CUALQUIERA QUE VIAJARA POR LA RUTA DE LA CIUDAD A COBB, ya fuera en la tarde o entrada la noche o en las primeras horas de la mañana, veía luces ardiendo desde docenas de ventanas en la estructura semejante a un castillo allí arriba en la meseta. Ningún sonido bajaba a través de los árboles hasta la ruta; la distancia era demasiado grande. Sin embargo, si el viajero estaba regresando de su estadía en la Prominencia, sabía que había mucha vida, actividad y alegría dentro de esas gruesas paredes de piedra. Veinticuatro horas diarias prevalecía la juerga. Se tocaba música a toda hora. El inmenso salón de baile central estaba repleto de gente que hablaba, reía y retozaba. La gran mesa de la cena cargaba pilas de comida de todo tipo. Los sirvientes servían interminables botellas de vino. En los otros dos salones se repetía la misma escena a menor escala.

Y si al viajero se le permitía entrar a la cocina de la Prominencia, veía las asombrosas figuras de blanco corriendo de un lado a otro, como hormigas, entre hornallas enormes y mesas humeantes. Apenas podía distinguirse una figura de otra, y sin embargo se sabía que debían moverse por turnos porque a ninguna hora del día disminuía su número: los hornos nunca se enfriaban, las hornallas nunca se apagaban, las mesas nunca dejaban de humear, las piletas nunca estaban vacías. Ollas y sartenes eran lavadas y guardadas mientras otras eran sacadas y utilizadas, y aun otras eran traídas de vuelta de los diferentes comedores para ser limpiadas y puestas otra vez a comenzar su ciclo. Bandejas de platos y vasos sucios entraban continuamente a la cocina, y otras bandejas cargadas de comida salían también continuamente. En otras partes de la gran cocina figuras de blanco se encorvaban sobre pilas de verduras; limpiando, cortando, raspando y pelando; aquí y allá había grandes mesas de trabajo, donde figuras de aspecto similar trabajaban con numerosísimos cortes y clases de carne; en el medio había zonas de trabajo más pequeñas, donde se llevaban a cabo preparaciones más esotéricas. Y mientras todo esto sucedía, las puertas traseras de la cocina seguían recibiendo gente con provisiones de todo: carnes, aves, pescado, quesos, verduras, etc.; algunas cosas para ser usadas de inmediato, otras para ser almacenadas en los refrigeradores o las alacenas.

En el centro de la gran cocina había una única banqueta muy alta. Sobre esta banqueta, catorce horas al día, se encaramaba una figura delgada con un alto sombrero de chef. Era relevado por un hombre más pequeño y rechoncho, vestido también todo de blanco y con un sombrero de chef un poco más bajo. Los dos tenían siempre, ya fuera en la mano o reposando sobre la falda, una larga cuchara de madera. Con ella llamaban la atención sobre sus palabras, corregían cocineros errados y probaban la comida. Ellos supervisaban todo; eran responsables por lo que salía de la cocina. Su palabra era ley y, de los dos, el que se encaramaba sobre la banqueta catorce horas al día estaba al mando: el hombre rechoncho cumplía tareas las cuatro horas en que el otro no estaba en la banqueta.

Varias veces al día uno o dos de los cocineros corrían hasta el hombre de la banqueta y le murmuraban al oído, y unos minutos después las grandes puertas dobles de la cocina se abrían de golpe y aparecían dos inmensos ayudas de cámara sosteniendo con ambos brazos una figura fantásticamente gorda con caros atuendos de gala. Los tres avanzaban lentamente hacia la banqueta. Todo se volvía repentinamente silencioso en la cocina, aunque el trabajo proseguía al mismo ritmo; tal vez un poco más rápido que antes. En cuanto aparecía el hombre inmenso, el chef en la banqueta giraba hacia él; y cuando el hombre llegaba hasta la banqueta el chef se inclinaba para escuchar lo que quería decirle. A veces asentía y sonreía mientras escuchaba. Otras veces lanzaba una miraba furiosa en dirección a alguien de la cocina. Cuando en la banqueta estaba el hombre bajo y rechoncho, la conversación nunca duraba más de uno o dos minutos. Pero cuando el chef estaba presente, la charla a veces duraba quince minutos o más, y a menudo, antes de darse vuelta para irse, la enorme figura, asistida por los dos ayudas de cámara, le palmeaba la pierna al cocinero con inconfundible afecto. Después, cuando lentamente se había retirado de la cocina, sus palabras de elogio o crítica eran transmitidas a quienes las merecían.

Y muchas otras veces durante el día uno de los sirvientes del comedor entraba a la cocina y le susurraba al chef o a su asistente que estaba por ir el mayordomo, y luego aparecía un hombre de mediana edad apenas por encima de la altura promedio, bastante flaco, con un uniforme ornamentado, negro, con botones dorados. Por un momento se quedaba de pie junto a la puerta, inspeccionando todo. Después se acercaba a la banqueta y le daba alguna instrucción al cocinero a cargo: que preparara un plato especial, que corrigiera algo, que modificara el menú, etc., por orden de… El mayordomo se parecía al chef tanto de contextura como de cara. Todos los integrantes del personal de la Prominencia le tenían terror salvo el chef y el ama de llaves. Los tres tenían una relación especial, aunque solo abierta y obvia en el caso del chef y el ama de llaves, que estaba al mando de todas las criadas y encargados de la limpieza y era responsable del mantenimiento y aprovisionamiento de todos los ambientes y cuartos de invitados de la Prominencia. El ama de llaves era una mujer de mediana edad, bastante flaca y extremadamente enérgica. Trabajaba más de dieciséis horas por día, y las criadas que llevaban a cabo sus órdenes nunca podían predecir cuándo aparecería de improviso en algún ala remota de la Prominencia para observarlas en sus tareas o inspeccionar lo que ya habían hecho. Era un trabajo considerable, ya que además de los residentes permanentes a veces había hasta doscientos invitados en la Prominencia. El ama de llaves también era responsable, junto con el mayordomo, de llevar todas las cuentas de la Prominencia.

Tres o cuatro veces al día, mientras el chef trabajaba, el ama de llaves entraba a la cocina para relajarse unos minutos. Se acercaba a la banqueta; a veces el cocinero se inclinaba y ella se estiraba y lo besaba suavemente en la mejilla. Mientras ella le susurraba, él le hacía una seña a uno de los cocineros que preparaban la sopa, y el ama de llaves recibía un tazón de caldo liviano. A veces solicitaba una banqueta, y entonces uno de los muchachos de la despensa corría y le alcanzaba una baja; ella se sentaba y se reclinaba contra una de las alacenas y tomaba su caldo y miraba trabajar al chef. Mientras lo miraba y bebía su caldo, relajándose de a poco, una sonrisa satisfecha y feliz le iluminaba la expresión.

Además de algunos invitados permanentes —permanentes en el sentido de que pocos miembros del personal podían recordar cuándo no habían estado en la casa— la única otra visitante frecuente de la cocina era una mujer gorda e inmensa. También ella necesitaba ayuda para la actividad de caminar. De hecho, los ayudas de cámara a menudo observaban que pronto llegaría el día en que sería demasiado gorda como para caminar y debería ser llevada de un lugar a otro en una especie de silla de manos. Los ayudas de cámara temían ese momento porque, como decían, mientras ella todavía hiciera el esfuerzo de caminar evitaría subir escalones; pero cuando ya no caminara probablemente querría que la cargaran por todo tipo de escaleras.

Su llegada a la cocina no la anunciaba nadie. Simplemente aparecía en la gran entrada y luego, lentamente, avanzaba asistida por los ayudantes hasta la banqueta alta. El chef —ella iba solo cuando estaba él— se agachaba y le palmeaba con afecto el brazo inmenso, y llamaba a uno de los pasteleros para que le llevara alguna cosita que estuviera haciendo. Ella masticaba el dulce y escuchaba —aparentemente— lo que el chef tuviera para decir. Por su parte, pocas veces decía algo. Tras varios minutos les indicaba a los ayudas de cámara que estaba lista para irse. El cocinero volvía a palmearle el brazo, sonreía al tiempo que una mirada ligera e inesperadamente soñadora le aparecía en los ojos, y luego volvía a llamar al pastelero, que se acercaba corriendo con otra muestra de su trabajo. Una última palmada del cocinero y la inmensa mujer comenzaba a avanzar lentamente hacia la puerta doble.

La vida en la Prominencia era un festín interminable.

A los comerciantes de Cobb se les complicaba satisfacer las fantásticas exigencias de envío de comida. Claro que gradualmente se iban volviendo ricos, de manera que hacían todo lo posible por proveer a la Prominencia de todo lo que se necesitara. Lo mismo sucedía con los pescadores y los cazadores: a cualquier hora del día o de la noche podía vérselos en los lagos de los Vale o las tierras de los Hill. Mientras siguiera habiendo pescado y presas de caza, tenían garantizado un buen ingreso. Su única preocupación era que las demandas de la Prominencia fueran demasiado grandes para que la naturaleza las satisficiera: que un día los lagos dejaran de producir peces y las tierras dejaran de engendrar presas. ¿Qué sería entonces de ellos?

… Pasa otro año y el ritmo del consumo en la Prominencia parece en realidad haberse incrementado. Allí se come literalmente de manera constante…

… ¡Y los rumores en el pueblo!

Que: allí se preparan brebajes fantásticamente estrafalarios.

Que: las dos propiedades están cayendo en bancarrota por pagar la interminable serie de festines gigantes.

Que: hay cuatro sirvientes solo para ayudar al señor Venn a subir y bajar de su silla.

Que: la señora Venn está tan gorda que no puede flexionar los brazos para alimentarse sola y otros tienen que hacerlo —metiéndole la comida en la boca— y que se necesitan seis sirvientes para transportar su silla de manos por las escaleras.

Que: se han instalado vomitorios en el salón central.

… Y toda clase de historias increíbles…

A

M. E. G.

El hombre es un animal que cocina.

ANTIGUO LIBRO DE COCINA

El hombre es un animal que cena.

ANTIGUO LIBRO DE COCINA

PRIMERA PARTE

1

UNA DE LAS COLINAS SOBRESALÍA. Era más empinada que las otras, y más alta. Además no tenía pico. Mientras las cimas arboladas de las demás colinas ondulaban unas sobre otras, esta quebraba el ritmo con una superficie abrupta y plana.

Durante unos minutos Conrad se quedó mirando, protegiéndose los ojos del sol. Después se bajó de la bicicleta y la arrastró a un costado de la ruta. Cuando estuvo fuera de la vista, la encadenó a un árbol y escondió su mochila entre la maleza. Se dispuso a subir la colina.

Fue un ascenso fácil casi hasta la cima. Allí descubrió un peñasco escarpado. Tenía al menos unos seis metros de alto. Pero si el peñasco daba toda la vuelta era imposible alcanzar la meseta.

Circunvaló, sin embargo, más de la mitad de la colina sin encontrar una brecha en la superficie rocosa. Empezó a dudar. Posiblemente se necesitaran escaleras. Podrían llevarse o bajarse de algún modo.

Decepcionado, aceleró el paso.

En su apuro casi pasa por alto la escalera abierta en la superficie del peñasco. Los escalones eran muy altos y estrechos, y en un ángulo peligroso.

Cuando llegó a la meseta se encontró con otro obstáculo: una fosa profunda, con agua en el fondo y paredes lisas y escarpadas, rodeaba la fantástica estructura semejante a un castillo. Había un solo puente, levadizo, subido y trabado. No había modo alguno de cruzar.

Después de rodear la fosa varias veces se sentó a mirar el castillo. Era esencialmente gótico, hecho en piedra de un gris azulado, y se elevaba en un diseño hexagonal unos cuatro pisos por sobre el terreno. Era muy grande, de casi doscientas habitaciones. Estaba en excelente estado.

También los jardines estaban hermosamente mantenidos.

“¿Entonces por qué —se preguntó— tengo la sensación de que aquí no vive nadie? Y si no vive nadie, ¿por qué está tan bien mantenido?”.

Varios kilómetros más allá, un pueblo pequeño, con chapiteles y colores pastel, se acurrucaba en un valle arbolado.

“Eso debe ser Cobb”, pensó Conrad.

Le preguntaría por el castillo a algún habitante de Cobb.

—… solo los jardineros y la gente de mantenimiento suben a la Prominencia. Y algunos arquitectos de la Ciudad. Pero eso es todo. Los Hill y los Vale no van nunca. Claro que los Hill siguen siendo dueños de todo el territorio de las colinas, de la madera y las canteras, y los Vale tienen todas las tierras bajas, con los lagos y el pueblo. Es así como obtuvieron sus nombres; pero creo que eso ya se lo conté. Y la ruta sigue dividiendo sus propiedades; el camino por el que vino de la Ciudad.

Por unas pocas cervezas la historia del castillo fue suya.

El castillo se conocía como la Prominencia.

El cantinero se repetía y se enredaba en el relato. Pero parecía saber lo que decía. No había contradicciones.

La Prominencia había sido, durante generaciones, el hogar ancestral de la familia Cobb. La concibió el primer Cobb —A. Cobb—, que también fundó el pueblo al que legó su nombre.

Los descendientes de A. Cobb prosperaron; en pocas generaciones, tuvieron bajo su control casi todas las tierras de valor, las altas y las bajas.

Se convirtieron, por supuesto, en la única gran familia terrateniente de la zona.

Los descendientes posteriores consolidaron y extendieron las propiedades familiares.

Las tierras altas y las tierras bajas fueron administradas como haciendas separadas. En virtud de una administración hereditaria, la hacienda de las colinas fue trabajada y manejada por el clan Hill, mientras que las tierras bajas quedaron para el clan Vale. Los dos clanes se odiaban.

Este sistema continuó hasta que no nacieron más herederos varones en la familia Cobb. Entonces quedaron solo dos hijas Cobb. Una estaba enamorada del líder del clan Hill y la otra del líder del clan Vale.

El viejo Cobb no logró evitar que sus hijas se casaran con esos hombres. Tampoco pudo propiciar una reconciliación entre ambos clanes. Por lo tanto, su testamento decía:

Las colinas, para una hija y sus herederos; los valles, para la otra. Sendas haciendas conllevaban la premisa de que no podían regalarse ni venderse, y lo mismo se asentaba respecto del mantenimiento de la Prominencia, que debía permanecer deshabitada hasta que los dos terrenos volvieran a unirse a través del matrimonio. Esta disposición debía renovarse cuando los sucesores fueran llegando a la mayoría de edad, y se estipulaba que, de no ser así, las propiedades serían distribuidas entre ciertas instituciones de caridad de la Ciudad.

La disposición había sido debidamente renovada generación tras generación en ambas familias, y el testamento del viejo Cobb seguía vigente.

Hacía unos años se había creído que habría una boda entre los Hill y los Vale y que por fin los descendientes de los Cobb podrían regresar a su verdadera residencia.

—Los Hill y los Vale ya no pelean —explicó el cantinero—. Mantienen excelentes relaciones. Tienen residencias separadas, pero siempre se están visitando y comiendo juntos. Si existe entre ellos alguna competencia es por quién presenta la mejor mesa o quién tiene el mejor cocinero. El apellido Vale está por extinguirse. Quedan solo tres Vale: el señor y la señora Vale y su hija Daphne. El señor y la señora Vale son personas maduras y con mala salud.

Había cuatro Hill: el señor y la señora Hill; un hijo, Harold, y una hija, Ester: mellizos. Los padres eran altos y robustos y gozaban de excelente salud. Los mellizos tenían la estructura física, la salud y el buen aspecto de sus padres.

Los mellizos Hill tenían veintipico; uno o dos años más que Daphne Vale.

Durante años Daphne y los mellizos fueron inseparables, y siempre se había dado por hecho que, llegado el momento, Daphne y Harold se casarían.

Pero Daphne empezó a engordar. Se fue poniendo cada vez más gorda:

—Como si todo lo que comiera se convirtiera en grasa. Eso fue lo que dijo el médico. Y dijo que no había nada que pudiera hacer al respecto. Y ahora está gorda como un cerdo, aunque nadie la ve nunca excepto los sirvientes o los Hill, porque nunca va a ninguna parte. Probablemente se avergüence de sí misma. Y está claro que nadie puede esperar que ahora Harold se case con ella.

2

CONRAD LE PREGUNTÓ AL CANTINERO CÓMO LLEGAR a la mansión de los Hill y se le dijo que estaba en la ladera de una colina, a unos dos kilómetros y medio del pueblo.

Tenía casi una hora antes de la cita y decidió inspeccionar Cobb.

Los habitantes del lugar también tuvieron ocasión de inspeccionarlo a él.

Es muy llamativo porque va junto a su bicicleta, con la mochila sujeta al guardabarros.

Mide al menos dos metros —le lleva como mínimo una cabeza a todo el que camine por la calle— y es extremadamente flaco, casi cadavérico. Tiene rasgos aguileños, y una nariz que es verdaderamente un pico. Desde unas cuencas hundidas observan con agudeza grandes ojos de color negro carbón. Rulos de pelo negro debajo del sombrero bajan por la nuca hasta el cuello de la camisa.

Está vestido todo de negro. Tiene los pantalones enroscados en los tobillos dentro de unas largas medias negras.

Realmente parece “un águila negra y hambrienta”, como lo describió más tarde uno de los comerciantes en la cantina, y todos los que habían visto a Conrad asintieron.

El pequeño pueblo de Cobb parecía ser lo suficientemente próspero. Las calles estaban empedradas. Se veían limpias y el mantenimiento era decente.

Había una calle principal y varias que la cruzaban.

Las construcciones eran de madera y piedra; sin duda de los bosques y canteras de los Hill.

En cuanto a los comercios: para alguien acostumbrado a la Ciudad, Cobb resultaba una gran decepción.

Había tres carnicerías. Conrad entró en cada una de ellas y examinó la carne con ojo crítico. Ninguna recibió su aprobación. O la carne era directamente mala o no había sido cortada con la suficiente competencia, cosa que les dijo a los respectivos carniceros en términos para nada vacilantes, levantando la voz para que los demás clientes conocieran su opinión. En una de las carnicerías incluso acusó al dueño de mentiroso: el hombre trataba de venderle como pata de cordero lo que obviamente era una avejentada pata de oveja. El carnicero lo negó, pero Conrad respondió que esa pata vieja no se podría tiernizar ni en una fragua y, mientras los clientes lo observaban con la boca abierta, tiró la carne al piso y se retiró.

Fue a visitar las dos pescaderías, y se quejó de que el pescado no era fresco y la oferta era demasiado limitada.

Había cinco verdulerías. Solo entró a dos de ellas —las otras obviamente eran para clientes pobres— y en ambas les dijo a los propietarios que sus frutas y verduras no eran aptas para consumo humano.

Y en la tienda de artículos enlatados:

—¿Esto es todo lo que tiene?

El viejo comerciante se retorció la barba.

—¿Quiere encargar una cantidad grande de algo?

—No sea obtuso —le lanzó Conrad—. Me refiero al surtido. Mire, lo que puede conseguirse fresco en Cobb, o vivo o crudo, o disecado o preservado en sal, usted lo tiene en lata. Y lo que no puede conseguirse en ninguna de esas formas no lo tiene. En resumen, su tienda no tiene sentido. Pero eso lo vamos a cambiar, recuerde lo que le digo.

Además de las tiendas de comida, había una que vendía vajilla y cristalería, un pequeño puesto de libros y una ferretería. En cada uno de estos lugares hizo averiguaciones, como había hecho en los demás.

Entró incluso en el restaurante más destacado de Cobb, el Prominence Inn, y pidió ver el menú del día. Le echó un vistazo y tuvo ocasión de ver dos o tres de los platos que se servían allí. Al devolverle el menú al maître, le informó fríamente que cuando él, Conrad, decidiera comer allí, examinaría primero la cocina —que sin dudas debía estar mugrienta— y luego supervisaría en persona la preparación.

Cuando hubo completado su estudio de las instalaciones de Cobb fue hora de partir hacia la mansión de los Hill. Encontró el camino con bastante facilidad.

Los altos árboles a ambos lados ya ensombrecían parcialmente el camino, a pesar de que todavía era de tarde.

Mientras subía la colina, Conrad recordó con satisfacción el episodio de la carnicería: cómo todos lo habían mirado y habían escuchado lo que decía sobre la pata de oveja vieja, y cómo lo habían visto arrojarla en el aserrín salpicado de sangre.

También circularía la noticia de lo que había pasado en la ferretería. Probablemente ya estuviera circulando, a esa hora en que la gente iba llegando a las cantinas para su trago nocturno.

Los labios finos y duros de Conrad se curvaron en lo que podría haber sido una sonrisa.

Había entrado a la ferretería para inspeccionar los cuchillos. El dueño empezó a rondarlo, tratando de vender.

—Muéstreme su mejor cuchillo de chef —dijo Conrad—, el más filoso que tenga.

El hombre, orgulloso, retiró de la vitrina un cuchillo reluciente.

—¿Eso es lo mejor que tiene? —preguntó Conrad.

—No tengo dudas de que es el mejor en todo Cobb —respondió el dueño, extendiéndole el cuchillo. Pero Conrad lo desdeñó, y de algún lugar entre su ropa extrajo una hoja de aspecto verdaderamente cruel.

—Tome —dijo—, cruce los dos cuchillos y veremos si ese es el mejor de Cobb.

El dueño dudó, pero los otros clientes habían presenciado el desafío y se habían acercado para rodear a los hombres.

Colocando su cuchillo en el mejor ángulo, el hombre golpeó las hojas una contra la otra. No ocurrió nada.

—Usted debe ser débil —le dijo Conrad y, luego de sacarle los cuchillos de las manos, cruzó las hojas en un ángulo parejo y rebanó todo el filo del cuchillo del dueño en una larga lonja de metal.

Salió de la tienda a grandes pasos, dejando a su público boquiabierto de asombro.

3

PARA CUANDO CONRAD LLEGÓ A LA MANSIÓN DE LOS HILL ya todo estaba en sombras. Solo pudo distinguir el contorno de la casa, que era bastante grande y hecha de madera y piedra.

Subió hasta la enorme puerta principal y golpeó con fuerza. El sonido reverberó en el silencio. Desde algún lugar del bosque oyó ladridos de perros. Claramente, eran perros grandes, tal vez de caza. Conrad escudriñó la oscuridad pero no pudo ver nada. Volvió a golpear. Siguieron sin responder. Los perros se habían acercado. El ladrido parecía feroz, y Conrad volvió a golpear con más fuerza. Al mismo tiempo acercó la mano a su cuchillo.

Abrió la puerta un hombre de aspecto delicado con flequillo canoso.

Volvió a entrecerrar la puerta.

Conrad se presentó y, tras un momento de vacilación, el mayordomo lo hizo pasar, murmurando que la entrada para la servidumbre estaba a salvo de los perros.

—Cuando se esperan visitantes o invitados —agregó—, se enciende una luz sobre la puerta principal. Los perros lo saben.

Conrad esperó en el vestíbulo hasta que el mayordomo volvió y le dijo que el señor Hill lo vería en su estudio.

El señor Benjamin Hill estaba sentado detrás de un gran escritorio de caoba.

Era corpulento, de espaldas anchas. Con un poco de papada. De cara enrojecida. Tenía los ojos agudos del hombre de negocios.

En el cenicero que tenía delante se quemaba lentamente un gran cigarro negro.

Conrad le entregó un sobre grueso y esperó. El dueño de casa no lo invitó a sentarse.

El señor Hill esparció los papeles ante él. Había numerosas cartas de recomendación y un muy breve bosquejo autobiográfico.

Tras leer el bosquejo, el señor Hill dijo:

—Parece que nunca antes ha trabajado…

Conrad respondió que nunca había sido necesario.

—¿Y después quedó en la ruina?

Conrad se encogió de hombros.

—A los efectos prácticos.

—¿Eso fue hace varios años?

—Sí.

El señor Hill evaluó la cadavérica figura de Conrad, y sus ropas baratas y severas.

—¿Hasta ahora cómo se las arregló?

—Amigos.

El señor Hill frunció los labios pero no dijo nada.

Luego apiló las cartas de recomendación y las inspeccionó una por una, muy cuidadosamente. Varias veces volvió a alguna carta que ya había leído y la comparó con la que estaba leyendo. Cuando por fin hubo terminado, levantó la vista hacia Conrad y dijo, como si estuviera pensando en voz alta:

—Recomendaciones de chefs de los mejores restaurantes de la Ciudad… Recomendaciones de conocidos gourmets… Del editor del diario donde puse el anuncio… Referencias de fuentes inobjetables, personas que yo mismo me consideraría honrado de conocer con semejante nivel de intimidad… —Había respeto, y hasta reverencia, en la voz del señor Hill—. Siéntese, por favor —murmuró.

Pero como Conrad permanecía de pie, el señor Hill se recompuso visiblemente. Enderezó la espalda y se aclaró la voz. Pareció decirse que, después de todo, solo estaba contratando un cocinero.

—Todo parece estar en orden —dijo. De un cajón sacó una carta y la miró—. Usted puso que ha sido un chef gourmet durante años, y que puede cocinar cómodamente para más de veinte personas. Cocina tanto cosas simples como platos elaborados. ¿Eso es correcto?

Conrad respondió que creía que las recomendaciones que el señor Hill acababa de leer así lo confirmaban.

—Sí, sí… —se apresuró a asentir el señor Hill, bajando la vista.

Terminó de leer la carta de Conrad en silencio y volvió a ponerla en el sobre con las demás.

Durante varios segundos golpeteó el escritorio con el sobre, como si tratara de llegar a una decisión.

—¿Las condiciones de empleo descriptas en el aviso le resultan satisfactorias?

La voz del señor Hill había vuelto a adquirir un tono formal.

Conrad dijo que sí, que le resultaban satisfactorias.

Algunos golpeteos más sobre el escritorio y el señor Hill se decidió.

Guardó el sobre en un cajón.

—Diré unas pocas palabras sobre lo que se espera de usted.

Conrad sería responsable del desayuno y la cena de la familia seis días por semana, aunque probablemente preparara solo cuatro, ya que cenaban afuera dos veces por semana.

También la alimentación del personal fijo sería su responsabilidad.

La familia desayunaba a las siete y media. Cena entre ocho y ocho y media; una laxitud que se le concedía al cocinero.

Una o dos veces por semana recibían.

Los domingos, la cena se servía entre la una y media y las dos, tras lo cual Conrad disponía de su propio tiempo. Todas las noches después de la cena —por lo general terminaban a las nueve y media— también quedaba libre. Su día franco era el martes.

Conrad debía comprar toda la comida. También estaría al mando de la cocina, aunque nominalmente el mayordomo, Maxfield, era su superior.

El señor Hill se puso de pie.

—Hoy no tiene que preparar la cena, pero el desayuno de mañana ya será su responsabilidad. ¿Alguna pregunta?

Conrad respondió que tenía dos preguntas; primero preguntó por qué se había ido el cocinero anterior.

—Se descubrió que abultaba la cuenta de la cocina. ¿La segunda?

—¿La familia tiene algún gusto o disgusto particular por alguna comida?

El señor Hill dijo que no pero que, como la familia tendía a ser pesada, los platos que engordaban deberían ser pocos.

El señor Hill hizo sonar la campanilla para llamar al mayordomo.

—Maxfield le responderá cualquier pregunta que pueda tener sobre la casa.

El señor Hill le dio una larga pitada a su cigarro.

—En seis meses —dijo— le aumentaré el salario, si nos resulta satisfactorio.

4

—ANTIGUAMENTE HABRÍA SIDO CONSIDERADO EL ADMINISTRADOR de la casa. Pero hoy en día soy el mayordomo. Mi nombre es Maxfield. Me ocupo de todo el personal fijo. De todo el personal fijo. —Maxfield observó fríamente a Conrad desde el otro lado de la estrecha mesa—. Con eso quiero decir, por si no me interpretó, que usted es responsable directamente ante mí.

Volvió a hacer una pausa significativa.

—¿De qué? —dijo Conrad, devolviéndole la mirada.

Maxfield tensó los labios ante la pregunta, y le apareció un pequeño temblor en una comisura.

—El ama de llaves, la señora Wigton —continuó, decidiendo no escuchar—, también me rinde cuentas a mí. Si en alguna ocasión (una cena formal, digamos) cree que necesitará de sus servicios, diríjase a mí. No se dirija a ella. Yo le transmitiré su solicitud. Tal vez sus servicios sean requeridos en otro lugar de la casa.

Conrad echó una mirada a la pequeña habitación. Era muy ordenada, pero los muebles eran viejos y no combinaban.

—Este es el cuarto del ama de llaves —dijo Maxfield—. La señora Wigton y yo comemos aquí, una vez que ha comido la familia.

—Supongo —murmuró Conrad— que mi cuarto es aún más chico. ¿Dónde comen los otros sirvientes?

Maxfield frunció el ceño.

—Los otros miembros del personal… —comenzó pomposamente, pero no continuó. De pronto se había puesto enfermizamente gris y, con las dos manos sobre la boca, trató inútilmente de sofocar media docena de hipos espásticos.

—¿Indigestión? —preguntó Conrad.

Maxfield asintió débilmente. Cuando pudo volver a hablar explicó que tenía un estómago en extremo sensible y que ciertas comidas sencillamente no iban con él. Paul, el cocinero interino, lo sabía, pero lo pasaba por alto. De hecho justamente el día anterior Maxfield había tenido que ir a acostarse después de comer uno de los nauseabundos menjunjes de Paul.

Maxfield prosiguió con su informe.

Los otros integrantes del personal —Betsy, la criada; Rudolph, el lacayo, y Eggy, el pinche de cocina— comían en la cocina.

Conrad sería responsable de todas las compras de comida. Quedaba a su criterio hacerlas en persona o no. Paul generalmente mandaba a Eggy, o a Rudolph cuando estaba disponible.

Conrad debía llevar un control estricto de los gastos.

—Y ahora le mostraré su cuarto.

En la parte posterior de la mansión, unos escalones de madera conducían hasta el tercer piso.

Tal como Conrad había supuesto, su habitación era pequeña. Tenía una mesa, una silla y una cama angosta, que le quedaría unos treinta centímetros corta.

Maxfield notó la discrepancia y murmuró que sugeriría que el amo Harold hablara con alguno de los carpinteros del aserradero.

—¿Dónde está la cocina? —preguntó Conrad.

—Justamente hacia allí nos dirigimos.

En el camino Maxfield le advirtió que Paul no solo era mal cocinero: también era un tremendo chismoso. No había que creerle nada. Exageraba e inventaba cosas. Conrad haría bien en hacer oídos sordos a todo lo que dijera.

Cuando entraron a la cocina Paul levantó la vista de las hornallas y dejó caer el cucharón: tanto lo sobresaltó la alta y demacrada figura de negro.

—Este es el nuevo cocinero —le dijo Maxfield a Paul con sequedad—. Y allí —continuó hablándole a Conrad— está Eggy, su pinche de cocina. ¡Eggy!

Eggy lavaba lentamente la vajilla. Se dio vuelta hacia ellos.

—Este es tu nuevo amo —le dijo Maxfield.

Eggy los miró entrecerrando los ojos y sonrió.

—Sí, señor —balbuceó—. Sí, señor.

—Es corto de vista y de entendederas —dijo Maxfield—. Puedes volver a tu trabajo, Eggy.

—Sí, señor.

—A Eggy le gusta su trabajo.

Sonriendo nervioso, Paul empezó a acercarse a Conrad, evidentemente con la idea de darle la mano. Pero al notar que Conrad parecía no verlo y no hacía ningún movimiento para descruzar los brazos, cambió de opinión.

Paul era un hombre más bien joven, de pelo color zanahoria y nariz respingada. Su piel estaba blanqueada por los vapores de la cocina.

—Si quiere ir a buscar sus cosas —empezó Maxfield, pero Conrad lo ignoró, y pasando casi sobre Paul, que tuvo que hacerse a un lado velozmente, se acercó a la cocina e inspeccionó las hornallas y el horno.

En respuesta a su pregunta, Paul dijo que el horno estaba en perfecto estado de funcionamiento.

Maxfield permaneció junto a la puerta. Era obvio que no quería dejar a Conrad solo con Paul, de modo que Conrad empezó a interrogar a Paul sobre el equipamiento de cocina. Tras unos quince minutos sonó el timbre que había sobre la puerta, y Maxfield se fue.

Conrad empezó a interrogar a Paul sobre la comida que preparaba para los Hill.

No, nunca hacía tortas ni pasteles. Toda la pastelería venía del pueblo. No, nunca hacía sopas. A los Hill no les gustaban. No, nunca hacía salsas; solo un poco para la carne.

¿Pescado? No, la familia nunca le pidió que sirviera pescado. Aparentemente ya comían suficiente en casa de los Vale. Brogg, el cocinero de los Vale, era famoso por sus platos con pescado. No se esperaba que nadie compitiera con él. Más aún, el único pescado realmente bueno provenía de los lagos de los Vale y nunca se conseguía en los mercados de Cobb; Brogg y el señor Vale se encargaban de que así fuera.

—¿Qué preparas para el desayuno?

Paul respondió que era siempre lo mismo: jamón y huevos, cereal, tostadas y café.

—¿Almuerzo?

—Sándwiches. Los hace Betsy…

—¿Y para la cena?

Paul frunció la nariz respingada.

—Generalmente les sirvo una ensalada, carne, una verdura, papas (hervidas o pisadas) y después fruta o helado.

—¿Les sirves eso todas las noches? —preguntó Conrad disgustado.

—Sí, señor —admitió Paul—. No es que yo no sepa cocinar. Me gusta cocinar, pero al señor y la señora Hill no les gustan las cosas muy elaboradas. Siempre dicen que no les gusta que se experimente…

Conrad lo interrumpió:

—¿Tienen buen apetito?

El joven respondió con lentas y largas inclinaciones de cabeza.

—Comen como cerdos, señor.

Conrad tomó el cucharón de la mano de Paul, extrajo un poco del caldo donde se cocinaba la carne… y fue hasta la pileta a escupir en el agua jabonosa de Eggy.

—Y aparentemente con el gusto de un cerdo.

—Supongo que no está muy bueno…

—¿Quién se entromete en la cocina?