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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 424 - junio 2019

 

© 2008 Natalie Anderson

Deseo por contrato

Título original: Mistress Under Contract

 

© 2009 Natalie Anderson

Amante en la oficina

Título original: Hot Boss, Boardroom Mistress

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-988-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Deseo por contrato

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Amante en la oficina

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

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Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Siempre planeas tus actividades.

Te gusta tener las cosas ordenadas.

Piensas que un análisis racional es la mejor forma de resolver cualquier problema.

Siempre haces un seguimiento de la evolución de las medidas que adoptas.

Consideras imprescindible tener una experiencia directa de las cosas.

Consideras relevantes las opiniones de tus colaboradores.

Te gusta trabajar en un ambiente dinámico.

Sabes controlar tus deseos y evitar las tentaciones.

Te cuesta desconectar del trabajo.

Crees que la justicia es más importante que la clemencia.

Te gusta el reto que conlleva la competitividad.

Te fías más de la razón que de la intuición.

Tomas decisiones espontáneamente.

Te gusta decir la última palabra.

Las emociones intensas te influyen poderosamente.

Te cuesta hablar de tus sentimientos.

 

Lucy se quedó mirando la lista de afirmaciones preguntándose qué perfil de su personalidad saldría si contestaba a todas que «sí». Podía alternar los síes y los noes. O incluso seguir una pauta matemática. ¡Pero si sólo estaba solicitando un trabajo temporal como organizadora de eventos! ¿De verdad era necesario que contestara un test de personalidad? ¡Cómo si no hubiera rellenado ya bastantes formularios! Unos relacionados con la salud, otros sobre su pasado, documentos demostrando su formación… Cualquiera diría que pretendía entrar en el servicio secreto en lugar de que la incluyeran en la bolsa de trabajo de una agencia de contratación temporal.

Necesitaba dinero y aquella era la tercera agencia que visitaba aquel día. Habría ido a más si no le hubiera llevado tanto tiempo rellenar papeles en cada una de ellas. Ya eran las cuatro y media, la agencia estaba a punto de cerrar, y dudaba que le diera a tiempo a completar el cuestionario a tiempo de pasar a la entrevista.

Golpeó el bolígrafo sobre el papel y la recepcionista le dirigió una mirada recriminadora.

–Tardará un rato en completar los papeles. Voy al despacho a archivar unos documentos. Llame al timbre cuando acabe y uno de nuestros agentes saldrá a hacerle la entrevista.

Ni el más mínimo rastro de una sonrisa. La mujer salió y Lucy tuvo que reprimir el impulso de sacarle la lengua.

Volvió a mirar el papel y decidió intentar que la identificaran con una personalidad tipo A, la correspondiente a los agresivos, arrogantes y ambiciosos; en opinión de Lucy, personas obsesionadas por el control, para los que lo más importante en la vida era alcanzar el éxito de acuerdo a resultados tangibles.

Lucy vivía en una categoría propia, el tipo X, definido por la diversión, la frivolidad, la libertad y, ocasionalmente, la insensatez.

Empezó a tararear a medida que marcaba algunos síes y algunos noes y poco a poco su sonrisa se fue ampliando. Era mucho más entretenido hacerse pasar por quien no era.

Oyó un suave carraspeo y, cuando alzó la cabeza, vio al prototipo A delante de ella. Alto, con traje oscuro y camisa blanca; cabello moreno con un perfecto corte; ojos que la observaban distantes y ceño fruncido en un rostro de facciones marcadas.

Era una pena que un rostro como aquél se viera estropeado por un gesto de malhumor.

Lucy sintió que se le erizaba el vello, y no sólo por los dos dardos dorados que se clavaban en ella. El aura de aquel hombre estampaba su sello sobre lo que lo rodeaba, incluida ella: tenía la altura y el aspecto de un campeón. No cabía duda de que era un hombre que sabía lo que quería y que estaba acostumbrado a conseguirlo. Tenía un aire indiscutible de autoridad. La pesadilla de Lucy.

Entornando los ojos, ella le devolvió la mirada en actitud desafiante, pero eso no anuló la fuerte atracción que le había despertado. Lucy jamás le cedía el control a nadie, pero por una fracción de segundo se planteó qué se sentiría dejándole llevar las riendas, aunque fuera por una hora, con su cuerpo. Tenía el aspecto de saber qué hacer. Y Lucy no pudo evitar sonreír.

Él frunció el ceño más profundamente a la vez que su mirada experimentaba un cambio sutil. Ni perdió intensidad, ni se hizo más amistosa, pero sus ojos brillaron con una claridad distinta. El hombre miró hacia el asiento vacío tras el escritorio de recepción y volvió a mirar a Lucy como si esperara que le diera una explicación.

Lucy pensó que le gustaría darle unas cuantas y al instante se indignó consigo misma por estar mirando a un hombre con aspecto arrogante como si fuera un apetitoso objeto sexual. Tragó saliva y se obligó a concentrarse. Le resultaba extraño que un hombre así estuviera buscando trabajo. No tenía pinta ni de camarero ni de oficinista.

Finalmente, decidió contestar a su muda interrogación.

–La recepcionista ha ido a archivar unos papeles, pero los formularios están sobre el escritorio. Se tarda un montón en rellenarlos.

El hombre enarcó las cejas al tiempo que tomaba un documento como el que Lucy sostenía en las rodillas.

–Empieza con el test de personalidad. Está tirado.

Él se sentó en una silla enfrente de ella y ojeó las páginas. Volvió a fruncir el ceño. Su silencio estaba poniendo nerviosa a Lucy.

¿Dónde estaba la solidaridad entre trabajadores? El hombre repasó rápidamente la lista de afirmaciones del test y por fin habló. Directo, con aspereza, deprisa.

–Deja que adivine. Has contestado que sí a «tiendes a basarte más en la improvisación que en la planificación cuidadosa». Y no a «por naturaleza, asumes responsabilidades».

El hombre la miró retándola.

Lucy sintió que se le erizaba de nuevo el vello.

–Y yo apostaría cualquier cosa a que tú responderías afirmativamente a «tu escritorio está siempre recogido y en orden».

La sonrisa que iluminó el rostro del desconocido le hizo pensar que había dado en el clavo, pero de inmediato, él le lanzó otro dardo envenenado.

–Debería haber aclarado que no vengo a buscar trabajo, sino un empleado.

–Ah.

¿Cómo podía ser tan estúpida? Nadie que buscara trabajo entraba en una agencia de empleo con un traje hecho a medida y el aire de seguridad de un dios griego. Lucy reaccionó al instante diciéndose que no podía dejar escapar la oportunidad.

–¿Qué necesitas?

–Un encargado para un bar de copas –dijo él, entornando los ojos.

–Pues ya lo tienes.

–¿Conoces al candidato perfecto?

–Soy yo.

Lucy vio que él deslizaba la mirada por sus viejos vaqueros y su camiseta de tirantes, y se dio cuenta de que le parecía no presentaba la imagen adecuada.

–Ni siquiera sabes en qué consiste el trabajo –dijo él con sorna.

–Acabas de decírmelo: necesitas a alguien que se encargue de un bar.

Él sonrió con malicia.

–¿Puedes llevar un bar de striptease?

Lucy lo miró boquiabierta. Jamás hubiera imaginado que aquel hombre de aspecto convencional se moviera en ese tipo de ambientes.

Él se inclinó hacia adelante y dijo:

–No hablaba en serio. Necesito alguien con experiencia y que sea capaz de asumir responsabilidades.

–Yo misma.

–Acabas de decir que has contestado que no.

–No, eso es lo que tú has asumido.

Se miraron fijamente como si se tratara de un duelo.

–Dame tu currículum.

–Dame los detalles del trabajo.

Aunque él tuviera el poder, ella estaba dispuesta a tirarse un farol. De hecho, era una especialista.

El silencio se prolongó hasta la incomodidad. Lucy alzó la barbilla y se dio cuenta de que el hombre se concentraba en sus labios, y no sonrió al ver que separaba los suyos.

–Principesa es un bar sencillo, pero que va muy bien, y no quiero que fracase.

Lucy había oído hablar de él y sabía que había abierto durante el año que ella había estado fuera. Tal y como él lo había descrito, era pequeño, pero tenía un gran potencial.

–¿Eres el dueño? –aunque mostrarse tan incrédula no jugaba a su favor, lo cierto era que no llegaba a imaginárselo en el mundo de los bares nocturnos, y Principesa lo era.

–Mi prima Lara Graydon es la dueña.

Lucy la conocía. Un metro ochenta y el aspecto de una diosa nórdica; había sido la musa de la modernidad durante muchos años.

–Ha tenido que ir a Estados Unidos por asuntos personales –el hombre hizo una mueca de desagrado–, y me ha pedido que vigile a su encargado –las dos últimas palabras salieron de sus labios como un insulto.

–¿Y qué ha pasado?

–Que ha aparecido completamente borracho esta mañana detrás de la barra. La policía municipal lo ha encontrado al ir a comprobar por qué el bar no había cerrado y se oía música a todo volumen desde la calle. Además he descubierto desajustes en la caja.

–Lo que significa…

–Que lo he despedido.

Lucy sospechaba que errores aun menores podían encolerizar a un hombre como aquél. No tenía aspecto de conformarse más que con la perfección.

–Así que necesitas a alguien lo antes posible.

Él asintió.

–Estamos a miércoles y puedo mantenerlo cerrado un par de días, pero debería abrir el viernes. Quiero que alguien empiece inmediatamente a poner orden en el caos. No quedan provisiones ni para media noche. Necesito a alguien que asuma la responsabilidad.

–¿Y por qué no lo haces tú?

Él puso los ojos en blanco.

–¿Con esta pinta? –se señaló el traje y a Lucy le gustó que tuviera sentido del humor–. Tengo un trabajo que me ocupa todo el día. Por eso quiero que alguien me libere de esa responsabilidad hasta que Lara vuelva.

–¿Y cuándo es eso?

–Eso me gustaría saber a mí –dijo él, encogiéndose de hombros–. Espero que en tres de semanas.

Se produjo un nuevo silencio durante el que Lucy lo observó mientras pensaba a toda velocidad. Intentó ignorar que lo encontraba extremadamente atractivo y que su fría determinación resultaba fascinante. No podía negar que la excitaba.

Nunca se había sentido atraída por un hombre tipo A. Estaba sin un céntimo y necesitaba conseguir un trabajo de inmediato. Como encargada, cobraría más que en cualquier otro puesto, aunque sólo fuera por unas semanas, y la experiencia le serviría para futuros trabajos.

Abrió el bolso y sacó una copia del currículum intentando evitar que él viera que llevaba un montón. Para ocultar su nerviosismo, se cuadró de hombros y se lo pasó con un gesto ampuloso.

Él lo tomó, pero en lugar de leerlo mantuvo la vista fija en ella hasta que Lucy tuvo que desviar la suya.

El silencio se prolongó mientras él se decidía a leerlo. Su rostro no traslució la más mínima reacción. Finalmente dijo:

–Se ve que tenemos algo en común.

–¿El qué?

–No te gusta comprometerte.

Lucy parpadeó.

Él volvió a leer mientras una sonrisa bailaba en sus labios, como si pensara que era divertido desconcertarla. Lucy se mordió la lengua para no darle una respuesta descarada, y tomó aire.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Que no has conservado ningún trabajo más de tres meses.

–He estado en la universidad hasta el año pasado, así que los trabajos eran temporales.

–¿Y este año?

–He estado viajando.

–¿Por qué dejaste el último trabajo?

Por lo mismo que los demás. Por aburrimiento, porque nunca le parecía que se adecuaban a sus deseos. Siempre se esforzaba por ser una trabajadora responsable, pero con fecha de caducidad.

–Puedes llamar a cualquiera de mis jefes para pedir referencias. Jamás he faltado al trabajo, ni me importa hacer turnos dobles. Cualquiera de ellos te lo dirá.

Nunca se había echado un farol tan gordo. Era buena, pero no excelente; más mediocre que excepcional. Nunca había destacado, aunque tampoco lo había pretendido. ¿Por qué esforzarse si la habían encasillado como alguien incapaz de destacar en nada? El único premio que se había merecido en toda su vida era el de la mayor idiota del mundo, lo que había despertado en ella sentimientos de humillación y de temor que habían condicionado cada intento que había hecho crearse un mundo propio. Por eso empezaba de nuevo cada vez y temía esforzarse al máximo.

–Te aseguro que puedo hacer el trabajo. Llevo años trabajando en bares y restaurantes. Conozco a los proveedores, sé lo que funciona y lo que no. Te aseguro que no te arrepentirás.

Miró al reloj. Faltaba poco para las cinco y rogó que la recepcionista no apareciera y que la fortuna, por una vez, estuviera de su lado.

–Conozco el oficio de cabo a rabo: desde la limpieza al abastecimiento y a la forma de tratar a los clientes molestos. Y sé tratar con el personal.

Lucy no estaba segura de estar convenciéndolo, pero al menos él no aparaba la mirada de ella. De hecho, le costaba no dejar que su intensidad la distrajera. O sus ojos. Lucy no llegaba a concluir si eran dorados o marrones con motas doradas. En cualquier caso, eran inusuales e hipnóticos. Parpadeó.

–Si quieres a alguien para dirigir tu bar, me quieres a mí.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Siempre planeas tus actividades

 

Daniel Graydon se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire: «Me quieres a mí». Era espantoso, pero había algo de verdad en ello. Y eso que era evidente que aquella mujer pertenecía, en lo que a él respectaba, a otro planeta. La miró detenidamente y sólo consiguió confirmarlo.

Parecía una hippy indómita, mientras que a él le gustaban las mujeres refinadas. Tenía un moreno que indicaba que pasaba largas horas en la playa, y su escote no dejaba a la vista ninguna marca de bikini. Borró de su mente la imagen de su cuerpo moreno desnudo y se concentró en sus largas piernas, envueltas en unos viejos vaqueros. Le habría encantado saber si la piel que había bajo ellos era tan dorada y aterciopelada como la de las manos y el cuello… Tenía que quitarse de la cabeza esos pensamientos.

Bajó la mirada hacia sus pies y se encontró con unas puntiagudas botas vaqueras con la caña repujada. No pudiendo evitar sonreír, se preguntó si tendría unas espuelas a juego, o un látigo, además del de su lengua, que obviamente sabía usar como un arma afilada.

Su currículum demostraba que era una inconstante, una típica chica necesitada de gratificaciones instantáneas. Un caso inequívoco de «sólo me importa mientras me beneficie a mí, a mí, a mí».

Daniel estaba muy familiarizado con las mujeres y su tendencia a conquistar y desaparecer sin preocuparse del desastre que dejaban a sus espaldas. No tenían sentido de la lealtad, de la responsabilidad ni del compromiso. Por eso mismo era él quien conquistaba y quien las dejaba antes de que pudieran hacerlo ellas.

En circunstancias normales, le habría encantado decirle que no. Pero la situación no exigía a alguien permanente, sino una solución inmediata y temporal. La volatilidad de la mujer no tenía por qué constituir un problema.

La miró de nuevo y vio que ella lo observaba. Podía percibir su determinación para que le diera el trabajo, pero no fue eso lo que lo decidió, sino vislumbrar tras esa fachada a alguien desesperado porque se le ofreciera una oportunidad. Como abogado, había visto esa misma expresión muchas veces. El sentimiento de inferioridad, la necesidad de ser escuchado y de asumir riesgos aun sabiendo que serían rechazados. Era el tipo de expresión que le decidía a aceptar un cliente de forma gratuita a pesar del excesivo número de casos que llevaba, para asombro y desaprobación de los socios del bufete.

La mujer habló de nuevo:

–No tienes nada que perder. Son casi las cinco. Si quieres a alguien que empiece hoy mismo, soy tu mejor opción. Sé hacer el trabajo, deja que te lo demuestre.

Él miró el reloj. Era verdad. No le quedaba tiempo de ir a otra agencia y necesitaba que alguien empezara a limpiar aquella misma noche. Los ojos grises de la mujer lo taladraban. En ellos ardían la pasión y la determinación.

–Te doy tres semanas. Vayamos para allí.

La cara que se le puso a ella iba a ser difícil de olvidar; era imposible no responder a su luminosa sonrisa. Entonces sus voluptuosos labios le afectaron de otra manera, y en otra parte de su cuerpo, la ingle. Un mal síntoma.

–Ahora mismo –dijo.

Se puso en pie y ella saltó como un resorte al tiempo que metía los papeles en el bolso sin preocuparse de que se arrugaran. Él la observó, diciéndose que si se caracterizaba por ese tipo de torpeza, volvería a necesitarlos pronto.

Una mujer salió de la oficina trasera.

–Perdón, he tardado más de lo que esperaba –se interrumpió al ver a Daniel–. Disculpe, ¿puedo ayudarlo?

Él arqueó las cejas, dirigiéndole la mirada desdeñosa que dedicaba a las personas ineficientes.

–Me temo que llega demasiado tarde.

La mujer lo miró perpleja.

La nueva encargada de su bar, añadió, sonriendo malévolamente:

–Lo siento, no tengo tiempo para rellenar todos estos papeles. Ya tengo trabajo –se colgó el bolso del hombro.

Entonces se agachó y levantó algo que había dejado junto a la silla. Un maletín de violín. Daniel dio un paso atrás y vio cómo pasaba a su lado una cowgirl con aplomo y extremadamente segura de sí misma.

 

 

Se encaminaron hacia el bar, que quedaba a cinco minutos caminando, en una zona de moda de la ciudad, donde se cruzaron con estudiantes, músicos callejeros y algunos ejecutivos.

–¿Llevas un violín de verdad o es que perteneces a la Mafia?

–¿Crees que escondo un arma en el maletín?

Daniel sospechaba que ella era en sí misma un arma peligrosa.

–¿Sabes que eres muy confiada?

–¿Por qué?

–Porque ni siquiera sabes cómo me llamo.

Daniel sí sabía el nombre de ella: Lucy Elizabeth Delaney, veinticuatro años, licenciada en Música, con carné de conducir vigente y un viejo coche en propiedad y poco más que decir respecto a sus actividades extracurriculares.

Lucy lo miró de arriba a abajo.

–No tienes pinta de ser peligroso.

–Las apariencias engañan. Ni siquiera sabes cuánto voy a pagarte.

Lucy le clavó una mirada airada.

–Sé cuánto se está pagando.

Daniel se dio cuenta de que él en cambio, no tenía ni idea. No sabía nada de aquel tipo de negocios, con la excepción del precio de una copa de vino. Si no tenía cuidado, aquella mujer abusaría de él. Que no durara tiempo en los trabajos no significaba que no fuera astuta.

–¿Cómo te llamas? –preguntó ella.

–Daniel Graydon.

En la puerta del bar, sacó las llaves y, por un instante, se preguntó si hacía bien confiándoselas a una persona a la que había conocido hacía menos de media hora. Pensó que Lara se había aprovechado de su sentido de la responsabilidad, sabiendo que haría lo que fuera para resolver cualquier problema que pudiera perjudicar su negocio. Así que tendría que supervisar a su nueva empleada. Justo lo que habría querido evitar.

Lucy lo precedió en las escaleras por las que se subía al bar y él no pudo evitar seguir el sensual movimiento de sus caderas. Un motivo más de inquietud.

¿Habría seguido por primera vez los dictados de su cuerpo en lugar de los de su cabeza? Su sentido común le aconsejaba no contratarla, pero su cuerpo le decía lo contrario. Los dedos le cosquillearon con la tentación de alargar las manos y tocarla.

Lucy caminó hasta el centro del local, con sus botas repicando en el suelo de madera. Daniel fue tras la barra y encendió las luces. En lugar de prestarle atención, Lucy miró a su alrededor y observó la falta de provisiones en la cámara.

–¿Cuándo quieres volver a abrir?

–El viernes.

Lucy miró de nuevo a su alrededor.

–Tenemos mucho que hacer.

–Tú tienes que trabajar –dijo Daniel enfáticamente–. Yo tengo mis propias ocupaciones.

Ella se volvió a mirarlo:

–¿En las finanzas o como abogado?

Por el tono sarcástico que había usado, era evidente que no respetaba demasiado ninguna de las dos actividades.

–Abogado.

–¿De éxito?

La modestia impidió contestar a Daniel con honestidad.

–Trabajador.

Lucy asintió, como si hubiera confirmado sus peores sospechas. Luego volvió a concentrarse en la sala.

–¿Dónde está el personal?

–No lo sé. En el despacho que hay en la parte de atrás hay una lista. Les he llamado para decir que cerraríamos un par de días y que el nuevo encargado se pondría en contacto con ellos.

–Voy a ponerme manos a la obra –dijo ella, tomando un posavasos sucio de una mesa próxima.

–Ten cuidado, no vayas a agotarte.

Lucy lo miró con las cejas enarcadas y sonrió con desdén.

Daniel miró la hora. Tenía que volver a la oficina antes de que Sarah creyera que había desaparecido, pero le preocupaba dejar a Lucy sola. Necesitaba conocerla un poco más. No conseguía descifrar qué tipo de mujer era aquélla. Resultaba una contradicción andante: superficialmente tensa y sin embargo ansiosa por complacer.

Lucy lo miró fijamente. Era evidente que no confiaba en ella.

–Está bien –dijo, sonriendo–. Voy a intentar localizar al personal –al ver que el dudaba, añadió–: No te preocupes, no voy a robar el mobiliario en media hora.

Lo peor era que él la miraba como si pensara que eso era lo que iba a hacer. Lucy no comprendía por qué la había contratado, a no ser que se tratara de una decisión espontánea de la que ya se había arrepentido. Y eso la irritó enormemente.

Que no hubiera durado en un trabajo más de tres meses no significaba que no fuera una buena trabajadora. Siempre se había marchado por voluntad propia. No podía negar que a veces era un poco arisca y bocazas, pero era la mejor manera de mantener a la gente a distancia, de que no se crearan demasiadas expectativas, de protegerse a sí misma.

Lo miró con resentimiento. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Ahí estaba, de pie, con su inmaculado traje, convencido de que no era capaz de hacer el trabajo. Y lo único en lo que ella podía pensar era en cuánto la excitaba, en las ganas que le despertaba desvestirlo, dejarlo desnudo y conseguir que su mirada de hielo ardiera. Una de tantas estupideces que había aprendido a controlar.

Él sacó una tarjeta del bolsillo.

–Llámame si hay cualquier problema. Cerraré con llave al salir.

Lucy alargó la mano con un gesto de indiferencia por contraste con la intensidad de la mirada que cruzaron. Una vez más, fue ella la primera en desviar la suya. Era como mirar a un león dispuesto a atacar.

Le oyó bajar las escaleras con paso decidido y esperó a oír la puerta cerrarse. Sólo entonces aspiró el aire que llevaba reteniendo desde hacia un buen rato.

La tarea que tenía por delante era abrumadora. ¿Cómo demonios iba a llevarla a cabo? Necesitaba ayuda. Tomó el móvil, marcó un número y cruzó los dedos. Afortunadamente, Emma contestó al instante.

–Soy yo. Necesito que me ayudes.

–¿Estás bien, Lucy?

–Sí. De hecho, tengo trabajo.

–¿Otro? ¿Dónde estás?

–En Wellington.

–Creía que te gustaba Nelson.

–Me cansé de que siempre hiciera sol.

Emma rió.

–Estás loca. ¿Cuándo vas a permanecer en algún sitio más de tres semanas?

–No lo sé. Pero este trabajo es bueno, soy encargada de un bar.

–¡Fantástico! ¿Para qué me necesitas?

–Tengo que ponerme al día en programas de gestión, pago de nóminas y hojas de cálculo, Emma –es decir, de todo lo que odiaba.

Emma rió.

–¿Qué sistema usan?

Lucy miró la pantalla del ordenador y le leyó los programas del escritorio.

–Muy fáciles, Lucy, los aprenderás enseguida –la animó su hermana–. Tengo un portátil de sobra; le cargaré los programas y una guía y te lo mandaré mañana mismo por mensajero.

–Me has salvado la vida –Lucy le dio las señas del bar–. El resto sé cómo hacerlo, pero de esta parte no tengo ni idea.

–¡Lucy, es increíble, pareces genuinamente motivada!

Lucy miró la tarjeta de Daniel Graydon.

–Supongo que sí. Quiero hacerlo bien, Emma.

Estaba decidida a lucirse las tres semanas que tenía por delante y demostrar de lo que era capaz. Después se iría de vacaciones.

–Me alegro mucho.

Lucy colgó reconfortada por la conversación y volvió al centro del local para inspeccionar sus nuevos dominios. El bar estaba en una primera planta, tenía ventanas tintadas que daban a la calle; en un rincón había una mesa de billar y por el perímetro había rincones y espacios para sentarse cómodamente; una pista de baile y la cabina del DJ ocupaban uno de los lados. Era un local pequeño e íntimo, pensado para una clientela selecta, con clase. Intentaría atraer a profesionales jóvenes y ricos del mundo del diseño, la moda y la televisión, así como a los jóvenes políticos y jueces. Wellington, la ciudad de Nueva Zelanda que representaba el poder y el bienestar económico, entremezclado con un toque de Hollywood.

Y supersofisticado. Lucy sabía bien cuánto atraía la sofisticación. Aunque a ella le fuera indiferente, sabía fingirla como el mejor. Podía identificar una tendencia al instante. En los bares y restaurantes en los que había trabajado, había sugerido cambios en la decoración o el estilo que siempre habían resultado satisfactorios.

Volvió al despacho y buscó la lista del personal. Una hora más tarde los había localizado a todos. Un par de ellos, incluido el portero, habían buscado otro trabajo pensando que el bar tardaría un tiempo en volver a abrir. Pero Lucy conocía a gente en el gremio y supo a quién llamar para cubrir los puestos correspondientes.

Su nuevo jefe suponía un incentivo en sí mismo. Por la razón que fuera, probablemente la desesperación, le había ofrecido el trabajo. Pero sobre todo, se lo había presentado como un reto. Y le correspondía a ella demostrarle que estaba equivocado si pensaba que fracasaría.