Agradecimientos

Este libro es resultado de un viaje de casi diez años que empezó cuando David Ellwood, entonces decano de la Harvard Kennedy School, me invitó a asumir el cargo de presidenta del cuerpo docente y, más adelante, el de directora del Women and Public Policy Program [Programa de Mujeres y Políticas Públicas] (WAPPP), uno de los centros de investigación de la Kennedy School. Lo que me entusiasmó del puesto fue la oportunidad de aplicar los conocimientos y las herramientas que como economista conductual había usado para ayudar a personas y organizaciones a tomar mejores decisiones, y para ayudar a la sociedad a cerrar las brechas de gé-nero. Poco tiempo después me di cuenta de que los dos propósitos eran, de hecho, el mismo. Tomar mejores decisiones significa tomar decisiones no sesgadas. Al igual que otros sesgos, los de género nos frenan: afectan nuestra manera de pensar, juzgar y decidir, incluso si no somos conscientes de su existencia. Provocan que en las contrataciones y los ascensos no tomemos las mejores decisiones, que seamos injustos al poner exámenes y permitamos que proliferen los estereotipos en nuestros salones de clase y nuestras salas de consejo.

Como especialista en ciencias de la conducta, yo contaba con las herramientas para arreglar algo de eso. Quitar los sesgos en los ambientes donde vivimos, estudiamos y trabajamos se convirtió en mi mantra personal y guió no sólo mi investigación, sino la manera de dirigir a mi equipo en el WAPPP y, más adelante, mi desempeño como decana acadé-mica de la Kennedy School. Aunque ocupar este último cargo, de 2011 a 2014, me alejó del libro que estaba ansiosa por escribir, trabajar con David Ellwood y aprender de él y del equipo de liderazgo de nuestra escuela me ofreció enseñanzas invaluables sobre el funcionamiento de una organización y la gestión de personal. David, John Haigh, Suzanne Cooper, Sarah Wald, Melodie Jackson, Matt Alper, Charlie Haight, Beth Banks, Karen Jackson-Weaver y Janney Wilson: ha sido para mí un honor trabajar con ustedes.

En el verano de 2014 volví a mis clases, a la investigación, al Women and Public Policy Program y a un equipo maravilloso. Victoria Budson, directora ejecutiva del WAPPP, sabe traducir admirablemente los hallazgos de las investigaciones para quienes elaboran políticas y toman decisiones. Su organización trabaja con el Consejo de la Casa Blanca sobre Mujeres y Niñas, el Women in Public Service Project [Proyecto de Mu-jeres en el Servicio Público] —fundado por la entonces secretaria de Estado Hillary Rodham Clinton—, el Women’s Workforce Council [Consejo para la Fuerza de Trabajo] de Boston y muchas otras organizaciones. Además, Anisha Asundi, Danielle Boudrow, Nicole Carter Quinn, Kerry Conley, Em Gamber, Cara Mathews, Heather McKinnon Glennon y Lindsey Shepardson hacen del mundo, día con día, un mejor lugar para mujeres y hombres. Les debo muchísimo.

Anisha, Cara, Kerry y Nicole se han interesado especialmente por mi libro y me han ofrecido una orientación y una crítica invaluables. Anisha hizo mucho más que colaborar con la investigación: una y otra vez iba más allá; es la persona experta y dedicada ideal con la cual trabajar. La habilidad de Kerry para detectar todo lo que tenga que ver con la proyección y la comunicación ha servido para mejorar mucho el libro (así como mis presentaciones, mi página electrónica y demás). Nicole es la persona a la que acudo cuando necesito consejos sensatos sobre lo que sea. Gracias, Cara, por tus ideas y por mantenerme organizada. Gracias también a todo el equipo por ayudarme a estudiar detenidamente conceptos y datos particulares que estaba tratando de comunicar… y sí, por pensar junto conmigo cómo debía ser la cubierta de la edición en inglés del libro. Discutimos y votamos colores, diseños, tipografías, involucramos a mi familia aquí y en Suiza y, con la dirección de Tim Jones y Eric Mulder, de Harvard University Press, ideamos la que finalmente se publicó. Gracias, Tim y Eric, por su creatividad y paciencia.

De hecho, el propio título es resultado de un proceso en el que participamos muchas personas, dentro y fuera del WAPPP. Desde el principio sabía que el título tenía que hablar de la equidad de género y de la proyección, pero faltaba algo. Me acerqué a unos amigos con unas cuantas ideas y una petición de ayuda, y todos generosamente ofrecieron su experiencia. Aprendí mucho de mis intercambios con Max Bazerman, Jason Beckfield, Paul Bohnet, Dominik Bohnet Zürcher, Mary Brinton, Steve Frost, Jana Gallus, Claudia Goldin, Carol Hamilton, David Laibson, Michael Mauboussin, Kathleen McGinn, Felix Oberholzer-Gee, Lisa Oberholzer-Gee, Carol Schwartz, Cass Sunstein, Lara Warner, Richard Zeckhauser y Michael Zürcher, y, de nuevo, con Anisha y Kerry. Es asombroso que todavía podamos usar nuestro pizarrón, después de todas las notas y garabatos que tuvo que aguantar. Mi más sincero agradecimiento.

Este libro no habría sido posible sin el apoyo del Women’s Leadership Board [Consejo para el Liderazgo de las Mujeres]. Estas maravillosas líderes creyeron en mí antes de que yo hubiera escrito nada sustantivo sobre los temas de género y por muchos años me han acompañado en este emocionante viaje para crear conocimiento, ponerlo en práctica y analizar sus efectos. ¡Aprendo muchísimo de ustedes! Mi agradecimiento especial, por su confianza y dedicación, a la actual presidenta, Lara Warner, así como a sus predecesoras, Jeannie Minskoff Grant, Roxanne Mankin Cason, Barbara Annis y Francine LeFrak.

Sigo agradecida con Abigail Disney, de la Exxon Mobil Women’s Empowerment Initiative [Iniciativa para el Empoderamiento de las Mujeres de Exxon Mobil], y el Weatherhead Center for International Affairs [Centro Weatherhead de Asuntos Internacionales] de Harvard por proporcionarme apoyo adicional para mi investigación; con las visionarias que ayudaron a poner las bases del trabajo en temas de género en la Kennedy School: Victoria Budson, Swanee Hunt, Jane Mansbridge, Joe Nye, Holly Taylor Sargent y Shirley Williams, y con las líderes con las que el WAPPP ha tenido el placer de colaborar a lo largo de los años: Analisa Ba-lares de Womensphere, Laura Liswood del Consejo de Mujeres Líderes del Mundo, Robert Mnookin del Programa de Negociación de la Harvard Law School, Deborah Kolb de la Simmons School of Management y Saadia Zahidi del Foro Económico Mundial.

He aprendido mucho de mi trabajo en la junta directiva del Credit Suisse Group y agradezco a su presidente, Urs Rohner, y a mis colegas de la junta, así como a Tidjane Thiam (el director ejecutivo), Brady Dougan (su predecesor) y los miembros del consejo ejecutivo por su interés en las ciencias de la conducta y su compromiso con la equidad de género. Gracias también a todas las personas que hacen de Credit Suisse la gran compañía que es, y con quienes he tenido el placer de reunirme en estos años.

Estoy en deuda con los colaboradores que me ayudaron a dar forma a mis pensamientos para este libro: Mohamad Al-Issis, Nava Ashraf, Max Bazerman, Bruno S. Frey, Fiona Greig, Benedikt Herrmann, Kessely Hong, Steffen Huck, Dorothea Kübler, Stephan Meier, Felix Oberholzer-Gee, Maliheh Paryavi, Farzad Saidi, Alexandra van Geen y Richard Zeckhauser; mis colegas de Harvard, en especial el Behavioral Insights Group, que tengo el placer de presidir junto con Max Bazerman y que tan eficientemente dirige Abigail Dalton; el grupo consultivo del cuerpo docente del WAPPP y la Weatherhead Initiative on Gender Inequality [Iniciativa Weatherhead sobre Desigualdad de Género]; mis alumnos y ex alum-nos, compañeros y ex compañeros; los Jóvenes Líderes Globales del Foro Económico Mundial con los que he tenido el placer de trabajar; los miembros de los consejos de la agenda global del FEM sobre conducta y sobre empoderamiento de las mujeres, que hacen un trabajo magnífico, y los viejos y nuevos amigos, que para este libro han ido más allá de su deber: Candice Beaumont, David Boehmer, Deborah Borda, Beth Brooke-Marciniak, Steve Frost, Michelle Gadsden-Williams, Carol Hamilton, Pat Harris, Olivia Leland, Carolina Müller-Möhl, Melanie Richards, Mirjam Staub-Bisang y Kelly Thompson.

Escribí gran parte del libro mientras disfrutaba un año sabático en la Universidad de Sydney, en Australia. Le agradezco a Mike Hiscox su generosa ayuda para lograr que eso ocurriera y por preparar el terreno para que mi familia se instalara en el hermoso Manly. Va un agradecimiento a Bates Gill y Melissa Grah-McIntosh por su hospitalidad en el US Study Center [Centro de Estudios de Estados Unidos] y a los participantes del taller que impartí, por todas esas provechosas discusiones que hicieron que mi proyecto de libro avanzara. Graeme Head merece un reconocimiento especial por el espléndido trabajo sobre revelaciones conductuales e inclusión que hace como jefe del Servicio Público de Nueva Gales del Sur. También estoy profundamente agradecida con Carol Schwartz, por su inspirador liderazgo en temas de equidad de género y por abrirme muchas puertas; con Dianne Laurance, por señalar su camino como empresaria y por su gentil hospitalidad, y con la Australian Workplace Gender Equality Agency [Agencia Australiana para la Equidad de Género en el Trabajo], por ejercer su liderazgo intelectual.

Un inmenso agradecimiento a los amigos y colegas que leyeron el manuscrito completo o algunas partes: Linda Babcock, Max Bazerman, Hannah Riley Bowles, Jana Gallus, Kate Glazebrook, Cass Sunstein y Aniela Unguresan. Me beneficié de sus amables críticas constructivas y sus sabios consejos. También estoy de lo más agradecida con gente que tuvo la amabilidad de leer las pruebas, pues de verdad necesitaba sus conocimientos: Dolly Chugh, Theresa Lund y Susanne Schwarz. Y, desde luego, una vez más, Anisha hizo una maravillosa supervisión a todo lo largo del proceso.

La persona que mayor huella dejó en este libro es Thomas LeBien, mi editor en Harvard University Press. Thomas ejemplifica todas las cualidades que una autora podría desear en un editor: es un maestro en el arte y la ciencia de unir hebras a menudo desiguales y en convertir los hallazgos de las investigaciones en soluciones que pueden llevarse a la práctica; me ayudó a encontrar mi voz y a dar vida a mis ideas. ¡Gracias, Thomas! También estoy agradecida con Kate Brick por su exigente crítica y con Amanda Peery por su diligencia y apoyo. Gracias también a Kimberly Giambattisto por su ayuda como editora de producción. Muchas gracias también a Anne McGuire por su oportuno índice analítico. Mike Giarratano, Emilie Ferguson y Rebekah White, de Harvard University Press, y Angela Baggetta y Lynn Goldberg, de Goldberg McDuffie Communications, llevaron la carga de la publicidad. Gracias por todo lo que han hecho para defender el libro y ayudar a difundir su mensaje. Gracias a Susan Donnelly por creer en este libro desde el momento en que nos conocimos, y por su pasión puesta en esta causa.

Cuando consideré por primera vez la posibilidad de escribir un libro, mi amigo Max Bazerman fue generosísimo con su tiempo, su experiencia y su considerable pericia. Autor prolífico y pensador influyente, Max me llevó por todas las fases del proceso, me sugirió gente con la cual hablar y me ayudó a librar escollos en el camino. Hiciste de esta experiencia algo mucho más gozoso y fluido, Max: ¡gracias por tu generosidad y tu amistad! Muy al principio, Max y Cass Sunstein me presentaron a Thomas. Como los dos habían trabajado con él, deben haber sospechado que una reunión de una hora bien podía convertirse en una provechosa colaboración de varios años. Agradezco también a Judy Singer por haberme puesto en contacto con Harvard University Press, a Don Moore por tomarse el tiempo de darme consejos cuando empezaba este proyecto, a Dave Nussbaum y Cade Massey por tender puentes y presentarme gente, y a Adam Grant por su generosidad y sabio consejo: alguien verdaderamente generoso que vive los valores de su propio libro.

No podría haber escrito estas páginas sin el apoyo de mi familia. Mis padres, Ruth y Paul, son sencillamente los mejores del mundo. Su confianza y apoyo imperecederos y su amor incondicional significan muchísimo para mí. Mi hermana, Brigitte, ha sido fuente de inspiración para mí desde que éramos chicas. Es una de las personas más dignas que conozco: siempre considerada, generosa, cariñosa. Ha sido un privilegio ser parte de su bonita familia, con Hans-Ruedi y con Gabriela y Mirjam, dos mujeres jóvenes y fuertes que están cambiando el mundo: en Murg, Suiza, y en Delhi, India.

Y si bien aquí mismo escribo sobre la tendencia de la gente a confiar demasiado en sí misma, algunos de nosotros tenemos la suerte de contar con muchos “mejores” en nuestra vida. Mi esposo, Michael, es el mejor que puede haber. No alcanzan las palabras para describir cuánto significan para mí tu amor y tu comprensión. Haces que parezca fácil vivir la equidad de género. Nuestros hijos, Dominik y Luca, son una bendición y, sí, son los mejores que podríamos tener. Ellos me enseñaron a vivir en el presente y a disfrutar el momento, y están entre los mejores embajadores que este libro y su autora podrían tener.

1. Los sesgos inconscientes están en todas partes

Te presento a Howard Roizen, un capitalista de riesgo, ex empresario y teletrabajador competente. Un estudio de caso que se enseña en muchas escuelas de negocios describe cómo se convirtió en estratega en Silicon Valley. Junto con otras personas fundó una empresa tecnológica, luego se hizo ejecutivo de Apple y más adelante se interesó en el capital de riesgo. En años recientes formó parte de los consejos de administración de varias compañías prestigiosas. Es amigo de Bill Gates y fue cercano a Steve Jobs. Tiene una de las redes de contactos más extensas de Silicon Valley.

Después de estudiar el caso, se les pidió a los estudiantes que evaluaran el desempeño de Howard. Lo consideraron sumamente competente y efectivo. También dijeron que les agradaba y que estarían dispuestos a contratarlo o trabajar con él.

Sólo que en realidad Howard no existe. Su verdadero nombre es Heidi: es una mujer. Y cuando se estudia el caso, completamente idéntico, con una mujer como protagonista, los estudiantes opinan que Heidi es tan competente y efectiva como Howard, pero esta exitosa empresaria e inversora ya no les agrada ni quieren trabajar con ella.

Mi amiga Kathleen McGinn, de la Harvard Business School, escribió el estudio de caso sobre Heidi Roizen en 2000 para destacar los pasos que da un exitoso emprendedor para crear y potenciar sus redes personales y profesionales. Pocos años después me volví a encontrar con el caso en un seminario de investigación. Dos profesores le dieron a la mitad de sus estudiantes el caso original de McGinn, que identificaba fielmente a Heidi, y a la otra mitad el mismo caso, pero sustituyendo a Heidi con “Howard”. Esto les permitió comparar los sentimientos de los estudiantes hacia una y otro.1

Desde entonces, muchas escuelas y facultades de negocios han hecho el experimento y lo han empleado como herramienta pedagógica para ayudar a que los estudiantes de sus maestrías en administración vivan el sesgo de género. Después se dan cuenta de que en sus mentes el dirigente prototípico es hombre. Heidi no actúa acorde con ni tiene el aspecto esperado para el papel: no puede ser competente y agradable a la vez. Lo que en un hombre es alabado como espíritu emprendedor, confianza en sí mismo y visión de futuro, en las mujeres se percibe como arrogancia y autopromoción.

No hay modo de que ganen las mujeres. Si se acoplan al estereotipo de la mujer que cría y cuida a otros, lo común es que caigan bien pero no que las respeten. Numerosos estudios han demostrado ya que las mujeres tienen que sacrificar algo de su capacidad para conseguir agradabilidad y viceversa. Las mujeres en terrenos estereotípicamente masculinos se topan con reacciones violentas a cada paso: cuando las contratan, cuando las indemnizan, cuando las ascienden. Los psicólogos creen que esas reacciones negativas se deben a un choque entre nuestras percepciones estereotípicas de lo que son las mujeres o cómo deberían ser (sus roles de género) y las características que consideramos necesarias para desempeñar un trabajo típicamente masculino. Si mujeres como Heidi demuestran que pueden hacer el “trabajo de un hombre”, dejan de ajustarse a nuestro modelo mental de la “mujer ideal”. Transgreden normas, y los transgresores de normas no resultan muy atractivos. Dicho de otro modo, las mujeres que transgreden las normas pagan un costo social.2

La mayoría de los estudios sobre el tema se han hecho con hombres y mujeres blancos, sobre todo en Estados Unidos. Sabemos poco de si la misma dinámica se aplica en otros países y a otras razas y orígenes étnicos. Lo que sí sabemos se basa generalmente en pequeñas muestras, pues los experimentos no se han reproducido ampliamente. Así, tenemos que interpretarlos con atención. Si bien no hay un estudio exhaustivo de si la “multa por la capacidad de acción” establecida para las mujeres blancas estadounidenses también se impone a mujeres de origen africano, asiático, hispano y a las nativas americanas. Robert Livingston y sus colegas analizaron el problema entre las estadounidenses de origen africano; descubrieron que las mujeres negras no se consideran ni mujeres prototípicas ni gente negra prototípica. ¿Disminuye eso el efecto de algunos estereotipos de género que sufren las mujeres blancas? En realidad, una serie de pruebas experimentales mostró que las mujeres negras no sufrían el mismo tipo de reacción violenta que las mujeres blancas cuando, más que expresar su interés por la comunidad, se mostraban dominantes. En contraste, a los hombres estadounidenses de origen africano que se muestran dominantes se les castigaba, pero no a los blancos. Si los hombres de origen africano son percibidos como no amenazantes, eso les beneficia. Se ha demostrado que ciertas características físicas que expresan calidez y deferencia son una ventaja para los directores generales negros, pero los mismos atributos perjudican a los directores generales blancos en Estados Unidos.

Estos descubrimientos contrastan con los modelos de “doble riesgo”, que suponen que la gente con múltiples “identidades subordinadas”, como las mujeres estadounidenses de origen africano, está expuesta a más prejuicios que quienes sólo tienen una, como los hombres estadounidenses de origen africano o las mujeres blancas. Parece ser que las identidades no sólo son aditivas, sino que se intersecan de maneras que la investigación actual está empezando a revelar. Erica Hall y sus colaboradores sugieren que el perfil de género de una persona se compone de los “géneros” de su sexo y su raza, y que debemos tomar en cuenta dicho perfil para entender mejor las percepciones de “ajuste” ocupacional teñidas por el género.3

Los estereotipos de género parecen generalizarse hasta cierto punto entre diferentes culturas. Por ejemplo, muchas sociedades distinguen entre calidez y capacidad a la hora de juzgar a los grupos sociales: los grupos de alto estatus se perciben estereotípicamente como competentes y capaces, pero faltos de calidez, y el estereotipo masculino está asociado con ese ideal cultural. La omnipresencia de estos estereotipos tiene efectos reales sobre la manera de valorar a la gente.4

Una y otra vez, el modelo que surge de los experimentos en torno a los juicios que la gente se forma sobre las mujeres que desempeñan trabajos estereotípicamente masculinos —vicepresidenta adjunta de ventas de una compañía aeronáutica, por ejemplo— es así:

cuando el desempeño es observable, las mujeres exitosas son consideradas menos agradables que los hombres;

cuando el desempeño es ambiguo, las mujeres exitosas son consideradas menos competentes que los hombres.

En el segundo caso, cuando los evaluadores no pueden medir fácilmente la calidad, rellenan los espacios en blanco con estereotipos. En un estudio reciente, Katy Milkman, Modupe Akinola y Dolly Chugh mandaron a miles de catedráticos de instituciones académicas de todo Estados Unidos un correo electrónico de un estudiante fantasma que solicitaba una reunión de diez minutos la semana siguiente para obtener mayor información sobre un programa doctoral en el que el catedrático participaba. El nombre del estudiante, sin embargo, variaba: algunos eran a todas luces nombres de hombre, otros de mujer; cada uno sonaba blanco, africano, hispano, indio o chino. Casi 70 por ciento de los catedráticos respondió y la mayoría aceptó reunirse con el estudiante. Sin embargo, era considerablemente menos probable que le respondieran a un estudiante que no fuera un hombre blanco que a uno que sí. Donde más pronunciado estaba el sesgo era en el campo de la administración de empresas, donde 87 por ciento de los hombres blancos recibió una respuesta, contra el 62 por ciento de las mujeres y los estudiantes no blancos combinados. Las características demográficas del propio catedrático por lo general no importaban: era tan probable que una mujer catedrática de origen hispano favoreciera a un estudiante de sexo masculino como que lo hicieran los hombres catedráticos blancos (la única excepción fueron los estudiantes chinos que solicitaron una reunión con un profesor chino). ¿Consideraban los profesores, de manera probablemente inconsciente, que los hombres blancos son más competentes o más merecedores de su atención?5

Otro experimento de campo es esclarecedor. Un hombre y una mujer solicitaron el puesto de gerente de laboratorio en una universidad. Aparte del sexo, eran idénticos y tenían la misma preparación. A la facultad de ciencias le pareció que el hombre era un candidato considerablemente más competente que la mujer y era más probable que lo contratara. El sesgo preexistente del profesorado contra las mujeres afectó su evaluación. En otra exploración de los sesgos de género asociados con los campos CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), unos investigadores pidieron que la gente contratara candidatos para desempeñar un trabajo específico: una tarea aritmética en la que hombres y mujeres se desempeñan igual de bien. Cuando los evaluadores no sabían nada más que el sexo de la persona, era dos veces más probable que se contratara a un hombre que a una mujer. El sesgo apenas si se veía afectado cuando se les permitía a los aspirantes que dieran información sobre sus aptitudes. De manera coincidente con otros descubrimientos, al hablar de las propias aptitudes la tendencia de los hombres era a alardear y la de las mujeres era a minimizar lo buenas que eran. Pero los evaluadores no tomaron en cuenta estos comportamientos: sólo la información sobre lo bien que les había salido a los aspirantes la tarea en una ronda anterior ayudó a reducir el sesgo. Con todo, ni siquiera con esa información precisa fue posible eliminarlo por completo.6

¿Y los hombres? ¿Qué pasaría si fueran evaluados para un trabajo no estereotípico, como vicepresidente adjunto de recursos humanos? Si bien esta pregunta se ha estudiado menos, parece que los hombres en papeles no estereotípicos sufren algunas de las mismas dinámicas basadas en prejuicios que las mujeres, con una importante excepción: su agradabilidad no se ve afectada. Los hombres que trabajan como gerentes de recursos humanos pueden ser evaluados como menos competentes, pero el hecho de que ocupen un puesto estereotípicamente femenino no los hace menos agradables. Las mujeres, pues, a diferencia de los hombres, viven un doble constreñimiento: se les percibe como agradables o competentes, pero no ambas cosas.

Los prejuicios sobre si una persona encaja o no encaja no son desdeñables. Caerle mal a la gente, además de ser algo muy desagradable, pue de perjudicar e incluso desbaratar tu carrera. Puede ser que las madres se vean aún más afectadas que las mujeres sin hijos. Muchas pruebas apuntan a que las percepciones estereotípicas sobre la calidez operan en contra de las madres en el mercado laboral. Se ha demostrado que las personas que no caen bien reciben peores calificaciones de desempeño y son consideradas menos dignas de recibir aumentos salariales o ascensos que sus colegas más agradables. Esto parece ocurrirles tanto a hombres como a mujeres. Pero si bien los colegas pueden tener muchas razones para sentir antipatía por alguien, desde la deshonestidad hasta la arrogancia, “sólo se crea una singular propensión al desagrado si tienen éxito en trabajos no tradicionales cuando se trata de mujeres, no de hombres”. Esta cita, de Madeline Heilman, una de las principales investigadoras en este campo, puede expresarse sin rodeos. Por culpa de nuestros prejuicios, nuestras reacciones hacia las mujeres exitosas suelen parecerse a nuestras reacciones hacia los hombres deshonestos: no nos simpatizan y no queremos trabajar con ellas.7

Se han realizado muchos otros experimentos de campo en los que hombres y mujeres, que por lo demás cumplen con los mismos requisitos, presentan solicitudes para los mismos empleos y una y otra vez se ha descubierto que el prejuicio influye sobre los resultados. Se trate de puestos de mesero en Estados Unidos o contadores, ingenieros o programadores en el Reino Unido, o analistas financieros en Francia, la discriminación basada en el sexo influye. Un repaso de los indicadores permite concluir que tanto hombres como mujeres tienden a sufrir discriminación en empleos que se asocian con el otro sexo y en los que la presencia de éste es predominante: se discriminaba a hombres que buscaban trabajo como secretarios y a mujeres que buscaban trabajo como ingenieras.8

Aunque las pruebas aún no son abundantes, hay algunas señales tempranas de que empezamos a ver un cambio en esta tendencia. En 2013, el estudio de Heidi/Howard se repitió en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York para un segmento del programa de televisión de CNN Anderson Cooper 360°. Los estudiantes seguían considerando que la dirigente exitosa era menos confiable que su homólogo masculino, pero ya no les simpatizaba menos que él. De hecho, decían estar más dispuestos a trabajar con ella que con el hombre exitoso. En 2015, un estudio científico que informaba sobre una inversión de esa tendencia en empleos para principiantes en el mundo académico se publicó en Proceedings of the National Academy of Sciences. En cinco experimentos sobre contrataciones —en los que el cuerpo docente evaluaba perfiles de aspirantes hipotéticos, hombres y mujeres, que solicitaban empleo como profesores adjuntos en biología, ingeniería, economía y psicología—, Wendy Williams y Stephen Ceci encontraron un sesgo considerable a favor de las mujeres en todas las disciplinas, salvo economía. ¿Estamos empezando a cosechar los frutos de todo el trabajo que se ha hecho para nivelar el campo de juego en las ciencias, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas, al menos para el nivel básico?

En el momento en que escribo este libro es demasiado pronto para saberlo. Quizás entre los docentes de las carreras de biología, ingeniería y psicología se están sobrecompensando las desigualdades del pasado en un esfuerzo por acercarse un poco más a la equidad de género a la hora de las contrataciones. Quizá los campos CTIM están poniéndose al día con otras áreas en las que hemos visto un aumento de la diversidad de género en el nivel de principiantes. No está claro por qué está pasando esto en algunos campos, pero no ocurre en el mío: la economía.9

Otra área en la que la diversidad de género en el nivel básico ha aumentado de manera drástica es el derecho. Tras analizar datos de un panel de más de 6 mil abogados empleados por uno de los mayores bufetes del mundo entre 2003 y 2011, Ina Ganguli, Ricardo Hausmann y Martina Viarengo descubrieron que igual número de abogados y abogadas entraban a los bufetes como pasantes. Sin embargo, eso no se traducía en una reducción de la brecha de género en los niveles más altos, donde sólo 23 por ciento de los socios eran mujeres. Lejos de eso, la brecha de género en el puesto de más alto rango, socio, tenía una estrecha relación con una brecha de género en los ascensos. En su libro Through the Labyrinth [A través del laberinto], Alice Eagly y Linda Carli analizan cómo los estereotipos de género constriñen el acceso de las mujeres a papeles de liderazgo. En específico, los prejuicios afectan las evaluaciones de las mujeres que compiten por los puestos más altos, o lo que comúnmente se conoce como el “efecto techo de cristal”. A diferencia del nivel básico, hasta arriba todavía no se alcanza a ver una disminución de la brecha de género.10

La investigación de Ganguli y sus colegas muestra por qué. Los abogados de su estudio trabajaban para un bufete en 33 diferentes oficinas ubicadas en 23 países en cuatro continentes. Los investigadores tuvieron acceso a una cantidad prácticamente sin precedentes de datos sobre los individuos —entre ellos salarios, bonificaciones, evaluaciones, formación, situación de empleo, trayectoria profesional y permisos—, así como sus características demográficas. Las brechas en los ascensos persistían después de tomar en cuenta todas esas variables, incluido el hecho de que hombres y mujeres se iban del bufete a un mismo ritmo. Sin embargo, el grado de las brechas en los ascensos variaba según los países, a pesar de que, al menos en teoría, el bufete se guiaba por una misma serie de políticas y prácticas. A las abogadas les resultaba más difícil ascender en la escala de puestos en los países donde el pensamiento estereotípico sobre los roles de género era más pronunciado, como la Federación Rusa, Singapur o Tailandia, basados en datos de la Encuesta Mundial de Valores y el Índice Global de Brecha de Género del Foro Económico Mundial, además de datos relativos a la brecha de género en la representación política de cada país. El campo de juego para las abogadas estaba más parejo en países como Bélgica, los Países Bajos o Suecia.11

Otro estudio analizó el sesgo de evaluación de desempeño hacia mujeres muy exitosas en una serie de contextos, como los oficiales al mando de tropas en las fuerzas armadas de Estados Unidos. Resulta que los oficiales evaluadores les daban a las mujeres subordinadas cuyas categorías salariales eran cercanas a las de ellos calificaciones de desempeño menores de las que les daban a hombres subordinados. Los autores identifican este fenómeno como “amenaza jerárquica de género”. Las subordinadas (pero no los subordinados) cuyo desempeño objetivo era bueno eran castigadas por los evaluadores (pero no por las evaluadoras) por transgredir las normas de género.12

Hagamos un balance: la brecha de género en los cargos directivos es real; su relación con la brecha de género en los ascensos es real; existe una relación entre la brecha de ascenso y el alcance de las actitudes estereotípicas. Estas dinámicas han quedado demostradas en diversos contextos y países, pero no se sabe lo suficiente como para determinar en qué medida se pueden generalizar de los blancos a todos los otros grupos demográficos. Los estereotipos sobre quiénes encajan o no en los papeles de liderazgo difícilmente se basan en pruebas y datos: sencillamente no hay suficientes mujeres en puestos directivos y es imposible hacer inferencias confiables. Es interesante observar que, cuando los empleados que en teoría prefieren a hombres como jefes se encuentran con una mujer como jefa, no les dan calificaciones más bajas, según revela una encuesta de 2011. El sesgo contra las mujeres que ocupan puestos directivos en los más altos niveles está en nuestras cabezas o, para citar uno de mis manuales favoritos sobre economía organizativa, escrito por dos economistas de Stanford, Paul Milgrom y John Roberts, “incluso si las creencias son completamente infundadas, nunca se obtienen pruebas de su falsedad porque las mujeres nunca tienen oportunidad de demostrar que esas creencias están equivocadas. Así pues, sobreviven las creencias sin fundamento y, junto con ellas, la discriminación injustificada.”13

Nuestra mente no está equipada para lidiar con lo que generalmente se conoce como el “sesgo del superviviente”. Todo el tiempo hacemos inferencias basadas en muestras sesgadas. El ejemplo arquetípico es un estudio de los bombarderos de la segunda Guerra Mundial. Con la esperanza de hacerlos más seguros, estos aviones se revisaban en busca de desperfectos tras participar en un bombardeo, pero, desde luego, no eran ésos los aviones que había que revisar: ésos eran únicamente los que habían logrado volver. Para aprender acerca de desperfectos habría sido necesario revisar todos los aviones… o, como entonces concluyó Abraham Wald, un matemático de la Universidad de Columbia, los científicos no tendrían que haber buscado agujeros de bala en los aviones que volvían: se trataba de buscar los agujeros de bala que no tenían. Eran esos “agujeros” lo que determinaba si un avión lograba volver o no.14

Esto no suena intuitivo, y desde luego no lo es. A menudo enseño en Harvard un estudio de caso sobre el sesgo muestral basado en el fatídico lanzamiento del transbordador espacial Challenger en 1986. Se les pide a los estudiantes que lleguen a una decisión estructuralmente similar a la que enfrentaron los ingenieros de la NASA, aunque en un contexto diferente, sin vidas en juego. Se les presentan las mismas observaciones sobre éxitos y fracasos pasados en los que se centraron los ingenieros y se les alienta a buscar más información. Muy pocos lo hacen. Más bien basan su decisión en una muestra sesgada. Al hacerlo, experimentan el sesgo que se ha identificado como uno de los principales errores que llevaron al lanzamiento del transbordador.15

Aunque prevalece el sesgo, es importante señalar que no todos los juicios intuitivos son automáticamente inexactos. Algunos juicios intuitivos se basan en estereotipos certeros que reflejan la verdadera distribución de características de determinado grupo. Considérese el siguiente relato, usado en un popular juego mental. Un padre y su hijo sufren un accidente automovilístico. Una ambulancia lleva al hijo al hospital y una vez en el quirófano se oye un grito entre el personal médico: “Yo no puedo operar porque este niño es mi hijo.” Para la mayoría de nosotros la primera reacción intuitiva es de cierta confusión. Luego reflexionamos y nos damos cuenta de que, desde luego, eso es perfectamente posible: la persona que iba a operar no es cirujano sino cirujana y ella es la madre del niño.

Cerca de una tercera parte de los cirujanos en Estados Unidos son mujeres, así que no es sorprendente que cuando pensamos en “cirujano” o en una persona que realizará una operación también pensemos primero en un hombre. Los economistas se refieren a esto como “discriminación estadística”. La gente basa en los promedios grupales su evaluación de las personas en lo individual. Hace esto intuitivamente, como en el ejemplo anterior. Lo hace también para ayudarse en situaciones en que no se tiene información completa sobre las características de un individuo que puedan tener repercusiones para el asunto de que se trata.

En un experimento de campo que demuestra la existencia de la discriminación estadística, unos investigadores enviaron a diferentes compradores a negociar con un vendedor el precio de un coche de segunda mano. Los vendedores ponían un precio inicial considerablemente mayor si el comprador era mujer o una persona de origen africano que si era un hombre blanco. Parece que los vendedores se aprovechaban del hecho de que, en promedio, se ha descubierto que, entre quienes compran coches, las mujeres y las personas de origen africano están menos informadas de los precios de los automóviles. Como los vendedores lo sabían, discriminaban estadísticamente a esos posibles compradores. La sombra que la discriminación estadística proyecta puede ser larga y difícil de evitar. Después de que el vendedor les daba el precio inicial, ni siquiera las mujeres y las personas de origen africano bien informadas podían cerrar la brecha y llegar al precio que el vendedor les ofrecía a los hombres blancos para negociar.16

Hay lecciones prácticas evidentes que extraer de las pruebas de que hay discriminación estadística. Es natural que yo recomiende a todos mis estudiantes, pero en especial a las mujeres y a la gente de color, que lleguen sumamente bien preparados a su cita con el vendedor de autos usados (y desde luego a cualquier negociación). No sólo deben hacer la tarea y saber cuánto vale un coche con ciertas características, sino que también deben entender cómo se compensan los años de uso con el kilometraje. Sobre todo, tienen que asegurarse de que el vendedor se dé cuenta de su conocimiento y pericia antes de que les plantee un precio inicial.

Está claro que usamos características grupales todo el tiempo a la hora de juzgar a los individuos. Estos juicios tienen consecuencias reales: no menos que las que resultan de los sesgos inconscientes. Por ejemplo, el mercado laboral castiga a las mujeres pero recompensa a los hombres por tener hijos. La “pena salarial por hijo” es un conocido hecho estadístico para las mujeres, como lo es la “prima salarial por hijo” para los hombres. Algo de esto se debe a la discriminación estadística, pues los empleados suponen que es más probable que las madres trabajen menos horas y, quizá, abandonen por completo el trabajo, en comparación con los padres. Esa valoración es exacta. En el mundo académico, por ejemplo, la gran mayoría de los profesores que solicitan el permiso por haber tenido un hijo son mujeres. Una encuesta entre profesores interinos arrojó que, de los que tenían hijos de menos de dos años, 69 por ciento de las madres y 12 por ciento de los padres elegían tomar esos permisos. Se ha descubierto que a los profesores que solicitan el permiso se les paga menos. En consecuencia, para evitar el sesgo tienden a no tomar el permiso maternal si es que tienen la opción.17

Desde luego, la discriminación estadística no se limita al género. La evaluación por perfil racial es un tema que se discute acaloradamente en Estados Unidos. Se sabe que la policía sospecha que una persona ha infringido la ley con base únicamente en su raza y origen étnico. En qué medida quiere una sociedad permitir el uso de características demográficas para prejuzgar a la gente es una decisión política e incluso moral. Como sociedad, queremos que nuestros sistemas, leyes y procedimientos organizativos reflejen nuestros valores. En consecuencia, en muchos países se considera inmoral y a menudo ilegal basar las decisiones de contratación en, por ejemplo, información que tiene el empleador sobre el grupo al que pertenece una persona. La equidad, ya sea entre hombres y mujeres, o entre gente de diferente origen racial, étnico, nacional u otro aspecto demográfico, es antes que nada una decisión moral.18

Piénsese también que gran parte de lo que la gente considera como discriminación estadística en realidad no lo es. Valorar la utilidad de un estereotipo para, digamos, formarse una opinión sobre la confiabilidad o el desempeño futuro de una persona es una tarea cognitivamente demandante. Para empezar, muchos estereotipos nunca han sido certeros y algunos han dejado de serlo con el tiempo. La mayoría de la gente sigue creyendo que las mujeres son peores para las matemáticas que los hombres. Sin embargo, los indicadores presentan muchos matices y variaciones según el país y la población. De hecho, en los últimos años, en varios países la brecha de género en matemáticas se ha invertido y en promedio las niñas han superado a los niños. Pero nunca ha sido rápido invertir los estereotipos.19

Los indicadores que arroja la investigación sobre decisiones conductuales sugieren que no actualizamos nuestros estereotipos de acuerdo con los datos de que disponemos. De hecho, cuando pensamos en un grupo, ni siquiera nos concentramos en el promedio, como indicaría la discriminación estadística, sino que recordamos los elementos más característicos. Nos vemos influidos por representantes destacados de una categoría dada. Un artículo reciente ofrece un ejemplo útil para defender este señalamiento: haz una pausa y piensa por unos momentos en la gente que vive en Florida. ¿En quiénes pensaste?

Si eres como la mayoría, fuiste presa del estereotipo de que casi todos los habitantes de Florida son ancianos. Resulta que eso no es verdad ni mucho menos. En 2013, 82 por ciento de los residentes de Florida tenía menos de 65 años: apenas un poco menos que en la población global de Estados Unidos (donde cerca de 86 por ciento eran menores de 65 años). Al mismo tiempo, es cierto que, entre las poblaciones de mayor edad en ese país, son más las que viven en Florida que en otras partes. Así, la frecuencia relativa de los ancianos habitantes de Florida es mayor que en el grupo de comparación: el resto del país. Esos estereotipos se basan en características representativas de un grupo, no en sus características promedio. Si estuviste entre la mayoría y pensaste que casi todos los habitantes de Florida son ancianos, quizá por haber traído a la memoria a un abuelo que vive en Tampa, sucumbiste a un sesgo conocido, la “heurística de la representatividad”.20

Cuando Florida te hace recordar las comunidades de jubilados y de gente de la tercera edad, tu sistema 1 tiene el mando. En su obra maestra de 2011, Pensar rápido, pensar despacio, el psicólogo Daniel Kahneman, ganador del Premio Nobel de Economía en 2002, nos ayuda a entender cómo funciona esto. El autor le presenta al lector dos modos de pensamiento: el sistema 1 y el sistema 2, una distinción que en psicología se usa a menudo. Nuestro intuitivo sistema 1 opera de forma automática, sin mayor esfuerzo o control. Valora rápidamente la información. Algunos dirían que hace juicios precipitados y emplea una serie de mecanismos para lidiar con la complejidad de la vida. Usa la heurística, o sea algunas “reglas de oro”, para interpretar el mundo y se basa en categorías representadas por arquetipos. En contraste, el deliberativo sistema 2 se basa en el razonamiento consciente, requiere esfuerzo y es controlado. Es más lento que el sistema 1 y puede hacer análisis abstractos y pensar con base en reglas. Cuando pensamos en enfermeras, docentes e ingenieros, el sistema 1 ofrece una representación de un miembro de dicha categoría que puede considerarse “normal” o “típico”. Usamos un estereotipo cuando juzgamos a otros. El sistema 1 se satisface con lo que observa en el momento, un proceso que Kahneman llama WYSIATI (por “What You See Is All There Is” [Lo que ves es todo lo que hay]). El sistema 1 tiene necesidad de coherencia interna y confirmación de creencias previas, y por eso le resulta difícil actualizarse e incorporar nueva información.

Gran parte de la obra de la psicóloga Susan Fiske se ha dedicado a comprender mejor cómo funciona exactamente este proceso. Junto con sus colegas, ha creado un “modelo continuo de formación de impresiones”, un marco que nos ayuda a entender cómo hacemos esa operación mental con la que valoramos a la gente. La mayoría de nosotros nos formamos nuestras primeras impresiones basándonos en categorías sociales, como el sexo, la raza, la edad o la clase social. Luego trabajamos para confirmar nuestras valoraciones iniciales basadas en esas categorías y a veces recategorizamos si la información disponible ya no encaja. Finamente, si hace falta, integramos los atributos individuales de una persona. Fiske sostiene que “la categorización social es una consecuencia necesaria, aunque desafortunada, de nuestra composición cognitiva”. Unir gente con categorías sociales existentes nos ayuda a comprender el mundo de forma rápida, midiendo y clasificando personas con base en nuestra experiencia. Dicho brevemente, estamos economizando nuestro esfuerzo cognitivo.

Las características que se manifiestan en la apariencia física tienden a predominar por encima de las señales no visuales. El color de tu piel y el corte de tu cabello, por ejemplo, importan más que tu acento. Entre varias señales visuales, la que sobresale por el ambiente que la rodea es en la que más probablemente se fundará una impresión basada en las categorías. La solitaria directora en una reunión de empresarios y el único maestro de primaria destacan, y entonces con más rapidez los colocamos en alguna categoría. Pero no necesitamos características físicas notorias o valores atípicos en su entorno para convencernos de que alguien pertenece a una categoría particular. Incluso cuando arbitrariamente se le asigna a la gente (o a objetos, si se quiere) etiquetas aleatorias (algunas personas iban en el grupo “morado” y otras en el grupo “naranja”), los observadores empiezan a ver similitudes entre los individuos del grupo “morado” y entre los del grupo “naranja”; también observan diferencias entre los integrantes del “morado” y los del “naranja”. En el caso más extremo, hay quien percibe a algunas personas como similares a ella y a los miembros de su mismo grupo, mientras que a otras personas las percibe como integrantes de otro grupo, y trata a cada uno en consecuencia, asignando más recompensas a los de su propio grupo.

Es deprimente, pero desaprender es básicamente imposible. Una vez que se ha hecho una evaluación basada en categorías, la información nueva que llegue a partir de ese momento se interpreta de una manera sesgada y favorece la congruencia con la impresión inicial, proceso conocido como “categorización confirmatoria”. Mi colega Mike Norton, de la Harvard Business School, y otros investigadores muestran en una serie de experimentos con cuánta creatividad nuestra mente acomete estas categorizaciones. Se le pidió a un grupo de personas que evaluara a aspirantes a un empleo estereotípicamente masculino en una compañía constructora. Se les informó que era importante para el puesto tener experiencia en la industria y formación académica. Entre los principales aspirantes, uno tenía más experiencia y otro más formación. Dado que era un puesto estereotípicamente masculino, los evaluadores preferían por lo general a hombres. Es más, justificaban sus decisiones, basadas en categorías sociales sesgadas, usando de forma selectiva la información sobre la experiencia y la formación: cuando el hombre tenía más experiencia pero una menor formación que la mujer, decían que valoraban la experiencia por arriba de la formación; cuando el hombre tenía mayor formación y menos experiencia, argumentaban la importancia relativa de la formación. Justificaciones ex post facto parecidas se han manifestado también ante diferencias raciales.21

Una respuesta típica a datos como éstos es concluir que a uno mismo no le pasa eso. Claro que los participantes de estos estudios manifestaron esos sesgos y cayeron presa de la categorización confirmatoria pero, así como la mayoría de nosotros estamos seguros de ser mejores conductores que el promedio, muchos de nosotros imaginamos que saldríamos mejor en el experimento. A eso digo: echa un ojo a la figura 3. Por favor di en voz alta de qué color es cada palabra. Mide cuánto tiempo te toma pronunciar la lista entera.

Ahora di en voz alta el color de las palabras de la figura 4.

Habrás notado, sin duda, que es mucho más difícil la segunda lista. Cuando el nombre del color no concuerda con el color de las letras, el cerebro se tropieza. El efecto es aún más pronunciado con rojo, azul, verde, etc. Tu mente no puede evitar leer primero la palabra; luego automáticamente determina el significado semántico de lo que ve: cuando lees negro, piensas en negro. Es tu sistema 1 en acción, y funciona muy bien en el primer ejemplo. Sin embargo, en el segundo ejemplo tu sistema 2 ha venido a ayudar al sistema 1 para separar las letras de los colores. No es una tarea muy demandante cognitivamente que digamos, pero hacer asociaciones inusuales sí toma un poco más de tiempo que las asociaciones congruentes. Cuando la palabra es gris, debería verse gris. Cuando no es así, nuestra mente tiene que ponerse a trabajar un poco.

Siempre que doy clases sobre el sesgo uso esta ilustración, la prueba de Stroop, con más colores que los que permite la impresión de este libro, y disfruto contándole al público que cuando mi hijo tenía cuatro años no tenía problema para ganarle a cualquiera en esa tarea. La explicación es simple: él conocía los colores pero no sabía leer. ¡Ay!, si tan sólo pudiéramos dejar en manos de criaturas de cuatro años la tarea de erradicar los prejuicios de la faz de la tierra…

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FIGURA 3. Adaptación del test de Stroop hecha por el Women and Public Policy Program (parte 1).

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FIGURA 4. Adaptación del test de Stroop hecha por el Women and Public Policy Program (parte 2)