XVII.— El Ramadán


Como Queequeg iba a continuar todo el día su Ramadán, o Ayuno y Humillación, preferí no interrumpirle hasta cerca de la caída de la noche, pues tengo gran respeto hacia las obligaciones religiosas de cualquiera, sin que importe qué cómicas sean, y no cabe en mi corazón menospreciar siquiera a una feligresía de hormigas adorando una seta, o esas otras criaturas de ciertas regiones de nuestra tierra, que, con un grado de lacayismo sin precedentes en otros planetas, se inclinan ante el torso de un fallecido propietario agrícola meramente a causa de las desmesuradas posesiones que todavía se tienen y se arriendan en su nombre.

Digo yo que los buenos cristianos presbiterianos deberíamos ser caritativos en estas cosas, y no imaginarnos tan altamente superiores a otros mortales, paganos o lo que sean, a causa de sus ideas semidementes en estos aspectos. Allí estaba ahora Queequeg, indudablemente manteniendo las más absurdas nociones sobre Yojo y su Ramadán, pero ¿y qué? Queequeg creía saber lo que hacía, supongo; parecía estar contento, así que dejémosle en paz. De nada serviría todo lo que discutiéramos con él; dejémosle en paz, digo; y el Cielo tenga misericordia de todos nosotros, de un modo o de otro, estamos terriblemente tocados de la cabeza, y necesitamos un buen arreglo.

Hacia el anochecer, cuando me sentí seguro de que debían haber terminado todas sus realizaciones y rituales, subí a su cuarto y llamé a la puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba sujeta por dentro.

—Queequeg —dije suavemente por el ojo de la cerradura: todo callado—. Oye, Queequeg, ¿por qué no hablas? Soy yo… Ismael.

Pero todo seguía en silencio como antes. Empecé a sentirme alarmado. Le había dejado tiempo de sobra: pensé que habría tenido un ataque de apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura, pero como la puerta daba a un rincón desviado del cuarto, la perspectiva del ojo de la cerradura era torcida y siniestra. Sólo podía ver parte de los pies de la cama y una línea de la pared. Me sorprendió observar, apoyada contra la pared, el asta de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había quitado la noche anterior, antes de que subiéramos al cuarto. «Es extraño —pensé—, pero, de todos modos, puesto que el arpón está ahí, y Queequeg raramente o nunca sale fuera sin él, debe estar dentro, por consiguiente, sin posible error.»

—¡Queequeg, Queequeg!

Todo en silencio.

Algo debía haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de abrir de un golpe la puerta, pero resistía tercamente. Corriendo escaleras abajo, rápidamente declaré mis temores a la primera persona que encontré: la criada.

—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Pensaba que debía pasar algo. Fui a hacer la cama, después del desayuno, y la puerta estaba cerrada y no se oía un ratón; y desde entonces ha seguido igual de silencioso. Pero creí que quizá se habían ido ustedes dos juntos, echando la llave para dejar seguro el equipaje. ¡Vaya, vaya! ¡Señora, ama, han matado a alguien! ¡Señora Hussey, apoplejía! —Y con esos gritos corrió hacia la cocina, seguida por mí.

Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una mano y una botellita de vinagre en la otra, habiendo acabado en ese momento de ocuparse de las vinagreras, y riñendo mientras tanto a su muchachito negro.

—¡La leñera! —grité—: ¿por dónde se va? Corran por Dios, y traigan algo para forzar la puerta: ¡El hacha, el hacha! ¡Tiene un ataque, pueden estar seguros!

Y así diciendo, de modo incoherente volvía yo a subir las escaleras con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de mostaza, la botellita del vinagre y todo el aceite de ricino de su cara.

—¿Qué le pasa a usted, joven?

—¡Traigan el hacha! ¡Por Dios, corran por el médico, alguien, mientras yo fuerzo la puerta!

—Mire aquí —dijo la patrona, dejando en seguida la botellita del vinagre como para tener una mano libre—: mire aquí; ¿habla de forzar ninguna de mis puertas? —Y así diciendo, me agarró el brazo—. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le pasa, marinero?

De modo tranquilo, pero lo más rápido posible, le di a entender todo el asunto. Apretándose inconscientemente el vinagre contra un lado de la nariz, rumió un momento, y luego exclamó:

—¡No! No lo he visto desde que lo dejé allí.

Corriendo a un pequeño hueco bajo el arranque de las escaleras, echó una mirada, y al volver me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.

—Se ha matado —gritó—. Es otra vez el desgraciado Stiggs; otra colcha que se pierde: ¡Dios se compadezca de su pobre madre! Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa muchacha? Ea, Betty, ve a ver a Snarles el pintor y dile que pinte un letrero: «Se prohíbe suicidarse aquí y fumar en la sala»; así podríamos matar los dos pájaros de una vez. ¿Matarse? ¡El Señor tenga misericordia de su alma! ¿Qué es ese ruido de ahí? ¡Eh, joven, quieto ahí!

Y corriendo detrás de mí, me sujetó cuando yo volvía a intentar abrir la puerta por la fuerza.

—No lo permitiré: no quiero que me estropeen las habitaciones. Vaya por el cerrajero; hay uno cerca de una milla de aquí. Pero ¡espere! —metiéndose la mano en el bolsillo—: aquí hay una llave que sirve, me parece; vamos a ver.

Y diciendo así, dio vuelta a la llave en la cerradura, pero ¡ay! el cerrojo suplementario de Queequeg seguía echado por dentro.

—Voy a abrirla de un golpe —dije, y ya me echaba atrás por el pasillo para tomar carrerilla, cuando la patrona me volvió a sujetar, jurando de nuevo que yo no tenía que destrozarle sus habitaciones; pero me desprendí de ella, y con un súbito empujón con todo el cuerpo, me lancé de lleno contra el blanco.

Con tremendo ruido, la puerta se abrió de par en par, y el tirador, golpeando con la pared, lanzó el encalado hasta el techo; y allí, ¡Cielo santo!, allí estaba Queequeg, completamente indiferente y absorto en el centro mismo de la habitación, acurrucado en cuclillas, y teniendo a Yojo encima de la cabeza. Ni miró a un lado ni a otro, sino que siguió sentado como una imagen tallada con escasos signos de vida activa.

—Queequeg —dije, acercándome a él—, Queequeg, ¿qué te pasa?

—¿No llevará todo el día sentado ahí, eh? —dijo la patrona.

Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle de postura, pues era casi intolerable y parecía tan penosa y antinaturalmente forzada; sobre todo, dado que, con toda probabilidad, llevaba sentado así unas ocho o diez horas, pasándose además sin las comidas normales.

—Señora Hussey dije—, en todo caso, está vivo; de modo que déjenos, por favor, y yo mismo me ocuparé de este extraño asunto.

Cerrando la puerta tras la patrona, intenté convencer a Queequeg para que tomara un asiento, pero en vano. Allí seguía sentado, y eso era todo lo que podía hacer: con todas mis habilidades y corteses halagos, no quería mover una clavija, ni mirarme, ni advertir más presencia del modo más leve. «No sé —pensé— si es posible que esto forme parte de su Ramadán; ¿ayunarán en cuclillas de este modo en su isla natal? Debe ser así; sí, es parte de su credo, supongo; bueno, entonces, dejémosle en paz; sin duda se levantará, antes o después. No puede durar para siempre, gracias a Dios, y su Ramadán sólo toca una vez al año, y tampoco creo que entonces sea muy puntual.»

Bajé a cenar. Después de pasar un largo rato oyendo los largos relatos de unos marineros que acababan de volver de un viaje «al pastel de ciruelas» como lo llamaban (esto es, una breve travesía a la caza de ballenas en una goleta o bergantín, limitándose al norte del ecuador, y sólo en el océano Atlántico), después de escuchar a esos pasteleros hasta cerca de las once, subí para acostarme, sintiéndome muy seguro de que a esas horas Queequeg debería haber puesto fin a su Ramadán. Pero no: allí estaba donde le había dejado: no se había movido una pulgada. Empecé a sentirme molesto con él; tan absolutamente insensato y loco parecía al estarse allí sentado todo el día y mitad de la noche, en cuclillas, en un cuarto frío, sosteniendo un trozo de madera en la cabeza.

—Por amor de Dios, Queequeg, levántate y sacúdete; levántate y cena. Te vas a morir de hambre, te vas a matar, Queequeg. —Pero él no contestó ni palabra.

Desesperando de él, por consiguiente, decidí acostarme y dormir, sin dudar de que no tardaría mucho tiempo en seguirme. Pero antes de meterme, tomé mi pesado chaquetón de «piel de oso» y se lo eché por encima, porque prometía ser una noche muy fría, y él no llevaba puesta más que su chaqueta corriente. Durante algún tiempo, por más que hiciera, no pude caer en el más ligero sopor. Había apagado la vela de un soplo, y la mera idea de que Queequeg, a menos de cuatro pies de distancia, estaba sentado en esa incómoda posición, completamente solo en el frío y la oscuridad, me hacía sentir realmente desgraciado. Pensadlo: ¡dormir toda la noche en el mismo cuarto con un pagano completamente despierto y en cuclillas, en este temible e inexplicable Ramadán!

Pero, no sé cómo, me dormí por fin, y no supe más hasta que rompió el día, cuando, mirando desde la cama, vi allí acurrucado a Queequeg como si le hubieran atornillado al suelo. Pero tan pronto cómo el primer destello de sol entró por la ventana, se incorporó, con las articulaciones rígidas y crujientes, aunque con aire alegre; se acercó cojeando a donde estaba yo, apretó la frente otra vez contra la mía, y dijo que había terminado su Ramadán.

Ahora bien, como ya he indicado antes, no tengo objeciones contra la religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo. Pero cuando la religión de un hombre se pone realmente frenética, cuando es un tormento decidido para él, y, dicho francamente, cuando convierte esta tierra nuestra en una incómoda posada en que alojarnos, entonces, creo que es hora de tomar aparte a ese individuo y discutir la cuestión con él.

Eso es lo que hice entonces con Queequeg.

—Queequeg —dije—, métete en la cama, y óyeme bien quieto.

Seguí luego, comenzando con la aparición y progreso de las religiones primitivas, para llegar hasta las diversas religiones de la época presente, esforzándome en ese tiempo por mostrar a Queequeg que todas esas Cuaresmas, Ramadanes y prolongados acurrucamientos en cuartos fríos y tristes eran pura insensatez; algo malo para la salud, inútil para el alma, y, en resumen, opuesto a las leyes evidentes de la higiene y el sentido común. Le dije también que aunque él en otras cosas era un salvaje tan extremadamente sensato y sagaz, ahora me hacía daño, me hacía mucho daño, al verle tan deplorablemente estúpido con ese ridículo Ramadán. Además, argüí, el ayuno debilita el cuerpo; por consiguiente, el espíritu se debilita, y todos los pensamientos nacidos de un ayuno deben por fuerza estar medio muertos de hambre. Ésa es la razón por la que la mayor parte de los beatos dispépticos cultivan tan melancólicas ideas sobre su vida futura.

—En una palabra, Queequeg —dije, más bien en digresión—, el infierno es una idea que nació por primera vez de un flan de manzana sin digerir, y desde entonces se ha perpetuado a través de las dispepsias hereditarias producidas por los Ramadanes.

Luego pregunté a Queequeg si él mismo sufría alguna vez de mala digestión, expresándole la idea con mucha claridad para que pudiera captarla. Dijo que no; sólo en una ocasión memorable. Fue después de una gran fiesta dada por su padre el rey, por haber ganado una gran batalla donde cincuenta de sus enemigos habían quedado muertos alrededor de las dos de la tarde, y aquella misma noche fueron guisados y comidos.

—Basta, Queequeg —dije, estremeciéndome—; ya está bien —pues sabía lo que se deducía de ello sin que él me lo indicara.

Yo había visto a un marinero que visitó esa misma isla, y me dijo que era costumbre, cuando se ganaba una gran batalla, hacer una barbacoa con todos los muertos en el jardín de la casa del vencedor; y luego, uno por uno, los ponían en grandes trincheros de madera y los aderezaban alrededor como un pilar, con frutos del árbol del pan y con cocos; y así, con un poco de perejil en la boca, eran enviados por todas partes con los saludos del vencedor a sus amigos, igual que si esos regalos fueran pavos de Navidad.

Después de todo, no creo que mis observaciones sobre la religión hicieran mucha impresión en Queequeg; en primer lugar, porque parecía un poco duro de oído, no sé por qué, en ese importante tema, a no ser que se considerara desde su propio punto de vista; en segundo lugar, porque no me entendía más de la tercera parte, por muy sencillamente que yo presentara mis ideas; y, finalmente, porque él creía sin duda que sabía mucho más de religión que yo. Me miraba con una especie de interés y compasión condescendientes, como si juzgara una gran lástima que un joven tan sensato estuviera tan desesperanzadoramente perdido en la pagana piedad evangélica.

Por fin nos levantamos y nos vestimos, y Queequeg tomó un prodigioso y cordial desayuno de calderetas de pescado de todas clases, de modo que la patrona no saliera ganando mucho a causa de su Ramadán, tras de lo cual salimos para subir a bordo del Pequod, paseando tranquilamente y mondándonos los dientes con espinas de hipogloso.

XXXIV.— La mesa de la cabina


Es mediodía, y DoughBoy, el mayordomo, sacando su pálida cara de hogaza por el portillo de la cabina, anuncia la comida a su dueño y señor, quien, sentado bajo el bote de pescantes de sotavento, acaba de hacer una observación del sol, y ahora está calculando silenciosamente la latitud en la lisa tableta, en forma de medallón, reservada para esta finalidad cotidiana en la parte superior de su pierna de marfil. Por su completa falta de atención al aviso, pensaríais que el maniático Ahab no ha oído a su sirviente. Pero de repente, agarrándose a los obenques de mesana, se lanza a cubierta y, diciendo con voz igual y sin animación: «La comida, señor Starbuck», desaparece en la cabina.

Cuando se ha extinguido el último eco del paso de su sultán, y Starbuck, el primer emir, tiene todos los motivos para suponer que está sentado, se levanta de su quietud, da unas cuantas vueltas por la cubierta y, tras una grave ojeada a la bitácora, dice, con cierto acento placentero: «La comida, señor Stubb», y baja por el portillo. El segundo emir se demora un rato por los aparejos, y luego, sacudiendo ligeramente la braza mayor, para ver si no le pasa nada a tan importante jarcia, asume igualmente la vieja carga, y con un rápido «La comida, señor Flask», sigue a sus predecesores.

Pero el tercer emir, viéndose ahora por completo a solas en el alcázar, parece sentirse aliviado de alguna singular sujeción, pues, lanzando a todas las direcciones toda clase de guiños entendidos, y quitándose de un golpe los zapatos, se arranca en una brusca, pero silenciosa racha de danza marinera encima mismo de la cabeza del Gran Turco, y luego, lanzando con un diestro golpe su gorra hasta la cofa de mesana, como a una estantería, baja haciendo el loco, al menos mientras queda visible desde cubierta, y cierra la marcha con música, al revés que en todas las demás procesiones. Pero antes de entrar por la puerta de la cabina de abajo, se detiene, embarca una cara totalmente nueva, y luego el independiente y risueño pequeño Flask entra a la presencia del rey Ahab en el papel de Abyectus, el esclavo.

De todas las cosas raras producidas por la intensa artificialidad de las costumbres marinas, no es la menor que muchos oficiales, mientras están al aire libre, en cubierta, se comporten a la menor provocación de modo atrevido y desafiante respecto a su jefe, pero que, en diez casos contra uno, esos oficiales bajen un momento después a su acostumbrada comida en la cabina del mismo capitán, e inmediatamente tomen un aire inofensivo, por no decir suplicante y humilde, hacia aquél, sentado a la cabecera de la mesa: es algo maravilloso, y a veces muy cómico: ¿Por qué tal diferencia? ¿Un problema? Quizá no. En haber sido Baltasar rey de Babilonia, y haberlo sido de modo no altivo, sino cortés, en esto sin duda debió de haber algún toque de grandeza humana. Pero aquel que con espíritu auténticamente real e inteligente preside su propia mesa particular de comensales invitados, ese hombre tiene por el momento un poder sin rival y el dominio de la influencia individual; la realeza de rango de ese hombre supera a Baltasar, pues Baltasar no era el más grande. Quien por una sola vez haya invitado a comer a sus amigos, ha probado a qué sabe ser césar. Es una brujería de zarismo social a que no se puede resistir. Ahora, si a esa consideración se sobreañade la supremacía oficial del capitán de un barco, por deducción se obtendrá la causa de esa peculiaridad de la vida marítima recién mencionada.

Sobre su mesa taraceada de marfil, Ahab presidía como un león marino, mudo y melenudo, en la blanca playa de coral, rodeado por sus cachorros, bélicos pero deferentes. Cada oficial aguardaba a ser servido en su propio turno. Estaban ante Ahab como niñitos; y sin embargo Ahab no parecía abrigar la menor arrogancia social. Con una sola mente, todos clavaban sus ojos atentos en el cuchillo del viejo, mientras trinchaba el plato principal ante él. Por nada del mundo supongo que habrían profanado ese momento con la más leve observación, aunque fuera sobre un tema tan neutral como el tiempo. ¡No! Y cuando, extendiendo el cuchillo y el tenedor entre los cuales se encerraba la tajada de carne, Ahab hacía señal a Starbuck de que le acercara el plato, el primer oficial recibía su alimento como si recibiera limosna, y lo cortaba tiernamente, un poco sobresaltado si por casualidad el cuchillo rechinaba contra el plato, y lo masticaba sin ruido, y se lo tragaba no sin circunspección. Pues, como el banquete de la Coronación en Francfort, donde el Emperador germánico come gravemente con los siete Electores Imperiales, así esas comidas en la cabina eran comidas solemnes, no se sabe cómo, tomadas en temeroso silencio; y, sin embargo, el viejo Ahab no prohibía la conversación en la mesa, sino que solamente permanecía mudo él mismo. ¡Qué alivio era para el atragantado Stubb que una rata hiciera un repentino estrépito en la bodega de abajo! Y el pobre pequeño Flask era el menor y el niñito de esa fatigada reunión familiar. A él le tocaban los huesos de canilla del salobre buey; a él le tocaban las patas de los pollos, pues para Flask, haberse atrevido a servirse, le habría parecido algo equivalente a hurto de primer grado. Sin duda, si se hubiera servido él mismo en la mesa, jamás se habría atrevido a ir con la frente alta por este honrado mundo; y no obstante, por raro que sea decirlo, Ahab nunca se lo prohibía. Y si Flask se hubiera servido, lo probable es que Ahab ni siquiera se habría dado cuenta. Menos que nada se atrevía Flask a servirse manteca. Si era porque pensaba que los propietarios del barco se lo negaban a causa de que le haría tener pecas en su tez clara y soleada, o si juzgaba que, en un viaje tan largo en tales aguas sin mercados, la manteca debía de estar muy cara, y por tanto no era para un subalterno como él, por cualquier cosa que fuera, Flask, ¡ay!, era hombre sin manteca.

Otra cosa. Flask era el último en bajar a comer, y Flask era el primero en subir. ¡Consideradlo! Pues de este modo la comida de Flash quedaba apretada de mala manera en cuanto al tiempo. Starbuck y Stubb le llevaban ventaja en la salida, y además tenían el privilegio de entretenerse después. Si sucede además que Stubb, que apenas está a una clavija por encima de Flask, tiene por casualidad poco apetito y pronto muestra síntomas de que va a terminar su comida, entonces Flask tiene que moverse, y ese día no sacará más de tres bocados, pues va contra la sagrada costumbre que Stubb salga antes que Flask a cubierta. Por consiguiente, Flask reconoció una vez en privado que, desde que había ascendido a la dignidad de oficial, no había sabido, ya a partir de ese momento, lo que era no estar más o menos hambriento. Pues lo que comía, más que aliviarle el hambre, se la mantenía inmortal en él. «La paz y la satisfacción —pensaba Flask— han abandonado para siempre mi estómago. Soy oficial, pero ¡cómo me gustaría poder echar mano a un trozo de buey al viejo estilo en el castillo de proa, como solía hacer cuando era marinero! Ahí están ahora los frutos del ascenso; ahí está la vanidad de la gloria; ahí está la locura de la vida.» Además, si ocurría que algún simple marinero del Pequod tenía algún agravio contra Flask en su dignidad de oficial, a ese marinero le bastaba, para obtener amplia venganza, ir a popa a la hora de comer y atisbar a Flask por la lumbrera de la cabina, sentado como un tonto en silencio ante el horrible Ahab.

Ahora, Ahab y sus tres oficiales formaban lo que podría llamarse la primera mesa en la cabina del Pequod. Después de su marcha, que tenía lugar en orden inverso al de su llegada, el pálido mayordomo limpiaba el mantel de lona, o más bien lo volvía a poner en cualquier orden apresurado. Y entonces se invitaba al festín a los tres arponeros, siendo sus legatarios residuales. Éstos convertían en una especie de temporal cuarto de servidumbre la alta y poderosa cabina.

Extraño contraste con la sujeción apenas tolerable y las invisibles tiranías innombrables de la mesa del capitán formaban la licenciosidad y la tranquilidad absolutamente despreocupadas de aquellos compañeros inferiores, los arponeros, en democracia casi frenética. Mientras que sus señores, los oficiales, parecían temerosos del ruido de los goznes de sus propias mandíbulas, los arponeros masticaban su alimento con tal complacencia que se oía el estrépito. Comían como señores; se llenaban la barriga como barcos de la India que se cargan todo el día de especias. Queequeg y Tashtego tenían tan prodigiosos apetitos, que para llenar los huecos dejados por la comida anterior, a menudo el pálido DoughBoy se resignaba a traer un gran cuarto de buey en salazón, al parecer desgajado del animal entero. Y si no andaba vivo en ello, si no iba con un ágil salto y brinco, entonces Tashtego tenía un modo nada caballeroso de acelerarle disparándole un tenedor a la espalda, como un arpón. Y una vez Daggoo, invadido por un humor repentino, le ayudó la memoria a DoughBoy agarrándole en peso y metiéndole la cabeza en un gran trinchero vacío de madera, mientras Tashtego, cuchillo en mano, empezaba a trazar el círculo preliminar para arrancarle la cabellera. Este mayordomo de cara de pan era por naturaleza un tipo pequeño, muy nervioso y estremecido, progenie de un panadero en quiebra y una enfermera de hospital. Y con el espectáculo continuo del negro y terrorífico Ahab, y con los periódicos ataques tumultuosos de aquellos tres salvajes, la vida entera de DoughBoy era un continuo castañeteo de dientes. Normalmente, en cuanto veía a los arponeros provistos de todas las cosas que pedían, se escapaba de sus garras, a la pequeña despensa adyacente, y les atisbaba temerosamente por los postigos de la puerta, hasta que todo había pasado.

Era un espectáculo ver a Queequeg sentado frente a Tashtego, que enfrentaba sus dientes afilados a los del indio: de medio lado, Daggoo, sentado en el suelo —pues en un banco el catafalco de plumas de su cabeza habría llegado a tocar los bajos entremiches—, hacía temblar la estructura de la baja cabina a cada movimiento de sus colosales miembros, como cuando un elefante africano va de pasajero en un barco. Pero, a pesar de todo eso, el gran negro era admirablemente abstemio, por no decir melindroso. Parecía apenas posible que con unos bocados tan pequeños relativamente pudiera mantener la vitalidad difundida por una persona tan amplia, varonil y soberbia. Pero indudablemente este noble salvaje comía de firme y bebía a fondo el abundante elemento del aire, y a través de sus aletas ensanchadas inhalaba la sublime vida de los mundos. Ni de carne ni de pan se hacen y se nutren los gigantes. Pero Queequeg hacía al comer tan mortal y bárbaro chasquido de labios —un sonido realmente feo—, que el tembloroso DoughBoy casi se miraba a ver si encontraba señales de dientes en sus propios brazos flacos. Y cuando oía a Tashtego gritarle que se asomara para que le recogiera los huesos, el mentecato mayordomo casi destrozaba toda la vajilla que pendía a su alrededor en la despensa, con sus súbitos ataques de perlesía. Y la piedra de afilar que los arponeros llevaban en el bolsillo, para sus lanzas y otras armas, y con las cuales en la comida afilaban ostentosamente los cuchillos, no tendían en absoluto a tranquilizar con sus rechinamientos al pobre DoughBoy. ¡Cómo podía él olvidar que en sus tiempos en la isla, Queequeg, por su parte, seguramente había sido culpable de ciertas indiscreciones asesinas y banqueteadoras! ¡Ay, DoughBoy, mal le va al camarero blanco que sirve a caníbales! No debería llevar una servilleta al brazo, sino un escudo. Pero en definitiva, para su gran felicidad, los tres guerreros de agua salada se levantaban y se marchaban: ante los crédulos y mitificadores oídos de DoughBoy, todos sus huesos marciales tintineaban a cada paso, como alfanjes moros en sus vainas.

Pero aunque esos bárbaros comían en la cabina y nominalmente vivían en ella, sin embargo, no siendo nada sedentarios en sus costumbres, escasamente estaban allí sino a las horas de comer, y justo antes de dormir, cuando pasaban por ella hacia sus alojamientos propios.

En este único aspecto Ahab no parecía ser excepción entre la mayoría de los capitanes balleneros de América, que, en corporación, se inclinan más bien a la opinión de que la cabina del barco les pertenece por derecho, y que sólo por cortesía se permite estar allí a cualquier otro. De modo que, en auténtica verdad, de los oficiales y arponeros del Pequod se podía decir con más propiedad que vivían fuera de la cabina que en ella. Pues cuando entraban era igual que como entra en casa una puerta de la calle, metiéndose dentro por un momento, sólo para ser rechazada un instante después, y, de modo permanente, residiendo al aire libre. Y no perdían gran cosa con ello; en la cabina no había compañerismo; socialmente, Ahab era inaccesible. Aunque nominalmente incluido en el censo de la cristiandad, seguía siendo extraño a ella. Vivía en el mundo como, el último de los osos pardos vivía en el colonizado Missouri. Y lo mismo que, al pasar la primavera y el verano, aquel viejo Logan de los —bosques, sepultándose en el hueco de un árbol, invernaba allí chupándose las zarpas, así, en su vejez inclemente y aullante, el alma de Ahab, encerrada en el tronco ahuecado de su cuerpo, se alimentaba de las tristes zarpas de su melancolía.

LI.— El chorro fantasma


Pasaron días y semanas, y marchando a poca vela, el ebúrneo Pequod había cruzado lentamente a través de cuatro diversos parajes de pesquería: el situado a lo largo de las Azores; el de a lo largo de Cabo Verde; el de la Plata, así llamado por estar a la altura de la desembocadura del río de la Plata; y el Carrol Ground, un abierto coto marino al sur de Santa Elena.

Al deslizarse por estas últimas aguas, una noche serena y con mucha luna, en que todas las olas pasaban como rodillos de plata, y con sus suaves hervores difundidos formaban algo que parecía un silencio plateado, y no una soledad; en tal noche callada, se vio un chorro plateado muy por delante de las burbujas blancas de la proa. Iluminado por la luna, parecía celestial; parecía un dios emplumado y centelleante que se alzara del mar. Fedallah fue el primero en señalar ese chorro. Pues, en esas noches de luna, tenía costumbre de subir a la cofa del palo mayor y hacer allí de vigía, con la misma precisión que si hubiera sido de día. Y sin embargo, aunque se habían visto de noche manadas de ballenas, ni un cazador de cada cien se habría arriesgado a arriar a los botes por ellas. Podéis imaginar, entonces, con qué emociones observaban los marineros a ese viejo oriental encaramado en lo alto a tan insólitas horas, con su turbante y la luna hechos compañeros en un mismo cielo. Pero cuando, tras de pasar allí su período uniforme durante varias noches sucesivas sin lanzar un solo sonido; cuando, después de todo ese silencio, se oyó su voz de otro mundo anunciando aquel chorro plateado, alumbrado por la luna, todos los marineros acostados se pusieron de pie de un salto, como si algún espíritu alado se hubiera posado en las jarcias y saludara a la tripulación mortal.

—¡Allí sopla!

Si hubiera soplado la trompeta del Juicio, no se habrían estremecido más, y sin embargo no sentían terror, sino más bien placer. Pues aunque era una hora muy insólita, fue tan impresionante el grito y tan delirantemente excitante, que casi todas las almas de a bordo desearon instintivamente que se bajaran los botes.

Recorriendo la cubierta con rápidas zancadas que acometían de medio lado, Ahab mandó que se largaran las velas de juanete y sobrejuanete, y todas las alas. El mejor marinero del barco debía tomar el timón. Entonces, con hombres en todas las cofas, la recargada nave empezó a avanzar meciéndose ante el viento. La extraña tendencia a levantar y alzar que tenía la brisa llegada del coronamiento de popa, al llenar los vacíos de tantas velas, hacía que la suspensa y ondeante cubierta pareciese aire bajo los pies, mientras echaba a correr como si lucharan en el barco dos tendencias antagónicas; una, para subir directamente al cielo; la otra, para avanzar dando guiñadas hacia algún objetivo horizontal. Y si hubierais observado aquella noche la cara de Ahab, habríais pensado que también en él guerreaban dos cosas diferentes. Mientras su única pierna viva despertaba vivaces ecos por la cubierta, cada golpe de su miembro muerto sonaba como un golpe en un ataúd. Ese hombre andaba sobre la vida y la muerte. Pero aunque el barco avanzaba con tanta rapidez, y aunque todos los ojos disparaban miradas ansiosas como flechas, sin embargo, el chorro plateado no volvió a verse esa noche. Todos los marineros juraron haberlo visto una vez, pero no por segunda vez.

Ese chorro de medianoche casi se había convertido en cosa olvidada cuando, varios días después, he aquí que, a la misma hora silenciosa, volvió a ser anunciado: otra vez fue gritado por todos; pero al extender velas para alcanzarlo, desapareció una vez más como si jamás hubiera existido. Y así se nos presentó noche tras noche hasta que nadie le prestó atención sino para sorprenderse él. Disparándose misteriosamente a la clara luz de la luna, o de las estrellas, según fuera el caso; desapareciendo otra vez por un día entero, o dos, o tres; y, no se sabe cómo, a cada repetición clara, pareciendo avanzar más y más en nuestra delantera, ese solitario chorro parecía hechizarnos siempre para seguir avanzando.

Con la inmemorial superstición de su especie, y de acuerdo con el carácter preternatural que parecía revestir en muchas cosas al Pequoa no faltaron algunos de los marineros que juraban que siempre y dondequiera que se señalaba, por remotos que fueran los momentos, o por separadas que estuvieran las latitudes y longitudes, aquel insoportable chorro era lanzado por una mismísima ballena, y esa ballena era Moby Dick. Durante algún tiempo también reinó una sensación de terror peculiar ante esa fugitiva aparición, como si nos hiciera traidoramente señal de avanzar más y más, para que el monstruo pudiera volverse contra nosotros, y despedazarnos por fin en los mares más remotos y salvajes.

Esos temores temporales, tan vagos, pero tan espantosos, cobraban prodigiosa potencia con el contraste de la serenidad del tiempo, en que, por debajo de su azul suavidad, algunos pensaban que se escondía un hechizo diabólico, mientras seguíamos viajando días y días a través de mares tan fatigosa y solitariamente benignos, que todo el espacio, por repugnancia a nuestra expedición vengativa, parecía vaciarse de vida ante nuestra proa de urna funeraria. ;

Pero al fin, al volvernos al este, los vientos del Cabo empezaron a aullar alrededor de nosotros, y subimos y bajamos por las largas y agitadas olas que hay allí; entonces el Pequod de colmillos de marfil se inclinó fuertemente ante las ráfagas, y acorneó las sombrías ondas en su locura, hasta que, como chaparrones de astillas de plata, los copos de espuma volaron sobre sus amuras; desde ahí desapareció toda esa desolada vaciedad de vida, pero para dejar lugar a espectáculos más lúgubres que nunca.

Cerca de nuestra proa, extrañas formas se disparaban por el agua, acá y allá, por delante de nosotros, mientras que, pegados a nuestra retaguardia, volaban los inescrutables cuervos del mar. Y todas las mañanas se veían filas de esos pájaros posados en nuestros estais; y a pesar de nuestros aullidos, se aferraban obstinadamente durante largo tiempo al cáñamo, como si consideraran nuestro barco una nave deshabitada y a la deriva; una cosa destinada a la desolación, y por tanto, apropiado criadero para esas criaturas sin hogar. Y se hinchaba, se hinchaba, seguía hinchándose inexorablemente el negro mar, como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado.

¿Y te llaman cabo de Buena Esperanza? Más bien cabo de las Tormentas, como te llamaban antaño; pues, largamente incitados por los pérfidos silencios que antes nos habían acompañado, nos hallamos lanzados a ese mar atormentado, donde seres culpables, transformados en esos pájaros y esos peces, parecían condenados a seguir nadando eternamente sin puerto en perspectiva, o a seguir agitando el negro aire sin horizonte alguno. Pero de vez en cuando, tranquilo, níveo e invariable, dirigiendo siempre su fuente de plumas hacia el cielo, siempre incitándonos desde delante, se avistaba el chorro solitario.

Durante toda esta negrura de los elementos, Ahab, aunque asumiendo entonces casi sin interrupción el mando de la cubierta, empapada y peligrosa, manifestaba la reserva más sombría, y se dirigía a sus oficiales más raramente que nunca. En períodos tempestuosos como ésos, después que se ha amarrado todo, en cubierta y en la arboladura, no se puede hacer más que esperar pasivamente la conclusión de la galerna. Entonces el capitán y la tripulación se vuelven fatalistas prácticos. Así, con su pierna de marfil inserta en su acostumbrado agujero, y agarrando firmemente un obenque con una mano, Ahab se quedaba durante horas y horas mirando fijo a barlovento; mientras que alguna descarga ocasional de nieve o aguanieve casi le pegaba los párpados congelándoselos. Mientras tanto, la tripulación, arrojada de la parte de proa del barco por los mares peligrosos que irrumpían explosivamente, por delante, se alineaba en el combés a lo largo de las amuradas; y para defenderse mejor contra las olas que saltaban, cada hombre se había metido en una especie de bolina atada a la borda, en que se movía como en un cinturón aflojado. Pocas palabras, o ninguna, se decían; y el silencioso barco, como tripulado por marineros de cera pintada, seguía avanzando día tras día a través de la rápida locura alegre de las olas demoníacas. De noche continuaba la misma mudez humana ante los gritos del océano; los hombres seguían en silencio moviéndose en sus bolinas; Ahab, siempre sin palabras, hacía frente al huracán. Aun cuando la fatigada naturaleza parecía pedir reposo, él no buscaba ese reposo en su hamaca. Nunca pudo olvidar Starbuck el aspecto del viejo, cuando una noche, al bajar a la cabina para observar cómo estaba el barómetro, le vio sentado y con los ojos cerrados, muy derecho en su sillón atornillado al suelo, mientras todavía goteaban del sombrero y chaquetón, sin quitárselos, la lluvia y la nevisca medio fundidas de la tempestad de que había salido algún tiempo antes. En la mesa, a su lado, estaba desenrollado uno de esos mapas de mareas y corrientes de que se ha hablado antes. La linterna se balanceaba en su mano, apretada firmemente. Aunque el cuerpo estaba erguido, la cabeza estaba echada atrás, de modo que los ojos cerrados quedaban dirigidos hacia la aguja del «soplón», que colgaba de una viga del techo.’

«¡Terrible viejo! —pensó Starbuck con un estremecimiento—; dormido en esta galerna, todavía sigues mirando firmemente tu propósito.»


LXVIII.— El cobertor


He prestado no poca atención a ese tema tan traído y llevado que es la piel de la ballena. He tenido controversias sobre él con expertos balleneros en el mar y con doctos naturalistas en tierra. Mi opinión primitiva permanece inalterada, pero es sólo una opinión. La cuestión es: ¿qué es y dónde está la piel de la ballena? Ya sabéis lo que es su grasa. Esa grasa es algo de consistencia de carne de buey, firme y de fibra apretada, pero más dura, más elástica, más compacta, alcanzando en espesor desde ocho o diez a doce o quince pulgadas.

Ahora, por absurdo que parezca a primera vista hablar de la piel de un animal como de algo que tenga tal suerte de consistencia y espesor, sin embargo, de hecho no hay argumentos contra tal suposición, porque no se puede arrancar ninguna otra capa densa que envuelva el cuerpo de la ballena sino esa misma grasa; y la capa externa que envuelve a un animal, si es razonablemente consistente, ¿qué puede ser sino la piel? Verdad es que del cuerpo muerto e intacto de la ballena se puede rascar con la mano una sustancia infinitamente sutil y transparente, algo parecido a las más sutiles escamas de la colapez, sólo que casi tan flexible y blanda como el raso; esto es, antes que se seque, pues entonces no sólo se contrae y espesa, sino que se vuelve dura y quebradiza. Tengo varios trozos secos así, que uso como señales en mis libros balleneros. Es transparente, como antes dije; y al ponerla sobre la página impresa, a veces me he complacido imaginando que hacía efecto de lente de aumento. En cualquier caso, es grato leer sobre las ballenas a través de sus propias gafas, como quien dice. Pero adonde quiero ir es a esto: esa misma sustancia infinitamente sutil y como colapez que, según reconozco, reviste todo el cuerpo de la ballena, no se considera tanto como la piel del animal, cuanto, por decirlo así, como la piel de la piel, pues sería sencillamente ridículo decir que la verdadera piel de la enorme ballena es más sutil y tierna que la piel de un niño recién nacido. Pero basta de esto.

Suponiendo que la grasa sea la piel de la ballena, entonces, si esa piel, como ocurre en el caso de un cachalote muy grande, produce la cantidad de cien barriles de aceite, y si se considera que en cantidad, o mejor dicho, en peso, este aceite, en su estado exprimido, es sólo tres cuartas partes y no la entera sustancia de su revestimiento, se puede sacar por aquí alguna idea de lo enorme de esta masa animada, si una mera parte de su mero tegumento proporciona un lago de líquido como ése. Calculando diez barriles por tonelada, se obtienen diez toneladas como peso neto de solamente tres cuartas partes de la materia de la piel de la ballena. En vida, la superficie visible del cachalote no es la menor entre las maravillas que presenta. Casi sin falta, está toda ella cruzada y recruzada oblicuamente por innumerables marcas rectas en denso orden, algo así como los de los más finos grabados italianos de línea. Pero esas señales no parecen estar grabadas en la sustancia de colapez antes mencionada, sino que parecen verse a través de ella, como si estuvieran grabadas en el cuerpo mismo. Y no es eso todo. En algunos casos, para una mirada viva y observadora, esas marcas lineales, como en un auténtico grabado, no constituyen más que el fondo para otras delineaciones. Estas son jeroglíficas, esto es, si llamáis jeroglíficos a esas misteriosas cifras en las paredes de las pirámides, entonces ésta es la palabra adecuada para situar en el presente contexto. Por mi memoria retentiva de los jeroglíficos de un determinado cachalote, quedé muy impresionado con una placa que reproducía los antiguos caracteres indios cincelados en las famosas murallas con jeroglíficos que hay en las orillas del Alto Mississippi. Como esas místicas rocas, también, la ballena místicamente marcada sigue siendo indescifrable. Esa alusión a las rocas indias me recuerda otra cosa. Además de todos los demás fenómenos que presenta el exterior del cachalote, no es raro que muestre el lomo, y sobre todo los flancos, con su aspecto lineal regular, borrado en gran parte debido a numerosos arañazos violentos, de aspecto por completo irregular y azaroso. Yo diría que esas rocas de la costa de New England, que Agassiz imagina que ostentan las señales de violento contacto y rozamiento con grandes icebergs a la deriva; a mi juicio, esas rocas deben parecerse no poco al cachalote en ese aspecto. También me parece que tales arañazos del cachalote probablemente están hechos por el contacto hostil con otras ballenas, pues los he notado sobre todo en los grandes toros adultos de esta especie.

Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya se ha dicho que se le arranca en largas piezas, llamadas «piezas de cobertor». Como muchos términos marítimos, éste es muy afortunado y significativo. Pues la ballena, en efecto, está arropada en su grasa como en una auténtica manta o colcha; o, mejor aún, como en un poncho indio echado por la cabeza y que le rodea como una falda su extremidad. Por causa de este caliente arropamiento de su cuerpo, la ballena es capaz de mantenerse a gusto en todos los climas, en todos los mares, tiempos y mareas. ¿Qué sería de una ballena de Groenlandia, digamos, en esos mares helados y estremecedores del norte, si no estuviera provista de su caliente sobretodo? Verdad es que se encuentran otros peces muy vivaces en esas aguas hiperbóreas, pero ésos, ha de observarse, son los otros peces, de sangre fría y sin pulmones, cuyas mismísimas barrigas son refrigeradores; criaturas que se calientan al socaire de un iceberg, como un viajero invernal que se calentara ante el fuego de una posada; mientras que la ballena, como el hombre, tiene pulmones y sangre caliente. Heladle la sangre, y se muere. Qué maravilloso es entonces —salvo después de la explicación— que ese gran monstruo, para quien el calor corporal es tan indispensable como para el hombre; qué maravilloso es, digo, que se encuentre en su casa sumergido hasta los labios en esas aguas árticas, donde, cuando los marineros caen por la borda se les encuentra a veces, meses después, congelados verticalmente en el corazón de campos de hielo, igual que se encuentra una mosca presa en el ámbar. Pero más sorprendente es saber, como se ha probado por experiencia, que la sangre de una ballena polar es más caliente que la de un negro de Borneo en verano.

A mí me parece que aquí vemos la rara virtud de una fuerte vitalidad individual, y la rara virtud de unas paredes gruesas, y la rara virtud de la espaciosidad interior. ¡Oh, hombre, admira a la ballena y tómala por modelo! Permanece también tú caliente entre el hielo. Tú también vives en este mundo sin ser de él. Quédate frío en el ecuador; mantén fluida tu sangre en el Polo. Como la gran cúpula de San Pedro, y como la gran ballena, conserva, ¡oh, hombre!, en todas las estaciones una temperatura propia.

Pero ¡qué fácil y qué desesperanzado enseñar estas cosas tan hermosas! De las construcciones, ¡qué pocas tienen cúpulas como la de San Pedro! De las criaturas, ¡qué pocas son tan vastas como la ballena!


LXXXV.— La fuente


Que durante seis mil años —y nadie sabe cuántos millones de siglos antes— las grandes ballenas hayan ido lanzando sus chorros por todo el mar, y salpicando y nebulizando los jardines de las profundidades como regaderas y vaporizadores; y que durante varios siglos pasados miles de cazadores se hayan acercado a la fuente de la ballena, observando esos chorreos y salpicaduras; que todo eso haya ocurrido así, y, sin embargo, hasta este mismo bendito minuto (quince minutos y cuarto después de la una de la tarde del 16 de diciembre del año del Señor 1851), siga siendo un problema si esos chorreos son, después de todo, agua de veras, o nada más que vapor; esto, sin duda, es cosa notable.

Miremos, pues, este asunto, junto con algunos interesantes anejos correspondientes. Todos saben que, con el peculiar artificio de las branquias, las tribus escamosas en general respiran el aire que en todo momento está combinado con el elemento en que nadan; por tanto, un arenque o un bacalao podrían vivir un siglo, sin sacar una sola vez la cabeza fuera de la superficie. Pero, debido a su diversa estructura interna, que le da unos pulmones normales, como los de un ser humano, la ballena sólo puede vivir inhalando el aire desprendido que hay en la atmósfera abierta. De ahí la necesidad de sus visitas periódicas al mundo de arriba. Pero no puede en absoluto respirar por la boca, pues, en su posición ordinaria, en el caso del cachalote, la boca está sepultada al menos a ocho pies por debajo de la superficie; y lo que es más, su tráquea no tiene conexión con la boca. No, respira sólo por su orificio, que está en lo alto de la cabeza.

Si digo que en cualquier criatura el respirar es sólo una función indispensable para la vitalidad en cuanto que retira del aire cierto elemento que, al ser puesto luego en contacto con la sangre, da a la sangre su principio vivificador, me parece que no me equivoco, aunque quizá use algunas palabras científicas superfluas. Supuesto así, se deduce que si toda la sangre de un hombre pudiera airearse con una sola inspiración, podría entonces taparse las narices y no volver a inhalar en un tiempo considerable. Es decir, viviría entonces sin respirar. Por anómalo que parezca, éste es el caso exactamente de la ballena, que vive sistemáticamente con intervalos de una hora entera y más (cuando está sumergida) sin inhalar un solo respiro, ni absorber de ningún modo una partícula de aire, pues recordemos que no tiene branquias. ¿Cómo es eso? Entre las costillas y a cada lado del espinazo, está provista de un laberinto cretense, notablemente enredado, de conductos como macarrones, los cuales, cuando abandona la superficie, están completamente hinchados de sangre oxigenada. Así que, durante una hora o más, a mil brazas, en el mar, transportas una reserva sobrada de vitalidad, igual que el camello que cruza el seco desierto lleva una reserva sobrada de bebida para su uso futuro, en cuatro estómagos suplementarios. Es indiscutible el hecho anatómico de ese laberinto; y que la suposición fundada en él sea razonable y verdadera me parece más probable si se considera la obstinación, de otro modo inexplicable, de ese leviatán por echar fuera los chorros, como dicen los pescadores. Esto es lo que quiero decir: el cachalote, si no se le molesta al subir a la superficie, continúa allí por un período de tiempo exactamente igual al de sus demás subidas sin molestias. Digamos que permanece once minutos, y echa el chorro setenta veces, esto es, hace setenta inspiraciones; entonces, cuando vuelve a subir, es seguro que volverá a inspirar sus setenta veces, hasta el final. Pues bien, si después que da unos cuantos respiros le asustáis de modo que se zambulla, volverá a empeñarse siempre en subir para completar su dosis normal de aire. Y mientras no se cuenten esos setenta respiros, no descenderá finalmente para pasar abajo todo su período. Observad, sin embargo, que en diversos individuos esas proporciones son diversas; pero en cada uno son semejantes. Ahora ¿para qué iba la ballena a empeñarse tanto en echar fuera los chorros, si no es para volver a llenar su reserva de aire antes de bajar definitivamente? ¡Qué evidente es, también, que esa necesidad de subir expone a la ballena a todos los fatales azares de la persecución! Pues ni con anzuelo ni con red podría atraparse a este enorme leviatán, navegando a mil brazas bajo la luz del sol. ¡No es tanto, pues, oh cazador, tu habilidad, sino las grandes necesidades lo que te otorga la victoria!

En el hombre, la respiración se mantiene incesantemente, y cada respiro sirve sólo para dos o tres pulsaciones, de modo que, aun con cualquier otro asunto de que tenga que ocuparse, dormido o despierto, debe respirar, o se muere. Pero el cachalote sólo respira cerca de la séptima parte, el domingo de su tiempo.