Es casi un clásico decir que escribir los agradecimientos es más difícil que la propia historia. Y puedo confirmar que es verdad y, además, se suele llorar mucho. Al menos si eres una ñoña en toda regla, como yo. Gracias es una palabra demasiado pequeña para definir lo que os debo, pero… ahí va:

A mi él. Mi estrella del norte. Mi centro y guía. Mi amor eterno. Por tu imprescindible apoyo. Por tu infinita paciencia. Por creer más en mí que yo y obligarme a mirar a través de tus ojos. Por quererme. Por dejar que te quiera. Por regalarme a mini él. Por ser mi refugio, mi abrigo, mi familia y mi hogar. Por tanto… Por todo.

A mi niño. El más bonito. Por enseñarme que los besos curan, que los abrazos pueden al miedo y que la imaginación es un cofre del tesoro lleno de sueños. Que la vida te devuelva la sonrisa que nos regalas cada día, mi vida.

A mamá. Mi roca. Siempre dispuesta, siempre valiente, siempre con nosotros. Te fuiste muy pronto, demasiado pronto, y sigo sin saber qué hacer con este vacío. Te sueño, te pienso, te llevo conmigo…, pero te echo tanto de menos que el resto ya no puede brillar igual. Necesito compartirlo contigo. Me haces falta. Y te quiero. Muchísimo.

A Petri y Agustín. Por traer al mundo a un hijo tan guapo. Por el respeto y el apoyo. Por los consejos, la ilusión y la ausencia de juicios. Por todo el cariño. Por acogerme y sostenerme. Por ser mi familia.

A mi abuelo Joaquín. Por enseñarme a ser fuerte, a no quejarme, a ser todo lo grande que quiera, siendo solo un perdigón. Por querer tanto a mi abuela Juana. Por vuestro ejemplo, yo sigo creyendo en el amor eterno.

A mi tía Isabel. En ese cielo en el que tú crees, te han puesto ya una mansión a tu nombre. Tiene jacuzzi, sala de masajes, televisión por cable y wifi y todos los días se comerán canelones. Es lo normal entre la clase vip. La que tú solita te has ganado con tu dedicación y tu infatigable sonrisa. Eso sí, no te esperan hasta dentro de muchísimos años, así que te toca seguir comprando el cupón. Brindaremos con pasteles si cae el reintegro. A mí, con tenerte cerca, ya me ha tocado el premio gordo.

A los Sancho. Me siento afortunada por llevar vuestro apellido, de segundas por nacimiento y el único por vocación. Que forméis parte de mis raíces me hace más fuerte. Gracias por todo el apoyo y por querer acompañarme.

A la familia García-Fernández. Por ser parte de la mía, por derecho y de corazón. Por ser una piña y transmitir ese apego a los que tenemos la suerte de teneros cerca.

A Sergio. Mi hermano. Eres muy puto, con perdón de los putos, y sin embargo te quiero; por condena y porque sí. No sé dónde tengo la mano izquierda, pero aquí estoy, intentando hacer un sendero a través del rastrojo. Las cicatrices de las piernas las llevaré con orgullo, son mías, pero no pienso mirar más atrás. Tú me lo has enseñado. También lo que duele la ausencia, a vomitar con estilo, a no avergonzarme, a erguirle el dedo corazón al mundo y a hacer del drama una bandera si es preciso. A vivir sin pedir perdón. A ver cuándo puedo enseñarte yo algo a ti… Aunque sea a apreciar el buen arte de Mr. Clementine. Gracias por el cameo. Larga vida a La Chingada.

A Bego. Por las charlas y las risas. Por esas manos que siempre están tendidas, dispuestas a ayudar en lo que sea. Por los planes y los sueños compartidos. Porque el día a día es mucho más bonito teniéndote cerca.

A Los Forasteros. Porque sois muy buena gente, aunque mi hígado no opine lo mismo. En especial a la familia Sánchez-Lanchas, por vuestro ejemplo de coraje, amor y fuerza. Por haceros sentir ahí. Por estarlo de verdad. Por hacer posible los imposibles. Gracias a gente como vosotros los demás podemos seguir creyendo en los sueños. El siempre amanece es vuestro.

A Natalia. Mi sis. De ti podría decir tantas cosas que al final terminó saliendo un personaje. Cuando imaginé por primera vez a Lara cruzando la puerta de la recepción apareciste, con tu sonrisa, dándole la bienvenida a la nueva, aceptándola con cariño. El subconsciente no falla. Gracias por la inspiración, por acompañarme en el vuelo, por tu confianza y tus ganas, por cada empujón, por darme alas, por tirar de mí cuando ya no podía luchar con tanto barro (no solo literario), por llorar conmigo, por reír conmigo, por estar siempre…, por cuidarme como solo una hermana puede hacerlo. Sin ti esta novela no existiría, ya lo sabes. Te debo royalties, un millón de cañas, un unicornio, una cita a tres con Jeffrey Dean Morgan (nota a. p.: ¡conseguido!) y lo que se te antoje, porque todo será poco. Eres tan grande que te lo mereces todo.

A Ángela. Porque para ser tan «peque», lo que me enseñas, jodía. De ti he aprendido que la humildad es un don. Y que cuando se junta con la bondad y la belleza interior dan como resultado un ser humano precioso también por fuera. Para female power, el tuyo. Uno discreto, pero con la fuerza suficiente como para remover conciencias. Eres valiente y navegarás lejos. Lejísimos.

A Ángela. Por ser el ángel que me cambió el dinero a tiempo y la amiga que inspiró ese trocito de la historia que escribí llorando. Me emocionas como solo puede hacerlo la gente que llega para quedarse. El brillo de ilusión con el que miras al mundo me da esperanza. Gracias por demostrarme que hay personas blancas, dispuestas, de corazón abierto. Y muchas gracias por tu sinceridad y por el cariño con el que tratas a los míos (novelita y una servidora incluidas).

A Glo. Por demostrarme que no te hace falta ver para creer. Eso es lo que has hecho tú con esta historia, has confiado en ella… porque sí, y eso llega dentro, ya te lo digo. Igual que tu manera de hablarme claro cuando ha hecho falta y tus abrazos, de esos que calan hasta los huesos, cuando más los he necesitado. Gracias por estar, que no es lo mismo que parecer.

A Davinia. La chica de la diadema brillante, como ella. Por tu ejemplo y por tu sonrisa contagiosa. Por demostrar con tus actos que esa alegría que irradias no es casual, es que te brota porque eres luz, cálida y sin censuras. «Los pulmones que respiran son los tuyos, no los de nadie más» ya es parte de otra historia. Ojalá podamos compartir millones de ellas juntas.

A María. Por tu entusiasmo y la fe que has volcado en esta historia. Y por esa inocencia que tantas sonrisas nos arranca. Guárdate el monedero y no lo saques hasta que estemos rodeadas de Cien Malos.

A Laura. Mi incondicional lectora cero y, a pesar de ello, mi amiga. Por tu tiempo. Por tus sabios consejos. Por el cariño con el que me lees. Por creer en la trilogía hasta más que yo. Te debo un cóctel en El Café de la Luz y un monumento a la paciencia en la plaza de mi pueblo.

A las hobbits. Por la escena y por el viaje. Y a Lina también, que, aunque no fue, flipó igual que el resto con Gandalf el Gris. Mi vida es mucho más entretenida desde que os conozco, lo juro. Gracias a todas por las locuras que hemos compartido. Por lo mucho que me habéis enseñado en tan poco tiempo. Por apoyar a esta historia y a esta autora novata que tiene la suerte de ser vuestra amiga.

A la familia Phoebe Romántica. A Carlos, por querer publicar a una desconocida. A Beatriz, por confiar en la historia. A Conchi, por hacerlo todo tan fácil. A Rosana, por aguantar mis preguntitas, por estar tan a mano siempre, por el ojo crítico, la implicación y esas ganas de petarlo tan contagiosas. A mis compis, por su ejemplo de sororidad. A todos, por hacerme sentir tan cómoda. Dar el salto con vosotros como red de seguridad es un privilegio.

A Ella. Porque, con la tontería, ya van cuatro. Y los cuatro por su culpa. Este incluso más que los otros. Ahora ya puedo responderle que sí cuando me pregunte si tengo una novelita. La generosidad es difícil de encontrar y ella la reparte con sacos. Si la vida le sonríe no es por suerte, es por justicia. Gracias por hacerme creer.

A vosotros. Por dedicarle a este libro vuestro tiempo, lo más valioso que tenemos. Las oportunidades son escasas en la vida y vosotros, solo con entrar en estas páginas, me estáis regalando una. Un millón de gracias.


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Primera edición: junio de 2017



Copyright © 2017 Silvia Hernández Sancho




© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-13-1

BIC: FRD



Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Diseño de e ilustración de cubierta: Calderón Studio



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Para mamá



1


Run, baby, run



Soy ingeniera biomédica, hablo tres idiomas y estaba a punto de empezar a trabajar como recepcionista en un camping. Esa era mi realidad. Tenía que asumirla. Había intentado encontrar algo mejor desde que acabé la carrera, pero los meses pasaron y la búsqueda fue inútil.

Seguir abusando de la generosidad de mis padres me daba cargo de conciencia. Tenía veintitrés años, por amor de dios, ya era hora de que me mantuviera a mí misma.

Por eso firmé el contrato, porque, pese al ínfimo sueldo, me ofrecían una residencia y un complemento de dieta. Solo tres meses, eso sí. Lo que duraba la temporada alta. Pero lo prefería a vagar por casa disimulando que hacía algo más que ir a la academia de idiomas y presentarme a entrevistas de trabajo en las que, si aceptaba el puesto, la cuenta me salía a deber.

Mi naturaleza ingenua me hizo creer que estudiando algo que me gustara, por muy difícil que fuera, podría, al menos, ganarme la vida. Que si me esforzaba, me especializaba, daba lo mejor de mí misma, al final, triunfaría. No conté con que, si no hay oportunidades, el esfuerzo no puede ser recompensado.

Estaba bastante desanimada, algo inusual en mí, pero me sentía, en cierto modo, estafada. Me veía metida en el asiento trasero del viejo Citroën de mi padre, con él al volante, mi madre a su lado charlando sin parar, camino de la sierra de Madrid, y parecía que estaba regresando a la infancia, no a las puertas de empezar una vida adulta y autosuficiente.

—¡Ese es el desvío!

—Ya lo veo, Inés. No hace falta que me lo grites al oído.

—¡Uy, que no! Si no te lo grito, te lo pasas.

—Claro, mujer, claro. ¿Qué sería de mí sin ti?

—Eso me pregunto yo cada mañana cuando no encuentras las llaves o la cartera o el maletín…

—Haya paz —dije asomando la cabeza entre los asientos—. Y ve aminorando, papá, que eso del fondo ya es el control de acceso.

—¿Cuál es la contraseña? —bromeó mi padre.

—Tienes que cantar una canción de Georgie Dann. Creo que este mes es La barbacoa.

—Genial. ¡Me la sé enterita! —chilló mi madre.

Y no dejó de canturrearla hasta que llegamos al aparcamiento.

Cuando salí del coche, mis oídos descansaron. Los graznidos de mi madre fueron sustituidos por los rumores de la sierra. Todavía era temprano y el bullicio de la gente y sus motores no apagaba el sonido de los pájaros cantarines, ni el de la brisa jugando entre las frondosas ramas de los fresnos, ni el de las chicharras saludando tímidamente al sol. Allí arriba, en la montaña, el verano no tenía prisa por llegar.

—Coñe, qué frío —dijo mi padre, frotándose las manos junto a la puerta del conductor

Mi madre cerró la del copiloto y se abrazó a sí misma.

—¿Te has acordado de coger una chaqueta?

—Sí, tranquila. He traído un par. Vosotros volved al coche. La recepción es este edificio. —Señalé una pequeña construcción de ladrillo, de planta baja, con el techo cubierto de teja castellana y una puerta en la que se leía bien claro: «Recepción»—. Cuando me instale y todo eso, te llamo al móvil.

—¿Segura? ¿No quieres que te acompañemos a tu habitación?

—No, mamá. No hace falta.

—Pero, Larita, ¿y si te pierdes? Esto es muy grande, y tú no te orientas bien. Acuérdate de la vez que te despistaste en Alcampo y tuve que ir a recogerte a la consigna.

—Mamá, tenía seis años.

—Casi siete. Y no dejaste de llorar hasta que llegamos a casa.

—Buenos días —dijo una voz masculina a mi espalda.

—Buenos días —contestamos los tres casi a coro.

Mi madre se sonrojó y bajó la mirada.

Mi padre se puso a silbar mirando las copas de los arboles con las manos a la espalda.

Y yo… Yo me di la vuelta, por pura intriga.

—Deberías taparte. Estás sudado y hace frío. Podrías constiparte —le dije.

Así. Tal cual. Como si le conociera de toda la vida.

Me oí decirle esas tres frases y luego solo el sonido de las chicharras, los pájaros, la brisa en los fresnos y la risa nasal de mi padre.

—Gracias por el consejo —dijo el intruso sonriendo.

Pero no hizo amago de cubrirse el torso con la camiseta que sujetaba en la mano.

Una marca amoratada y circular en un lateral de su cuello llamó mi atención. Una gotita la atravesó. Y luego otra. Y otra más. Se escurrían desde la base de su pelo oscuro y descendían con rapidez. Me embaucaron. Brillaban en contraste con su piel bronceada, se deslizaban sinuosas por sus clavículas, se confundían con el escaso vello de su pecho y seguían bajando… Me asusté cuando me di cuenta de que los valles habían dejado paso a ciertas elevaciones apenas contenidas en un escueto pantalón deportivo. Le estaba mirando la entrepierna descaradamente a un desconocido.

—Muy bonitos los shorts. ¿Son cómodos? —improvisé.

—Comodísimos. Te los dejo cuando quieras, Larita.

Alcé la mirada y me guiñó un ojo. Pestañeé dos veces y luego me entró la risa. A él también. Sin duda era la conversación más surrealista que había tenido con un extraño.

Se despidió y los tres observamos cómo se alejaba trotando.

Yo particularmente observé, mucho, el movimiento de su espléndido trasero al trote. Suspiré. Y recé a todos los santos para que fuera un cliente de paso. Aquel hombre era una bomba de destrucción masiva. Y yo no podía complicarme la vida. No era el plan. No debía…, por mucho que me tentara dejarme arrasar entera.



2


Volea de drive



Con mis padres haciendo el camino de regreso al barrio del Pilar, apreté con fuerza el asa de mi bolsa y entré en la recepción.

Un par de butacas marrones, una mesa baja de cristal repleta de folletos y un mostrador de madera oscura fue todo lo que encontré. Hasta que, por una puerta lateral, apareció una chica morena, menuda, con el pelo muy corto.

Good morning and welcome to our camping. Now, yours too —dijo sonriente colocándose detrás del mostrador.

Yo me quedé cortada. No esperaba que me recibieran en inglés.

—Do you understand me? —me preguntó—. Sprechen Sie Deutsch?

—Española. Soy española. De Madrid —añadí, no sé por qué.

—¿Sí? Pues qué bien lo disimulas. No conozco a muchas madrileñas rubias con los ojos verdes.

—Son marrones. A veces un poco verdes. Pero casi siempre marrones. Y me lavo el pelo con camomila desde que tengo uso de razón, por eso sigo siendo rubia. Aunque las raíces las tengo castañas. Mira.

Me ahuequé la melena y me agaché un poco para que lo viera.

—Pues te queda genial. Te da un aire neohippy muy resultón.

—Me encantaría cortármelo como tú, pero nunca me he atrevido.

—Anda, si es solo pelo, mujer. Luego crece. No pasa nada. Por cierto, soy Natalie.—Yo, Lara, encantada.

—Lo mismo digo. Y bien… —Revolvió los papeles que se acumulaban en el mostrador hasta que encontró el ratón del ordenador y, con un par de giros, activó la pantalla—. No traes tienda ni saco. ¿Has reservado un bungaló? Dime tu apellido, a ver cuál te han dado.

—No, no. Yo vengo a trabajar. Empiezo hoy. En teoría… aquí mismo, en la recepción.

—¡Ah, claro! ¡Lara! Si me lo dijo el gerente la semana pasada. Que hoy empezaba la de la ett.

—Esa soy yo.

—Pues bienvenida, mujer. —Salió de detrás del mostrador y me dio un abrazo—. Ahora aviso al de seguridad para que le eche un ojo a esto y te acompaño a nuestra chocita.

—¿Nuestra?

—Solo de las dos, afortunadamente.

Cuando llegó el relevo de Natalie, nos marchamos de recepción y anduvimos un buen trecho hacia las dependencias de los empleados. Según me explicó mi compañera, el camping estaba dividido en cuadrículas. Las más alejadas de la entrada eran la zona de acampada libre. Las más cercanas, las de las caravanas y las parcelas de larga estancia. El fondo oeste, donde empezaba a espesar el monte, lo ocupaban los bungalós y nuestras cabañas. Y, en medio, estaban las zonas deportivas, la piscina y un edificio que albergaba el supermercado, el restaurante, los clubs de ocio y la discoteca.

Mis Converse hacían crujir los guijarros del paseo que atravesaba el recinto de lado a lado, mientras Natalie me iba poniendo al día del funcionamiento del camping. A la altura de las pistas de tenis, ya casi llegando a los primeros bungalós, me advirtió de que la tranquilidad que se respiraba acabaría pronto. El curso escolar finalizaba esa misma semana y los campistas aparecerían hasta caídos del cielo.

—¡Ay! —grité—. ¡¿Pero qué ha sido eso?!

—¿Estás bien? Era una pelota de tenis. ¿Te ha dado en el ojo? —me preguntó Natalie, tratando de que apartara las manos de mi cara.

—No, no. El ojo creo que está bien. Ha sido más abajo. En todo el moflete.

—A ver…

Quité las manos despacito, palpando con cuidado. Natalie revisó mi cara con atención y luego empezó a reírse.

—¡Menuda volea tienes, McEnroe! —gritó por encima de mi hombro.

Escuché unos pasos al trote a mi espalda e intuí que era él. El de las gotitas de sudor embaucadoras y el espléndido trasero. Me giré sin pensarlo y le vi acercarse a mí con decisión… y con un polo que se le ceñía demasiado bien a los bíceps.

—¿Te he dado? —preguntó, agarrándome la cara con las dos manos.

—¡Claro que le has dado! ¿Qué has desayunado hoy, campeón?

—Joder, cuánto lo siento. Se te está hinchando. Tienes que ponerte algo frío.

—Vamos a la cafetería. Tengo las llaves —dijo Natalie.

—No hace falta —murmuré, apartando la cara.

—Sí hace falta. En nuestra choza no hay hielo. Se acabó anoche.

—Cierto —apuntó él.

 Y se dedicaron una sonrisa que me pareció cómplice.

—Venga, vamos —dijo ella—. Te ponemos hielo para que no termines como el hombre elefante y nos tomamos un cafetito, ¿vale?

Creo que no llegué ni a contestar. Mi agresor se hizo cargo de mi bolsa, mi compañera me enganchó del brazo y, cuando quise darme cuenta, tenía el trasero sobre un taburete, en la barra de la cafetería del restaurante.

Él se sentó a mi lado y se puso leer un diario deportivo del día anterior. Lo sé porque me fijé en la fecha. Estaba arriba a la derecha. A unos centímetros de sus ojos. Que se movían ávidamente por las líneas. Oscuros. Sagaces. Se entrecerraban a veces formando líneas de expresión alrededor. Otras, se abrían mucho y obligaban a sus espesas cejas a elevarse arrugando su dorada frente, que se semiescondía detrás de los mechones más rebeldes. Tenía el pelo bonito. Había que reconocérselo. Denso, brillante, cuidado. Por el tipo de corte, pensé que le interesaba la moda en la justa medida. Era actual, porque en la parte alta era algo más largo, pero convencional, porque los laterales y la nuca estaban despejados. No al cero. No. Por suerte no. Solo era corto y perfilado. Como su barba.

—¿Te gusta? —me preguntó Natalie, ofreciéndome unos cubitos de hielo cubiertos por un paño.

Dejé de comérmelo con la mirada y le di las gracias. Ella señaló las cristaleras que rodeaban todo el perímetro del restaurante. Me giré en el taburete apretando el hielo contra mi mejilla.

—Me gusta…, pero es enorme. Tiene que costar mucho trabajo tenerlo bien atendido —murmuré examinando el espacio.

El salón tenía infinidad de mesas y los techos altísimos, llenos de vigas de madera. La barra era bastante más discreta, pero conté tres cafeteras. Supuse que no estaban ahí por gusto.

—Sí, es lo que me suelen decir todas —murmuró él, pasando una página del periódico.

Yo puse los ojos en blanco y Natalie se carcajeó.

—Asier, por favor, acaba de llegar. Sé bueno por una vez en tu vida.

—Perdona, pero yo ya he sido bueno alguna que otra vez en mi vida. Y te comento, solo por informarte, que Larita y yo ya tenemos confianza. Ella se preocupa por mi salud y yo le voy a dejar mis shorts a cambio.

Natalie nos miró de forma intermitente y se encogió de hombros.

—Vosotros mismos. Eso sí, a enrollaros, a casa de este. Paso de escuchar vuestros gemidos. Luego es muy duro miraros a la cara por la mañana.

—¿Y quién ha dicho que me vaya a quedar hasta por la mañana? —preguntó él.

—Ni hasta por la mañana ni por la noche tampoco. No vamos a enrollarnos. De ninguna manera. Yo tengo novio.

—¿Y desde cuándo es eso un impedimento? —preguntó Natalie, girándose hacia las cafeteras—. ¿Cómo tomas el café, Lara?

—Soy más de Cola Cao. Y no es que sea un impedimento en sí. Es que estamos bien juntos y no arriesgaría lo que tenemos por una aventura.

—Ponle mejor una tila, que le tiemblan hasta las piernas.

—A mí no me tiembla nada.

—Perdona que te corrija, Larita. Pero cuando has dicho «estamos bien juntos» —dijo con burla— te temblaba la voz.

—Te lo habrá parecido a ti.

—Puede ser. Y también, puede ser, que hayas titubeado porque en el fondo no estáis bien juntos.

—Esa interpretación es cosa de tu pene, ¿verdad? —dijo Natalie, dejando un vaso de leche y un sobrecito de Cola Cao frente a mí; a él le puso un café solo.

—Esa interpretación es cosa de mi vasta experiencia.

—Hombre, la alemana no era muy fina, pero de ahí a llamarla basta…

Los dos rieron a carcajadas y yo me concentré en deshacer el cacao en mi vaso, tratando de no pensar en la vasta experiencia de Asier.

«Asier», repetí mentalmente. Mierda. Me gustaba hasta su nombre.

—No deberías quitarte el hielo de la cara, Larita.

—Ya, pero con una mano sola es difícil prepararse el desayuno.

—¿Quieres que te lo haga yo? ¿Te siento en mis rodillas y te lo doy a sorbitos?

Le miré con desdén. Fingido. Porque una parte de mí, oscura y morbosa, me dijo que quería que me lo hiciera. Fuerte. Sobre sus rodillas o sobre las mías. Igual daba.

—¿Vendrá a verte? —me preguntó Natalie.

—¿Mi novio? Puede que el mes que viene. Ahora está fuera del país.

—Pues ya sabes lo que dicen —comentó cerrando el periódico. Apuró el café y se puso en pie.

—¿Qué dicen de qué?

—De las relaciones a distancia.

—Relación a distancia, cuernos en abundancia —canturreó Natalie.

Resoplé y Asier puso una mano sobre mi hombro.

—No te preocupes, Larita. Si está en otro país no son cuernos, son intercambios culturales.

Se inclinó sobre la barra para dar un beso a Natalie y giró la cara hacia mí. Evité el contacto de sus labios echándome hacia atrás todo lo que pude sin caerme del taburete.

—Vaya, mi primera cobra.

—Pero no la última —le dije muy digna.

Él se carcajeó y se marchó despidiéndose con la mano.

—Ay, nena, espero que seas consciente de que acabas de provocar a Asier, el fucker.

—¿El fucker? —Me reí—. ¿Ese?

Natalie me miró con atención y sonrió.

—Lara, nunca digas de esta agua no beberé. Y mucho menos si está tan buena, es verano y hace calor.



3


Tener sed



—Entonces, ¿te estás haciendo bien al trabajo?

—Que sí. Lo tengo todo controlado. Solo llevo aquí cuatro días, pero esto es fácil. Y de momento no hay mucha gente. Hoy solo he registrado a una pareja con tienda y a una familia con caravana. Y ya son casi las tres de la tarde —dije retorciendo el cable del teléfono de recepción, y volví a mirar por la ventana que había junto a la puerta, con la vana esperanza de que apareciera algún nuevo huésped.

—Y tus compañeros, ¿qué tal? ¿Hay mucho colgado suelto? Me dijo mamá que vio a un hombre semidesnudo el primer día.

—Asier —murmuré.

—¿Tengo que sacarme el permiso de armas, hermanita?

Me reí. Mi padre y él siempre bromeaban con comprarse unas escopetas con las que recibir a mis novios. Se ve que el que solo hubiera tenido tres hasta el momento los había disuadido.

Al primero le conocían de siempre, porque era vecino del portal, y no le vieron como una amenaza, porque no lo era. Estuvimos juntos los cuatro años que duró el instituto. Fue una relación tranquila, bonita, la de las primeras veces, mejorables, claro está, pero entrañables en la memoria. Aún hoy le recuerdo con cariño. Rompimos sin dramas. Cuando yo decidí entrar en la universidad y él hacer un módulo de grado superior, empezamos a alejarnos. No le culpé por cansarse de no verme. Él no me culpó a mí por no elegirle. Me volqué demasiado en la carrera y no dejé espacio para nada más hasta el cuarto año, cuando me tocó decidir itinerario y coincidí en él con el Innombrable, el segundo de mis novios, para el que no hubiera estado mal lo de la escopeta, porque resultó ser un sinvergüenza que, básicamente, se dedicó a chulearme. En la academia de idiomas me presentaron a Ramiro, el tercero y último. Y, de momento, nada me hacía pensar que tuviera que encargar balas con su nombre. Llevábamos saliendo casi ocho meses y estábamos bien. Nos divertíamos, teníamos un sexo bastante satisfactorio y nos entendíamos. Por entonces no sabía que se pudiera pedir más a una relación.

—¿Lara? ¿Sigues ahí?

—Sí, sí, perdona. Me he despistado. ¿Qué me preguntabas?

—Ya nada, déjalo. Viene tu cuñada con el bicho en brazos.

—¡No llames bicho a mi sobrina!

—Es un bicho. Como su tía. Cuídate mucho, ¿vale? Y llámame si necesitas algo.

—Lo haré. Un besito, Tomás. Y otro enorme para la peque y para Vicky.

Colgué y, al poco, llegó Vanesa, otra de las recepcionistas. Apenas crucé un par de frases con ella, porque era… poco comunicativa. No como Elvira, la que estaba ocupando el turno de noche, que hasta se encargó de explicarme que iríamos rotando. Con el índice en alto y un tonito de superioridad bastante fuera de lugar, todo hay que decirlo.

Me entretuve hasta las cuatro de la tarde ordenando panfletos y archivando facturas. Tenía un hambre de muerte, pero preferí esperar a que terminara el turno de Natalie para no tener que comer sola.

Cuando entré en el restaurante, mi compi de cabaña ya estaba poniendo el pan en la mesa.

—¿Qué tal ha ido el servicio? —pregunté.

—Bien. Muy tranquilo.

—Ya. No ha venido casi nadie en toda la mañana.

—Recuerda estos momentos y atesóralos, pequeña. A partir del viernes, vamos a fliparlo.

—Me das miedo cada vez que me lo dices.

—Yo solo trato de prepararte. Va a ser un verano movidito.

—Decidme, por favor, que eso del verano movidito es una referencia a una incipiente relación lésbica entre vosotras —dijo Asier caminando hacia nuestra mesa.

—¿Siempre hace esas entradas? —le pregunté a Natalie.

—Sí, casi siempre.

Asier y su conjunto de tenis blanco sortearon las mesas. La fina tela del pantalón se ceñía y desceñía a cada paso, creando fotogramas donde sus fibrosos músculos eran los protagonistas. Tenía las piernas fuertes. Dos columnas muy bien esculpidas. Sí, señor. No me pareció extraño, dada su condición de profesor de tenis, pero sí prodigioso el efecto que tenía en mí la definición de sus muslos.

Al llegar a nuestra altura, se agachó para besar a Natalie, porque es chiquitita. A él le calculé algo más de metro ochenta, con bastante acierto, a partir de mi propia estatura, unos diez centímetros por debajo.

—A ti no te doy besos, que luego me haces cobras.

—Chico listo. Aprendes rápido.

—Es de las pocas cosas que hago rápido —dijo socarrón.

—Pues también tiene su encanto, no te vayas a creer —dijo Natalie—. Uno rapidito de vez en cuando…

Los dos se rieron. Y yo me volví a sentir incómoda.

Pese a haber interrogado taimadamente durante cuatro días a mi compañera, todavía no sabía si entre ellos hubo, había o habría algo. Y no debería haberme importado, pero me importaba. Y también quién era la autora del chupetón que lucía el primer día y del que ya solo quedaba un rastro amarillento. Me importaba demasiado para lo poco que tenía que importarme.

Asier se sentó en la silla más cercana y la arrimó a la mesa. Entonces me di cuenta de que estaba puesta para tres.

—¿Vas a comer con nosotras?

—Muy sagaz, Larita.

—Hay arroz a la cubana para todos. Al que no le guste, que se meta en la cocina —dijo Natalie de camino a las puertas abatibles que la separaban del salón.

—¿Sabes cocinar? —me preguntó Asier, sirviendo agua en nuestras copas.

—Algo.

—¿Haces cupcakes y quiches y esas cucadas?

—Hago paella. Con mi padre. Los domingos. A veces, nos volvemos locos y hasta preparamos ensalada. ¿Y tú? ¿Sabes hacer algo más que meterte conmigo?

—Ay, Larita, yo sé hacer muchas cosas, pero, si te las enseño, no volverías a mirar igual a ese novio que tienes.

—Eres un fanfarrón. —Me reí. Aunque cierto calor localizado a un palmo de mi ombligo me sugirió que podía tener razón—. Y deja de llamarme Larita. Me llamo Lara. L-a-r-a. Son solo cuatro letras. Seguro que serás capaz de memorizarlas.

Él apoyó el codo sobre la mesa y me miró directamente a los ojos. Aquella vez, los suyos no me resultaron tan oscuros. La luz que entraba por los ventanales me los mostraba avellana. Brillantes. Descansó la barbilla sobre la palma de una mano y sus dedos juguetearon con el pelo que nacía cerca de la comisura de sus labios. Sus labios… Pocas veces me daba permiso a mí misma para mirarlos, porque me perdía en ellos. Parecían haber sido concebidos para besar y ser besados. Jugosos. Tentadores… El inferior solía esconderse detrás de su cuidada dentadura cuando, como en ese mismo instante, su dueño daba forma a alguna idea. Perversa, con total seguridad.

—¿Cómo se llama tu novio?

—Ramiro —contesté—. Te lo dije el martes. Cuando pasaste casualmente por recepción y también me preguntaste por él.

—Ay, Larita. —Rio—. No pasé casualmente, pasé por cortesía. Para ver cómo le iba a mi nueva compañera y, ya que estaba, actualizar la agenda de las clases. Y te pregunté por tu novio —dijo , la palabra— porque, mientras yo cuadraba horarios, tú te dedicaste a hablar con él por teléfono, pero en ningún momento dijiste su nombre. Solo le llamabas «cariño» —dijo imitándome.

—Pues sí, ¿qué pasa? Somos así de empalagosos.

—¿Cuánto lleváis juntos?

—No te incumbe.

—¿Estás enamorada de él?

La pregunta me hizo fruncir el ceño. Estaba de más. Nos conocíamos desde hacía cuatro días, literalmente, y solo nos habíamos dedicado a discutir. No teníamos ese tipo de confianza. De hecho, ni siquiera mis amigas, mi hermano o mis padres me habían hecho esa pregunta. Ni yo misma me la había hecho… No supe qué contestar.

Natalie llegó cargada con tres platos y, con mucha soltura, los colocó sobre la mesa. Se sentó a mi izquierda dando un par de palmadas.

—¡A comer! —exclamó.

Asier no dejaba de mirarme a los ojos. Seguía esperando una respuesta. Yo tragué saliva y bajé la vista hasta mi plato.

—¿Qué os pasa? ¿No tenéis hambre? —preguntó Natalie con la boca llena.

Asier cogió los cubiertos y le dedicó una sonrisa un poco forzada.

Yo agarré mi copa. Tenía sed.



4


Cosquillas en el vientre



El viernes por la tarde, como bien había vaticinado Natalie, una marabunta de gente comenzó a llenar el camping. Fue por eso que me requirieron en el supermercado y me retuvieron en la caja hasta la hora de cierre. Hacer turnos dobles era habitual en temporada alta, ya me lo habían advertido cuando firmé el contrato, pero no imaginé que fuera tan jodidamente agotador.

Ayudé a bajar el cierre a Fabián, un chaval de mi edad muy majo y carnicero de profesión, y arrastré las Converse de camino a mi cabaña. Que se me antojaba lejos, lejísimos.

Aunque eran más de las nueve hacía un calor de mil demonios. Y había gente por todas partes. Y niños chillando. Y madres detrás chillando más fuerte. Hasta se escuchaba I’m an Albatraoz por los altavoces que había repartidos por el paseo. Aumenté el ritmo y la longitud de mis zancadas un poco acongojada. Aquello empezaba a parecerse demasiado al infierno.

Al pasar junto a las pistas de tenis, no pude evitar mirar al cielo. Por si me volvía a caer de él un pelotazo, como el primer día. También miré a izquierda y a derecha. Por si volvía a aparecer Asier semidesnudo, también como el primer día. Pero ninguna de las dos cosas sucedió.

Asumí que ese día no le vería ya. Y luego me regañé por tenerlo que asumir estando en una relación. Ramiro estaba lejos, pero estaba, no se me tenía que olvidar.

Iba repitiendo ese mantra, con poca efectividad, cuando me lo encontré sentado en las escaleras del pequeño porche de mi cabaña. Era la primera vez que le veía con un pantalón largo, y creo que me gustó incluso más que con los cortos. Se le veía más formal, más hombre, aunque llevara una camiseta de los Ramones, como si fuera un adolescente.

—Buenas tardes, Larita. Anima esa cara y arréglate, que te voy a sacar de paseo.

—No soy un perro, Asier, no hace falta que me saquen —dije subiendo las escaleras.

Él pegó un brinco cuando alcancé el último peldaño y entró en la cabaña detrás de mí.

—Pasa, Asier, no te cortes —bromeé—. Como si estuvieras en tu casa.

—He dedicado más tiempo a esta chocita que tú, así que, técnicamente, es más mía que tuya.

Le miré de reojo dejando mi bolso sobre la mesita baja del salón y él se acomodó en el sofá corrido de madera que ocupaba la pared derecha.

—Menos mal que lavé las sábanas el primer día —murmuré.

Me sonrió de medio lado, formó una pila de cojines y se recostó con el codo apoyado sobre ellos.

—Se puede follar en más lugares que en una cama. Lo sabes, ¿verdad?

—Algo he oído. —Sonreí.

Porque no pude evitar pensar en cómo sería subirme encima de él y comprobar si se podía.

Sus ojos se entrecerraron y me estudiaron con atención.

Me intimidó y, a la vez, me encantó su forma de mirarme. Como si quisiera leerme. Como si pudiera descifrarme. Me sentí transparente y enigmática, todo junto. Despertar su curiosidad me hizo cosquillas en el vientre.

—¿Cuánto tiempo llevas con él?

—Ya me lo preguntaste ayer.

—Y tú no me respondiste.

—¿Qué más te da? —dije despreocupada.

Me acerqué a la cocina americana que ocupaba la izquierda de la cabaña y llené un par de vasos de agua. Le ofrecí uno y bebí del mío de pie, imponiendo(me) cierta distancia desde el otro lado de la mesita.

—Gracias, generosa. —Rio mirando el agua.

—No tenemos otra cosa. Si hubiera sabido que íbamos a recibir tan ilustre visita, habría sacado el Pingus de la bodega, pero ya no nos da tiempo a que se airee.

—Soy más de cerveza que de vino, pero, para la próxima, un Pingus me va bien. También me gusta el Protos.

—Y a mí los Mustang, pero no me flipo pensando que pueda llegar a tener uno —me burlé.

—No te pega una mierda que te gusten los Mustang.

—¿Y por qué no? —pregunté ofendida.

—Porque no. Porque te pega un… —Me miró de arriba abajo—. No sé, un Mini o un Mercedes descapotable…, algo pijo.

—¿Yo, pija? —Me eché a reír—. Ya me gustaría a mí ser pija. Pero soy de familia obrera pura y dura. Si no, no estaría trabajando aquí.

—Estarías con Ramiro de vacaciones —dijo, algo más serio.

—Efectivamente. En Malta, como una reina.

Asier abrió los ojos de par en par y contuvo una carcajada.

—¿En Malta has dicho?

—Sí, ¿qué pasa?

Hizo una mueca y señaló mi habitación.

—Cámbiate deprisa. Necesitamos emborracharte antes de responder a tu pregunta.

Y, pese a que estaba reventada de cansancio, cambié mi uniforme por un vestido de tirantes, mis zapatillas por unas sandalias y me solté la coleta. Ahora que lo pienso, debería también haberme duchado, pero se ve que tenía demasiada prisa por oír esa respuesta. Y por emborracharme con Asier. Entonces no me lo reconocí, pero hoy no puedo negarlo.

Hoy sé que él me estaba despertando. Estaba marcando un antes y un después en mi vida y yo no me di ni cuenta. Solo supe que a su lado sonreía más, y me permití bajar la guardia. Sin pararme a pensar en el precio que tendrían esas sonrisas.



5


Pornografía



Anduvimos por el paseo hacia el edificio común, hablando de nada en concreto. Seguía haciendo calor. Olía mucho al cloro con el que higienizaban las piscinas a esas horas y a carbón y a barbacoa. Se oían voces y risas de fondo. La mayoría de la gente había vuelto a sus parcelas para disfrutar con más intimidad de las vacaciones. Centenares de veranos distintos separados por cuadrículas inundaban el camping de una energía optimista que tiraba de las comisuras de mis labios. Me sentía alegre. Tanto como para no querer ni disimularlo.

—Joder, qué hambre me está entrando —dijo Asier, olisqueando el aire.

—A mí también. Huele de muerte.

—¿Comes carne?

—Cuando me dejan —respondí muy chulita. Y me reí de mi propia gracia—. De verdad, ¿por quién me tomas?

—No sé. Tienes pinta de vegana o crudívora o algo así. Ese aspecto angelical tuyo confunde. Tan rubita, tan blanquita, con tus pequitas…, y luego vas por ahí comiendo carne y queriendo conducir un Mustang —dijo como si fuera una aberración.

—Y te diré más. —Me puse de puntillas y le susurré al oído—: Esta noche pienso beber como un cosaco.

Él sonrió con descaro y colocó un brazo sobre mis hombros.

—Amén, hermana. Pero primero vamos a cenar. No quiero que te me desmayes al tercer chupito.

Degustamos unos bocadillos de panceta envueltos en papel de aluminio, todo glamur, en la terraza del restaurante, con dos jarras enormes de cerveza. Porque teníamos que calentar, alegó Asier.

Me preguntó por mi oficio y no se sorprendió cuando le dije que era ingeniera biomédica. Me gustó que no se sorprendiera. Todo el mundo lo hacía. Algunos incluso añadían: «Te pega más bellas artes». Y yo, que tenía de artista lo mismo que de mujer de mundo, me indignaba. No entendía cómo no podían ver que las ciencias eran lo mío. Los retos. Lo difícil. No lo creativo, por desgracia.

No me atreví a preguntarle por su profesión. Por entonces había dado por sentado que o bien era un vividor, que disfrutaba dando clases de tenis a jovencitas, o era una vieja gloria venida a menos por alguna lesión deportiva. Cualquiera de las dos opciones me parecía deprimente. Y no quise entristecer la cena.

Se nos hizo de noche hablando de pornografía. La culpa la tuvo Love me like you do, una canción muy pegadiza, que sonó varias veces por los altavoces de la terraza, y tema central de la adaptación cinematográfica de Cincuenta sombras de Grey. Terminé confesando que había ido a verla.

—¿Con Ramiro?

—¡No! —Me reí—. Fui con mis amigas.

Él se carcajeó.

—Vamos a ver, ¿te parece normal ir con tus amigas a ver una peli erótica y no con tu novio?

—Me parece normal las dos cosas. —Me encogí de hombros e hice una pelotita con los restos del envoltorio de mi bocadillo.

—De eso nada. No seas mentirosa. Si te pareciera normal, no habrías chillado «¡No!» —dijo dando un saltito—. Ni mucho menos te habrías puesto colorada.

—Yo no me he puesto colorada.

—Sigues colorada.

—Pues será la cerveza. O la panceta. ¡O que me sacas de quicio!

—O que te da vergüenza reconocer que no ves porno con tu novio.

—¡Claro que no veo porno con Ramiro!

—¿Ves? «¡Claro que no veo porno con Ramiro!» —me imitó—. ¿Qué tiene de malo, mujer? Propónselo. Seguro que lo está deseando.

—Que tú estés enfermo no quiere decir que el resto de los hombres también lo estén. —Levantó una ceja—. Bueno, al menos los que son como Ramiro. Él es más formal, respetuoso…

—¿Te parece irrespetuoso ver porno con tu pareja?

—Ay, me estás liando, Asier. —Resoplé—. No me lo parece, pero nosotros no lo hacemos y punto.

—¿Te lo has planteado alguna vez?

No contesté. Apreté un labio contra el otro y me crucé de brazos. Asier me miró. Arrastró su silla de plástico por las losetas de la terraza hasta casi pegarse a mí y me pidió que cerrara los ojos.

—Como me des un beso, te arreo un guantazo —le advertí.

—No seas arisca y ciérralos —dijo en voz baja.

Y mis ojos se cerraron de golpe.

Acercó su boca a mi oído. Su respiración calmada me tranquilizó y dejé de apretar las manos contra mis axilas. Su voz susurrante empezó a envolverme. Su aliento acarició mi piel. Sus palabras calentaron una parte de mí que no sabía que estaba helada.

—Imagina esto, ¿vale? Imagina… que estás en el sofá de tu casa. Relajada. Sin nada que hacer. Nada que estudiar. Estás a gusto. Vestida de algodón. Muy cómoda. Tienes el mando a distancia en tu mano derecha y pasas de un canal a otro buscando con qué entretenerte. Es de noche. En la calle hace un bochorno horrible, pero tú estás mecida por la brisa del aire acondicionado. Cuando pasa fresco por tus piernas desnudas, sientes pequeños escalofríos que tensan tu piel y erizan el vello de tu nuca. Él se da cuenta cuando se sienta a tu lado y levanta su brazo izquierdo para acomodarte en su pecho. Agradeces su calor, mimosa, rozándole con las piernas hasta enredarlas con las suyas. Te sonríe al coger el mando de tu mano. Le encanta verte medio vestida, despeinada, despreocupada. Cambia un par de veces más de canal, hasta que se escucha un gemido estridente que os hace reír. En la pantalla se ve a una mujer de rodillas, siendo penetrada por detrás por un joven que derrocha energía. Tiene su melena enredada en un puño. Ella le exige más, entre gemido y gemido, mientras masturba a su otro amante. Los sonidos se amortiguan cuando le recibe en su boca. Tu cuerpo se revuelve y él busca tu mirada, pero se le desvía hacia tu pecho. Tus pezones le provocan insinuándose bajo el fino algodón. Su erección crece. Y los gemidos vuelven a llenar el salón, donde el aire acondicionado no parece que enfríe tanto como hace solo unos minutos. La mujer de la pantalla cabalga ahora al joven y se prepara para recibir al que espera paciente tras ella. Tus caderas se adelantan por imitación y su muslo se pierde entre los tuyos. Empiezas a sentir la humedad. Y su mano recorriendo toda tu espalda, buscando el final de tu camiseta, el inicio de tus braguitas. Sus dedos se aventuran acariciando tus nalgas y te hacen temblar. Tu reacción os apremia. Y tu sexo palpita al notar cómo se internan en el vértice de tus piernas, entre tus suaves pliegues… Estás jadeando, Lara.



6


La mordidita



Abrí los ojos de golpe al oír mi nombre. Lara. No Larita. Solo Lara. En su voz mi nombre tomó otra dimensión, otra connotación, se hizo más grande. Y quise morirme cuando me di cuenta de las dos palabras que lo habían precedido. «Estás jadeando». Era verdad. Le había dejado susurrarme al oído palabras como pezones, masturbar, erección o sexo y, en vez de darle un guantazo, me había excitado. Estaba jadeando.

Lo que más me asustó es que, durante su narración, él era él. Asier. No Ramiro. Ramiro estaba cada vez más lejos. Me sentí como una traidora. Una golfa. Sucia.

Él se apartó un poco y apuró su cerveza. Me dio la sensación de que le costaba tragar. Apoyó la jarra contra la mesa y me miró a los ojos.

—¿Me vas a decir ahora qué tiene de irrespetuoso algo como lo que te he contado?

—¿Algo así? ¿En mi casa? —Me reí, tratando de disolver la mancha que se estaba formando en mi conciencia—. Todo. Sería irrespetuoso del todo. Lo que más, que, con toda probabilidad, en la escena estarían también mis padres. Sentados en el sofá contiguo, a la espera de que les dejáramos la tele libre.

Él soltó un par de carcajadas y luego sonrió de medio lado.

—¿Dejáramos?

—Mi pareja y yo, claro. No tú —añadí, para mí misma sobre todo.

—No, yo no, mujer. No sea que te vaya a llevar por el mal camino… ¿Vives con tus padres?

Asentí con la cabeza y me levanté. Él también lo hizo y le pegó un grito a un tal Eugenio para que le apuntara la cena en su cuenta. Yo me apunté mentalmente devolverle el gesto a base de copas mientras caminábamos hacia la discoteca.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.

—Veintitrés. ¿Y tú?

—¿Cuántos me echas?

—Hum… —murmuré, aprovechando para pegarle un repaso—. Unos treinta.

—Joder, pequeña, no sé si seré capaz. ¿Tienen que ser todos en la misma noche?

Me reí y le empujé con el hombro. Esa pose de fantasma me hacía gracia. Igual demasiada. Pero eso no lo pensé entonces.

—¿He acertado o no?

—Casi…, pero no. Cumplo veintiocho en agosto.

—Vaya, un leo.

—Y del Atleti.

Cruzamos el parque, sorteando a varios grupos de adolescentes, o no tanto, que hacían botellón, y llegamos al otro extremo del edificio polivalente. Un anexo de planta rectangular con más pinta de nave industrial que de sala de fiestas.

La entrada estaba abarrotada. La ley antitabaco no tenía en cuenta la contaminación sonora. Ni los cuellos de botella peligrosísimos en zonas destinadas para el acceso y posible evacuación. Ni que por su culpa te vieras obligada a fumar el equivalente a media cajetilla solo por intentar entrar en un local.

Asier tomó las riendas de la situación, y mi mano, a mitad del pasillo que formaba el gentío. Recibió muchos saluditos y caiditas de pestañas a su paso de algunas de sus alumnas y sus amiguitas, y consiguió que entráramos enteros en el local, que estaba casi vacío.

Encontramos a Natalie detrás de la barra. Hablaba animadamente con un pelirrojo bastante mono, que se daba un aire al príncipe Harry de Inglaterra. Sirvió dos chupitos y brindó con él. Luego se dieron un beso de tornillo vitoreado por la escasa concurrencia y se despidieron.

—Anda, no sabía que tenías ligue —le dije sentándome en un taburete.

Asier arrastró otro a mi derecha hasta casi pegarlo a mi lado. Estuve a punto de mencionárselo, pero me dije a mí misma que lo había hecho para no hablar a gritos por la música. Entonces se me daba muy bien eso del autoengaño.

—Yo tampoco lo sabía —me dijo Natalie—. Ha llegado esta tarde.

—¿Nuevo récord? —le preguntó Asier.

—Te lo digo mañana —dijo mirando al fondo del local, donde el muchacho apuraba su copa.

—¿Me tengo que buscar sitio donde dormir, o unos tapones? —pregunté.

—En mi choza siempre hay sitio para veinteañeras.

—Y para treintañeras, y para…

—Y para —ordenó él, señalándola con el índice—. Y ponnos unas copas. Para mí lo de siempre y para la señorita… —Me miró—. ¿Un Malibú con piña?

Resoplé y pedí un ron blanco con limón. Aunque en realidad me apetecía un Malibú con piña. Era lo que solía beber. Debió molestarme que Asier me leyera tan libremente, y me dio por hacerme la dura. Y por tirar la mitad del contenido de las copas cada vez que iba al baño. Él marcaba un ritmo que era imposible seguir. Bebiendo y bailando. Y lo jodidamente increíble es que parecía tan seguro de sí mismo como en la pista de tenis o trotando por el campo. No trastabillaba por el alcohol ni perdía el compás por bruscos que fueran los cambios de música, como yo.

—Uf. La mordidita —protesté en medio de la nave, donde habíamos terminado bailando, rodeados por grupos intermitentes de fumadores y muchos guiris—. Me voy a la barra. Con Ricky Martin sí que no puedo.

—¿Cómo que no? —Tiró de mi cintura, pegándome a su cuerpo, y meneó las caderas de izquierda a derecha—. Mira qué bien lo haces… Separa un poco las rodillas.

Le obedecí. No quise buscar el porqué. Él colocó su mano en mi espalda y una pierna entre las mías y nuestras pelvis se acoplaron. A la perfección.