frn_fig_001

Imágenes de la violencia en el arte contemporáneo




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Valeriano Bozal (ed.), Estrella de Diego, Carmen Bernárdez Sanchís, Aurora Fernández Polanco, Virginia de la Cruz Lichet, Santiago Lucendo Lacal, María Cunillera, Leyre Bozal Chamorro, Tonia Raquejo, Isabel María

Imágenes de la violencia en el arte contemporáneo

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 154


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



© de los textos, sus autores, 2005

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-223-2

Índice

Introducción

Notas sobre la experiencia estética. A propósito de algunos tópico, Valeriano Bozal

De lejos, de cerca. Violencia, el canon y algunas enfermedades de la mirada, Estrella de Diego

Transformaciones en los medios plásticos y representación de las violencias en los últimos años del siglo XX, Carmen Bernárdez Sanchís

Historia, montaje e imaginación: sobre imágenes y visibilidades, Aurora Fernández Polanco

Más allá de la propia muerte. En torno al retrato fotográfico fúnebre, Virginia de la Cruz Lichet

Algunos lugares del mal en la cultura moderna: la geografía del vampiro, Santiago Lucendo Lacal

¿Quién se come a quién? Metáforas del canibalismo en el arte del siglo XX, María Cunillera

Un monumento a la memoria: La peste de Camus y el Cretto de Gibellina de Alberto Burri, Leyre Bozal Chamorro

Before i kill you:emoción/razón y realidad/ficción en la violencia, Tonia Raquejo

La violencia secuenciada en un lugar llamado encantador, Isabel María

Autores

Introducción

La violencia es tema que el arte contemporáneo aborda en numerosas ocasiones y con lenguaje y modalidades diferentes. Nada tiene de particular, es un rasgo de la sociedad contemporánea, una lacra del mundo que llamamos moderno. Las manifestaciones artísticas se mueven en un horizonte que algunos calificarán de ambiguo: denuncian la violencia, pero también la estetizan y la convierten en un espectáculo. Muchas veces es difícil establecer con claridad los límites entre denuncia y estetizacion. Además de la obra o de la acción, el contexto concreto tiene mucho que decir a este respecto, la recepción puede estar mediatizada por acontecimientos e ideas, por valores, sentimientos y emociones, y no cabe esperar que todos estos factores introduzcan principio alguno de «neutralidad». La misma difusión de imágenes de la violencia, su redundancia, puede convertir un fenómeno extremo –y radical en sus consecuencias– en acontecimiento «familiar». Las obras de arte no están exentas de esa difusión ni son ajenas a tales efectos.

Los textos aquí reunidos abordan temas y motivos muy diferentes, lenguajes diversos. Algunos se refieren a obras de arte plástico con soportes tradicionales, la fotografía ocupa la atención de otros estudios, pero también obras literarias, ilustraciones, películas, videos, son objeto de algunos de ellos. En sentido similar, la metodología es variada. Sabemos que la historia del arte abandonó hace ya tiempo cualquier pretensión de homogeneidad metodológica, y los estudios que aquí se ofrecen son un buen testimonio de esta situación. Su calidad, la que poseen, no depende de su adscripción a esta o aquella «línea» u «orientación», sino del eventual rigor con el que, desde su heterogénea perspectiva, se enfrentan a los temas estudiados. La diversidad temática es, también, su rasgo más notable: desde la experiencia estética hasta la violencia que se ejerce sobre el cuerpo, pasando por la que es propia de los modos de mirar, representar y monumentalizar. El lector encontrará un panorama que, si no es completo, sí es indicativo de los problemas en los que se centra buena parte de la crítica y la historiografía contemporáneas.

Los ensayos ahora reunidos fueron realizados en el marco del Proyecto de Investigación I+D La violencia y el mal en el arte y la cultura contemporáneos. Representaciones y conceptos (BHA2001–1479–C04–01), en el que participaron investigadores de las universidades Complutense de Madrid, Autónoma de Barcelona, Carlos III de Madrid y Universidad de Murcia. Todos los autores de la presente antología trabajan en la primera de las citadas, en su Departamento de Historia del Arte Contemporáneo. Los textos fueron expuestos y sometidos a debate en seminarios y reuniones científicas realizados al efecto. Suscitaron comentarios que aquí no se han podido recoger y otros textos y estudios que desarrollan algunas de las hipótesis expuestas, elaboran otras y se proponen continuar el trabajo de investigación por el camino iniciado.


Valeriano Bozal (Editor)

Notas sobre la experiencia estética. A propósito de algunos tópicos

Valeriano Bozal

1. Cualquier cosa puede suscitar una experiencia estética

Tradicionalmente la experiencia estética lo ha sido de objetos naturales que consideramos bellos, o al menos agradables, y de objetos artísticos que por su propia naturaleza se conciben como específicamente destinados a suscitar experiencias estéticas (en ambos casos tal experiencia es gozosa, y semejante calificación ni siquiera parece necesario explicarla). De un tiempo a esta parte, objetos naturales desagradables o explícitamente no bellos –según las concepciones tradicionales– y objetos artificiales no artísticos, e incluso deleznables según el gusto tradicional, también son objeto de experiencia estética. (Ambos tipos de objetos parecen poner en cuestión el carácter gozoso o placentero de la experiencia estética, pero éste es un tema que por el momento no podemos abordar.)

Puesto que el arte del siglo XX se ha servido como «materia prima» de todo tipo de objetos y materias, cabe pensar que la eliminación de los límites entre lo artístico y lo no artístico, lo bello y agradable y lo feo y desagradable, se debe a tal proceder. No tengo muy claro que antes de la pintura de Tàpies considerásemos la posibilidad de que un muro o una pared pudieran estar en el origen de una experiencia estética, o que unas vigas de hierro y fragmentos de herramientas del mismo metal, redes metálicas, etc., pudieran producir ese tipo de experiencia si no es porque la escultura de Caro, Smith, Chillida o Susana Solano les han abierto camino en el ámbito cada vez más amplio de nuestra sensibilidad. Tal como ha venido sucediendo a lo largo de la historia, la arquitectura ha tenido un papel destacado en la transformación de nuestra sensibilidad. A partir de la obra de Adolf Loos, e incluso antes, la importancia de los materiales ha sido uno de los rasgos decisivos del siglo XX, difundiendo entre amplias masas de población el valor estético de materiales y formas que antes permanecían ocultos.

Cosas tan desagradables como los restos orgánicos, por personales que sean, pelos, mucosidades, uñas cortadas, etc., protagonizan algunas instalaciones de Boltanski, y no estoy muy seguro de que fuera de esas instalaciones susciten experiencias estéticas, como no lo estoy, tampoco, de que las susciten la grasa y el fieltro que con tanta profusión utiliza Beuys en sus obras. Mas, para la hipótesis que aquí va a exponerse, aceptaré que así puede suceder, pues lo que importa no es sólo que el arte del siglo XX haya incorporado a su ámbito específico cualquier objeto o cualquier materia, sino que, quizá por tal proceder, cualquier objeto o cualquier materia pueden estar en el origen de una experiencia estética que no pertenece al ámbito de lo artístico (sin que el sujeto de tal experiencia incurra por ello en una patología).

Una virgen de Fátima de pasta, con una lucecita en su interior, unas flores de plástico sobre un tapete de puntillas encima de un televisor, son objetos fabricados industrialmente que también suscitan una experiencia estética. La suscitan en un gran número de personas que, ciertamente, suelen considerarlos como objetos artísticos o, al menos, decorativos (un «grado» en el nivel de lo artístico). Que sean causa, como lo son, de otras experiencias, nada dice contra la estética: es posible que estén ahí, en la mesilla de noche, en la consola, sobre el televisor, para recordar un viaje, un sentimiento amistoso, amoroso, dar testimonio de una fe, etc., pero la experiencia estética no queda excluida en ese tramado de sentimientos: si los considerásemos feos o desagradables, no estarían ahí expuestos, ni quienes los contemplan se gratificarían con su «belleza». Adelantaré que es rasgo de la experiencia estética su «contaminación».

Objetos que originalmente no se proponen como artísticos, y que tampoco se fabricaron con esa finalidad, suscitan o pueden suscitar una experiencia estética: la pala que adquirimos en el supermercado, la rueda de bicicleta, el botellero..., los ready-made duchampianos la suscitan en el momento en el que alguien, su «autor», los muestra en determinadas condiciones –una sala de exposiciones, un museo, una institución dedicada al arte–, es decir, los exhibe o expone, y hace determinadas afirmaciones a su propósito: son arte, pueden o deben ser contemplados. A diferencia de lo que sucedía en los ejemplos anteriores, éstos no son especialmente desagradables. No lo son ni la pala, ni la rueda de bicicleta, ni el botellero, quizá podría hablarse del desagrado que a algunas personas puede producirles la exhibición del urinario, pero quizá lo sientan más por cuestión de costumbres y buenas maneras que por motivos estéticos: al fin y al cabo, la porcelana higiénica con la que está fabricado sí posee alguna de las cualidades habitualmente atribuidas a la belleza: lo liso de su textura, el diseño de la forma. Incluso la equivocidad que plantea su título enlaza bien con algunas recientes teorías del arte: ¿la fuente se refiere al urinario, al sujeto que lo usa, su significado simbólico, surge por asociación, por un eventual sentido alegórico...? ¿Qué tendría que decir Paul de Man al respecto?

Que Duchamp, su «autor», pueda exhibirlos en determinadas condiciones indica que el autor no es el único que se compromete con la decisión, pues museos, salas de exposiciones, críticos, etc. forman parte de lo que llamamos «institución arte». Mas, lo que ahora me importa es sugerir que no serán pocos los que, animados por la propuesta, busquen en otros objetos más o menos semejantes a esos, sin someterse a aquellas exigencias expositivas, experiencias estéticas similares: ¿es estética la experiencia de la rueda de bicicleta de Carrefour?

No entraré ahora en la cuestión de si tales objetos son o no arte. Por el momento sólo deseo destacar que no se produjeron con esa intención y que su presentación en el mundo del arte invitó a borrar los límites o barreras que ese mundo se había impuesto (o le habían impuesto y él había aceptado) y que la consecuencia de tal borrado es la posibilidad del gozo estético en Carrefour o Alcampo. Tenemos la sensación de que cualquier cosa puede suscitar una experiencia estética al margen de sus cualidades. La hipótesis que aquí va a defenderse es que, en efecto, sucede así y que la estética es un tipo de experiencia completamente abierta. (No menos interesantes son algunas notas implicadas por los ejemplos anteriores: podemos ser autores con sólo seleccionar un objeto y exponerlo, no es necesario hacerlo.)

2. La experiencia estética no se le niega a personas de mal gusto

Si, tal como se ha expuesto en el primer epígrafe, la experiencia estética puede serlo de cualquier tipo de objetos, entonces es incapaz de fundar juicios de valor en torno a la autenticidad o no autenticidad de cualquiera de ellos. Menos aún puede fundar la calificación que tal eventual autenticidad obtenga, cuando obtiene alguna, y el gusto de quienes la experimentan. La experiencia estética no se le niega a las personas de mal gusto, pues cualquier objeto puede suscitarla, ni tampoco determina el nivel de gusto de las personas, su grado alto, medio o bajo. La experiencia estética de una persona de bajo o mal gusto puede ser muy intensa, y puede serlo, suele serlo, a partir de objetos poco o nada artísticos, poco o nada «estéticos».

La intensidad de la experiencia estética no corresponde a la «calidad» del objeto, ni da cuenta de su calidad. No será extraño encontrar experiencias estéticas de gran intensidad, que además se expresan extrovertidamente, en personas que, por ejemplo, escuchan o contemplan un serial melodramático. Serial que a otros puede parecerles rudimentario y tosco, incluso zafio, quizá ingenuo, posiblemente chabacano, y ante el que manifiestan sarcasmo o desprecio. Éstas suelen considerarse personas de buen gusto, lo contrario de aquellas, de mal gusto, que además será peor por el exceso en la intensidad de su experiencia y en la expresión de la misma.

Suele decirse que la experiencia estética enriquece al sujeto que con ella se complace y es muy posible que, al menos en principio, rechacemos la posibilidad de que objetos zafios o chabacanos puedan estar en el origen de tal «enriquecimiento». Ahora bien, esa argumentación incluye, sin decirlo, la noción crítica de valor e implícitamente atribuye a lo que enriquece una calidad que se traslada al «sujeto enriquecido»: ¡cómo un mal melodrama puede aportar algo, enriquecer al que atentamente lo escucha! Cabe pensar que se reconoce en las miserias folletinescas que cuenta, en los asuntos sentimentales que le hacen saltar las lágrimas, en la ira tremebunda de los héroes del serial y sus maquinaciones, etc.

Pero me atrevo a afirmar que sí hay alguna clase de enriquecimiento y que éste no tiene por qué ser solamente el muy reducido y obvio del reconocimiento (de ideas, valores, sentimientos, etc.). Puede ser algo más, es algo más: en el curso de la experiencia, y por ello podemos hablar de tal, el receptor se percibe como sujeto de emociones y lo hace en ese ir y venir del sujeto al objeto que es rasgo de toda experiencia estética, no sólo de la que es propia de personas de buen gusto, pues no hay experiencias estéticas propias de tales personas. Contempla las lágrimas de la joven seducida y los celos del amante, y se percibe a sí misma como sujeto gozoso de semejante contemplación, puede ponerse a llorar, secarse las lágrimas, puede vivir los celos como propios o como ajenos: en todos los casos se percibe como sujeto de esas emociones.

Los objetos que a unos suscitan complacencia, producen desagrado a otros, y cabe dentro de lo razonable, así podemos observarlo, que los agradables para éstos sean deleznables o incomprensibles para aquellos, pero si la experiencia estética tiene lugar, sus características son similares en unos y otros, aunque los objetos sean muy diferentes e incluso opuestos.

3. Las experiencias estéticas son muy diferentes

Las experiencias estéticas son muy diferentes, no ya por el contenido o naturaleza del objeto, sino por la misma condición de la experiencia. No es lo mismo contemplar un cuadro que ver una película o leer una novela. No es lo mismo ver una película en una sala cinematográfica o en el televisor de casa. No es lo mismo ver una película o el episodio de una serie, de un telefilm. Las circunstancias son diversas y distinto es el «producto» que a tales circunstancias atiende. Las condiciones temporales de la experiencia son en cada caso diferentes, también lo es el grado de atención que implica.

Que sea así pertenece a la naturaleza misma de la experiencia estética y afecta a la estructura del objeto que la suscita: quizá podemos contemplar un cuadro de una sola vez –y luego fragmentamos la contemplación en sus diferentes partes–, pero dudo mucho de que leamos una novela de un tirón o incluso de que en la lectura de un fragmento mantengamos siempre el mismo nivel de atención. Tampoco lo mantenemos cuando en la butaca del cine contemplamos la película, y mi experiencia personal me dice que no es posible mantener el mismo nivel de atención cuando recorremos las salas de un museo. Todo esto sucede tanto a propósito de aquellos objetos artísticos que son de las más alta calidad –los que a priori deben llamar más poderosamente nuestra atención– cuanto respecto de objetos naturales y no artísticos: durante varios días podremos ir a contemplar la salida o la puesta del sol, dudo que nuestra atención sea en todos la misma, dudo también de que sea la misma la emoción que nos embarga (en el caso, dudoso, de que tal emoción pueda medirse: ¿no reducirá o eliminará la gratificación estética la conciencia de que se es sujeto de un experimento, no la condicionará?).

La industria de la cultura ha difundido, además, una experiencia estética que podemos llamar de «baja intensidad», habitual en la vida cotidiana. Contemplamos Ciudadano Kane o Sed de mal en el televisor, en un ambiente dominado por las interrupciones, lejos del «recogimiento» propio de la sala cinematográfica. Escuchamos El clave bien temperado en un aparato reproductor que nada tiene que ver con la sala de conciertos, y a buen seguro nos perderemos el virtuosismo con el que en cada ocasión lo interpreta al piano Daniel Barenboim. Nos aproximamos a Las Meninas tras haberlas visto múltiples veces en reproducciones que adelantan de forma mecánica la calidad del espacio y la luz velazqueñas, y tras haber escuchado muchos comentarios que nos han puesto sobre aviso en torno a lo que «hay que ver». Las postales que adquirimos en el bazar de la esquina nos indican qué parajes debemos contemplar, qué puestas de sol, caseríos pintorescos, etc., las tarjetas han elegido puntos de vista, horas del día, cromatismo de los motivos...

La intensidad de nuestra experiencia será baja, pero no es imposible que nos percibamos a nosotros mismos complaciéndonos en las magistrales interpretaciones de Welles, en el sonido de Bach, en el paisaje de esas casas pintorescas que nos han adelantado las postales o en el misterio del espacio velazqueño del que tanto hemos oído hablar. Podemos tener esa experiencia, no es obligado que la tengamos, surge cuando a la vez nos percibimos como contempladores y receptores emocionados ante los rasgos del objeto.

Estamos en exceso acostumbrados a percibir la experiencia estética como un instante privilegiado (lo que sugiere su estrecha relación con la experiencia religiosa; Benjamin dice mucho sobre el particular cuando aborda el problema del aura, también Heidegger al referirse a la verdad de la obra de arte: no oculto que aquí mantengo una posición diferente), tanto más intenso y elevado cuanto más breve es el instante (si de tal cosa, «brevedad», puede hablarse a propósito del instante), lo que convierte a esa experiencia en un fenómeno de singular rareza (contrapartida de otro fenómeno no menos excepcional: el «rapto poético» del creador).

La hipótesis que defiendo es: la experiencia estética se produce en el curso del tiempo, sufre altibajos, no siempre es igual, no posee el mismo nivel o intensidad en todas las ocasiones, acontece en tiempos y con objetos diversos. Puede disminuir sin llegar a desaparecer, aumentar sin «romperse»: su perfil es el de los dientes de sierra, hay experiencias en las cumbres y en los valles. ¿Cómo fijar los límites de su eventual desaparición, de su constancia o de su inconstancia?

Esta hipótesis se perfila en la descripción de las experiencias estéticas de las que somos sujetos. Alteran el curso del tiempo cotidiano y fijan nuestra atención en un objeto, nos sacan fuera, y nos mantienen fuera del cotidiano fluir temporal. La experiencia acaba cuando, por la razón que sea, nos reintegramos a ese fluir, perdemos la atención y dejamos de percibirnos a nosotros como sujeto de satisfacción y al objeto como motivo de complacencia.

La persistencia en el mantenernos fuera del fluir temporal cotidiano es la condición de una experiencia estética y marca su fragmentariedad y su totalidad: hemos leído un capítulo o varios párrafos, disfrutamos, mas, por causas previstas o imprevistas, dejamos de leer y volvemos a la vida activa; la experiencia se interrumpe; reanudamos la lectura, nos ponemos en situación, es decir, sostenemos la atención de tal manera que lo ahora leído incita a la continuidad con lo leído antes, y la recupera. La experiencia estética se produce, quizá no sea la misma, puede ser de más baja intensidad, pero también de intensidad mayor, ¿por qué no? Cualquiera de nosotros reconocerá este comportamiento, no sólo en lo que se refiere a la lectura, también en lo que afecta a la audición musical, la visión cinematográfica, la contemplación de este o aquel paisaje, de este o aquel arbusto, piedra, loma, etc. Tampoco las artes plásticas son ajenas a este proceso: ¿acaso no disminuye, incluso desaparece, mi fruición cuando voy de un cuadro a otro, de una a otra sala del museo, de un fragmento de la pintura a otro, de unos a otros fragmentos o partes de la escultura o la arquitectura?

No veo motivo alguno para negar el carácter estético de tales experiencias –o, si se quiere, fragmentos de experiencia–, y por eso concluyo su diversidad.

4. Entretenimiento y arte

El desarrollo de la cultura de masas obliga a distinguir entre los objetos que entretienen y los que son auténtica o propiamente culturales (o artísticos). La diferencia se explica muchas veces a partir del consumo característico de los primeros y la permanencia, que distingue a los segundos (Hanna Arendt). No estoy muy seguro de que la explicación aclare los términos de la cuestión. Consumo y permanencia pueden entenderse en varios sentidos: consumo y permanencia físicos, materiales, es la primera y más literal de las acepciones, alude a la desaparición material del objeto o a su resistencia. Ahora bien, no son pocos los objetos de entretenimiento que perduran –¿acaso no perdura la flor de plástico, el producto kitsch?– y bastantes los artísticos que desaparecen, de los que sólo tenemos alguna noticia pero que ya no podemos ver. Pueden aplicarse ambas notas con un sentido diferente, algo así como: los objetos artísticos tienen vocación de permanencia , los de entretenimiento sólo exigen su consumo. La dificultad es ahora de naturaleza distinta: ¿qué quiere decir que una obra de arte posee vocación de permanencia, y por qué ha de tenerla? Muchas que hoy son obras de arte no tenían siquiera la vocación de tales, pretendían alabar a Dios, enseñar a los letrados, hacer notar la presencia y supuestas cualidades del príncipe, etc. Otras, especialmente las que denominamos populares, se crearon en un marco dominado por lo efímero: así sucede, por ejemplo, con las Danzas de la muerte, los Carmina Burana, incluso obras de autor conocido como La Nave de los Necios, de Sebastian Brandt, obras todas sin las cuales difícilmente podríamos llegar a conocer la cultura de la Edad Media y del bajo Renacimiento, pero, sobre todo, obras que continúan originando experiencias estéticas de gran intensidad. No tenían vocación de permanencia, pero han permanecido.

Todo ello nos hace pensar que las expresiones «vocación de permanencia» y «consumo» se refieren a algo distinto de la estricta perdurabilidad cronológica. Se supone que es permanente aquello que ofrece o muestra una verdad más profunda de lo habitual, por lo general desgastada, una naturaleza más consistente de la aparencial, por lo común superficial, un ser más pleno que el de los objetos circunstanciales. Según eso se consumirá y desaparecerá aquello que carece de tal consistencia. Mas, en realidad, nos encontramos ante una petición de principio: afirmamos que es permanente porque es más pleno, y más pleno porque es permanente. Por otra parte, ¿más pleno o más intenso para quién? Seguramente no para quienes disfrutan entreteniéndose con los objetos efímeros, de consumo, más pleno, sí, para aquellos que gozan de aquella plenitud e intensidad, una cualidad de la que quizá disfrutan también los que, por la razón que sea, se deleitan con la plenitud de objetos (de consumo) que para otros no la poseen: se satisfacen, y mucho, de la plenitud y la intensidad de los folletines que publicó Balzac, no rechazan el entretenimiento que encuentran en El padrino o en una novela como El halcón maltés, y en ese entretenimiento surge también la experiencia estética, que no se opone a él.

Si el cine y la literatura de consumo hacen muy difícil fijar con nitidez la diferencia entre arte y entretenimiento, esa dificultad se incrementa con el arte pop: lo que es entretenimiento ha pasado a ser arte y el consumo se ha hecho permanencia. La caja de Brillo se convierte en objeto artístico, la viñeta, en pintura, el calendario zafio es ahora un cuadro, el objeto de mercado, un plátano, una hamburguesa, se hace escultura. Warhol, Lichtenstein, Mel Ramos y Oldenburg han sabido hacerlo, no son los únicos.

No por eso es ineludible eliminar la diferencia entre arte y entretenimiento, pero quizá es preciso abordarla en un marco distinto y al margen de una disyuntiva que no parece satisfacer la marcha de las cosas: no tanto en lo que hace referencia a las características del objeto, cuanto por la naturaleza de los rasgos de la propia experiencia. Podemos entretenernos, ¿quién no lo ha hecho?, con obras de arte, con obras que tienen vocación de permanencia: basta que nos dejemos llevar por ellas y nos olvidemos de nosotros, basta con que ignoremos la relación que entre ellas y nosotros se establece o puede establecerse, basta que dominen hasta tal punto que desaparezca el sujeto, se ignore. Entonces nos entretendrán, no nos enriquecerán. Es verdad que las obras de arte ponen en primer plano la exigencia de una contemplación atenta, y que cuando se cumple esa exigencia se suscita una experiencia estética, pero no es menos cierto que podemos no atender a la misma, que podemos deslizar por ellas nuestra mirada, entreteniéndonos, sin tomar conciencia alguna de que somos sujetos de esa experiencia. También es cierto que son muchos los objetos que no tienen entre sus finalidades la de suscitar esa conciencia, ello no quiere decir que no puedan originarla. La diferencia entre la obra de arte y el entretenimiento se atiene a estos parámetros, más allá de la naturaleza misma de los objetos.

5. Experiencia e idea

No cabe duda de que para emocionarnos estéticamente ante el Cristo crucificado de Velázquez es necesario tener alguna idea de lo que es la crucifixión, otro tanto sucede con la mitología respecto a la Alegoría de la Primavera de Boticelli. Carecer de ideas al respecto me permitirá disfrutar, quizá, de la pincelada de Velázquez o de Boticelli, de su cromatismo, de su arabesco, muy posiblemente de su juego de luz, pero no del Cristo crucificado o de la Alegoría de la Primavera. Velázquez no pintó, por decirlo así, pinceladas, Boticelli no pintó arabescos: aquél pintó una crucifixión, éste una alegoría. Es posible encontrar tales rasgos formales en otras pinturas de estos artistas, o de otros, pero si sólo me atengo a esos aspectos no tendré una experiencia estética de aquellos cuadros. Eso no quiere decir que tal experiencia se reduzca a la idea que de los motivos poseo, ni, mucho menos, que se limite a verificar lo acertado o desacertado de la representación de semejante idea.

En 1905 Matisse pintó Mujer con sombrero. Es un retrato de su esposa y, a pesar de las anomalías que desde un punto de vista naturalista pueden echársele en cara, el cuadro permite el conocimiento de madame Matisse e incluso nos «dice» bastante de su modo de estar, o al menos de su modo de estar tal como lo concebía el artista. Además del cromatismo, la indumentaria es uno de los aspectos llamativos de esta obra, su traje, y sobre todo su sombrero: cabe pensar que se trata de una representación adecuada de lo entonces de moda. Sin embargo, si sabemos que la esposa de Matisse hacía sombreros y que los ingresos producidos por esta actividad eran esenciales para la supervivencia familiar, entonces esta idea ayudará a contemplar mejor la obra: el sombrero que madame Matisse nos muestra en el retrato es algo más que el simple registro de una moda, la importancia que posee en la pintura constituye una referencia a la propia vida de Matisse y de su esposa, y puede llegar a ser una «reflexión» sobre la vida de los artistas marginales a principios del siglo XX. La idea contribuye a que comprendamos la pintura y nos emocionemos ante ella, pero la idea no implica necesariamente la emoción, ésta surge ante la imagen.

Las pinturas de Velázquez y de Boticelli nos ofrecen temas complejos, la de Matisse, muy sencilla, no lo es menos. El problema, sin embargo, puede plantearse también a propósito de obras más elementales e incluso a propósito de la experiencia suscitada por fenómenos naturales. El azul que Miró pintó en algunos de sus cuadros, que define a alguna de sus series, puede ser un buen ejemplo, pues nos permite no sólo analizar la cuestión en sus términos más simples, sino también enlazar con «cualidades» de los objetos naturales: el azul del mar o del firmamento. ¿Puedo tener una experiencia estética de Azul III, que Miró pintó en 1961, puedo tener una experiencia estética de toda la serie de obras mironianas que se titula Azul si carezco de una idea de azul? Aún más, ¿qué quiere decir tener una idea de azul? Mi propósito no es ofrecer una contestación exhaustiva a esta pregunta, pues la idea de azul que tienen los que ante la pintura de Miró se emocionan, o los que se emocionan ante la superficie del mar, posiblemente no será la misma, pero todos serán capaces de entender los que se les dice, de señalar el objeto del que se predica esa cualidad, algunos quizá se permitan hablar de la longitud de onda y de la situación de ese color en el campo cromático, es posible que algún especialista, o algún trabajador de imprenta, se refiera al catálogo de colores que para la impresión gráfica suele utilizarse. Las ideas son muy diferentes pero cualquiera de ellas permitirá que el sujeto distinga el azul del verde y del rojo, el objeto azul de aquel objeto que no lo es, etc. La palabra azul quiere decir algo para el que tiene esa idea, si no dice nada, si es un conjunto de sonidos carente de significado, es muy posible que no se produzca experiencia estética alguna ante la pintura de Miró.

La ausencia de ideas pude cegar la experiencia, impidiéndola. Puede desviarla incluyendo la falta de significado en su seno, aparece así la noción de absurdo, una noción que posee sentido, aunque sea el del sinsentido. La ausencia de ideas pude conducir a lo «no conocido» y «no dominado», rasgos que algunos artistas utilizan precisamente para producir un efecto terrorífico. No es imposible que, al carecer de una idea adecuada para el objeto percibido, la experiencia se vuelva sobre nosotros mismos, nos convierta a nosotros en objetos, quizá en tanto que carentes de ideas, en tanto que perplejos.

El azul del mar o del firmamento nos obliga a dar un paso más. Cabría pensar en algún tipo de experiencia estética en la que el concepto no cumple papel alguno, una experiencia en la que un individuo totalmente ingenuo gozaría con el azul del mar. Sin embargo, al margen de que tal individuo ingenuo es inexistente, no hay individuos ingenuos, conviene señalar que ese color no se percibe en abstracto, sino en un sistema de relaciones materiales que incluye la densidad del agua, la intensidad de la luz, el movimiento de las corrientes, el movimiento del aire, la distancia perceptual, el alcance de la visión, etc. La contemplación de la obra de Miró nos situaba en un marco de relaciones artísticas, la contemplación del azul del mar se lleva a cabo en un marco de relaciones naturales que momentáneamente escapan al fluir del tiempo, llaman la atención del sujeto y destacan este o aquel aspecto. Si el sujeto de la experiencia carece de conceptos para orientarse en el conjunto de objetos percibidos, entonces estará desconcertado, tendrá pánico o miedo, pero ninguna experiencia estética.

El paralelismo entre los dos ejemplos no debe inducirnos a confusión, pues entre las «relaciones artísticas» y las «relaciones naturales» existe una diferencia fundamental para el tema que nos ocupa. Las pinturas de Velázquez, Boticelli y Matisse, las obras de arte, poseen un carácter intencional: Velázquez quería pintar una crucifixión, Boticelli una alegoría y Matisse el retrato de su esposa con sombrero, Miró quería pintar el azul. El azul del mar o el azul del firmamento no quieren nada. Somos nosotros, quienes lo contemplamos, los que «queremos», los que descubrimos esto o aquello, los rasgos con los que gozamos y en los que nos deleitamos. En la experiencia estética de la pintura la comprensión tiene un valor fundamental pues parece condición necesaria para que surja la emoción. En la contemplación del fenómeno natural somos nosotros quienes «seleccionamos» aquello que hay que comprender (no estoy muy seguro de que comprender sea, aquí, el término adecuado).

«Intencional» no se entiende ahora en términos psicológicos, no me refiero tanto al deseo de pintar un motivo concreto que en cada caso tuvieron Velázquez, Boticelli, Matisse o Miró, cuanto a la intención que se percibe en la imagen pintada y de la que somos conscientes a través de ella. La idea que en cada caso es necesaria para la comprensión de la obra surge reclamada por la obra misma. Si carecemos de ella, es la pintura la que nos indica que debemos buscarla: las obras de arte nos indican aquello que debemos mirar y comprender, nos sugieren las pistas y los indicios a los que debemos atender, y nosotros, los que las contemplamos, recorreremos ese camino, impulsados no sólo por la curiosidad sino por la emoción que la obra ha producido. En ocasiones las obras se mueven en un terreno en el que la precisión resulta muy difícil y no son pocas las veces en que ese rasgo contribuye a formular concretamente el marco de la experiencia. En el extremo de este proceder se encuentra el Gran vidrio de Duchamp, una obra que su autor planteó casi como si fuera un acertijo, en la que la emoción surge a medida que «adivinamos» el acertijo y tomamos conciencia perceptual de los materiales utilizados por su autor y las formas recreadas a partir de modelos y estereotipos ajenos al mundo del arte.

¿Son Les demoiselles dÁvignon una escena de burdel? Y, si lo son, ¿qué burdel es este? No parece dudoso afirmar que entender la pintura de Picasso como una escena de burdel permite comprender mejor su argumento, la actitud de alguna de las «señoritas» y la condición del lugar en el que se encuentran. Si relacionamos, como cabe suponer que haremos, esta pintura con algunos de los salones representados por Tolouse-Lautrec, podremos apreciar semejanzas y diferencias que nos permitirán comprender mejor la obra del artista malagueño. Ahora bien, la posición de alguna de las «señoritas», la máscara-rostro que una de ellas vuelve hacia nosotros, el primitivismo de aquélla que corre la cortina desde el fondo, etc., son rasgos de la imagen que contribuyen de manera decisiva a suscitar una emoción específica caracterizada simultáneamente por la atracción y el rechazo, por la belleza y el horror: las ideas que para esta emoción «necesitamos» pertenecen a un ámbito diferente de aquel otro, histórico y cultural, que nos inducía a hablar de Toulouse-Lautrec y sus representaciones de los burdeles, y hace de estas pinturas antecedentes de Les demoiselles.

Lo propio de las obras de arte, de los poemas, de las novelas, lo propio de las composiciones musicales y de los textos dramáticos es que hacen preguntas. La experiencia de estas obras y poemas es una experiencia que siempre queda abierta. Una vez que hemos leído el poema de Celan, el de Valente, el de Ajmátova, tenemos la sensación de que queda mucho por decir. El poema no se ha clausurado porque la experiencia no se ha clausurado, el poema nos incita a volver una y otra vez sobre él, de la misma forma que los Disparates goyescos, sus Caprichos y sus Fusilamientos reclaman infinito número de veces nuestra atención.

La experiencia estética es una experiencia abierta y «repetición» no es término que le convenga, ni siquiera a propósito de los fenómenos naturales. El azul del mar o del firmamento, el ruido de los truenos y el relampagueo de los rayos en el horizonte no nos hacen pregunta alguna, somos nosotros los que les «forzamos» a preguntar, situando estos fenómenos en un marco de experiencia estética que nos hace concluir que son sublimes o que son bellos. Estas categorías permitirán establecer relaciones con un horizonte cultural que desborda los límites de los fenómenos naturales, pero son las categorías, no los fenómenos, las que producen tal efecto. El tiempo de la experiencia ha terminado cuando ésta concluye, la experiencia se clausura y ahora son otros los factores que entran en liza. Sin la experiencia no hubiera sucedido nada de esto, pero «esto» va más allá de esa experiencia concreta. El eventual carácter abierto de la experiencia estética de los fenómenos naturales no procede tanto de la condición de esos fenómenos, cuanto de otros factores: la condición, bello o sublime, que suscitan, el recuerdo, la incitación y el deseo, etc. Volvemos a contemplar la montaña sublime por el placer y la admiración que lo sublime despierta en nosotros, necesitamos «llenar» esa idea con un objeto que le corresponda, es posible que lo hagamos por el recuerdo que de otra experiencia anterior conservamos, quizá porque alguien nos ha incitado a mirar, etc.

6. Contemplar la novedad de las cosas

La idea que del objeto pueda tener aquel que lo contempla no es necesariamente una idea adecuada, tampoco completa. No es preciso que yo sepa todo lo que hay que saber para que disfrute estéticamente del Cristo velazqueño y, a buen seguro, sé poco del mito que tiene a la Primavera como protagonista, pero no por ello dejo de emocionarme ante la pintura de Boticelli. Incluso aunque en mi conocimiento de la historia sagrada y de la mitología se deslizaran algunos errores, aún así podría producirse una intensa experiencia estética. Algo similar sucede con el azul mironiano o con el que todos lo veranos me ofrece Calas Coves. Mi conocimiento del azul es fragmentario y balbuceante, no soy un científico ni un especialista en cromatismos, pero no por eso dejo de apreciar y emocionarme con el azul.

Podría suceder, por el contrario, que un «excesivo» conocimiento de estos objetos me impidiera disfrutar de la experiencia estética: no es raro el iconologista que convierte la pintura en campo de pruebas para su teoría, pero tal proceder poco tiene que ver con la experiencia estética del objeto (bien es cierto que, a lo mejor, el iconologista se satisface con la experiencia de su propia habilidad, de su amplio conocimiento). Las teorías del gusto desarrolladas a lo largo del siglo XVIII y nuestra propia experiencia, ponen de relieve que la cuestión no radica tanto en un eventual exceso de conocimiento como en el sentido y uso del mismo. Muchas veces se ha señalado que el narrador proustiano disfruta de los almendros en flor, del juego de las lomas y de los campanarios, de las revueltas del camino, etc. gracias a su formación, un aspecto que necesariamente no tiene mucho que ver con conocimientos especializados de botánica o de geografía. Cabe pensar, por tanto, en la formación de una sensibilidad capaz de disfrutar con notas que para otro pasarían desapercibidas. Ahora bien, que sea «capaz de disfrutar», no quiere decir que lo haga: la formación a la que aquí se alude es una condición necesaria pero no suficiente.

Habitualmente suele afirmarse que lo propio de la experiencia estética es que permite acercarse a aspectos inéditos del objeto que la suscita, aspectos que por lo general pasan desapercibidos. Así expresada, esta afirmación es correcta pero quizá incompleta. Poseemos previamente una idea del objeto y su contemplación descubre notas o matices que esa idea no había previsto. Disponemos de una idea de azul pero no estaba en tal idea la belleza concreta que el mar me ha puesto delante: he aquí una novedad que la experiencia estética hace posible. Disfruto de esa belleza de manera semejante, pero no igual, a como lo había hecho en otras ocasiones y, desde luego, en modo alguno se identifica mi gozo con el que puede suscitar la comprensión de la idea.

Existe otra posibilidad, a la que me he referido tangencialmente en el párrafo anterior: no tanto ver la novedad de un motivo cuanto ver el motivo bajo un aspecto nuevo. Se trata, naturalmente, de una forma distinta de enfocar el problema de la novedad, pero en ambos casos de lo que se habla es de novedad. En este segundo caso puedo, por ejemplo, contemplar la inmensidad del azul del mar bajo el aspecto de lo sublime y entusiasmarme con ello. Ahora el azul, que mucho tiene que ver con el pintado por Miró, ofrece otra apariencia a mi mirada, aunque el azul es el mismo. Lo que ha cambiado, y este es el punto que da razón de la novedad, es la relación que entre el color del mar y mi percepción se establece. La novedad, en cualquiera de sus dos manifestaciones, siempre es factor que indica una relación, ahora la relación entre el sujeto que contempla y el objeto contemplado: la novedad surge en el curso de esa relación y no puede abstraerse o sacarse de ese curso.

El problema planteado no gira tanto en torno a la novedad de la relación que entre el objeto y los sujetos se establece cuanto al origen de la misma. ¿Es «sublime» idea que me hace contemplar el azul del mar de un modo diferente? Kant afirmaba en su Crítica del Juicio que la experiencia de lo sublime sólo era posible para aquellos que tenían «capacidad de ideas», pero nuestra experiencia cotidiana quizá exige introducir algunos matices en la tesis kantiana. Contemplo la inmensidad del mar como una entidad sublime en tanto que me emociono con la distancia (absoluta, grande) que entre el mar y yo existe, de cuya condición soy consciente –y que percibo como nueva siempre que sufro esta experiencia–, aunque carezca de nombre para denominar semejante distancia. Aún más, puedo predicar la condición sublime de la inmensidad del mar o del firmamento, pero semejante predicación, formulada como un juicio cognitivo, puede alterar, hasta eliminarla, la propia experiencia estética, su intensidad y su evidencia. Ahora bien, si carezco de nombre para esa experiencia, para esa novedad, no será desacertado que lo busque, incluso ella misma me impulsará a hacerlo, pues éste es uno de los rasgos de lo estético, su carácter abierto y su «obsesiva tendencia» a preguntar.

7. La mirada ingenua: para ver las cosas por primera vez hay que aprender mucho

Es habitual afirmar que, respecto de la idea, la imagen añade viveza y frescura, tales son los rasgos que la novedad implica. Con esos términos u otros similares se da por zanjada una cuestión que parece fácil dilucidar en un ámbito inicialmente bien delimitado, aquél que separa la generalidad de la idea de la particularidad de la imagen, según el cual el carácter abstracto de las ideas se contrapone a la viveza de las imágenes. Sin embargo, no estoy muy seguro de que términos como «viveza» o «frescura» puedan, en su aparente sencillez, utilizarse con semejante simplicidad. Por lo pronto, conviene adelantar que nos son «propiedades» –si es que son «propiedades»– que siempre hayan tenido una sanción positiva: dudo mucho de que quienes contemplaron La Escuela de Atenas las incluyeran en su escala de valores, aún más, creo que su consideración hubiera sido motivo de rechazo, pues ambas se avienen mejor con las escenas de aldeanos propias de la pintura flamenca, un género que no contó con el apoyo del clasicismo.

Posteriormente, ya en el siglo barroco, cabe la posibilidad de hablar de dos tipos de viveza y frescura: la que es propia de un artista como A. Carracci, centrada en la diversidad y el contraste de la retórica formal, y la que caracteriza a un pintor como Caravaggio –dejaré fuera a los Bamboccianti, que considero en la estela de los flamencos, aunque no sean lo mismo–, que pretende captar el dramatismo, no por divino menos cotidiano, de los asuntos religiosos. Mas, al margen de estos matices, no me parece aventurado afirmar que viveza y frescura son cualidades que se valoran sobre todo en el siglo XVIII y en el marco de lo pintoresco. El carácter histórico que estas cualidades poseen no es irrelevante para la argumentación de estas notas y deberá ser recordado más adelante.

Viveza y frescura aluden a lo que, para quien las contempla o siente, es nuevo, incluso original. También, algo que está libre y carece de ataduras. Son vivos y frescos los campos con arbustos y riachuelos, la sucesión de colinas, los cruces de caminos, la variedad de sembrados y barbechos: las descripciones de Jovellanos en sus cartas constituyen un buen testimonio de lo que digo. Ahora bien, Ponz, que recorrió el país, también dejó en sus cartas descripciones que, sin embargo, en lo correcto de su redacción, carecen de la frescura propia del ilustrado asturiano. Son distintos los objetos, los paisajes, los caminos, los riachuelos y la vegetación que vieron ambos, o fue diferente la mirada de uno y la de otro. ¿Constituyen frescura y viveza, novedad, propiedades de los objetos o son notas fundadas sobre las miradas que a esos objetos dirigimos?

Lo uno y lo otro. Predicamos la viveza de un color, por ejemplo, y es a una cualidad de ese color a la que nos referimos. Decimos que el verde o el rojo son más vivos que el gris, y que en el seno del verde destacan el verde mayo o el verde manzana, así como en el rojo destaca el carmín. La viveza es cualidad que admite grados, también los admite en colores que, como el gris, no son vivos: hay diferencias entre unos grises y otros, el gris puede avivarse con luz y no será inadecuado decir, entonces, que también en ese color puede haber algún grado de viveza. El Rococó lo supo bien y Goya mostró su habilidad extraordinaria en este punto al pintar a La Marquesa de la Solana. Sin ir tan lejos, el uso del gris y del amarillo en diseños y decoraciones recientes –me atrevo a decir que una verdadera plaga– pone de manifiesto las posibilidades de un color que se creía mucho más «apagado».

Pone de manifiesto, también, que podemos y debemos abordar la cuestión desde otro punto de vista: viveza y frescura no son propiedades de un objeto cuanto de las relaciones entre objetos. El contraste cromático matiza o intensifica la viveza de unos colores, también puede apagarla. Los pintores contemporáneos han investigado estos fenómenos, en ocasiones con extrema minuciosidad, y han mostrado que el sistema de relaciones va más allá del que puede establecerse con el contraste entre los colores, afecta también al tamaño y a la forma, a la extensión, a la condición material de esta extensión, etc. Las reflexiones de Kandinsky y de Albers, las de Itten deberán ser tenidas en cuenta al hablar de todos estos temas.

En parecido sentido, el contraste acentúa o disminuye la viveza de los sonidos, e incluso, por qué no decirlo, de los motivos representados o narrados. Es el contraste entre la vegetación, los riachuelos o las nubes del firmamento, el rasgo que marcaba el pintoresquismo dieciochesco, es la nota que continúa poniendo su marca en el atractivo para muchos turistas de nuestros días. Los autores de aquel siglo esbozaron explicaciones que con toda seguridad vienen bien a la experiencia de esos turistas: el contraste y la variedad animan tanto los sentidos como el ánimo, una agitación amable que «ventila» la sensibilidad más que opaca de nuestra rutinaria vida cotidiana.

¿Cuál es, entonces, el papel que al sujeto puede adjudicársele? ¿No será el sujeto quien encuentra diversidad y frescura? La mirada del que contempla el paisaje tiene mucho que decir al respecto. Si lo contempla por primera vez es posible que quede gratamente impresionado por la novedad: de los colores, de las formas, el cromatismo de la vegetación, el movimiento de los animales que la habitan, sus sonidos, el discurrir de los riachuelos... Y podría suceder que en otros viajes no tuviera ya semejante impresión por haberlos visto antes: puede intentar verlo de otra manera, con otra perspectiva o punto de vista. Verlo de otra manera es un modo diferente de apreciar su novedad, otra novedad, otra viveza.