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Dentro del ingente escalafón de pintores que integra nuestra pintura barroca del siglo XVII, Ribera es una de las figuras que se destacan por su calidad excepcional. Ribera va a representar en la pintura española el camino para la consecución de una pintura religiosa plena de monumentalidad, a la vez que realista y barroca.

José de Ribera nació en Játiva (Valencia) y fue bautizado en aquella localidad el 17 de febrero de 1591. Hijo del sastre Simón Ribera y de su esposa Margarita Cucó, sus padres le enviaron a Valencia para que siguiera la carrera de Letras en aquella Universidad, pero su afición a las Bellas Artes le hizo cambiar los libros por los pinceles y asistir al taller de su paisano Francisco Ribalta (1565-1628). Ribalta abrió al joven Ribera el camino para llegar a convertirse en uno de nuestros mejores pintores. Es posible que con él aprendiese principalmente a manejar los colores, descuidando algo el dibujo, que será en su etapa de esplendor lo más interesante de su estilo, y a través del cual llamaría la atención en sus primeras correrías por Italia. Pudo ser también Ribalta quien despertase en Ribera el interés por el estudio de la luz y el naturalismo, así como el amor y la admiración hacia las obras de los pintores italianos.

Hacia 1615 Ribera marchó a Italia. Lo primero que visitó fue la corte de los Farnesio en Parma. Allí se entusiasmó con la pintura del Correggio, del que asimila su prodigiosa sensibilidad, aunque despojada de la nota de femineidad que caracterizaba al parmesano. Ya en Parma comenzó a admirar a los pintores venecianos, especialmente a Veronés y Tintoretto, a quienes más tarde, en Roma y Nápoles, estudiaría detenidamente.

Desde Parma pasó a Roma, que, por entonces, representa para Ribera lo mismo que para todos los artistas que acuden a ella: una escuela para aprender y ampliar conocimientos, al tiempo que una posibilidad de conseguir éxito y fama mediante la protección de la Iglesia y de la nobleza. Pero la mayor parte de estos artistas advenedizos son jóvenes aventureros que se mueven dentro de un mundo de pillería y de lances de honor, determinados por la necesidad de sobrevivir. Este es el caso de Ribera, quien, al poco tiempo de su llegada a Roma, es apresado por un delito, fruto de su vida bohemia. El joven valenciano tiene que abandonar la Ciudad Eterna no sin antes haber podido admirar la obra de un pintor fallecido pocos años antes que está siendo objeto de discusión en todas las tertulias artísticas a causa de las innovaciones que supone su pintura. Se trataba de Miguel Angel de Merisi, más conocido como Caravaggio (1573-1610), el verdadero definidor de la pintura barroca y del que arranca todo el realismo del siglo XVII.

Tras el Renacimiento, la pintura había entrado en una fase de franca decadencia conocida con el término de manierismo, que suponía el alejamiento paulatino de la realidad por medio de un alargamiento y exageración de las formas. Frente a este movimiento y con el deseo de recuperar la realidad surge una doble reacción: la del grupo clasicista de los Carracci, en Bolonia, que predican un acercamiento a la realidad, pero sin excesos ni violencias en las representaciones, y la que preside Caravaggio partidario de mostrar la realidad tal y como puede ser contemplada por los ojos del hombre.

Ribera desde el momento en que contempla las obras de Caravaggio va a convertirse en su más caracterizado portavoz. Aunque no ha llegado a conocerle, será su más aventajado seguidor. Más todavía, será el que asuma el mando de la reacción realista y llegará incluso a superar en muchos aspectos al mismo Caravaggio.