obstáculo es al menos parcialmente opaco, ser reflejada si el obstáculo devuelve el flujo de intensidad, o atravesarlo sin perjuicio si el obstáculo es transparente.

Asimismo, el lazo entre el olor y la materia viviente no necesita demostración, y sabemos que las categorizaciones olfativas más corrientes en las lenguas naturales –además de los nombres de las fuentes del olor– corresponden a las fases de ciclos de vida. Pero lo que nos interesa aquí es, más particularmente, cómo el proceso por el cual la materia viviente emite el efluvio olfativo es imaginado y representado en los discursos y en las prácticas. La «obsesión» de la «penetración por el olor» está asociada a la aprensión que proporciona el contacto íntimo de la carne con las emanaciones de otras carnes: en la época clásica, por ejemplo, los baños estaban proscritos en periodos de epidemias porque se suponía que abrían los poros de la piel y que, con eso, favorecían la penetración de la carne por efluvios malsanos. Esa aprensión reposa en una experiencia sensorio-motriz imaginaria, la de la corrupción de la carne propia por el olor.

Lo que hay que comprender, entonces, es la corrupción. Ese proceso imaginario de corrupción implicaría una modificación de las fuerzas que aseguran la cohesión de la materia viviente (cf. supra, a propósito de la cultura Tin, p. 17): las fuerzas dispersivas se imponen, la materia viviente se deshace y se dispersa, no opone ninguna inercia. El efluvio malsano transmitiría, supuestamente, esa modificación del equilibrio entre fuerzas dispersivas y fuerzas cohesivas de un cuerpo viviente al otro: el efluvio sano interviene en favor de las fuerzas cohesivas, y el efluvio malsano, en favor de las fuerzas dispersivas.

En ese micro-relato imaginario de la corrupción, el olor sería, pues, el agente de contaminación de una fuerza dispersiva, que implicaría un contagio entre cuerpos y carnes, el cual se presentaría al menos en dos etapas: (i) la disgregación propia de un cuerpo, por ejemplo, un cuerpo enfermo, (ii) emite en forma olfativa un vector superior de disgregación (una intensidad superior de las fuerzas dispersivas), que provoca, a su vez, (iii) la disgregación de otra carne (la de un cuerpo sano) por (iv) ajuste analógico de la fuerza dispersiva propia de esa otra carne con el principio de disgregación que le ha sido transmitido por el olor. La figura olfativa aparece, desde esta perspectiva, como el producto de una modificación del equilibrio entre fuerzas cohesivas y dispersivas aplicadas a la materia viviente, al mismo tiempo que como el vehículo de una comunicación por analogía y ajuste.

Un cuerpo «imperfecto»

La esquematización narrativa tradicional presupone o un actante sin cuerpo, o un actante perfectamente dueño de su cuerpo, un cuerpo que, en ese caso, no hace sino lo que está programado, que no es, en suma, más que un lugar de efectuación pragmática de actos calculables a partir de un programa narrativo. Sabemos muy bien que ningún actor humano puede ser así programado, y que, por el contrario, la dramatización de la acción humana implica un cuerpo imperfecto, que amenaza en todo momento con escapar al control y al programa, y con imponer sus propias condiciones y exigencias. La dramatización del deporte de alto nivel, por ejemplo, no se contenta con el conflicto entre los adversarios; se alimenta con abundancia de defectos, de torpezas y de accidentes en las secuencias gestuales. Justamente eso hace que el relato deportivo sea un drama humano, y que la competición sea un combate entre hombres y no entre máquinas.

Tampoco en los discursos concretos se encuentran actores «de papel» cuyo cuerpo sea perfectamente programable. Tenemos que interrogar, por consiguiente, la relación que existe entre la programación y las diversas suertes de la acción sin considerar a priori las segundas como escorias insignificantes de la primera: actos fallidos, advertencias y negligencias; esas formas aparentemente inacabadas de la acción no dejan de producir sentido, aunque no sea más que en la dimensión afectiva de los discursos, y porque manifiestan la existencia de otros recorridos distintos de aquellos que son dictados por el programa narrativo dominante.

Si la programación puede ser definida como una forma de coerción externa, las iniciativas del cuerpo-actante expresan su margen de libertad, una libertad individualizante, que haría posibles tanto las «fallas» de la acción como la belleza del gesto. Si la programación del actante es considerada como una de las presiones que se ejercen sobre su cuerpo, entonces la inercia que, recordémoslo, asegura individuación, constituiría una forma de resistencia (por saturación o por remanencia) a esa presión, sea ejercida desde el exterior (actante heterónomo) o desde el interior (actante autónomo).

Para abordar esas cuestiones, nos proponemos examinar un cuento africano, titulado “So y la Cíclope”, donde estas cuestiones juegan un rol decisivo.

SO Y LA CÍCLOPE

Los recursos de la selva no se pueden realmente enumerar. Ofrece todo el año, a los que lo desean y que tienen el coraje de buscarlo, plantas, raíces, frutas comestibles. Ahora es la estación en la que los frutos de ndengi están maduros, ¡no se puede dejar pasar esa oportunidad!

Justamente, las niñas del pueblo se acaban de reunir, cada cual con su palangana, para ir a recoger frutos del ndengi. La larga fila sinuosa de niñas se pone en marcha y toma la dirección del río cantando, riendo y bromeando a grandes y alegres gritos. Basta con seguir la orilla para encontrar fácilmente un ndengi de cuando en cuando.

Antes de ponerse a recoger los frutos, objeto de su recolección, las niñas se detienen a la sombra de un gran árbol, muy cerca del agua, para descansar un poco. Se sientan en círculo a fin de poder conversar con más facilidad, y dejan sus palanganas junto a ellas.

Una de las niñas, a la que llaman So, toma su palangana, la voltea y se sienta encima, pues se halla más a gusto que sentada en el suelo. Sus amigas la recriminan:

—¡So! No debes sentarte sobre la palangana de tu madre. Eso no está bien, pues, haciendo eso, faltas el respeto a tu madre.

—¿Y qué? —dijo So—. No tienen por qué molestarse, pues no voy a estar sentada aquí sin moverme; miren, tengo sed, y ahora mismo voy a sacar agua del río.

Se levantó enseguida, tomó su palangana y se metió al río hasta que el agua le llegó a las pantorrillas. Se inclinó para llenar la palangana, pero perdió el equilibrio, y, al intentar levantarse, soltó la palangana y se la llevó la corriente, bastante fuerte en aquel sitio. La palangana navegó por largo tiempo siguiendo el curso de las aguas. Finalmente, llegó donde la Cíclope, una suerte de monstruo atemorizante que deambula por el bosque y por las orillas de los ríos, enorme mujer con un solo ojo en medio de la frente, y que tiene la detestable costumbre de devorar a las personas que encuentra en su camino y que puede atrapar.