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Bruce Elliott
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Entonces le dije a mi amor:

“Los muertos bailan con los muertos,

el polvo se arremolina con el polvo”.

Oscar Wilde, La casa de la ramera

1

HACÍA UN CALOR APESTOSO, UN CALOR TÍPICO DE CHICAGO, un calor de conventillo, un calor de prostíbulo. Viscosas gotas de sudor se mezclaban en sus cuerpos. Él se apartó de la mujer. No porque pensara que estaría más fresco, pues toda la cama estaba humeando, sino porque al terminar siempre se desesperaba por un cigarrillo.

Prendió uno para ella y se lo puso en la boca embadurnada de rouge.

—¡Vaya! —exclamó ella.

—Calor, ¿verdad?

—No me refería a eso. ¿Cuánto hace que no estabas con una mujer, cariño?

Rodando a un costado, él se apoyó en el codo, tratando de despegar el cuerpo del calor de las sábanas húmedas. ¿Cuánto tiempo? Cuatro años, diez meses y once días, y un par de días atrás también habría calculado cuántas horas, pero eso era un par de días atrás.

Mirándola, sin sentir nada, viendo su boca pegajosa, sus ojos con aureolas negras (negras por la vida que llevaba, negras por el rímel que se le había corrido), posó la mirada en el cuerpo desnudo hasta llegar a los pechos rebosantes que caían a ambos lados del torso. Al recogerla en Division Street, tenía que haber recordado que los que se veían tan bien bajo la ropa, los que sobresalían como el cajón de un escritorio, eran los que se desmoronaban cuando la mujer se quitaba el corpiño. Tendría que acordarse de muchas cosas.

—Ha pasado un largo tiempo —dijo al fin.

Ella terminó el cigarrillo, lo aplastó en un cenicero que demostraba que había tenido una noche ajetreada. Había seis marcas de cigarrillos mezcladas con sus colillas manchadas de rouge. Hinchó las mejillas y exhaló.

—Será mejor que mueva el trasero si quiero conseguir más trabajo esta noche —dijo.

Él asintió y se puso la ropa sudada en el cuerpo empapado. ¿Qué demonios había esperado? Cuando querías algo con tanta desesperación, nada te dejaba satisfecho. Se suponía que era algo que aprendías al madurar.

A ella le costó meter sus anchas caderas en la faja. Mientras se agachaba para sujetarse las medias a los portaligas, él se preguntó por qué la había encontrado tan excitante cuando ella lo abordó en ese tugurio. Pero lo supo enseguida. Solo necesitaba una mujer, cualquier mujer. ¿Qué podías esperar de una chica que atendía una docena de clientes por noche?

Se paró frente al espejo turbio y gris y se pasó la chomba sobre la cabeza. Al alzar los brazos, hundió la barriga, sacó el pecho, mostró el hueco del costado izquierdo donde antes había un pulmón, y donde ahora no había nada. Arqueó la boca con amargura. Oyó las palabras del médico: “Ningún esfuerzo, tómelo con calma, nada de fumar, nada de beber, nada de sexo…”. Nada de nada. “Después de todo, le queda un solo pulmón, y está sostenido por adhesiones. Debe tomarlo con calma”.

Treinta y dos años y ya estaba muerto.

Un cadáver que buscaba un lugar donde acostarse y cubrirse con tierra.

La mujer estaba lista. Se había retocado la cara, reparando parte del daño. Llevaba su enorme cartera de charol colgada del brazo. Ahora que se había vuelto a poner su equipo, ya no era un misterio que él la hubiera seguido como un perro en celo. Las grandes flores del vestido estampado estaban mustias, pero su cuerpo se movía con frescura, una imitación del amor que era tan vacía como toda lujuria.

Ni siquiera se molestó en echar llave a la puerta cuando salieron. El corredor hedía, los pisos estaban llenos de desechos, y parecía que ningún estropajo podría limpiar esas escaleras.

El enfermizo marmolado del tramo de escalera que bajaba a la calle tenía un fulgor opaco a la luz de la bombilla desnuda de quince watts que colgaba, manchada con excrementos de mosca, sobre el escritorio de la conserjería.

El conserje ni siquiera alzó la vista cuando pasaron. No estaba leyendo, y a juzgar por su cara impávida ni siquiera estaba pensando.

—Te veo en un rato, Jimmy —dijo la muchacha.

—No hay prisa —dijo el conserje, casi sin mover la boca.

Bajaron la escalera, salieron a la calle, se internaron en la oscuridad de la noche, y volvieron a ser extraños.

—No te olvides la dirección, cariño —dijo ella jovialmente—. Si no me encuentras aquí, espera. Regresaré, tarde o temprano.

Agitó la mano con desgano y se alejó, tambaleándose sobre sus tacos demasiado altos. La luz de la calle proyectó cuatro sombras alrededor de ella. Mientras la mujer caminaba, las sombras se alargaban, se enredaban, se retorcían como la ilustración de un libro obsceno, como las complicaciones con que sueñan los hombres cuando andan sin mujer, como esas mujeres de muchas piernas y muchos brazos que se revuelcan contigo cuando estás acostado en la cama de la cárcel noche tras noche. Luego desapareció.

Y en su cartera se iban sus últimos cinco dólares.

Se pasó el dorso de la mano por la frente, frotándose el pelo corto y duro, y se puso a caminar como si tuviera adonde ir.

A la izquierda, palpitantes luces de neón iluminaban los bares, los interminables e idénticos bares que hacen que de noche todas las ciudades se parezcan. No tenía sentido regresar por allá. Los bares (un bar, el primero en que había entrado) ya le habían dado lo que necesitaba. Se internó en la oscuridad, dejando atrás los conventillos y los hoteles por hora, el bullicio de las fonolas, el agobio de la pobreza. Si caminaba hacia el lago, alejándose del barrio bajo y del Loop, quizá encontrara un poco de aire, una brisa, una bocanada de oxígeno para su pulmón dolorido.

Una bocanada de aire fresco, y quizá pudiera pensar.

La noche estaba oscura pero viva. Hacía demasiado calor para dormir en cuartuchos malolientes, cuartuchos que eran más grandes que un ataúd, de modo que había que sacar los cuerpos cuando se morían, pero que no tenían el tamaño suficiente para que un humano soportara vivir en ellos. Las radios aullaban en las ventanas abiertas. Se asomaban mujeres maduras y desaliñadas, mirando, buscando, como si pudieran ver algo que sería diferente de lo que habían visto la noche anterior, para que luego pudieran hablar de la noche en que despanzurraron a Charley o la aporrearon a Betty o lo que fuera.

Un ruido súbito hendió la noche calurosa. Fue tan agudo y fuerte que un patrullero frenó de golpe. Un policía bajó del coche. El conductor se quedó sentado, leyendo el diario.

El hombre que no tenía dinero ni lugar adonde ir se detuvo al oír el grito.

No había ningún sitio adonde ir, adonde correr. En cambio, retrocedió despacio hacia la profunda oscuridad de un pasillo. Miró tensamente mientras el policía cruzaba la acera y entraba en la casa vecina. ¿Podía tratar de escabullirse? ¿Había alguna probabilidad de que el policía que estaba sentado al volante del coche lo viera si se iba calle abajo?

Un sudor frío le caía de los sobacos, frío como la enfermedad, frío como la muerte. Apretando la espalda contra el cemento del pasillo, oyó la voz chillona y artificial de un noticiero, que decía:

—¡Más novedades sobre los prófugos! De los diez convictos que escaparon de Joliet, en una de las mayores evasiones colectivas en la historia de esa prisión, dos hombres han sido capturados nuevamente.

El calor era excesivo aun para el entusiasmo mecánico de un anunciador de radio. Abandonó su tableteo de ametralladora.

—Joey Mao fue apresado sin resistencia después de su intento de asaltar una estación de servicio —continuó más pausadamente. El hombre del pasillo se mordió el labio mientras escuchaba. Joey, el cuchillero que había jurado morir antes de volver a la cárcel—. El otro convicto, Benjamin Brinkerhoff, fue arrestado en Cicero ayer por la tarde por una acusación relacionada con un adolescente en un cine. —Ben. Esa bazofia. Se lo tenía merecido. Y aun así, quizá Ben solo había querido escapar por ese motivo, quizá el muchacho tenía las mismas intenciones que esa muchacha de cinco dólares… El anunciador continuó—: Quedan ocho convictos sueltos. Larry Camonille, el ex músico que cambió su trompeta por un revólver…

Ahora el sudor brotaba a chorros. Nunca había oído su propio nombre por radio.

—Han dicho que es el cerebro que planeó la evasión. Según Joey Mao, la idea de la fuga surgió del fértil cerebro de Camonille, que…

Entonces el policía bajó la escalera, salió a la calle y caminó hacia el coche.

—¿Hay algo? —preguntó el conductor, sin curiosidad.

—Un rufián vapuleando a su chica. ¿Por qué diablos siempre les pegan en el vientre cuando se enojan? Cielo santo, no tienen cabeza. Dejan a su hembra fuera de circulación por un tiempo.

El coche se alejó.

Los diez convictos se habían fugado cinco días antes. Cinco días y ya habían capturado a dos. Ahora quedaban ocho. Maldijo para sus adentros. Quedaban siete, porque él no pensaba volver, ni por asomo. Que esos imbéciles corrieran y se dejaran atrapar. Él no, se había dirigido directamente a Chicago. Habían pasado cinco días, y en esos cinco días había esperado en una pensión. Solo el deseo lo había sacado de su refugio. El deseo y la sensación de encierro, de que solo había cambiado una celda por otra.

Ni un alma se había fijado en él. No tenía una cara que llamara la atención. Y no tenía aspecto de prófugo.

El corte al rape había sido buena idea. Le daba pinta de joven, de chico universitario. Y con el campus de la Universidad de Chicago cerca de su escondrijo, parecía otro estudiante enclenque. Más grande que la mayoría, quizá, pero muchos tipos mayores regresaban a la universidad con la beca del Ejército. Había sido una idea realmente brillante. Lo de esta noche era otra prueba. Ni siquiera lo habían mirado. Lo único que tenía que hacer era seguir caminando, ocupándose de sus asuntos, y estaba a salvo.

Las calles parecían ensancharse mientras seguía andando. No había más aire cerca del lago, pero aquí no parecía tan usado, no olía como si hubiera pasado por un millón de pulmones antes de llegar a él. Además esos edificios eran oscuros y silenciosos. Esa gente podía dormir en sus habitaciones. Quizá sudaran tanto como los ocupantes de los conventillos, pero tenían sábanas limpias, camas anchas y duchas para refrescarse.

No había mucho tráfico en Michigan Boulevard. Todos los trabajadores que habían salido a dar una vuelta para airearse ya tendrían que estar de vuelta en la cama si querían levantarse por la mañana.

La orilla del lago y el parque eran tal como los recordaba. Sonrió amargamente al evocar la última vez que se había sentado a mirar el agua.

Su chica lo acompañaba. Estaba sentada junto a él en el banco. Entreabría los labios húmedos para decirle que lo amaba y que lo esperaría. ¿Él ya había sabido que ella mentía? No lo recordaba, pero sí había sabido que no la amaba. En todo caso, se había engañado pensando que ella lo amaba a él.

Cuando su plan dio resultado, cuando pudo escapar de la cárcel, cuando regresó (no por ella, sino por el dinero que ella debía guardarle), no se sorprendió al descubrir que se había ido.

Había querido matarla, claro, pero se le había pasado. Ahora podía recordarlo con más calma. Ella lo había arruinado al no esperar, pero él entendía que cuatro años, diez meses y once días era mucho tiempo para una chica de veintiuno. Qué diablos, ahora había pasado los veinticinco y siempre había tenido miedo de envejecer.

Así que no había chica ni había plata. Había confiado en que el dinero le permitiera llegar al sur, a México, donde su único pulmón funcionaría más tiempo, lo mantendría con vida unos años, en vez de…

Lanzó el cigarrillo en un alto arco que cortó la negrura de la noche como un pequeño cohete. Su ánimo cambió. ¿Qué diablos le pasaba? Había escapado de un presidio del que presuntamente no salía nadie. Estaba libre. Y mientras estuviera libre, viviría. Lo único que el médico de la prisión no había tenido que explicarle era que su plazo de ocho a diez años equivalía a una sentencia de muerte, tal como si el juez lo hubiera mandado a la horca.

No hacía falta explicarlo porque él sabía tan bien como el médico que una celda pegajosa no era buen lugar para un pulmón putrefacto.

Pero en México, pensaba, en esa tierra de sol seco y caliente, podía vivir y morir como cualquier otro.

Solo tenía que llegar allá.

El dinero podía lograrlo. Pero tenía que ser dinero limpio. No asaltaría ninguna estación de servicio. ¡Ese idiota de Joey Mao! Solo sabía usar el cuchillo y la pistola. No tenía cerebro. Pero él sí lo tenía, y le funcionaba bien. Sabía adónde ir para conseguir recursos, y nadie lo arrestaría porque nadie tendría por qué.

Apresuró el paso. Se dirigió a su pensión. Al diablo con el calor pegajoso de la noche. Necesitaba dinero e iba a conseguirlo. Su olfato lo conduciría hasta un buen fajo de billetes.

No se molestó en ir a su cuarto. Pero fue al tercer piso, donde estaba su cuarto. Esperaba que no hubiera nadie en el baño, el único de todo el piso. Estaba vacío. Ya era tarde, las tres y media. La pensión estaba tranquila.

Cerró la puerta de ese cuartucho hediondo y se subió al asiento del inodoro. Alzó la mano al tanque. Curvando la muñeca, metió los dedos en el agua. Estaba tibia. Casi se le paró el corazón cuando no palpó nada con los dedos. No era posible, nadie pensaría en mirar allí. Recobró el pulso cuando las puntas de sus dedos sintieron el revólver envuelto en hule que había arrojado allí la noche en que llegó a la ciudad. Todo estaba bien. Tenía lo que necesitaba.

Bajó al piso y clavó las uñas en el hule. Lo arrancó del arma. Lustroso de grasa, el 38 titiló en su mano.

Estiró los pantalones y se calzó el revólver en la cintura. Luego envolvió la culata del arma con los faldones de la camisa. Se veía bien. Su vientre chato se encargaba de eso. Ningún bulto delataba el escondrijo de su pasaporte hacia el dinero… y hacia México.

Bajó la escalera y salió a la calle. Pero el calor volvió a afectarlo y tuvo que aminorar la marcha. Lamentó no tener dinero para tomar un taxi y terminar de una vez con ese asunto. ¿Por qué diablos no había regateado con esa prostituta? ¡Cinco dólares! Había sido todo un Papá Noel. Quizá tres dólares más de lo que esa ramera había ganado en años.

Pero la caminata no era eterna y olvidó su resentimiento cuando entró en esas calles hostiles, esa zona insomne donde Chicago tiene encerrada a su población negra. Este gueto era su objetivo.

Con mirada alerta, olfateando el aire, avanzó por la concurrida acera sintiendo la presencia tranquilizadora del revólver en la cintura.

—¿Quieres divertirte, amigo? —le preguntó un hombre. Él negó con la cabeza y siguió de largo, y oyó que el hombre lo maldecía en voz baja, mascullando que era un blanquito raro.

Un gigante de ojos soñolientos, oscuro como la noche, estaba apoyado contra una tienda como si nunca se hubiera movido de allí. Los pesados ojos se volvieron despacio cuando el hombre blanco le preguntó:

—¿Dónde puedo endulzarme?

Los ojos amarillos fueron lo único que se movió.

—Cuánto dulce quieres. —Era una afirmación, no una pregunta. Un gato callejero se frotó contra la pierna del grandote como si fuera el poste de un farol.

Un ruido leve rodeaba a los dos hombres. Ningún grito, ninguna voz fuerte, solo un sonido de terciopelo, suave, reprimido, reprimido durante siglos. Era el murmullo incesante de una vida nocturna que era más importante que la vida diurna en que uno se ganaba el sustento, fingiendo que era obediente con los blancos para los que trabajaba.

El trasfondo era un blues gemebundo, el gemido de una mujer que se ríe de sí misma mientras canta sobre sus problemas. “Soy una gorda de carne fofa…”. La canción se repetía una y otra vez.

De una ventana abierta llegó una risa suave, un retintín de copas. Allí había gente, comprendió Camonille, aunque no se veía luz.

—Cuánto dulce quieres —repitió lentamente el grandote.

Recobrando la compostura, el hombre blanco dijo:

—No quiero nada pesado. Con té está bien.

—¿Lo quieres solo?

Camonille negó con la cabeza.

—Me gusta estar acompañado cuando me endulzo —dijo.

—Un salón de té —declaró el hombre.

—Sí. Eso es lo que busco.

El grandote asintió, y de pronto, como por arte de magia, otro negro apareció en las cercanías, como si hubiera estado allí todo el tiempo.

—Timmy’s —dijo el grandote.

El otro cabeceó y se alejó. Camonille dio las gracias al hombre al que le había preguntado. El otro no dijo nada. Solo se quedó donde estaba.

Timmy’s, pensó Camonille. Era una lástima que no tuviera la oportunidad de estudiar ese tugurio, porque cuando saliera tendría que hacerlo rápido. Encorvando los hombros altos y flacos, siguió a su guía por una escalera que conducía a un sótano. Era un tramo largo, y el sótano estaba lleno de puertas, cuartuchos donde almacenaban muebles viejos; al fin llegaron a un pasadizo.

A la izquierda había una puerta. Al lado había una ventana. Quedaba un solo vidrio, pintado de negro. El resto de la ventana estaba tapiado con madera de una caja de naranjas. Flotaba un olor en el aire. El olor que él buscaba, dulce y penetrante como un pollo jugoso, sostenían los fumadores.

El guía abrió la puerta y se quedó esperando. Camonille pasó junto a él, ahuecando el vientre para que el otro no sintiera el bulto del arma.

La puerta se cerró a sus espaldas. El hombre que lo había guiado no lo siguió. Estaba solo en un pasillo angosto. Ahora el olor era más fuerte, y se oía más ruido. Un fonógrafo tocaba Congo Blues, una vieja canción bop. Una de las primeras que había grabado Dizzy Gillespie, recordó. Relajó los músculos esperando que la trompeta llegara a la increíble quinta disminuida con que terminaba el disco. La música cesó, interrumpida adrede, dejando que uno esperase la nota siguiente. Al final del pasillo había una entrada. No tenía puerta. Una tela colgaba sobre el espacio abierto. Notó que había gente detrás de la tela, lo notó por la respiración, por los pequeños movimientos que indican si hay alguien en una habitación. Apartó la cortina. Las dos bombillas de la pared, una rojo sangre, la otra verde bilis, no intentaban ahuyentar la oscuridad. Iluminación para el vicio. Ningún fulgor blanco que pudiera deprimirte. Solo el anonimato de las luces de color que protegían los ojos enturbiados por la marihuana. Las bombillas cumplían otra función. Bajo sus rayos de color todos los hombres tenían la misma piel. Camonille esperó a que sus ojos se adaptaran a la penumbra. Al principio no veía nada, luego empezó a distinguir formas. Eran ocho, no, nueve. Nueve fumadores. Quizá pudiera embolsar unos dólares. Si tenía suerte, aquí conseguiría dinero para largarse.

2

EL SILENCIO QUE HABÍA PROVOCADO AL ENTRAR SE DISOLVIÓ en pequeños remolinos de sonido. Había focos de luz, como luciérnagas gordas; todos los fumadores sorbían el aire con una especie de gorgoteo, arqueando los dedos sobre la boca, para que el humo de la marihuana se mezclara con oxígeno. Los ruidos de succión, el extraño silbido de la gente mientras inhalaba el denso humo de esos cigarrillos delgados y enrollados a mano, siguieron un rato sin interrupción.

Luego oyó y vio una silueta femenina que se dirigía hacia él. Le entregó un cigarrillo que estaba fumando.

—¿Cuál es tu medida, cariño? —Sus ojos duros se suavizaron mientras le estudiaba la cara consumida, el cuerpo enclenque.

Él lo agarró con la punta de los dedos, se metió las yemas en la boca, sorbió aire y humo. Lo sostuvo todo el tiempo que pudo y luego lo soltó despacio.

—Consumo dos —dijo, y luego mintió—: Ahora tengo que ir al baño. ¿Dónde está, belleza?

Llevándolo de la mano como un niño, ella lo precedió con su cuerpo de matrona. Él mantuvo los ojos abiertos mientras seguía sus gruesas caderas.

Una, dos puertas, una especie de vestíbulo, y luego el baño. Una luz blancuzca se colaba entre los listones de madera que hacían las veces de ventana. Él pudo ver la tez color café de la mujer, brillante de sudor, como terciopelo mojado.

—Tienes mala cara —dijo ella.

—Es solo el calor. —Cerró la puerta del baño al entrar. Muchas noches, después de terminar un trabajo, los muchachos de la banda y él iban a antros como ese y pasaban un buen rato.

Se demoró en el baño, esperando que ella regresara a la sala grande, para echar un vistazo cuando volviera. Pero no oyó ningún ruido de movimiento. Ella debía de estar esperando para llevarlo de vuelta.

Al abrir la puerta, oyó el gemido de un niño inquieto. La mujer se llevó el dedo a sus carnosos labios.

—Shh. No queremos despertar a mi bebé.

Se quedaron allí, el hombre blanco y flaco y la mujer morena y gorda. Esperando, en ese tugurio, que un niño se relajara y volviera a dormirse. Casi lo hizo desistir del asalto. Pero su necesidad era demasiado grande. Superaba sus escrúpulos. No pensaba lastimar a nadie, salvo en la billetera.

Ella le tomó el brazo, atrayéndolo hacia sí.

—Eres tierno. —Acercando sus cuerpos, se contonearon de modo que con los brazos enlazados ahora estaban apretados uno contra el otro. Le gustaba ese cuerpo relleno y blando. Le gustaba el modo en que ella le metía la lengua en la boca.

Pero nada más. Ella lo soltó al rato, decepcionada.

—¿Tal vez después? —dijo.

Él asintió.

Volvieron a entrar en la sala grande. La mujer bajó el brazo y fue hacia una especie de escritorio que había contra la pared. Abrió un cajón y regresó con la mano tendida, con dos cigarrillos en la palma.

—Dos —dijo.

Dos por un dólar. Y él no tenía un centavo. No podía postergarlo más. Se pasó la mano por el vientre, sintió la grasa que se había colado por la delgada chomba. A su pesar, pues no quería lastimar a esa mujer, pasó la mano bajo la tela hasta cerrar los dedos sobre la culata del revólver.