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ÍNDICE

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Sello

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Agradecimiento

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

P.M. Hubbard

Copyright

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Agradezco a

CECIL DAVIS S.A.,

de Grosvenor Street,

que el 24 de junio de 1963

pagó seis mil quinientas libras en Sotheby’s

por la vasija “K.Y.” de Verzelini,

y sin embargo está dispuesta a ayudar al coleccionista menor.

CAPÍTULO I

LA PINTURA ESTABA DESCASCARÁNDOSE, pero el letrero aún era legible. “Muebles y Antigüedades”, decía. Retiré el pie del acelerador, por simple reflejo. Nunca se sabe, sobre todo en estos pueblitos perdidos. Las grandes ciudades y los lugares turísticos son una pérdida de tiempo. Ya no queda prácticamente nada en ellos y lo poco que hay tiene precios especulativos, bastante más altos que las cotizaciones realistas de Londres. Pero aquel era un pueblo industrial de tercera categoría y la tienda, ubicada en una calle apartada, parecía atiborrada de trastos viejos.

Estacioné el auto a mano izquierda, en la esquina de una callecita lateral con casas de ladrillo de una fealdad sin redención. Bajé y me puse un impermeable viejo. Por más que mi acento me delatara, al menos no parecía un turista. Podía estar allí por negocios.

Pasé delante de la vidriera, atestada de objetos de toda laya. Sentí un leve mareo y supe que en mi sien derecha había empezado a latir una vena. Es bastante extraña, esta pasión de coleccionista. No sé qué opinan los psicólogos al respecto, pero estoy convencido de que es un sucedáneo de alguna emoción más profunda. No precisamente del sexo, creo. Más bien de ese instinto de cazar o de acopiar comida que se remonta al Mesolítico. Es indudable que es una enfermedad de la civilización, y la mayor parte de las civilizaciones prefieren formalizar el sexo en lugar de ocultarlo.

Por otra parte, aunque sé que nada es más fácil para un coleccionista que burlarse de otro, seguramente lo que uno colecciona hace la diferencia. A veces puedo ser un poco ridículo, pero el hombre capaz de matar por una marquilla de cigarrillos es obviamente un enfermo.

Volví sobre mis pasos, abrí la puerta y entré en la tienda.

La puerta hizo sonar un timbre eléctrico —no por nada estábamos en la Gales industrial—, pero adentro no había nadie. El interior estaba repleto de objetos casi hasta el techo. Ignoré los muebles y los bronces, los rollos de alfombras y las pilas de frazadas dobladas cuyos dueños habían muerto hacía tiempo. Espié entre ellas, pero detrás no había nada. Caminé hacia los estantes ubicados en el fondo de la tienda. Había algunas porcelanas, una de ellas probablemente valiosa para alguien interesado en esa clase de cosas, y detrás tres hileras de cristalería polvorienta.

El hombre apareció de repente detrás de un armario de caoba. Debía de haber una puerta en la pared lateral. Se lo veía un poco enclenque, pero no decrépito. Es probable que cobrara alguna pensión y que la venta de objetos usados fuera solo una actividad secundaria. Tenía la típica cara de furia anticipada de los galeses. Dije: “Buenos días, disculpe la molestia”, porque sentí que el tipo esperaba que me disculpara por el solo hecho de haber entrado en la tienda. Saludó con un gruñido, pero su desconfianza permaneció intacta.

—Me preguntaba si tendría algo donde se pudiera colocar un ramo de flores —dije—. Algo pequeño. A una sobrina mía le encantan las cosas viejas.

Apartó sus ojos de los míos con reluctancia, como si al hacerlo perdiera la oportunidad de descubrir qué buscaba. Recorrió el interior de la tienda con una mirada desganada.

—No sé —dijo—. ¿Una especie de jarrón?

—Sí, o una jarra vieja, un tazón o algo por el estilo. Incluso una copa de cristal vieja. No quiero nada demasiado grande.

—¿No vio nada en la vidriera? —preguntó. Seguía queriendo saber por qué había entrado.

—La verdad es que no miré con demasiada atención. Puede que haya algo.

Tomé una lecherita eduardiana y la hice girar entre mis manos, incitándolo a que fuese hasta la vidriera y me dejara solo. Vaciló un poco, pero luego caminó hacia la vidriera. Movió una mesa y un par de marcos de fotos se desplomaron en medio de una pequeña nube de polvo. Masculló algo y se inclinó para recogerlos. Yo estaba ya frente al estante de la cristalería, examinando lo que había detrás de las jarras cascadas y de los toscos vasos de vidrio soplado. Tenía la boca seca.

El cristal del siglo dieciocho tiene un brillo inconfundible. Aún hoy considero que no hay por qué avergonzarse de la pasión que despierta, a menos que no puedas controlarla. Es un producto característico del último florecimiento de nuestra civilización, antes de que la revolución industrial trajera prosperidad y mecanización. Fue entonces cuando empezaron a agregarle carbonato de sodio al cristal, incluso al de buena calidad, hasta transformarlo en pasta barata. El apogeo duró apenas unos cien años, desde que los fabricantes aprendieron a modificar la fórmula de George Ravenscroft para evitar que el cristal se cuarteara y el momento en que abandonaron la magia natural del centrifugado por el brillo artificial del molde. Fue un período en que todo lo hacían bien, por más que fuese una jarra de cerveza para una taberna o una “flauta” para contener la efervescencia del primer y rústico champán. Fabricaron miles y miles de copas hermosas, que hoy están todas rotas y enterradas a excepción de unas pocas que han sobrevivido para avergonzarnos y deslumbrarnos. Son todas “piezas de colección” que ya casi no se encuentran por ninguna parte, salvo precisamente en museos o en colecciones privadas.

Lo oí regresar de la ventana y me volví hacia él con una expresión de interés. Traía una jarra cervecera de peltre y un cuenco de bronce de Birmingham.

—Tengo estas —dijo.

Tomé la jarra cervecera y la estudié detenidamente.

—Podría ser —dije—. Aunque en realidad busco algo más pequeño.

La coloqué en un rincón vacío de la mesa polvorienta. Puse la lecherita de porcelana floreada junto a ella. Luego me volví hacia el estante de la cristalería y bajé el horrendo vaso de la primera fila. Ahora podía ver con mayor claridad lo que había detrás. Solté un gruñido de asombro y lo alcé procurando manipularlo con torpeza. “Qué cosa más rara”, dije. Mi voz sonaba completamente artificial. Era una copa de cristal de Newcastle completamente roñosa y en óptimo estado, de unos veinticinco centímetros de altura, con un cáliz de una redondez perfecta apoyado sobre un magnífico balaustre con varios nudos.

—Me pregunto de dónde habrá salido —dije.

Me miró con suspicacia. Era un ignorante pero también un negociante nato, como todos los de su clase, y había percibido algo de mi excitación.

—Es cristal antiguo. No se ven muchas así.

La tomó y se puso a lustrarla bruscamente con un trapo grasiento. Mi mano estuvo a punto de arrebatársela, pero logré controlarme. La observaba girar entre sus manos, mientras me pasaba la lengua por los labios. Al cabo de un rato la colocó sobre la mesa junto a las otras dos. Ahora se veía más limpia. La calidad del cristal saltaba a la vista.

—Es rara, ¿no es cierto? —dije.

Todavía sonaba un poco asombrado. Él guardaba silencio. No me sacaba los ojos de encima ni por un instante.

Observé las tres piezas sobre la mesa: la jarra maciza e inofensiva; la horrenda lecherita; y la copa de cristal absolutamente perfecta. Alcé la lecherita, la examiné meticulosamente y volví a dejarla en el estante.

—¿Supongamos que llevo estas dos? —pregunté.

Miró la copa y volvió a mirarme, varias veces. Su sentido común luchaba contra su sórdido instinto de comerciante, que le decía que algo andaba mal.

—Le dejo la lecherita en diez chelines.

—¿Cuánto…? —exclamé. Tenía la garganta completamente seca y no me salía la voz. Tosí y dije—: ¿Y qué hay de la copa, entonces?

—Eso es cristal antiguo —repitió. Me miró y decidió arriesgarse—: Tendría que cobrarle… —Se calló y pude ver dentro de su cabeza una rueda que giraba marcando una cifra tras otra, mientras trataba de decidir dónde detenerla—. Tres libras por la copa.

Era el momento. Silbé y lo miré azorado.

—Es un poco cara, ¿no le parece? —dije—. No me parece que sea algo tan especial, ¿verdad?

Una mirada de alivio inundó sus ojos. Temía que me precipitara sobre la copa.

—Es cristal antiguo —repitió.

—No digo que no me guste, pero tres libras es demasiado, ¿no cree?

Guardó silencio y fingí pensar en el precio. Dije: “Veamos…” y saqué la billetera. Miré dentro de ella como si no estuviese seguro de cuánto dinero tenía ni de cuánto podía gastar. Él seguía mudo.

Extraje cuatro billetes de una libra y se los ofrecí. Otra vez fue presa de un ataque de furia contenida, pero terminó por tomar el dinero. Alcé la jarra con la mano izquierda y, con sumo cuidado, la copa de cristal con la derecha. Nos quedamos quietos, mirándonos.

—Si me da los diez chelines de vuelto… —dije.

Ahora yo tenía la voz ronca y los ojos del hombre brillaban de resentimiento. Se quedó ahí parado, con los billetes en la mano. Luego extendió la otra mano y dijo:

—¿Quiere que se la envuelva?

Dijo la, no las.

Negué con la cabeza, coloqué cuidadosamente las manos sobre el pecho y pasé por delante de él rumbo a la puerta de la tienda.

—Ey… —dijo, y salió detrás de mí—. Cambié de opinión. No la vendo.

—Ya la vendió —dije.

Tendió las manos; con una aferraba los billetes y con la otra trataba de agarrar la copa.

—Ya la vendió —repetí—. Le puso un precio, que yo acepté y pagué. Usted tiene el dinero. Yo tengo la copa. La operación está cerrada. Ya no puede echarse atrás.

—¿Cómo sé cuánto vale? —dijo—. Algunas de esas copas antiguas valen una fortuna.

—Esta vale tres libras —dije—. Ese es su precio de mercado. Acabo de comprarla por esa cifra. ¿Qué cree que haré? ¿Venderla de inmediato y obtener una buena ganancia?

Extendió bruscamente la mano como si quisiera atraparme… precisamente a mí, que estaba parado allí sosteniendo ese objeto frágil y bello sin protección alguna. Sentí que se me cerraba la garganta de la furia ante semejante ignorancia y ciega codicia, y con la mano izquierda alcé la pesada jarra de peltre y la interpuse entre su cabeza y la mía. Su mirada debía de seguir clavada en mis ojos, porque lo que vio lo hizo retroceder y retirar velozmente la mano.

La furia todavía me cortaba el aliento, pero el momento crítico había pasado. Volvía a tener el control de la situación.

—¿Va a llamar usted a un policía o prefiere que lo llame yo? Le dirá lo mismo. La compré, pagué por ella y ahora es mía.

La jarra de peltre sonó al chocar contra el picaporte de bronce mientras abría la puerta con la mano izquierda. Salió detrás de mí, pero mantuvo la distancia.

—Es una maldita estafa —dijo—. Eso es lo que es. Una maldita estafa.

—Cuénteselo a la policía —dije.

Me alejé caminando por la vereda balanceando la jarra y sosteniendo la copa de cristal contra el pecho. Me siguió unos pasos, cambió de idea y regresó corriendo a la tienda. Lo observé hasta que entró y corrí hasta la esquina. No había nadie en la calle lateral y fui directo a mi auto. Envolví la copa en sucesivas hojas de The Times, procurando que el precioso y delicado tallo quedara bien protegido. La calle seguía desierta. Coloqué con cuidado el paquete en el baúl del auto, me senté en el asiento del conductor y esperé sin apartar los ojos del espejo retrovisor.

No habían pasado quince segundos cuando el hombre cruzó el otro extremo de la calle. Lo acompañaban dos muchachos fornidos. Pasaron sin siquiera mirar la luneta del auto. Hice una clásica vuelta de tres puntos, regresé a la calle principal y giré a la derecha. Mientras pasaba frente a la tienda vi a una mujer en la puerta, esperando el regreso de los guerreros. Era horrorosa. Tampoco me vio.

Conduje varios kilómetros por la misma ruta por la que había entrado en el pueblo y al llegar a un cruce tomé un camino lateral. El campo era verde y frondoso, pero no podía librarse del todo de los olores de la ciudad. La próxima salida bien podría llevarme a Ambridge, el pueblo ficticio donde transcurre ese programa de radio, Los Archer. Detuve el auto y con el paquete en la mano atravesé caminando un prado hasta llegar a un arroyo.

Me arrodillé en la orilla, aparté una a una las hojas de The Times y lavé la copa suavemente con las yemas de los dedos en el agua clara, aflojando la mugre añeja y quitando las manchas que había dejado el trapo grasiento del vendedor. A medida que la acariciaba con los dedos, la copa iba recuperando asombrosamente su brillo y cuando la alcé para contemplarla, al fin, estuve a punto de quedarme sin aliento.

—¿Qué es? ¿Algo que acaba de encontrar? —dijo el hombre.

—De comprar —dije.

La reconocí enseguida. Era la voz de Jack Archer. Asintió con la cabeza.

—Qué hermosura —dijo. Hablaba en serio. El hombre de campo todavía es, en general, civilizado—. Vale mucho, ¿no es cierto?

—Difícil saberlo —dije—. Los precios cambian todo el tiempo. Treinta libras, tal vez.

Lanzó un silbido en señal de admiración.

—¿Cuánto pagó por ella?

—Tres —dije—. No, tres libras con diez chelines —agregué, porque nunca recibí el vuelto.

Asintió con la cabeza, alegremente.

—Es una suerte encontrar algo así. ¿Usted se dedica a comprar y vender?

—No —dije—. Es para mí.

—Ah, mejor así. Me alegro que la haya pagado tan barata.

Volvió a asentir con la cabeza y se alejó chapoteando delicadamente en el pasto mojado. Lo adoré tanto como había odiado al hombre de la tienda. Envolví de nuevo la copa, colocando hacia adentro el lado limpio del papel, y regresé al auto. Sentía ganas de cantar.

Cuando llegué a casa volví a lavarla con agua tibia y un detergente suave. Luego la coloqué sola sobre una mesa, en el centro de la habitación, y me senté a contemplarla. Y después busqué los libros.

Ese es uno de los mejores momentos. No importa cuánto sepas, siempre hay algo que se te escapa o algún dato que necesitas confirmar. Pero sobre todo es como si estuvieras mostrando la copa por primera vez a alguien, para comprobar si tu convicción apasionada resistirá la fría luz que arroja el juicio de un experto. Es una experiencia aterradora y casi nunca definitiva, porque no hay dos copas iguales. Puede que algún autor haga una descripción fiel de ella, pero no siempre resulta completa ni categórica. Otro tiene una fotografía de una copa muy similar, pero discrepa con la datación o la procedencia propuestas por el primer autor. Tienes una pieza fabricada por un artesano con nombre y apellido en una época y un lugar determinados y es posible que hayan existido varias docenas casi exactamente iguales. Pero ya nadie recuerda aquel nombre, y la época y el lugar son materia de conjeturas y de opiniones encontradas entre los expertos. Además, casi todas las otras piezas se hicieron añicos hace tiempo. Perfecto en sí mismo, este objeto ha llegado a tus manos sano y salvo luego de doscientos años de precaria existencia. Pero nunca sabrás toda la verdad acerca de él.

Finalmente, hice lo que hago siempre. La llené, después de Dios sabe cuánto tiempo de sequía y de vacío, con un buen clarete que bebí solemnemente, preguntándome quién habría sido el último en beber de ella y qué. Luego la lavé y la puse de nuevo en su lugar.

Apenas oyó mi voz en el teléfono, David soltó un gemido.

—Oh, Dios, ¿qué encontraste esta vez? —dijo—. ¿Podré soportarlo?

—Una Newcastle —dije—. De unos veinticinco centímetros de altura. Cáliz acampanado, luego dos nudos, balaustre con “lágrimas”, doble anillo y termina en un pie alto y cóncavo. Sin un solo defecto.

Se hizo una pausa y dijo:

—Repítelo.

Lo repetí.

—¿Dónde diablos la encontraste?

—En una tienda de compraventa.

—Maldito seas —dijo—, maldito seas. Iré a verla mañana, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Viste el número de julio de Cristal Antiguo?

—No. Lo tengo aquí, pero todavía no lo he mirado. ¿Por qué?

—Levinson —dijo—. Adivina.

—Dime.

—Una tazza de Verzelini. Con dedicatoria grabada. Absolutamente increíble.

—No existe —dije—. Dicen que es un invento de él.

—Ahora sí existe —dijo David—. Levinson la tiene. Dedicada a la reina.

—No lo creo.

—Hay fotos. Y Levinson sabe lo que dice. A menos que quiera engañarnos a todos.

—¿Levinson? No —dije.

—¿No? Muy bien, allí la tienes. Mírala con tus propios ojos.

—Eso haré —dije.

Colgué el tubo, arrastré hacia mí la revista por encima de la mesa y rasgué el sobre. Un título cruzaba la tapa. “Una tazza Verzelini”, decía.

CAPÍTULO II

CRISTAL ANTIGUO ERA UNA DE LAS REVISTAS ESPECIALIZADAS más bellamente producidas del mundo. Mirarla y aun tocarla era, para cualquier persona civilizada, una delicia. Para cualquier aficionado, a esa perfección estética sumaba algo de la santidad de las Sagradas Escrituras; era como lo que debió de haber sido el salterio de Luttrell en épocas menos sofisticadas y más religiosas. No es que Cristal Antiguo aspirase a ejercer una autoridad definitiva. Su línea editorial, si es que la tenía, se concentraba en los aspectos menos eruditos de su objeto de estudio. Pero todos sus colaboradores eran autoridades en la materia y sus páginas eran el foro natural para quien tuviese algo que decir acerca del cristal antiguo. Era forzosamente una publicación excedida en colaboraciones y siempre necesitada de suscripciones.

La suscripción anual costaba veinte libras. La circulación era un secreto que solo conocía su dueño, Peter Sarrett, que también la dirigía y que al parecer vivía enteramente para ella. Pero era evidente que la revista daba pérdidas. Ahora está muerta, al igual que Peter. Se publicó durante seis años y sus veinticuatro números, sobre todo la colección completa, valen hoy en día bastante más que su precio original. Se decía que Peter vivía de rentas y de hecho debía de ser cierto. Porque fuera cual fuese la fuente de su dinero, no era ciertamente Cristal Antiguo. Ahí era donde lo gastaba.

Abrí el número de julio —de hecho, solo se había publicado uno antes— y me encontré con el primer y sorprendente artículo. Enseguida me llamó la atención la relativa pobreza de las ilustraciones, pero lo que se veía en ellas era impresionante. En beneficio de quienes no comparten mi afición, debería aclarar que Giacomo Verzelini era un veneciano que trajo su conocimiento y su experiencia en la fabricación de cristal a la Londres isabelina, para furia de los comerciantes ingleses que importaban el cristal de Venecia. Era una época difícil y la furia que desató hizo que incendiaran su taller en el Savoy. Giacomo imploró la protección de su soberana adoptiva, que podía ser dura con sus súbditos cuando creía que la situación requería dureza. Concedió a Giacomo veinte años de monopolio en la fabricación y venta de lo que llamó “cristales venecianos”. Los comerciantes se retiraron del negocio, pero fue también en ese mismo año, 1575, cuando realmente nació la industria del cristal en Inglaterra, una industria que iba a producir, dos siglos más tarde, algunos de los más maravillosos objetos creados por el hombre.

Comparado con esos productos posteriores, naturalmente, Verzelini es un primitivo, pero el más grande de los artesanos conocidos. Cada una de sus creaciones existentes está debidamente identificada y el hallazgo de una pieza importante con una dedicatoria a la reina grabada en ella equivalía a anunciar el descubrimiento de una obra desconocida de Leonardo, firmada por el maestro y dedicada de puño y letra a su mecenas. Desde luego, el interés público que despertó y la probable especulación acerca de su valor monetario fueron considerablemente menores. Para los entendidos, en cambio, el hallazgo era electrizante y la suma que podía alcanzar encandilaba a los involucrados en el mercado del cristal antiguo.

Para ser honesto, una tazza es bastante parecida a un soporte para tortas o a una de esas campanas (sin su cobertura) donde solían poner los sándwiches de jamón en los bares de las estaciones de tren. Es una suerte de plato playo y ancho, sostenido por un pie central. Se supone, y generalmente se afirma, que era obra de Verzelini porque ningún otro de los fabricantes de cristal de entonces podría haberlo hecho. No se conocía ningún ejemplar. Y ahora, de pronto, allí estaba.

Esto me remite a las ilustraciones. Eran modestas fotografías en blanco y negro de una definición razonable, que habrían sido óptimas para ilustrar un libro de bolsillo. Pero resultaban completamente insuficientes para Cristal Antiguo. Y el fondo se veía un tanto extraño. Sin embargo, lo que mostraban era, sin lugar a dudas, una tazza del período correcto. Habían fotografiado el cáliz de frente para que se viese la inscripción. Había sido grabada con diamante, en los trazos inseguros y finos de la época, y Giacomo, dominara o no el inglés, se había atenido al latín formal:

Regae. Altmae. Elizabethae Adiutrici Gmo. Verzelini d. dedicavit 1576.

Adiutrix era nueva para mí, pero parecía aceptable, y el hecho de que llamara “protectora” a la reina no era, teniendo en cuenta la relación de Giacomo con los comerciantes, un mero gesto cortesano.

Como les decía, allí estaba. Si era como se veía en las fotografías, y si Levinson certificaba su autenticidad, la pieza era fabulosa. El artículo de Levinson era extrañamente lacónico. La tazza había llegado a sus manos, pero no decía cómo. Describía sus características y su aspecto, reproducía la inscripción, comentaba acerca de la adiutrix en relación con la fecha y nada más.

Llamé por teléfono a Peter Sarrett. Conocía bastante bien a ese hombre taciturno y devoto de su trabajo y sabía que yo no sería el único en llamarlo. De hecho, su teléfono estaba ocupado. Pero luego de varios intentos logré hablar con él.

—Peter, esta pieza de Verzelini… —dije.

—¿Quién habla? —dijo.

—Perdón —dije—. Johnnie.

—Ah… Hola, Johnnie. ¿Sí?

—La pieza de Verzelini que descubrió Levinson, ¿de dónde viene?

—No lo sé.

—¿No le preguntaste?

—Le pregunté, sí. Pero no quiso decírmelo.

—¿Es de él?

—Tampoco lo sé. Para ser sincero, no sé dónde la encontró ni dónde está ahora ni quién es el dueño. Solo sé lo que dice en su artículo. Lo publiqué bajo la responsabilidad de Levinson. Me pareció que era suficientemente bueno.

—¿Quieres decir que no la has visto con tus propios ojos?

—No.

—¿Y quién tomó las fotos?

—Levinson mismo.

—Eso explica todo. Son un poco improvisadas, ¿no? Así que nadie la ha visto, salvo Levinson.

—Hasta donde sé, nadie más.

Dejé escapar un silbido.

—Me temo que no entiendo qué te preocupa —dijo.

—Nada me preocupa. Pero es una situación un tanto extraña, ¿verdad?

—No veo por qué. Levinson quiso publicarlo así y por supuesto me sentí feliz de hacerlo, aunque me habría gustado tener fotos mejores. Pero hablé con él, naturalmente. El objeto es genuino, si a eso te refieres. A menos que dudes de la autoridad de Levinson. O de su buena fe. Yo confío en ambas.

—Oh, sí —dije—, claro que sí. En fin, te agradezco la información. Supongo que lo sabremos todo a su debido tiempo.

—Sí. Supongo que sí, Johnnie —dijo y colgó el teléfono.

Me sentía derrotado, pero es cierto que tratar con Peter nunca fue tarea fácil.

David vino a casa la noche siguiente. Era empleado público y siempre estaba ocupado, o al menos comprometido, durante el día. Le mostré mi bella Tyneside y le conté una versión ligeramente resumida de cómo la había rescatado de aquella tienda de compraventa en Gales. Había colocado la jarra cervecera sobre la repisa de la chimenea como un trofeo de batalla y mientras narraba el episodio la blandía de un lado a otro, con ademanes dramáticos.

David me miraba con curiosidad.

—¿Realmente le pegaste con eso? —dijo.

—No, por supuesto que no. No estoy tan loco.

Tomó la jarra de mis manos y la sopesó.

—Claro que no —dijo, pero no sonaba convencido.

—Pero ¿acaso tú mismo no te habrías puesto furioso? —dije.

Ignoró mi pregunta y dijo:

—No creo que estés loco, Johnnie, ni mucho menos. Para ser un hombre de tu edad y de costumbres solitarias, creo que todavía estás bastante cuerdo. Sin embargo, yo evitaría hacer ademanes dramáticos con una jarra tan pesada en la mano. Eso es todo.

Soltó una risa encantadora. David podía ser muy encantador.

Decidí cambiar de tema. Tenía mi propia y clara versión del incidente en la tienda y estaba en paz conmigo mismo. Lo que recordaba con mayor nitidez era cómo el hombre había apartado la mano y retrocedido algunos pasos, y eso es lo que más placer me daba.

Pero lo cierto es que la tazza de Levinson había eclipsado en nuestras mentes a mi copa de Newcastle. El hecho de que mi anónimo obrero de Tyneside fuese un artesano más diestro que aquel viejo veneciano y que tuviera dos siglos de progreso técnico a su favor, era un detalle menor. Como también lo era el hecho de que mi copa de cristal fuese más hermosa. A los ojos del siglo dieciocho los Tudor eran unos bárbaros, y al menos en lo que a méritos visuales se refiere, el siglo dieciocho no estaba equivocado. Pero para un coleccionista, y bajo la fría luz de los salones de Sotheby’s, no había comparación posible. El hallazgo de mi copa de cristal era el golpe de suerte de un coleccionista común. En cambio, la tazza era, como ya lo dije, fabulosa.

Volví a dejar la copa de Newcastle en el centro de la mesa y dije:

—Peter no sabe dónde está.

—Lo sé.

—¿Te lo dijo él?

—Hablamos por teléfono. Imagino que tú también lo llamaste. Y al menos una docena de personas más. Tardé un buen rato en comunicarme con él.

—Eso lo explica todo —dije—. Estuvo bastante brusco conmigo. Supongo que ya estaba harto de dar explicaciones. Sin embargo, todo esto es extraño, ¿no te parece?

—No lo sé. En parte sí, supongo. Pero Levinson es un viejo zorro y es cierto que detesta los escándalos. Seguramente no quiso publicar su descubrimiento hasta estar seguro, pero haciendo todo lo posible para evitar el alboroto. Me pregunto qué hará con ella.

—Siempre y cuando pueda hacer algo con ella —dije.

—Sí, esa es la cuestión. Si él no es el dueño, si la tazza es propiedad de alguien que no está especialmente interesado en conservarla, saldrá al mercado, no hay duda de eso. Nadie que no sea un coleccionista consumado se quedaría sentado encima de semejante tesoro.

—¿Cuánto crees que puede valer?

—Quién sabe. El cáliz K.Y. se vendió en seis mil quinientas libras en 1963, pero esta tiene otro nivel. Imagino que no está documentada, o de lo contrario habríamos sabido de ella mucho tiempo antes. Pero puede conjeturarse que perteneció a la reina y solo ese dato bastaría para disparar el precio a las nubes. De todos modos, me inclino a creer que no van a dejarla salir del país. —Volvió a tomar la copa Newcastle y me miró—. Imagínate que, en lugar de encontrar esta copa, hubieras encontrado la tazza en tu tienda de compraventa. ¿Qué habrías hecho?

Solté una carcajada.

—No seas imbécil —dije—. No habría dejado escapar semejante pieza aunque estuviera muriéndome de hambre.

—¿Lo ves? —dijo—. Te lo dije. Estás un poquito loco, cuanto menos. No es que no te crea capaz de hacerlo.

Examinamos algunas otras piezas de mi colección antes de que David se marchara. Él ya las conocía a todas, desde luego, pero siempre hay algo nuevo que decir. Había en particular una copa con balaustre que David codiciaba tanto que la manipulaba con un ligero toque de masoquismo. Sentía menos atracción hacia los balaustres huecos que yo, lo cual hacía que mi nueva adquisición fuese menos dolorosa para él.

—Déjame esa en tu testamento, Johnnie —dijo—. Eres soltero y sería espantoso que la vendieran para pagar los impuestos de tu herencia. Soy diez años más joven que tú y, además, es sabido que nosotros los casados somos más longevos.

—Eso está por verse —dije—. Ustedes se arruinan la salud para pagar las cuentas de la escuela de sus hijos. Me quedan muchos años de vida todavía. Pero pase lo que pase con mis cosas, permanecerán unidas. Sabe Dios que no es una colección demasiado importante según ciertos criterios, pero me gustaría que no se dispersara.

—Déjamelas todas, entonces. Combinarán muy bien con las mías.

David se marchó. Eran apenas las siete y cuarto de la tarde.

Volví a sacar el número de julio de Cristal Antiguo y eché una mirada a las fotos de Levinson. Las examiné con lupa, pero los detalles no se apreciaban del todo y no eran muy reveladores. El fondo me intrigaba. No era el fondo oscuro, neutral, que uno esperaría. Había algo allí, pero estaba fuera de foco, como si hubieran querido borrarlo con algún truco improvisado. Me habría gustado ver los negativos.

Disqué el número de Levinson y pregunté si estaba en casa. Una suerte de criada me respondió con un titubeo, pero enseguida Levinson apareció en la línea.

—¿Señor Levinson? Habla Johnnie Slade —dije.

—Ah, sí. Buenas noches, señor Slade.

La voz de Levinson tenía un inconfundible acento extranjero. Era un anciano muy distinguido. Supongo que era judío. A decir verdad, no tenía pruebas para afirmar que lo fuese, pero cuando un hombre es tan civilizado como él, tiene un ligero acento europeo y un apellido anglicanizado, uno siempre tiende a darlo por sentado. De hecho, Levinson podría haber venido de cualquier país de Europa central.

—Me pregunto si puede recibirme algunos minutos en estos días —dije.

Vaciló. Proseguí:

—Querría saber su opinión acerca de una pieza —dije sin faltar a la verdad, aunque no se trataba de la Newcastle, sobre la cual no tenía la menor duda.

—¿Ah, sí? —dijo.

Me reí y dije:

—Prometo que no mencionaré la tazza

No rio, pero cuando habló sonreía. Conocía muy bien esa sonrisa.

—De acuerdo —dijo—, por supuesto. Pero espero que cumpla su promesa, señor Slade.

—Así lo haré, de veras.

—Eso espero. Bien, déjeme ver. Tengo un invitado a cenar, pero debería quedar libre a eso de las diez y media. ¿Es muy tarde para usted?

—No, de ningún modo. Es muy amable de su parte. No le quitaré mucho tiempo.

—Bien. Nos vemos luego, entonces. Espero que tenga algo interesante para mostrarme.

—También yo —dije.

—Bien, ya veremos. Estaré solo. Toque el timbre y suba directamente. Sabe dónde encontrarme.

Le di las gracias y corté la comunicación.

Envolví la copa de cristal en papel de diario —los anticuarios suelen usar papel de seda para impresionar a sus clientes, pero en verdad el papel de diario es mucho más apropiado— y la coloqué dentro de una caja de cartón. Era una copa pequeña, con un remolino de color en el tallo, que yo me esforzaba en considerar inglesa aunque tuviera la corazonada de que Levinson me diría que era holandesa. Caminé hasta St John’s Wood, donde vivía Levinson. La noche era tibia y tranquila; los primeros reflejos de luz estival se perdían en el resplandor de Londres. No había mucha gente en las calles y los escasos transeúntes caminaban con lentitud. Las mujeres llevaban vestidos de verano sin ningún abrigo encima.

Toqué el timbre de la casa de Levinson y abrí la puerta. Era un chalet de ladrillos, construido hacia fines de los años veinte y rodeado por un jardín. Debía de valer una fortuna, por la ubicación en que se hallaba. Levinson era el único dueño, pero parecía vivir casi exclusivamente en la planta baja. Me pareció oír movimiento en el piso alto, pero no vi a nadie. Subí las escaleras silenciosas y cuando mi cabeza estuvo al nivel del piso percibí el olor fuerte y conocido del cigarro de Levinson.

Abrí la puerta del cuarto que, por alguna razón, Levinson siempre llamaba la biblioteca. Contenía, en efecto, una colección bastante completa de libros de referencia, dos de ellos escritos por el propio dueño de casa, pero la mayor parte de las paredes estaban cubiertas de vitrinas. Levinson estaba sentado en su escritorio, en el centro de la sala, mirándome con su habitual sonrisita, extrañamente amable. Una tenue voluta de humo se elevaba desde la punta del cigarro que descansaba en el borde del cenicero, junto a su mano derecha. El olor a tabaco inundaba la habitación. Tenía las manos sobre el regazo.

Dije “Buenas noches” y enseguida advertí que algo no andaba bien. Me había acercado unos pasos, pero sus ojos permanecían fijos. Se lo veía afectuoso, sereno y amigable, pero un tanto inerte.

No soporto ver seres muertos ni objetos rotos. No sé cómo empezó, pero se remonta a mi infancia. No es la vulgar aversión a la sangre, aunque la sangre lo empeora. Es la ausencia de vida. Parece extraño que sienta eso, con la enorme carga de violencia que hay en mí. Levinson, afortunadamente, no parecía muerto. No se veía el menor indicio que dejara entrever cómo había muerto. Todo estaba en su lugar. Ni siquiera la ceniza de su cigarro era demasiado larga, pero es cierto que un buen cigarro, cuando arde solo, se consume muy lentamente. Tendí la mano para levantar el tubo del teléfono, pero me detuve. Caminé hasta la puerta, la abrí, asomé la cabeza y escuché. No se oía ruido alguno. Volví a entrar en la habitación.

No era una habitación demasiado secreta. No había caja fuerte ni archivero. Sus fichas se hallaban en una mesa lateral, debajo de la biblioteca. Fuera de eso, solo quedaba el escritorio. Estaba bastante repleto de papeles, pero no parecía desordenado. Era el escritorio de un hombre relativamente metódico que trabaja bastante con sus papeles pero carece de secretaria. Tendí la mano hacia el primer cajón izquierdo, lo abrí y luego, con el primer movimiento deliberadamente clandestino que hacía, me envolví los dedos con mi pañuelo.

Ignoro si en verdad esperaba encontrar lo que encontré. La tazza era lo que buscaba en ese momento, pero dudo si tenía, conscientemente, algún propósito inmediato. Lo que hallé en el tercer cajón izquierdo era un sobre abierto, con la fecha “12 de junio” escrita a lápiz en el frente. Contenía seis negativos.

Acerqué uno de ellos a la lámpara del escritorio sabiendo, aun antes de verlo, que se trataba de una de las fotos de la tazza. Era una vista lateral, ligeramente inclinada, de modo que mostraba el detalle del tallo debajo del ancho cáliz. Mis sospechas acerca de las fotos habían sido fundadas. Dos manos delgadas y pequeñas sostenían la pieza; la sostenían de tal modo que no se interponían entre la lente de la cámara y el cristal en ningún punto. La base se apoyaba en la palma de una de las manos y las yemas de los dedos de la otra apretaban, en el centro, la boca del cáliz.