Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis

Victor Hugo


Publicado: 1862
Categoría(s): Ficción, Novela

Parte 1
Algunas páginas de historia

Capítulo 1 Bien cortado y mal cosido

1831 y 1832, los dos años que siguieron inmediatamente a la Revolución de Julio, son uno de los momentos más particulares y más sorprendentes de la historia. Tienen toda la grandeza revolucionaria. Las masas sociales, que son los cimientos de la civilización, el grupo sólido de los intereses seculares de la antigua formación francesa, aparecen y desaparecen a cada instante a través de las nubes tempestuosas de los sistemas, de las pasiones y de las teorías. Estas apariciones y desapariciones han sido llamadas la resistencia y el movimiento. A intervalos se ve relucir la verdad, que es el día del alma humana.

La Restauración[1] había sido una de esas fases intermedias difíciles de definir. Así como los hombres cansados exigen reposo, los hechos consumados exigen garantías. Es lo que Francia exigió a los Borbones después del Imperio.

Pero la familia predestinada que regresó a Francia a la caída de Napoleón tuvo la simplicidad fatal de creer que era ella la que daba, y que lo que daba lo podía recuperar; que la casa de los Borbones poseía el derecho divino, que Francia no poseía nada.

Creyó que tenía fuerza, porque el Imperio había desaparecido delante de ella; no vio que estaba también ella en la misma mano que había hecho desaparecer a Napoleón. La casa de los Borbones era para Francia el nudo ilustre y sangriento de su historia, pero no era el elemento principal de su destino. Cuando la Restauración pensó que su hora había llegado, y se supuso vencedora de Napoleón, negó a la nación lo que la hacía nación y al ciudadano lo que lo hacía ciudadano.

Este es el fondo de aquellos famosos decretos llamados las Ordenanzas de Julio.

La Restauración cayó, y cayó justamente, aunque no fue hostil al progreso y en su época se hicieron grandes obras y la nación se acostumbró a la discusión tranquila y a la grandeza de la paz.

La Revolución de Julio es el triunfo del derecho que derroca al hecho. El derecho que triunfa sin ninguna necesidad de violencia. El derecho que es justo y verdadero. Esta lucha entre el derecho y el hecho dura desde los orígenes de las sociedades. Terminar este duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho y el hecho en el derecho, es el trabajo de los sabios. Pero ése es el trabajo de los sabios, y otro el de los hábiles.

La revolución de 1830 fue rápidamente detenida, destrozada por los hábiles, o sea los mediocres. La revolución de 1830 es una revolución detenida a mitad de camino, a mitad de progreso. ¿Quién detiene la revolución? La burguesía. ¿Por qué? Porque la burguesía es el interés que ha llegado a su satisfacción; ya no quiere más, sólo conservarlo. En 1830 la burguesía necesitaba un hombre que expresara sus ideas. Este hombre fue Luis Felipe de Orleáns.

En los momentos en que nuestro relato va a entrar en la espesura de una de las nubes trágicas que cubren el comienzo del reinado de Luis Felipe, es necesario conocer un poco a este rey. Ante todo, Luis Felipe era un hombre bueno. Tan digno de aprecio como su padre, Felipe-Igualdad, lo fue de censura. Luis Felipe era sobrio, sereno, pacífico, sufrido; buen esposo, buen padre, buen príncipe. Recibió la autoridad real sin violencia, sin acción directa de su parte, como una consecuencia de un viraje de la revolución, indudablemente muy diferente del objetivo real de ésta, pero en el cual el duque de Orleans no tuvo ninguna iniciativa personal.

Sin embargo, el gobierno de 1830 principió en seguida una vida muy dura; nació ayer y tuvo que combatir hoy. Apenas instalado, sentía ya por todas partes vagos movimientos contra el sistema, tan recientemente armado y tan poco sólido. La resistencia nació al día siguiente; quizá había nacido ya la víspera. Cada mes creció la hostilidad, y pasó de sorda a patente.

En lo exterior, 1830 no siendo ya revolución y haciéndose monarquía, se veía obligado a seguir el paso de Europa. Debía, pues, conservar la paz, lo que aumentaba la complicación. Una armonía deseada por necesidad pero sin base es muchas veces más onerosa que una guerra.

Mientras tanto al interior, pauperismo, proletariado, salario, educación, penalidad, prostitución, situación de la mujer, consumo, riqueza, repartición, cambio, derecho al capital, derecho al trabajo; todas estas cuestiones se multiplicaban por encima de la sociedad, con todo su terrible peso.

Luis Felipe sentía bajo sus pies una descomposición amenazante.

A la fermentación política respondía una fermentación filosófica. Los pensadores meditaban; removían las cuestiones sociales pacífica pero profundamente. Dejaban a los partidos políticos la cuestión de los derechos, y trataban de la cuestión de la felicidad. Se proponían extraer de la sociedad el bienestar del hombre.

Tenebrosas nubes cubrían el horizonte. Una sombra extraña se extendía poco a poco sobre los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas.

Apenas habían pasado veinte meses desde la Revolución de Julio y el año 1832 comenzaba con aspecto de inminente amenaza. La miseria del pueblo, los trabajadores sin pan, la enfermedad política y la enfermedad social, se declararon a la vez en las dos capitales del reino: la guerra civil en París, en Lyón la guerra servil. Las conspiraciones, las conjuras, los levantamientos, el cólera, añadían al oscuro rumor de las ideas el sombrío tumulto de los acontecimientos.

Capítulo 2 Enjolras y sus tenientes

El Faubourg Saint-Antoine caracterizaba esta situación más que ningún otro barrio. Allí era donde se sentía más el dolor.

Aquel antiguo barrio, poblado como un hormiguero, laborioso, animado y furibundo como una colmena, se estremecía esperando y deseando la conmoción. Allí se sentían más que en otra parte la reacción de las crisis comerciales. En tiempo de revolución, la miseria es a la vez causa y efecto. Siempre que flotan en el horizonte resplandores impulsados por el viento de los sucesos, se piensa en este barrio y en la temible fatalidad que ha colocado a las puertas de París aquel polvorín de padecimientos y de ideas.

En este barrio y en esta época, Enjolras, previendo los sucesos posibles, hizo una especie de recuento misterioso. Estaban todos en conciliábulo en el Café Musain.

- Conviene saber dónde estamos y con quiénes se puede contar -dijo-. Si se quiere combatientes, hay que hacerlos. Contemos, pues, el rebaño. ¿Cuántos somos? Courfeyrac, tú verás a los politécnicos. Feuilly, tú a los de la Glacière. Combeferre me prometió ir a Picpus, allí hay un hormiguero excelente. Bahorel visitará la Estrapade. Prouvaire, los albañiles se entibian, tú nos traerás noticias. Jolly tomará el pulso a la Escuela de Medicina. Laigle se dará una vuelta por el Palacio de justicia. Yo me encargo de la Cougourde. Pero falta algo muy importante, el Maine; allí hay marmolistas, pintores y escultores; son entusiastas pero desde hace un tiempo se han enfriado. Hay que ir a hablarles, hay que soplar en aquellas cenizas. Había pensado en ese distraído amigo nuestro, Marius, que es bueno, pero ya no viene. No tengo a nadie para el Maine.

- ¿Y yo? -dijo Grantaire.

- ¡Tú, adoctrinar republicanos, tú que no crees en nada!

- Creo en ti.

- ¿Serás capaz de ir al Maine?

- Soy capaz de todo.

- ¿Y qué les dirás?

- Les hablaré de Robespierre, de Danton, de los principios.

- ¡Tú!

- Yo. Lo que pasa es que a mí no se me hace justicia. Conozco el Contrato Social; sé de memoria la Constitución del año Dos: "La libertad del ciudadano concluye donde empieza la libertad de otro ciudadano". ¿Me crees idiota?

- Grantaire -dijo Enjolras, después de pensar algunos segundos-, acepto probarte. Irás al Maine.

Grantaire vivía cerca del café. Salió y volvió a los cinco minutos. Había ido a ponerse un chaleco a lo Robespierre.

- Rojo -dijo al entrar-. Ten confianza en mí, Enjolras.

Unos minutos después la sala interior del Café Musain quedaba desierta. Todos los amigos del ABC habían ido a cumplir su misión.

 

Parte 2
Eponina

Capítulo 1 El campo de la Alondra

Marius había asistido al inesperado desenlace de la emboscada que él mismo relatara a Javert; pero, apenas abandonó éste la casa llevando a sus presos en tres coches de alquiler, salió también él. No eran más que las nueve de la noche, y se fue a dormir a casa de Courfeyrac, que vivía ahora en la calle de la Verrerie, "por razones políticas", pues en esos tiempos la insurrección se instalaba tranquilamente en aquel barrio.

- Vengo a alojar contigo -dijo Marius.

Courfeyrac sacó un colchón de su cama, que tenía dos, lo tendió en el suelo y dijo:

- Aquí tienes.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, Marius volvió al caserón Gorbeau, pagó el alquiler, hizo cargar en un carretón de mano sus libros, la cama, la mesa, la cómoda y sus dos sillas, y se fue sin dejar las señas de su nueva casa.

Pasó un mes y después otro. Marius seguía en casa de Courfeyrac. Supo por un pasante de abogado, visitante habitual de la Sala de los Pasos Perdidos, que Thenardier estaba incomunicado, y daba todos los lunes al alcaide de la cárcel cinco francos para el preso.

Marius, no teniendo ya dinero, pedía los cinco francos a Courfeyrac; era la primera vez en su vida que pedía prestado. Estos cinco francos periódicos eran un doble enigma: para Courfeyrac que los daba, y para Thenardier que los recibía.

- ¿Para quién pueden ser? -pensaba Courfeyrac.

- ¿De dónde diablos puede venir esto? -se preguntaba Thenardier.

Marius estaba desconsolado. Había vuelto a ver por un momento a la joven a quien amaba, pero un soplo se la había arrebatado. No sabía ni su nombre; seguramente no era Ursula y la Alondra era un apodo. ¿Y qué pensar del viejo? ¿Se ocultaba, en efecto, de la policía?

Todo se había desvanecido, excepto el amor.

Para colmo volvía a visitarlo la miseria; sentía ya su soplo helado. Y es que desde hacía algún tiempo había descuidado sus traducciones; y no hay nada más peligroso que la interrupción del trabajo, porque es una costumbre que se pierde. Costumbre fácil de perder y difícil de volver a adquirir.

Todo su pensamiento era Ella; no pensaba en otra cosa; se daba cuenta confusamente de que su traje viejo estaba inservible y que el nuevo se transformaba rápidamente en viejo.

Le quedaba una sola idea dulce: que Ella lo había amado; que su mirada se lo había dicho; que Ella no sabía su nombre, pero conocía su alma, y que tal vez en el lugar en que estaba lo amaba aún.

En sus paseos solitarios descubrió un sitio de especial belleza y, por lo tanto, poco frecuentado. Era una especie de prado verde al lado del arroyo de los Gobelinos. Un día, hablando con uno de los escasos paseantes, supo que se le llamaba el Campo de la Alondra. La Alondra era el nombre con que Marius, en las profundidades de su melancolía, había reemplazado a Ursula.

- ¡Este es su campo! -dijo en el estupor poco lógico de los enamorados-. Aquí sabré dónde vive.

Esto era absurdo, pero irresistible.

Y desde entonces fue todos los días al Campo de la Alondra.

 

Capítulo 2 Formación embrionaria de crímenes en las prisiones

El triunfo de Javert en el caserón Garbeau parecía completo, pero no lo fue.

En primer lugar, y éste era su principal problema, no detuvo al prisionero. Es probable que este personaje, que para los bandidos era captura importante, lo fuera también para la justicia.

En seguida, se le había escapado Montparnasse. Montparnasse, al llegar a la casa, se había encontrado con Eponina que estaba al acecho, y se la había llevado consigo, prefiriendo sabiamente la hija al padre. Gracias a eso estaba libre. En cuanto a Eponina, Javert la recupero más tarde y fue a acompañar a Azelma a la prisión de las Madelonnettes.

Finalmente, en el trayecto a la comisaría, se le perdió uno de los principales presos, Claquesous, y no lo volvió a encontrar. ¿Se fundió Claquesous con la bruma? ¿Tan misterioso eclipse fue en connivencia con los agentes? Javert se mostró más irritado que sorprendido.

En cuanto a Marius, Javert pensó que "ese abogadillo bobo" había tenido miedo, y olvidó hasta su nombre.

El juez de instrucción consideró de utilidad no incomunicar a uno de los hombres de Patrón-Minette, esperando que hablara. Se eligió a Brujon; lo pusieron en el patio Carlomagno, y bajo especial y discreta vigilancia.

Los ladrones no interrumpen su actividad por estar en manos de la justicia. No se preocupan por tan poco. Estar en prisión por un crimen no impide comenzar otro crimen. Brujon pasaba el día mirando como un idiota las paredes. O bien, castañeteando los dientes y diciendo que tenía fiebre. Pero se las ingenió para obtener ciertas informaciones del exterior.

Hacia la segunda quincena de febrero de 1832, un vigilante vio a este adormilado reo escribiendo un papel en su cama. Lo castigaron a un mes de calabozo, pero fue imposible encontrar el papel. Pero a la mañana siguiente alguien lanzó un "perdigón" desde el patio Carlomagno hacia la Force.

Los detenidos llaman perdigón a una pelota de miga de pan artísticamente amasada que se lanza por encima de los techos de una prisión, de patio a patio. Esta pelota cae al patio. El que la recoge la abre y encuentra dentro un mensaje para algún prisionero de esa sección. Si es otro reo quien hace el hallazgo, entrega el mensaje al destinatario; si es un guardia, entrega el mensaje a la policía.

Esta vez el perdigón llegó a su destino, a pesar de que aquel a quien se dirigía estaba incomunicado. Era nada menos que Babet, una de las cuatro cabezas de Patrón-Minette.

El perdigón contenía sólo estas palabras:

"Babet. Hay un negocio en calle Plumet. Una antigua verja que da a un jardín".

Era lo que había escrito Brujon la noche anterior.

A pesar de la minuciosa vigilancia, Babet encontró el medio de transmitir el mensaje desde la Force a la Salpétrière, a su amante que estaba allí encarcelada. Esta pasó el papel a una mujer llamada Magnon, a quien la policía tenía en su mira, pero que todavía no había sido detenida. Esta Magnon era gran amiga de los Thenardier; ella podía, por tanto, servir de puente visitando a Eponina en las Madelonnettes. Sucedió que en esos mismos momentos Eponina y Azelma quedaban en libertad por falta de pruebas en su contra.

Cuando salió Eponina, Magnon, que la esperaba en la puerta, le entregó el mensaje de Brujon a Babet y le encargó que investigara el negocio.

Eponina fue a la calle Plumet, encontró la verja y el jardín, observó la casa, espió, acechó, y unos días después le llevó a Magnon un bizcocho que ésta entregó a la amante de Babet en la Salpétrière. Bizcocho, en el tenebroso lenguaje de la prisión, significa: "Nada que hacer".

De modo que una semana después, cuando Babet y Brujon se cruzaban en el camino de ronda de la Force, uno hacia la instrucción y el otro regresando, Brujon preguntó:

- ¿Y? ¿La calle Plumet?

- Bizcocho -respondió Babet.

Así abortó este feto de crimen concebido por Brujon en la Force. Sin embargo, este aborto tuvo consecuencias totalmente diferentes a las planeadas, como ya se verá. A menudo, cuando se intenta anudar un hilo, se anuda otro.

 

Capítulo 3 Aparición al señor Mabeuf

Mientras Marius descendía lentamente por esos lúgubres escalones que conducen a los lugares sin luz, el señor Mabeuf los bajaba de otra manera.

Al anciano todas las opiniones políticas le eran indiferentes, y las aprobaba todas para que lo dejaran tranquilo. Su postura política era la de amar apasionadamente las plantas, pero sobre todo amar los libros. Tenía como todo el mundo su terminación en -ista, sin la cual nadie habría podido vivir en esa época, pero no era ni realista, ni bonapartista, ni anarquista; él era coleccionista de libros antiguos. Uniendo sus dos pasiones, había publicado un libro, La flora en los alrededores de Cauteretz.

Vivía solo con una vieja ama de llaves, a quien llamaba, sin que ella comprendiera por qué, la señora Plutarco.