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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 220 - febrero 2020

 

© 2008 Sarah Morgan

Planes rotos

Título original: The Vásquez Mistress

 

© 2013 Sarah Morgan

Novia del guerrero del desierto

Título original: Lost to the Desert Warrior

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-912-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Planes rotos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Novia del guerrero del desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

IBA ERGUIDA cual amazona a lomos de su caballo, con el pelo brillando como oro líquido bajo el ardiente sol de Argentina.

Nada más verla, había reaccionado con irritación, en parte, porque el caballo iba galopando con furia a pesar del calor, pero sobre todo, porque había ido allí en busca de soledad, no de compañía. Y si había una cosa que las Pampas argentinas ofrecían en abundancia era eso, la oportunidad de estar solo.

No obstante, la irritación se había transformado en preocupación al ver que el caballo y su jinete se acercaban, y cuando reconoció al animal.

Se sintió enfadado con la persona que le hubiese permitido a aquella mujer montar ese caballo en particular ella sola, y se dijo que tendría que encontrar al culpable. Y luego, se le olvidó el enfado y empezó a examinar las delicadas líneas de la mujer.

Había pasado toda la vida rodeado de mujeres excepcionalmente bellas, todas mucho más acicaladas que aquella chica y, no obstante, no lograba apartar la mirada de su rostro. Tenía la piel fina y delicada, y su cuerpo era una apetitosa combinación de miembros esbeltos y perfectas curvas. Era como si hubiese sido creada por los dioses y lanzada a la Tierra con el único propósito de tentar a los hombres.

La piel cremosa y las mejillas sonrojadas le daban un aire de inocencia que le hizo sonreír, sorprendido de ser capaz de reconocer aquella cualidad a pesar de haberla encontrado en muy pocas mujeres.

De hecho, se había vuelto tan cínico que nada más verla en el horizonte, había pensado que estaba allí porque lo había seguido, pero no, su presencia allí sólo podía ser fruto de la coincidencia.

Una feliz coincidencia, pensó mientras fijaba la mirada en sus suaves labios. Una muy feliz coincidencia.

 

 

El caballo estiró las orejas, arqueó el lomo y se sacudió de modo tan violento que Faith habría perdido el equilibrio si no hubiese apretado los dientes y hubiese permanecido pegada a la silla.

–Estás de muy mal humor hoy, Fuego. No me extraña que todo el mundo te tema –murmuró–. No pienso caerme. Estamos muy lejos de casa. Así que iré adonde tú vayas.

Hacía mucho calor y alargó la mano para buscar la botella de agua que había llevado. Se quedó helada al ver con el rabillo de ojo que algo se movía. Giró la cabeza y se quedó sin aliento al descubrir que un hombre la observaba.

Era el hombre más guapo que había visto desde que había llegado a Argentina, y eso que había conocido a unos cuantos. Tenía el cuerpo delgado y fuerte, los hombros anchos y poderosos, pero lo que había hecho que se le acelerase la respiración era un extraño halo de sensualidad que parecía rodearlo.

–Me estás mirando fijamente.

Su voz profunda, masculina, le recorrió las venas como una droga. Faith sintió que perdía la fuerza en las piernas.

El caballo debió de notar la falta de concentración y escogió aquel momento para volver a sacudirse. Faith salió volando por los aires y fue a aterrizar con el trasero en el suelo.

–¡Eso por gritar! –sintió dolor y se quedó un momento sentada, comprobando si se había roto algo–. Este caballo necesita un psiquiatra.

Un par de manos fuertes le rodearon la cintura y la pusieron de pie sin ningún esfuerzo.

–Lo que necesita es un hombre en la silla –contestó él mirándola a los ojos.

–No hay nada malo en mi manera de montar. La culpa es tuya por haber aparecido de repente, sin avisar… –dejó de hablar al verlo entrecerrar aquellos ojos tan bonitos y sensuales.

–Di por hecho que me habías visto. Es difícil esconderse entre la hierba.

–Estaba concentrada en el caballo.

–Ibas demasiado deprisa.

–Eso díselo al caballo, no a mí. Supongo que es por eso por lo que lo llaman Fuego –Faith apartó la mirada de su rostro con la esperanza de conseguir así calmar su corazón–. No he sido yo quien ha elegido el ritmo. No me esperaba que fuese a ir tan rápido –se preguntó qué le estaba pasando, por qué se sentía aturdida, con el cuerpo como aletargado.

Enseguida se dijo que debía de ser el calor.

–¿Te estás alojando en la estancia La Lucía? –preguntó él mirando hacia donde estaba la elegante casa colonial, a pesar de encontrarse a una hora de camino de allí–. No deberías haber salido sola. Deberías estar con un mozo de cuadra.

–Oh, por favor –contestó ella, tenía mucho calor y le dolía la espalda, así que le lanzó una mirada de advertencia–. No estoy de humor para machitos argentinos.

–¿Machitos argentinos? –repitió él, arqueando una ceja.

–Ya sabes a lo que me refiero –dijo mientras se sacudía el polvo de los pantalones–. Al comportamiento machista. La forma de comunicarse consiste en echarse a la mujer encima del hombro.

–Interesante descripción –comentó él riendo–. Esto es Sudamérica, cariño. Y los hombres saben cómo ser hombres.

–Ya me he dado cuenta. Desde que bajé del avión he estado rodeada de tanta testosterona que estoy empezando a volverme loca.

–Bienvenida a Argentina –le dijo en tono burlón.

De pronto, Faith se sintió incómoda, tímida y eso la enfadó todavía más, siempre había pensado que era una persona segura de sí misma.

–¿Trabajas aquí?

Él dudó un momento.

–Sí.

–Qué suerte –dijo ella, imaginando que sería un gaucho, un vaquero que trabajaba con las novecientas cabezas de ganado que pastaban en aquella tierra.

Apartó los ojos de los suyos y se preguntó por qué aquel hombre tenía ese efecto en ella. Sí, era guapo, pero había conocido a muchos hombres guapos desde que había llegado a Argentina.

No obstante, había algo en él…

–Hablas muy bien inglés.

–Eso es porque a veces hablo con las mujeres antes de echármelas encima del hombro –contestó él estudiándola durante unos segundos. Parecía seguro de sí mismo, estaba muy cómodo en aquel lugar. Luego, bajó la vista a sus labios y la dejó allí, como decidiendo si hacía o no hacía algo.

A Faith el calor empezó a resultarle insoportable y la química entre ambos era tan intensa que, sin querer, sintió que se balanceaba hacia él.

Estaba desesperada por que la besara, algo que la sorprendía, ya que desde que había llegado a Buenos Aires no había dejado de espantar hombres como si fuesen moscas. Había ido allí a trabajar, a estudiar y a aprender, no a conocer hombres. Pero, de repente, sintió un cosquilleo en los labios y se sintió atrapada por sus atractivos ojos. Él parecía estar saboreando aquel momento, era como si pudiese leerle el pensamiento. Faith sintió una excitación sexual desconocida hasta entonces para ella.

Esperó casi sin aliento, sabiendo que estaba a punto de vivir algo excitante, y que aquel hombre iba a cambiarle la vida para siempre.

Pero él, en vez de besarla, sonrió y se volvió a mirar al caballo.

–Tu caballo necesita agua.

Liberada de la fuerza de su mirada, Faith sintió que su cuerpo se debilitaba y que se ponía roja.

–Mi caballo necesita muchas cosas.

¿Qué había pasado? ¿Había sido todo imaginación suya?

No, no se lo había imaginado, pero aquel hombre no era ningún adolescente, sino un hombre de verdad, desde la punta de su pelo moreno, pasando por la fuerte mandíbula, hasta los poderosos músculos de su cuerpo. Parecía un tipo bien, sofisticado y experimentado y parecía tan seguro de sí mismo que Faith estaba segura de que estaba jugando con ella.

Se mordió el labio y deseó poder deshacerse del cosquilleo que recorría todo su cuerpo.

Enfadada consigo misma, y con él, levantó la barbilla y lo siguió con paso firme hacia el río, decidida a no dejar que se diese cuenta de cuánto la afectaba.

–Tengo que volver –dijo agarrando las riendas de Fuego y subiendo a la silla, satisfecha por el modo en que él le miraba los esbeltos muslos.

No se había imaginado que había química entre ellos. No era ella la única que se sentía violentamente atraída.

–Espera –le pidió él agarrando las riendas de Fuego para que el animal no se moviese–. Me has dicho que te alojas en la estancia. ¿En calidad de qué? ¿Trabajas en la zona de invitados?

–Estás volviendo a mostrar tus prejuicios –contestó ella–. Todos los hombres argentinos que he conocido por el momento piensan que el lugar de las mujeres está en… –se calló justo a tiempo.

Él arqueó una ceja, parecía divertido.

–¿Qué decías? ¿Que todos los hombres argentinos pensamos que el lugar de una mujer está en…?

Era tan atractivo que, por un momento, Faith sintió que no podía ni hablar. Además, no quería terminar una frase que llevaría la conversación hacia un terreno muy peligroso.

–En la cocina –añadió.

Él sonrió todavía más.

–¿En la cocina? Si piensas así es que todavía no sabes cómo piensan los machos, en general, en Sudamérica.

Faith se enfureció, no soportaba que la sonrisa de aquel tipo, su encanto y masculinidad, la afectasen tanto.

–La verdad es que me da igual lo que piensen los machos –comentó con dulzura–. A no ser que se trate de un caballo.

–¿Es eso lo que te ha traído a Argentina? ¿Nuestros caballos?

Faith miró a su alrededor, a aquella interminable extensión de hierba que los rodeaba.

–He venido porque he leído acerca de Raúl Vázquez.

El hombre se quedó callado un momento.

–¿Has viajado miles de kilómetros para conocer a Raúl Vázquez? –preguntó con frialdad–. ¿No será que quieres cazar a un multimillonario?

Faith lo miró sorprendida antes de echarse a reír.

–No, claro que no. No seas ridículo. Los multimillonarios no son mi tipo, de todas formas. Y nunca llegaré a conocerlo. Está en Estados Unidos, haciendo algún prometedor negocio, o algo así. Y debe de tener miles de empleados. No creo que nuestros caminos se crucen nunca.

Él la estudió con inquietante intensidad.

–¿Y eso te decepciona?

–Me parece que no me has entendido. No me interesa el hombre, sino sus caballos y cómo los entrena para que jueguen al polo. Leí un artículo en el periódico, escrito por Eduardo, el jefe de sus veterinarios, y contacté con él. Trabajar aquí es para mí un sueño hecho realidad.

–¿Eduardo te ha dado trabajo? –preguntó él con incredulidad–. ¿Eres veterinaria?

–Sí, soy veterinaria –apretó los dientes al verlo tan sorprendido–. Bienvenido al siglo XXI. También hay mujeres veterinarias, ¿sabes? Algunas hasta podemos andar y hablar al mismo tiempo, aunque veo que las noticias todavía no han llegado a Sudamérica.

–Sé que algunas mujeres pueden llegar a ser veterinarias –contestó él con suavidad–, pero éste es un criadero con mucho trabajo, no una pequeña clínica en la ciudad.

–Las clínicas de la ciudad no me interesan. Siempre me han gustado los caballos.

Él bajó la mirada hasta sus brazos y la detuvo ahí.

–No dudo de tu compromiso, ni de tu entusiasmo, pero a veces se necesita también fuerza física, en especial en las Pampas, donde los sementales son muy fuertes y las yeguas, muy hormonales.

A ella se le volvió a acelerar el corazón.

–Has vuelto a hacerlo. Piensas que lo más importante es el músculo, la agresión, la dominación, pero no te das cuenta de que vale más la habilidad en el manejo del caballo, que la fuerza bruta. Y Raúl Vázquez entiende eso. Sus métodos de entrenamiento son revolucionarios.

–Conozco muy bien sus métodos. ¿Te importaría responderme a una pregunta…? –dijo él de nuevo en tono suave–. ¿Quién estaba al mando hace unos minutos? ¿Tú o el caballo?

–El caballo –admitió Faith, divertida–. Pero la fuerza bruta no habría cambiado eso.

–Este caballo necesita ser montado por un hombre. Por un hombre con la suficiente experiencia y fuerza para controlarlo.

–Necesita ser comprendido –replicó ella de inmediato–. Si quieres cambiar su comportamiento, antes tienes que entender el motivo por el que se comporta así. Los caballos hacen las cosas por un motivo, igual que los humanos.

Llevaba toda su vida estudiando, y todo su tiempo libre, con caballos. Ningún hombre había conseguido captar su atención.

Hasta entonces.

La seguridad y sofisticación de aquél hacía que se sintiese cohibida y bastante confundida por sus propias reacciones.

Jamás habría dicho que era una mujer tímida, pero de pronto, se sintió ingenua frente a un hombre así.

–Será mejor que me marche. Tengo que volver cabalgando… –se calló y se preguntó si él iba a impedirle que se fuese.

Pero no lo hizo.

Lo vio soltar las riendas y apartarse.

–Ve con cuidado –le advirtió.

Y ella sonrió, perpleja, porque había estado segura de que no iba a dejarla marchar, o de que, al menos, iba a sugerir que volviesen a verse.

Y le habría gustado. Mucho

 

 

La Copa Vázquez de Polo era una parte muy importante del circuito de polo argentino, además del acontecimiento más elegante al que había asistido Faith.

Ella sólo estaba allí como veterinaria, por supuesto, pero no podía evitar observar a los espectadores, maravillada.

–¿Cómo pueden ser tan bellas las mujeres? –se preguntó en voz alta–. ¿Y cómo pueden tener un pelo tan liso? A mí se me riza con la humedad.

–Estás viendo a la élite de Buenos Aires –le contó Eduardo–. Se habrán pasado todo el día acicalándose para intentar llamar la atención del jefe.

–¿Del jefe? –Faith miró a su alrededor–. ¿Raúl Vázquez? Va a jugar hoy, ¿no? ¿Está por aquí?

–No ha llegado todavía.

–Pero si el partido va a empezar dentro de cinco minutos –dijo sin poder apartar la vista de las mujeres que había en las gradas –. Van demasiado arregladas para pasar la tarde rodeadas de caballos.

–Así es el polo –comentó Eduardo–. El juego más glamuroso del mundo.

Los hombres aparecieron en el terreno de juego subidos a sus ágiles caballos y Faith intentó no sentirse abrumada por el glamur del espectáculo.

Acababa de detenerse a examinar el espolón de un caballo cuando oyó un helicóptero.

–Aquí está –murmuró Eduardo mirando hacia arriba y entrecerrando los ojos para protegerlos del sol–. El partido empezará dentro de dos minutos. Siempre llega muy justo de tiempo.

Faith estaba demasiado ocupada con el animal para fijarse en cómo aterrizaba el helicóptero.

–No está en forma.

Eduardo frunció el ceño.

–No conozco a otro hombre que esté más en forma que él.

–No me refiero al jefe, sino a este caballo –contestó Faith exasperada–. ¿Es que aquí todo el mundo piensa sólo en Raúl Vázquez?

La multitud gritó y Faith supo que había empezado el partido. Miró por encima del hombro y vio a los caballos correr por el campo.

Antes de llegar a Argentina nunca había presenciado un partido de polo, y la rapidez y peligrosidad del juego seguían dejándola sin palabras.

–¿Quién es Raúl Vázquez? –preguntó a uno de los mozos de cuadra.

–El que más se arriesga –le contestó.

Y Faith entrecerró los ojos y se concentró en el partido.

Desde tan lejos, era imposible distinguir las facciones de ninguno de los hombres debajo del casco, pero había uno de ellos que destacaba entre los demás. Era ágil y musculoso, y controlaba el caballo con una mano mientras se levantaba de la silla para golpear la pelota, aparentemente indiferente al riesgo de sus acciones.

Faith se preparó para verlo caer al suelo con desastrosas consecuencias. Tenía que caerse, ¿o no? Pero con aquella mezcla de fuerza y atletismo, consiguió mantenerse en el caballo, balancear la maza y golpear la pelota de tal manera que pasase entre los postes.

La multitud estalló en aplausos y ella se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración.

Luego, volvió a centrarse en su trabajo. Se acercó a donde estaban los caballos y los fue examinando hasta que uno de los mozos le dio un golpecito en el hombro.

–Es hora de tapar los agujeros. Es una tradición.

Los espectadores y los jugadores saltaron al campo y empezaron a tapar los agujeros que habían hecho los cascos de los caballos. Era un acontecimiento social, todo el mundo reía y charlaba, era la ocasión para mezclarse con los jugadores.

Faith alargó la pierna para tapar un agujero, pero una gran bota negra se le adelantó. Levantó la mirada y descubrió que, tras aquel casco, unos ojos la miraban sonrientes.

Era Raúl Vázquez.

El hombre del río.

Durante un momento, se limitó a mirarlo fijamente. Luego, tragó saliva, incapaz de articular palabra.

–No lo sabía. No te presentaste.

–No quise hacerlo –dijo él.

Faith se ruborizó porque aquel hombre era muy, muy atractivo. Y porque a pesar de estar rodeado de mujeres preciosas, la estaba mirando a ella.

–¡Debiste decirme quién eras!

–¿Por qué? Tal vez te habrías comportado de manera diferente, y no quería que eso ocurriese –su sonrisa era sexy, distraía, intimidaba.

–¿Y cómo me comporté?

Él tapó otro agujero con la bota y su pierna la rozó en un movimiento calculado.

–Fuiste deliciosamente natural.

Ella miró a su alrededor, todas las mujeres parecían estar muy seguras de sí mismas.

–Supongo que te refieres a que no me paso el día acicalándome. ¿Por qué estás hablando conmigo?

–Porque me fascinas.

–¿Te gustan las mujeres sin maquillaje y cubiertas de polvo?

Él rió.

–Me interesa la persona, no el envoltorio.

–¡Por favor! –exclamó Faith mirándolo a aquella cara tan guapa–. ¿De verdad me estás diciendo que te pararías a mirar a una mujer que no fuese despampanante?

–No, yo no he dicho eso –contestó él sin dejar de mirarla a los ojos.

–Lo has dicho… O lo has querido decir…

–Sí –admitió él en tono divertido–. Es verdad. Veo que eres muy perspicaz. ¿Qué pasa? ¿Es la primera vez que te hacen un cumplido?

Volvió a surgir la química entre ambos y Faith se dio cuenta de que había cientos de ojos mirándolos.

–Todo el mundo nos está mirando.

–¿Y acaso eso importa?

–Bueno, supongo que tú estás acostumbrado a ser el centro de atención, pero yo, no –no supo qué más decir, se sentía frustrada consigo misma por ser tan torpe, así que lo miró fijamente y añadió–: Me da igual quién seas. Sigo pensando que eres un machista y un sexista.

Él echó la cabeza hacia atrás y rió.

–Tienes razón, cariño. Soy un machista y un sexista, y me encantaría pasar más tiempo contigo. Ven a la Casa de la Playa.

La Casa de la Playa era su residencia privada, una casa preciosa justo frente al Atlántico. Y a la que el personal del criadero no podía ir.

¿Qué era exactamente lo que le estaba sugiriendo?

Lo miró a los ojos oscuros y supo exactamente lo que era. Se ruborizó.

Se sintió molesta porque deseaba acceder, así que retrocedió. ¿Cómo iba a rechazar a un hombre como aquél? Preocupada consigo misma, decidió contestar con rapidez, antes de que la pudiese la tentación.

–No, gracias.

–No era una pregunta.

–¿Era una orden?

Él seguía mirándola divertido.

–Una petición.

Faith notó que le costaba respirar.

–Tengo que trabajar. No termino hasta las diez.

–Lo arreglaré para que te den la tarde libre.

Así, sin más.

Faith pensó que ése era el poder de los multimillonarios. Y se sintió impotente.

–No, no sería justo para los demás –se sentía muy decepcionada y, de repente, se preguntó qué le habría dicho si no hubiese tenido que trabajar. ¿Se habría ido con él? Estaba hecha un manojo de nervios–. Creo que voy a tener que posponer mi momento Cenicienta para otra ocasión. Esta noche libra Eduardo y tenemos una yegua a punto de parir. No puedo faltar.

Los ojos de Raúl se pusieron serios y guardó silencio durante unos segundos. Parecía tenso.

–¿Una de las yeguas está a punto de parir? –preguntó–. ¿Cuál?

–Velocity.

Él tomó aire y se pasó la mano por la nuca.

–Si va a parir, Eduardo debería estar ahí –dijo con frialdad.

–Bueno, gracias por ese voto de confianza.

–No es nada personal.

Ella rió.

–¿Quieres decir que te parecería igual si en vez de yo fuese cualquier otra mujer?

Él entrecerró los ojos.

–Velocity es mi yegua más valiosa. Es una enorme responsabilidad –dijo.

Faith levantó la barbilla y lo miró a los ojos.

–Soy capaz de asumir esa responsabilidad. No me paso el día secándome el pelo y retocándome el maquillaje. He estado siete años formándome –de repente, estaba enfadada y frustrada, tal vez se había equivocado al pensar que podía continuar con su carrera en aquella parte de Sudamérica. Era una dura batalla, hacer que la gente se la tomase en serio–. Puedo con el trabajo. Con lo que no puedo es con hombres que piensan que las mujeres no podemos tener una carrera –estaba tan disgustada, que le dio miedo echarse a llorar. Eso la infravaloraría todavía más–. Si me perdonas, tengo que volver al trabajo.

 

 

Intentó no pensar en Raúl Vázquez y se quedó a trabajar en los establos hasta las diez. Luego fue a ver a la yegua, Velocity, antes de marcharse.

Le bastó un simple vistazo para darse cuenta de que estaba mal.

Vio al mozo de cuadra en un rincón, con el teléfono móvil en la mano temblorosa.

–No consigo contactar con Eduardo. No responde.

–Debías haberme llamado a mí, no a Eduardo –le reprendió, poniéndose de rodillas delante del animal, maldiciéndose por haber confiado en que la llamarían para contarle cómo estaba progresando la yegua. Tomó su estetoscopio.

El mozo estaba sudando.

–Será mejor que no toques ese caballo, es la yegua favorita del jefe. Si le pasa algo… –le advirtió, presa del pánico–. Tenemos que localizar a Eduardo. Si le pasa algo a ese animal, Raúl Vázquez se pondrá furioso. Perderé mi trabajo.

Faith apretó los dientes. Ninguno de los mozos argentinos confiaba en ella.

–En estos momentos, me da igual que se enfade el jefe, o que tú te quedes sin trabajo, lo que me importa es el animal, así que tienes que hacer lo que yo te diga.

Con voz tranquila para que la yegua no se pusiese nerviosa, le dio una serie de instrucciones, pero el mozo se quedó allí, mirando al animal, aterrado.

–Si se muere…

–Será mi responsabilidad –dijo ella con frialdad–. Por Dios santo, vete de aquí. Si no puedes trabajar conmigo, necesito que encuentres a alguien que pueda ayudarme. Ahora.

–Yo te ayudaré –dijo Raúl Vázquez desde la puerta.

El mozo se escondió entre las sombras, estaba demasiado intimidado hasta para defenderse.

Y Faith estaba demasiado preocupada por la yegua para sentirse intimidada. Casi sin mirarlo, le dijo a Raúl lo que quería que hiciese.

Él se puso de rodillas inmediatamente y le habló al animal de manera cariñosa.

El animal se tranquilizó al instante y ella pudo concentrarse en su trabajo, iba a ser el parto más complicado que había atendido nunca.

Después de un rato, la yegua suspiró aliviada y el potrillo cayó a la paja.

–Chica lista –comentó Faith controlando la respiración. Levantó la mirada y vio que Raúl la observaba.

–Creo que la chica lista eres tú –murmuró, pensativo–. Te infravaloré, y me disculpo por ello.

La atmósfera estaba cargada de tensión y, durante unos segundos, se limitaron a mirarse el uno al otro. De repente, Faith se dio cuenta de que Raúl iba vestido con un esmoquin.

–Siento haberle estropeado la noche –le dijo, odiándose porque le molestara pensar que estaba pasando la noche con otra mujer.

Cuando podía haberla pasado con ella.

Recordó las preciosas mujeres que había visto durante el partido de polo y se preguntó cuál de ellas habría llamado su atención. Entonces se dijo que jamás la habría elegido a ella. Los hombres tan ricos como Raúl Vázquez querían mujeres florero, no mujeres con carrera.

Por fin con los pies en el suelo, sonrió.

–La yegua va a recuperarse, Raúl, pero aun así quiero quedarme esta noche con ella para estar segura. Gracias por tu ayuda. Ha supuesto una gran diferencia.

–¿Pretendes dormir en el establo? –preguntó él.

En algún momento, se había desabrochado el botón más alto de la camisa y Faith atisbó un trozo de piel bronceada y algo de vello rizado.

–Sí –contestó apartando la mirada. No podía ser más masculino–. Así si ocurre algo, estaré aquí.

Raúl frunció el ceño.

–Llevas trabajando desde las seis de la mañana.

–Mañana me tomaré el día libre. No quiero marcharme hasta no estar segura de que está bien –dijo volviendo a fijar la atención en la yegua y en el potro–. Deberías entenderlo. Según he oído, eres adicto al trabajo.

–Eso es distinto.

–¿Porque tú eres un hombre y yo, una mujer? No empieces otra vez, Raúl –de pronto, estaba agotada, y sólo quería que se fuese de allí para poder dejar de soñar–. Es evidente que estabas en una fiesta, será mejor que vuelvas con la afortunada, no sea que se marche.

Él guardó silencio durante unos segundos antes de comentar:

–Te escondes detrás de tu trabajo, ¿verdad? ¿Por qué lo haces?

–No me escondo, pero me encanta mi trabajo –contestó, mirándolo y volviendo a apartar la vista al notar que se le aceleraba el corazón y que empezaba a imaginarse cuentos de hadas.

–Lo que hay entre nosotros –dijo él con voz suave–, te asusta, ¿verdad?

Faith era demasiado sincera como para fingir que no sabía de qué estaba hablando.

–Sí, me asusta. Porque no es real. La simple idea de tú y yo… –sacudió una mano–. Es una locura. Quiero decir que no podríamos ser más diferentes. Tú estás acostumbrado a mujeres que se pasan el día poniéndose guapas. Y yo soy una chica trabajadora. Me encanta lo que hago y no quiero ninguna relación.

–Si no quieres una relación, eres la mujer perfecta. ¿Qué pasa con la diversión, cariño? ¿No quieres pasarlo bien?

Ella se ruborizó.

–Raúl…

–¿Por qué te sonrojas? Cuando se trata de tu trabajo estás muy segura de ti misma, pero cuando estamos solos… –le pasó un dedo por la mejilla–. ¿Por qué eres eres tan tímida conmigo?

–La culpa vuelve a ser de la testosterona. No estoy acostumbrada a los machitos –dijo en tono burlón, pero él no sonrió. Su mirada estaba fija en ella.

–No tienes mucha experiencia, ¿verdad?

–He tenido novios –murmuró ella para defenderse.

Él sonrió.

–Sí, pero me parece que los hombres de verdad son una experiencia nueva para ti, cariño.

–¿Qué significa eso de cariño?

Él sonrió todavía más mientras iba hacia la puerta.

–Mañana te lo enseñaré –respondió–. Además de otras realidades de la vida. Termina tu trabajo y descansa. Vas a necesitarlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

FAITH se pasó toda la noche con la yegua y cuando salió de los establos se encontró con Raúl Vázquez, que estaba hablando con Eduardo.

Raúl giró la cabeza y la miró con masculina apreciación.

–En estos momentos estás libre y vas a venir conmigo –dijo agarrándola de la mano y llevándola hacia el helicóptero que estaba en el campo de polo.

–Iba a meterme en la cama –murmuró ella.

–Eso puedo arreglarlo.

Ella no supo si reír o gritar.

–No soy de las que hacen ese tipo de cosas…

–¿Qué tipo de cosas?

–No suelo montar en helicóptero con desconocidos.

–Puedes pasarte el día durmiendo en tu habitación y luego cenar con los mozos de cuadra, si lo prefieres –le dijo, bajando la mirada a los labios–. O puedes cenar conmigo.

Ella se humedeció los labios con la lengua.

–¿Dónde?

–En algún lugar donde podamos hablar sin que nos molesten –contestó él, abriendo la puerta del helicóptero.

Faith subió, preguntándose qué estaba haciendo. Ella no era así. No solía subirse a helicópteros con multimillonarios peligrosos.

Mientras se deshacía en dudas y nervios, Raúl se sentó a su lado y empezó a tocar botones con tranquilidad.

–¿Vas a pilotarlo tú?

–Me gusta controlarlo todo –le confesó–. Prefiero ser yo quien pilota y, de todos modos, teniendo en cuenta lo que tengo en mente, no necesito público.

Ella se estremeció de incertidumbre.

–No sé por qué estás haciendo esto. Ni por qué lo estoy haciendo yo. No llevo un vestido de seda, ni diamantes.

–Tendremos que hacer algo al respecto –comentó él en tono burlón, girándose a mirarla–. Relájate –le dijo en tono sorprendentemente amable–. Lo vas a pasar bien. Es mi manera de agradecerte que hayas salvado a mi yegua, y de pedirte perdón por no haber confiado en ti. Estuviste impresionante.

Le sorprendió el cumplido, y le gustó.

–Pues tu mozo de cuadra no parecía estar de acuerdo. Tal vez deberías hablar con él.

–No será necesario. Ya no trabaja para mí.

–¿Le has despedido? –preguntó impresionada–. ¿No te parece una decisión un tanto drástica?

–Le pediste ayuda y no te la brindó.

Faith se sintió culpable.

–Yo no quería que perdiese su trabajo. ¿No deberías darle otra oportunidad?

–Le di una al darle trabajo –contestó él sin dejar de sonreír, aunque en sus ojos había un rastro de crueldad.

Aquélla debía de ser la parte de él que lo había convertido en multimillonario con treinta años.

Faith pensó que sería mejor dejar el tema, miró a su alrededor.

–¿Adónde vamos?

–Enseguida lo averiguarás –contestó él sin contestar a su pregunta, y haciendo que despegase el helicóptero.

Poco a poco, el terror se fue convirtiendo en exaltación, sobre todo, cuando sobrevolaron las Pampas.

–Las vistas son increíbles desde aquí arriba –comentó Faith.

Un rato después divisaban un gran lago, y Raúl se dispuso a aterrizar.

–Ya hemos llegado, son los límites de la hacienda –dijo saltando del helicóptero y llevándola hacia una lujosa casa situada entre el agua y los árboles–. Es mi escondite secreto.

Faith se detuvo, el corazón le latía a toda velocidad.

–¿Estamos solos?

Él la miró a los ojos.

–¿Te molesta? ¿Estás nerviosa?

Ella tragó saliva.

–Tal vez. Un poco.

–Estuviste a solas conmigo el primer día que nos vimos –replicó él con suavidad, tomando su rostro con ambas manos–. Y no estabas nerviosa.

–Porque fue un encuentro accidental. Yo no suelo hacer estas cosas, Raúl. No debería haber venido.

–No tengas miedo. Todavía no has hecho nada. Y no vas a hacer nada que no quieras hacer. Sólo te pido que te dejes mimar. Quiero agradecerte que hayas salvado a mi caballo favorito. Tómatelo como un día en un balneario.

–¿Un día en un balneario?

Él acercó los labios a los suyos, pero no tardó en volver a separarlos y sonreír.

–Quiero mimarte. Y no vamos a estar solos. Puedes pedir ayuda si quieres y un montón de personas del servicio aparecerán y me echarán de aquí a palos.

La condujo escaleras arriba hasta un porche de madera que estaba justo encima del agua, luego, la llevó a un gran dormitorio inundado de luz natural.

–Ésta es tu habitación. Descansa, te lo mereces. Cuando estés lista para un masaje, o para lo que te apetezca, descuelga el teléfono y marca el cero.

Faith parpadeó. Tenía la cabeza llena de preguntas, pero no pudo hacer ninguna porque Raúl ya se había ido de la habitación.

Era como estar en el paraíso.

Durmió en la enorme cama y luego se tumbó en el porche, a la sombra, mientras una muchacha le hacía un masaje con aceites perfumados, haciendo desaparecer la poca tensión que todavía quedaba en su cuerpo.

No vio a Raúl y cuando volvió a su habitación, se preguntó cómo iba a hacer para ponerse en contacto con él.

Una mancha de color llamó su atención y miró hacia la cama, donde había un precioso vestido de seda. Faith avanzó hacia él, sorprendida. ¿Sería de parte de Raúl? Entonces vio brillar el collar de diamantes.

Estaba tan aturdida que tardó unos segundos en darse cuenta de que también había una tarjeta. Abrió el sobre y la leyó:

Todas las mujeres se merecen un vestido de seda y diamantes al menos una vez en su vida. Diviértete. R.

Completamente perdida, Faith miró el vestido y el collar. Era un regalo muy generoso. No podía aceptarlo.

Se quedó allí, mordiéndose el labio inferior, con los ojos pegados al vestido. Indecisa, se apartó de la cama y retrocedió. Entonces se quitó la bata que llevaba puesta. Su lado más femenino no era capaz de ignorar aquel magnífico vestido.

Sólo se lo iba a probar. Nada más.

La seda se resbaló por su piel y ella gimió al darse cuenta de que le encajaba a la perfección.

¿Cómo había adivinado Raúl su talla?

Sintiéndose como si estuviese viviendo la vida de otra persona, se alisó el vestido y se dispuso a ponerse el collar. Unos dedos fuertes cubrieron los suyos y terminaron de abrochárselo.

Dominada por el deseo, se volvió muy despacio y miró a Raúl a los ojos.

–¿Qué tal va tu día? –le preguntó él sin apartar los dedos de la base de su garganta–. ¿Ya te sientes recompensada?

–No puedo aceptar nada de esto.

–Claro que sí. No tiene importancia.

Tal vez para él no la tuviera, pero Faith sospechaba que sólo el collar valía más de lo que ella ganaba en todo un año.

–Sólo quería probármelo, eso es todo. Voy a quitármelo.

–¿Por qué ibas a hacer algo así?

–Porque ésta no es mi vida.

Él la hizo girarse con cuidado, para que se viese en un espejo.

–¿Quién es ésa, sino tú?

Faith casi no se reconoció. Se sintió como una princesa.

–Bueno, tal vez lo lleve sólo esta noche –casi rió al darse cuenta de su debilidad–, pero, luego, te lo devolveré.

Raúl sonrió.

–Cenaremos en la terraza. Las vistas son muy bonitas.

 

 

–¿Y haces esto con mucha frecuencia?

Él despidió al personal con un movimiento de mano y alcanzó la botella de vino para servirle otra copa.

–¿Cenar? Sí. Todos los días.

–No, quiero decir… –se miró de pies a cabeza–. Hacer de hada madrina.

–Es divertido hacer regalos a una mujer que los aprecia –miró su plato–. No estás comiendo. ¿No tienes hambre?

Faith tenía semejante nudo en el estómago, que no podía probar bocado.

–No, lo siento. Parece delicioso, pero…

Él sonrió.

–No tienes que disculparte cuando soy yo quien te quita el apetito. Lo tomaré como un cumplido.

–Estás muy seguro de ti mismo.

–Y tú, muy nerviosa, no entiendo por qué. ¿No hay hombres en Inglaterra?

Hombres como él, no.

–He estado demasiado ocupada trabajando como para fijarme en los hombres –contestó ella.

–Estás entregada a tu trabajo. ¿Por qué decidiste ser veterinaria?

–Desde siempre lo he querido ser. Mi padre era veterinario y crecí ayudándolo. Incluso cuando era pequeña, me dejaba participar y siempre me animaba.

–Estoy seguro de que está muy orgulloso de ti.

Faith dudó.

–Mis padres murieron hace dos años –comentó en voz baja–. Ése es uno de los motivos por los que he venido a Argentina. Los echaba mucho de menos y sabía que necesitaba hacer algo diferente. Pensé que combinar un viaje con trabajo podría ser la distracción que me hacía falta.

–¿Y qué hay de casarte y tener hijos? –le preguntó él con naturalidad, aunque la estaba mirando con agudeza, como si de verdad le importase la respuesta que iba a darle–. Cuando las mujeres piensan en el futuro, casi siempre se imaginan una alianza.

–Ese comentario es típico de un hombre como tú –bromeó ella dejando el tenedor–. Sé sincero, piensas que las mujeres sólo sirven para estar en casa y criar, ¿verdad?

–Es lo que quieren la mayor parte de las mujeres. ¿Tú no?

–No. Ahora mismo, no. En el futuro, ¿quién sabe? –miró hacia el lago–. El futuro parece estar muy lejos aquí. Y soy demasiado joven para ni siquiera pensar en ello. Tengo toda una carrera por delante. Tal vez dentro de diez años me apetezca –se encogió de hombros–. No es lo que quiero. Adoro mi trabajo –admiró la puesta de sol rojiza que se reflejaba en el agua–. ¿Y tú? ¿No tienes mujer? ¿Hijos?

Faith vio un destello en su mirada oscura.

–No, en absoluto.

–Quieres decir, que no lo quieres ahora.

Él agarró la copa con fuerza.

–Ni lo querré nunca. Recuérdalo, Faith.

Había tanta frialdad en su voz que Faith lo escrutó con la mirada, pero su rostro se mantuvo impasible.

Ella frunció el ceño, había cosas que no entendía, y eso la hacía sentirse confusa.

–¿Por qué iba a necesitar recordarlo?

–Es sólo que me gusta dejarlo claro al principio de una relación –respondió él en tono suave.

Faith sintió calor.

–¿Acaso estamos teniendo una relación?

–No lo sé –contestó él mirándola a los ojos–. ¿Tú qué piensas?