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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Mary J. Forbes

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vuelta al pasado, n.º 1783- junio 2019

Título original: Their Secret Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-868-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESE mismo día iba a volver a verlo. Por primera vez en trece años.

Trece años que había ido contando uno a uno.

No por él. Nunca por Skip Dalton.

Si había pensado en él durante todo ese tiempo había sido porque había oído mencionar su nombre, o porque a Dempsey Malloy le gustaba el fútbol americano.

Pero ella ya no estaba casada con Dempsey Malloy y hacía más de un año que en su televisión no se veía fútbol.

A decir verdad, casi ni encendía la televisión últimamente. El poco tiempo libre que tenía lo empleaba en coser, cocinar o cuidar de sus abejas, cuando no estaba dando clase. Y luego estaba su madre, Charmaine, que había decidido reducir su horario de trabajo en la peluquería y ese verano la había llamado con frecuencia para ver qué hacía.

Si Addie había contado uno a uno todos aquellos años, había sido por otro motivo. Por una decisión lógica que había tomado en aquel entonces.

Había dejado a un lado las emociones, las lágrimas, y aquel vacío en el alma que algunas noches había amenazado con matarla.

Addie Malloy era una mujer con carácter, y que tomaba decisiones lógicas.

Se preguntó por qué había escuchado a sus padres trece años antes.

«Porque eras una cobarde, Addie. Igual que ahora. Estás temblando porque sabes que vas a volver a verlo».

Se mordió el labio inferior, se puso un pendiente con mano firme y suspiró aliviada. ¿Debía ponerse un poco de rímel? Sus hermanas, Lee y Kat, siempre le decían que tenía que maquillarse, que el rímel hacía que sus ojos pareciesen más grandes, fantásticos.

Pero aquello no era una cita y ella no estaba interesada en Skip Dalton.

Dio un paso atrás y estudió su rostro en el espejo del cuarto de baño, los brazos bronceados y el vestido de tirantes amarillo que había heredado de Kat. Tendría que valer.

Se recogió el pelo rubio y rebelde en un moño e ignoró los mechones que se le quedaron alrededor de la cara. Tenía que admitir que el pelo no era precisamente su mejor atributo. No, lo que más le gustaba de sí misma era la boca. Ésa había sido su ruina con dieciséis años, y también con veintidós.

Se acercó más al espejo y buscó alguna arruga o línea de expresión. Gracias a Dios no las tenía. Con treinta y un años, seguía manteniéndose bien. Todavía tenía los labios generosos y femeninos, juveniles y… tal vez incluso sensuales si se ponía un poco de pintalabios rosa. No iba a permitir que Skip Dalton pensase que se había pasado todos esos años encerrada en una cocina con un montón de niños corriendo a su alrededor.

Se le encogió el corazón. «Con Michaela tienes suficiente para sentirte completa», se dijo.

No obstante, no podía evitar aquel dolor en el pecho. Trece años de recuerdos que salían de las tinieblas como una manada de dragones escupiendo fuego. ¿Por qué?

Por Skip Dalton.

«¡Olvídate de él! Ya lo has hecho antes, puedes volver a hacerlo».

Sí, por eso le latía el corazón como si se le fuese a salir por la boca. «No seas tonta. De todos modos, seguro que ni te reconoce».

Se aferró a aquella idea, apagó la luz del cuarto de baño y salió al pasillo.

En la habitación de su hija, la pequeña Michaela, de siete años, estaba sentada en el suelo, cambiando la ropa a tres de sus diez Barbies.

Había vuelto a ponerse las zapatillas de deporte del revés y le faltaba el calcetín izquierdo. Addie se fijó en la ropa que había escogido: una camiseta amarilla que se había metido por dentro de unos pantalones cortos de color rosa. Últimamente el rosa fosforescente y el amarillo chillón estaban de moda en su pequeño mundo. También había intentado ponerse cuatro horquillas rosas en el pelo.

Addie se obligó a permanecer tranquila, no podía entrar en la habitación corriendo y estrujarla entre sus brazos.

—¿Estás lista para ir a casa de la abuela, bombón?

—Sí.

Su hija agarró las muñecas y se puso en pie. Le dio la mano.

—Te lo vas a pasar estupendamente haciendo galletas con la abuela. Mucho mejor que con mamá en la aburrida fiesta del instituto.

—Sí.

Le hubiese gustado que su hija hablase más. El psicólogo del colegio estaba intentándolo, pero Addie sabía que iban a necesitar meses de paciencia y muchas estrategias para que la niña superase la marcha de Dempsey catorce meses antes.

Salieron a la entrada de madera y Addie miró hacia el otro lado de la carretera. Llevaba dos meses viendo cómo construían una enorme casa que, según había oído en el pueblo de Burnt Bend, debía de ser propiedad de algún tipo rico, para residencia para las vacaciones.

Si era rico, ¿por qué no había hecho construir la casa al borde del mar, donde podría amarrar su yate? ¿Por qué allí, en una parcela llena de árboles y arroyos, en medio de la nada?

En cualquier caso, no era asunto suyo. No le importaba quién fuese a vivir en la casa, siempre y cuando no se metieran en su vida y volviese a reinar el silencio. Estaba cansada de oír golpes, máquinas y camiones. Quería volver a disfrutar de la paz del bosque, del canto de los pájaros al amanecer y de las visitas de los ciervos a su jardín trasero.

Suspiró y miró a su hija.

—Vamos, cielo, súbete al coche mientras mamá cierra la puerta.

Su madre siempre le preguntaba por qué cerraba la puerta con llave, si nadie lo hacía.

«Porque no me fío de Dempsey», pensó.

Aunque nunca se lo diría a Charmaine, ya que ésta defendía a su ex marido y pensaba que necesitaba tiempo para «encontrarse a sí mismo», que era lo que había dicho él el día que las había abandonado. Según Charmaine, Dempsey era sólo un «chico con problemas».

Interesante definición de un hombre de cuarenta y dos años, aunque no le sorprendía viniendo de Charmaine, que le había dicho a Addie trece años antes, cuando se había dado cuenta de que estaba embarazada y era sólo una adolescente, que «creciera».

Después del divorcio de Dempsey en enero, Addie se había mudado a una casa que tenía su padre a unos cinco kilómetros de Burnt Bend, y había cambiado las cerraduras. No tenía intención de permitir que el trotamundos de su marido volviese a entrar en su vida.

Pero ese día quería poner un cerrojo también en su corazón.

Lo iba a necesitar cuando viese a Harry McLane pasarle su puesto de entrenador del equipo de fútbol americano a Skip Dalton, que había sido su alumno.

Y el primer amor de Addie.

Skip Dalton. Había vuelto para quedarse. Seguro que se lo encontraba en la oficina de correos, en la cafetería o en la tienda de comestibles de su madre. Skip Dalton, héroe nacional, estaba de vuelta en Firewood Island.

Por mucho que lo intentase, ella no podría ganar.

 

 

El gimnasio del instituto y la zona que había al lado de las puertas estaban llenas de estudiantes, presentes y pasados.

Algunas personas se habían desplazado de lugares tan lejanos como San Francisco y Cheyenne para rendir homenaje al que había sido entrenador del equipo local durante treinta años.

Skip estaba al lado del entrenador en la puerta, saludando a personas a las que no había vuelto a ver desde hacía trece años. Personas a las que había conocido de niños, y que ya tenían hijos. Algunos de sus compañeros habían engordado. Había uno calvo y tres con el pelo canoso.

Pero las chicas, las mujeres… Le costó mucho trabajo reconocerlas, hasta tuvo que oír sus nombres para hacerlo.

Y eso que había salido con casi todas las que estaban allí charlando, riendo y bebiendo ponche. Muchas lo miraban con frialdad. Era evidente que no habían olvidado su actitud prepotente como quarterback del Fire High y que se daban cuenta de que él no las reconocía. Eso tenía que dolerles, saber que no habían significado nada para él.

No obstante, no se enorgullecía de ello. Si hubiese podido volver atrás, habría borrado el último curso entero y habría empezado de cero.

Para reparar todo el daño que le había hecho a ella. Incluso hubiese sacrificado los nueve años que había pasado jugando como profesional.

Pero lo pasado, pasado estaba y lo único que podía hacer en esos momentos era dar al instituto lo que no había podido darle a Addie.

—Skip, ¿te acuerdas de Cheryl Mosley? —le preguntó el entrenador McLane tocando el codo de una mujer morena y alta—. Lleva el departamento de ciencias, y vais a compartir los cursos de química.

Skip saludó a la mujer con la cabeza. Afortunadamente, había terminado sus estudios antes de hacerse jugador profesional. Aunque el fútbol había sido su pasión, había sabido que su carrera podía durar poco. Y así había sido, había terminado dos años antes con una lesión de hombro. Así que allí estaba, dando gracias por su buena suerte al poder heredar el puesto del entrenador McLane en el equipo de fútbol americano y sus clases de química.

Sonrió y le dio la mano a la morena. Cheryl. Sí, se acordaba de ella. Había estado al frente de las animadoras en su época.

Había salido con ella durante cinco meses. La relación más larga que había tenido en la isla. Antes de conocer a Addie Wilson.

Addie, a la que todavía no había visto.

«No va a venir», le susurró una voz al oído. «¿Por qué iba a hacerlo? La abandonaste».

Luego fueron pasando por allí otros antiguos alumnos, padres de alumnos, niños que estaban en el equipo de fútbol. Uno tras otro se fueron despidiendo del entrenador y dándole la bienvenida a Skip con poco entusiasmo.

Una hora después, cuando casi todo el mundo estaba dentro, llegó el momento de los discursos. El director, Jeff Holby, presentó a Skip antes de que el entrenador McLane le pasase un brazo alrededor de los hombros y tomase el micrófono.

—Estoy encantado de pasar el relevo a un joven tan estupendo como Skip Dalton. Skip creció en Firewood Island, asistió a este instituto y luego dio a conocer nuestra pequeña isla al mundo entero.

Hubo muchos aplausos, aunque Skip sabía que eran más por el viejo entrenador, que por su carrera.

—Después de treinta años —continuó el entrenador—, no creo que haya otra persona más apropiada para asumir mi puesto —dio un paso atrás y tendió las llaves de los vestuarios y de su despacho a Skip—. Ahora son tuyas. Haz tuyo el equipo. Y las victorias. Estaremos apoyándote.

Los aplausos sacudieron el gimnasio y todo el mundo coreó el nombre del «entrenador McLane» antes de empezar a corear el del «entrenador Dalton».

Fue entonces cuando vio a Addie.

Estaba al fondo del gimnasio, junto a un grupo que había llegado tarde. No aplaudía ni vitoreaba, estaba apoyada en la pared, de brazos cruzados, con el bolso colgado del hombro… y lo observaba. Él no pudo evitar sonreír. Y tuvo que contenerse para no saltar del escenario y correr a su encuentro.

Quería verla de cerca. Quería tocar su mano, su suave pelo y mirar en la profundidad de sus ojos azules. Decir su nombre…

¿Y luego qué? ¿Rogarle que lo perdonase? ¿Decirle por qué estaba allí y lo que se proponía?

¿Qué pretendía ganar preocupándola?

Aquella pregunta le había estado rondando desde que, diez meses antes, había tomado la decisión de volver a su ciudad natal. Cuando se había enterado de que el entrenador McLain iba a jubilarse, había llamado al instituto, había hablado con él, con el director, y con la junta escolar. Y antes de que le hubiese dado tiempo a pensárselo dos veces, había firmado un contrato por cinco años.

Sobre todo, por su hija.

Miró hacia donde estaba Becky, de doce años, sentada en la primera fila con ojos brillantes, y sintió un amor que no le cabía en el pecho. Cada vez que la miraba daba gracias por haber podido encontrarla, y por haber conseguido que volviese con él.

Lo único que lamentaba Skip eran los años perdidos. Pero tenía que centrarse en el presente y la chica se merecía un hogar lleno de amor, una buena escuela y, sobre todo, una familia.

Y Skip pensaba que eso era posible en Firewood Island, con Addie.

Aunque tendría que andarse con pies de plomo.

Según había oído decir, era una mujer independiente. Y solitaria.

Al mirarla y ver su barbilla levantada, entendió que quería decirle que estaba allí por el entrenador McLane, no por él.

Por fin dejaron de aplaudir. Skip dijo unas pocas palabras de agradecimiento y luego terminó la ceremonia. Era el momento de mezclarse con la multitud, hablar de sus metas para la siguiente temporada y presentar a su hija.

Y hablar con Addie. Antes de nada, tenía que presentar a Becky a Addie.

Su hija lo esperaba al final de las escaleras.

—Has estado genial, papá. Les vas a encantar como entrenador.

Su confianza en él lo apabullaba. Cuando, diez meses antes, le había explicado a Becky cuál era su relación, ella, que estaba desesperada por tener una familia, había asumido el cambio con tanta fe que le había roto el corazón. Skip esperaba que aquella fe también resistiese la prueba cuando hablase a Addie de su hija.

—Ya veremos, cielo —contestó poniéndole una mano en el hombro—. Recuerda que cuando me marché de aquí las relaciones no eran demasiado cordiales.

Durante los últimos meses, había ido hablándole a Becky de sí mismo, pero no le había dicho nada de Addie. Todavía no había tenido valor para hacerlo.

—Ya, pero en cuanto ganes un partido, toda la ciudad se alegrará de tenerte de vuelta.

—Eso espero —rió Skip—. ¿Quieres un perrito caliente?

Fueron hacia la puerta. Y Skip buscó a Addie con la mirada, pero no la vio. ¿Y si se la había imaginado con un bonito vestido amarillo? Era probable. Llevaba meses pensando en ella.

Desde que había encontrado a Becky.

«Admítelo, llevas pensando en ella desde que te marchaste, hace trece años».

Había formado parte de sus pesadillas y de sus sueños durante la mitad de su vida. Y ya era hora de volver al punto de partida.

—Vamos por algo de comida —le dijo a su hija con determinación.

Salieron fuera, al sol y al aire con olor a mar de la isla.

 

 

A veces, Addie seguía sorprendiéndose de que cinco personas hubiesen dormido, comido, reído, abierto regalos de cumpleaños y de Navidad, se hubiesen peleado por el baño y por la ropa… y hubiesen sobrevivido en la pequeña casa en la que seguía viviendo su madre.

Aparcó en el camino lleno de polvo de la que había sido su casa, situada en las afueras de la ciudad, y pensó en sus hermanas Lee y Kat, que también vivían en la isla. De las tres, Addie iba a ver a su madre casi a diario; Lee solía estar fuera de la isla con su avión y Kat estaba atada al bed-and-breakfast que regentaba.

Y con respecto a sus padres… Eso era otra historia.

El de Addie había muerto hacía dos años y el de Lee se había marchado cuando ésta todavía era una niña. El de Kat… Nadie sabía quién era ni dónde estaba. Era un secreto que Charmaine se había empeñado en no desvelar, con la excusa de que formaba parte del pasado.

Pero a veces el pasado volvía, y Skip Dalton era el más vivo ejemplo de ello.

Al volverlo a ver después de más de una década, al oír su voz suave y profunda… se había sentido como una adolescente. Y él, el deportista del instituto, el estudiante de universidad que volvía a casa por Navidad. El chico que la besó bajo las gradas del instituto, que la acarició allí donde nadie antes la había acariciado, robándole la virginidad en su camioneta a orillas del lago Silver y que… la había dejado embarazada. En aquella casa, en el que había sido su dormitorio.

Apartó de su mente aquellos recuerdos, abrió la puerta y salió del coche. Era hora de recoger a su hija y dejar que Skip Dalton se fuese con quien quisiese. Probablemente, con la mitad de las mujeres de la isla.

Addie resopló. Sería mejor que Skip tuviese cuidado, porque esas mujeres tenían maridos.

Subió las escaleras de casa de su madre sacudiendo la cabeza. Llamó a la puerta.

Un momento después le abría su madre.

—Hola, mamá —dijo mientras entraba—. ¿Qué tal está mi niña?

—Bien —contestó Charmaine escudriñándole el rostro—. Cualquiera diría que has visto el fantasma de tu padre.

—Ojalá —dijo ella entrando en el salón, donde estaba Michaela, debajo de una manta azul que estaba sujeta con libros, entre el sofá y la mesita del café. Tres Barbies y un Ken estaban en el suelo, cerca de la entrada de la «casa». Addie le tocó cariñosamente en la pierna—. Eh, cariño. ¿Nos vamos?

Michaela la miró desde debajo de la manta.

—¿P… p… puedo que… quedarme?

Addie se arrodilló en el suelo y tomó las manos de su hija.

—Habla despacio, cielo.

—¿Puedo… quedarme?

—La abuela tiene cosas que hacer esta tarde, Michaela —aunque no estaba segura de que fuese verdad, ella necesitaba estar en su casa. Saber que su mundo no iba a derrumbarse con la vuelta de Skip Dalton.

—Pero… quiero… jugar.

—Lo sé, cariño. Tal vez volvamos mañana, ¿de acuerdo?

Le tendió una mano, dando por zanjado el asunto. Y la niña salió de su escondite y recogió las muñecas.

—Adiós, abuela.

Charmaine le dio un paquete de galletas.

—Son para ti, pero para cuando mamá te dé permiso para comerlas.

—De acuerdo.

—Hasta pronto, cariño —se despidió, dándole un beso en el pelo a su nieta.

Mientras Addie iba hacia afuera, Charmaine murmuró.

—¿Qué ha pasado en la fiesta de despedida de Harry que te ha puesto tan nerviosa?

—Nada. Han presentado al nuevo entrenador y a Harry le han dado una placa y un reloj de oro. Eso es todo.

—¿Estaba Skip Dalton?

Addie se volvió hacia su madre mientras Michaela subía al coche.

—No hagas como si no lo supieras, mamá. Ha salido en los periódicos dos veces.

—¿Has hablado con él?

—No.

—Pero lo has visto.

—Sí, lo he visto.

Había muchas preguntas en la mirada de Charmaine: ¿Cómo estaba? ¿Seguía igual de guapo? ¿Se había quedado la gente impresionada con él? ¿Había cambiado? Miles de preguntas que no significaban nada… y lo significaban todo.

—Tengo que irme —comentó Addie bajando las escaleras.

—Addie… Tu padre no quiso que sufrieras tanto…

Cyril Wilson había convencido a su hija de que dejase al hombre al que amaba y, después, también a la hija que habían tenido en común.

Addie se volvió y miró a su madre.

—Déjalo, mamá.

—Addie, tu padre sólo quería que tuvieses una oportunidad, quería lo mejor…

—¿Para quién? ¿Para mí? ¿Para ti? ¿Para nuestra familia? No te engañes. Papá sólo quería guardar las apariencias. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo… menos tú. ¿Cuándo vas a darte cuenta?

—Estás dejando que Skip te afecte, Adelina, y no merece la pena.

Charmaine la miró de reojo, probablemente se sentía culpable. Aunque a Addie ya le daba igual lo que sintiese. Llevaba la última década con aquella espina clavada.

—¿Estaban tus hermanas? —le preguntó su madre.

—No las he visto, pero me he marchado antes de que terminase el acto.

Charmaine suspiró.

—¿Qué? ¿Esperabas que me quedase a darle la bienvenida a Skip? —entrecerró los ojos—. Claro que sí.

Abrió la puerta de la camioneta y entró. Estaba deseando zanjar aquella conversación.

—Vais a trabajar en el mismo instituto —señaló Charmaine.

—Algo que no me hace ninguna ilusión.

—¿Por qué no intentas romper el hielo antes? Tal vez si hablas con él consigas sacar todo lo que llevas dentro.

—¿Todo lo que llevo dentro? Cuando papá me presionó para que firmase esos papeles, quería morirme. Morirme. ¿Lo entiendes?

—M… m… mamá —la llamó Michaela nerviosa.

—Bueno, adiós.

Charmaine se acercó.

—¿Qué vas a hacer con respecto a…?

—Nada en absoluto. Ese hombre no me importa nada de nada —entró en el coche, lo puso en marcha y se alejó de su madre.

«No te importa nada, recuérdalo, Addie», se repitió a sí misma.

Skip Dalton no era más que una piedra en la carretera de su vida. Sólo tenía que darle una patada y apartarlo de ella. «Entonces, ¿por qué estás tan molesta?». Y tan preocupada.