Miguel Carrasco Leyva


El viaje de la memoria


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El viaje de la memoria

© Miguel Carrasco Leyva


ISBN ebook: 978-84-16882-41-0


Editado por Falsaria (España)

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1ª edición: 2017


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Prólogo

“En una novela siempre hay más mentiras que verdades, una novela no es nunca una historia fiel”.

Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta.




Los atardeceres soleados en los bulevares con vistas al mar de color añil guardarán, todavía intacta, la transparencia azulada que tanto me impresionó la primera vez que llegué a esta misma ciudad hace ya tantos años durante un otoño húmedo y gris de días plomizos y hojarascas arremolinándose en las aceras, pero ya no tendrán la impresión de lejanía que me causaron entonces, a pesar de que la lluvia vuelva a caer sin cesar sobre Brest y pese a que la calle de Siam recupere el bullicio de paraguas que bajaban hacia esa zona en la que, muchos días, el cielo y el mar se confundían a lo lejos en una misma y única masa nubosa que se iba filtrando en la gente, como si la vida misma también se fuese empañando y se volviese de color ceniza.

Volvía a Brest al cabo de tantos años que me parecía llegar a una ciudad desconocida y casi desierta. Acababa de bajar del tren procedente de París, era la una de la tarde y no sabía qué hacer en una ciudad que sólo podía ofrecerme recuerdos de un pasado confuso y doloroso que, desde hacía mucho tiempo, no había cesado de atormentarme. Quince años antes todo me había parecido distinto, pero, en realidad, casi nada parecía haber cambiado desde entonces hasta este domingo de finales de septiembre en que regresaba para organizar una exposición de pintura vanguardista española que, en cierta manera, se había ido convirtiendo, con el paso de los años, en una necesidad para mí, en un ajuste de cuentas conmigo mismo que ya no podía seguir soslayando por más tiempo. Así que viajaba con la convicción, apenas supuesta, de poder rectificar los errores que antaño había cometido, debido a la precipitación impulsiva e ingenua, propia de la soberbia juvenil, y que a la postre sólo podía cosechar errores, desgracias y desaliento. Pero de lo que sí estaba seguro, era de que ni Louise ni Isidro habrían revelado las verdaderas razones, las que realmente habían provocado aquella desgracia que los había de sumir en un dolor inimaginable antes, y cuyas consecuencias serían, finalmente, devastadoras. Por mucha fuerza de carácter que se tuviese, nadie estaba a resguardo de un golpe duro que hiciese tambalear los cimientos sobre los que se había fundado toda una vida. Precisamente, eso es lo que había ocurrido, y por desgracia, yo me hallaba, sin haberlo pretendido, en el origen de ese terremoto del que sospechaba el epicentro exacto. Por eso salté sobre la primera oportunidad que me brindaron, como si se hubiese tratado de la realización de un sueño que había permanecido latente en mí durante todo este tiempo y que en ese momento se hacía realidad.

Brest se delineaba ya al fondo con sus elevadas torres de apartamentos que parecían retar el vértigo de los afilados campanarios de piedra milenaria. Como había viajado en el último vagón, me entretuve mirando el mar a lo lejos, entre el tendido de los cables eléctricos de los trenes, mientras los otros viajeros abandonaban con precipitación sus asientos. Nada más bajar del tren, tuve la impresión de que el tiempo no había pasado, que sólo me había ausentado tres o cuatro días y que, seguramente, todo seguiría igual que antes. Alguna que otra remodelación en la estación y en los cafés colindantes ni siquiera había conseguido cambiar la imagen de aquella noche lejana y sórdida, quince años atrás, cuando bajé por primera vez en esa misma estación cargado de bolsos de viaje y con una dirección en el bolsillo que tuve que repetir al taxista antes de que se decidiera a tomar la Avenida Clemenceau, o tal vez el Boulevard Gambetta con vistas al mar, para ir a casa de Isidro.

Recuerdo que lo que más me llamó la atención fue el olor, casi irrespirable, a humedad y a tierra mojada que, en aquella noche, remota ya, al bajar del tren, anunciaba el vacío casi absoluto de la estación y que, por más que mis ojos se esforzasen por encontrar, escrutándola por todas partes, no correspondía en absoluto a la que yo había imaginado durante cuarenta horas en solitario, sentado en el asiento del tren que me alejaba inexorablemente de mi país.

Con el bolso de viaje colgado al hombro, avancé bajo los toldos que habían instalado en forma de velas de barco sobre el aparcamiento situado enfrente de la estación, el cual había que cruzar para ir al centro de la ciudad. En la recepción del hotel me pidieron el pasaporte al comprobar que era extranjero, pero me informaron de que sólo tendría que pagar cuando lo dejara definitivamente. La señorita rubia, que me atendió con agrado, me preguntó por el número de días que me quedaría allí. En ese instante no supe qué responderle. El tren que debía coger para la vuelta salía dentro de cuatro días, aunque me dijeron que podía cambiar la fecha. Finalmente, le contesté que reservaría cuatro noches y, sin saber por qué, añadí que tal vez me quedaría algunos días más. “Deberá prevenirnos lo antes posible”, me comunicó con displicencia aburrida. Asentí y le comuniqué que necesitaría una factura. “¿Viene para el congreso sobre turismo?”, dulcificó la voz y sus labios dibujaron una leve sonrisa forzada. Me explicó que más de la mitad de las habitaciones estaban reservadas para los asistentes a ese importante evento. Me sentí obligado a explicarle, sin más pormenores, que trabajaba para la Embajada de España y que venía para montar una exposición de pintura en la galería Passerelle.

Desde la habitación, se podía contemplar la rada con sus aguas de color añil moteadas por las velas de algunos barcos de placer y los estibadores del puerto que había que cruzar antes de llegar al mar. Siempre me había preguntado por qué me atraía tanto ese espacio tan artificial y tan tristón, lo mismo que seguía sin comprender por qué se hallaba ahí, en esa zona en la que la ciudad hubiese podido abrirse al mar y recibir su embriagadora calidez marina.

Como estaba cansado del viaje, me eché en la cama para intentar deshacerme del ruido del tren que todavía me zumbaba en la cabeza. Cuando desperté, eran casi las ocho y media de la tarde y todavía lucía el sol, aunque reducido ya a un disco anaranjado que languidecía a lo lejos sobre un mar de fuego. Tenía hambre, Le Chiquito seguía en el mismo sitio, según había podido comprobar cuando venía de la estación. Bajé a la calle y atravesé, un poco aturdido todavía, el Boulevard Gambetta. Miré por los ventanales antes de entrar; empujé la puerta de cristal y me senté a una mesa al lado de la ventana para poder observar a la gente que pasaba. No sabía por qué, pero tenía la esperanza de poder reconocer a alguien entre aquella muchedumbre que pasaba ante mí. Al cabo de unos instantes, la camarera se acercó a la mesa para preguntarme lo que iba a tomar. Como estaba distraído observando a los transeúntes que venían de la estación, no la vi venir, pero cuando, al oír su voz, volví la cabeza y cruzamos nuestras miradas, tuve realmente la impresión de volver quince años atrás. A pesar de llevar el pelo más corto con unas mechas de tono más claro que su rubio natural, la reconocí enseguida. Fue indudablemente su mirada risueña y felina la que la delató, su forma aterciopelada de mirarte que no te dejaba insensible a su encanto. Debía tener la misma edad que yo, o tal vez fuese algo más joven, pero su aspecto seguía siendo tan juvenil como antes gracias a la elegancia de sus gestos y a la jovialidad de la expresión de su cara. Sólo había hablado dos o tres veces con ella, aunque sí me había servido muchas cervezas en uno de los bares que más frecuentaba en aquella época, el Petit-Montmartre; pero dudaba que en aquel tiempo ella se hubiera fijado en mí.

Estuve bebiendo cerveza durante casi una hora, observando alrededor mío e intentando recordar cada situación en la que la había visto. Me incorporé un poco en el taburete y sólo entonces me di cuenta del tiempo que llevaba allí cavilando y de que la cerveza me había dado hambre. Miré mecánicamente, con zozobra, el reloj como para cerciorarme de que no me había dormido apoyado sobre la mesa, y calculé instintivamente el tiempo que faltaría para que saliera el tren, a igual que hiciera quince años antes desde ese mismo sitio y con la misma sensación de haber llegado tarde a una cita importante, que desde entonces no me había abandonado.

Aquel día, debían ser las tres de la tarde y me quedaba aún una hora antes de que saliera el tren. Como empezó a caer una lluvia fría y arremolinada, me resguardé tras los cristales de Le Chiquito para esperar pacientemente la hora de la salida. Recuerdo que marqué un número de teléfono, que aún conozco de memoria, y que nadie descolgó por más que dejé sonar hasta que la tonalidad indicó el fin de la comunicación. Imaginaba los timbrazos del teléfono en el salón de parqué y las cristaleras con vistas al mar. Isidro habría salido a pasear el perro por los senderos próximos al estuario del Elorn, debería estar caminando bajo los castaños y los robles, luego habría bajado a la orilla pedregosa del río para buscar algún que otro crustáceo, alguna nécora, si había marea baja. Pero ese día, Louise no estaría con él. Ella no habría bajado, como solía hacer algunas tardes que no iba a la Escuela de Bellas Artes, para discutir sobre pintura, de igual modo que tampoco estaría el barco amarrado en la desembocadura del río, en el Passage, y en el que, según me contó Isidro la primera vez que me habló de ello, su padre había llegado de España huyendo de las represalias contra los republicanos tras finalizar la Guerra Civil, y que había tardado dos semanas en llegar, muchas veces a la deriva y a merced de un oleaje espantoso de mar gruesa, que a punto estuvo de tragárselo más de una vez; pero que, milagrosamente, consiguió amarrar en lo más profundo de la rada, justo en la desembocadura del río. La desesperanza se apoderaría de él al ver que la embarcación había desaparecido, sobrecogido por la evidencia que él se resistía a aceptar pero que se hacía cada vez más palpable y dolorosa, inminente, por más que él tratase de retrasarla. En cambio, el teléfono sonaría en vano y no habría ninguna explicación, ninguna posibilidad de excusa por mi parte, ninguna perspectiva de aprobación o asentimiento, aunque sólo hubiese sido en su expresión, en sus ojos rojos de furia y de impotencia que, sin duda, debían buscar consuelo y esperanza en el mar que se abría ante él y que yo también escrutaba al mismo tiempo que colgaba, con parsimonia y abatimiento, el auricular y cogía la maleta para tomar el tren.

Pero todo eso quedaba ya muy lejano, aunque yo nunca hubiera dejado de pensar ni un solo día en el desenlace de toda aquella verdad que amenazaba con estallar de una vez y arrastrarnos en su explosión destrozando nuestras vidas, o enterrándolas. Tenía que haber otra explicación y, sin embargo, en aquel entonces, acepté la primera que me pusieron en bandeja, porque, hay que reconocerlo, encajaba perfectamente en el engranaje histórico en el que me hallaba inmerso en aquellos momentos, pero la que nunca debí aceptar, por muy evidente que pareciese, ya que todos tenemos una cita con nuestro destino, y ese tren no podemos perderlo pues, tarde o temprano, acaba por darnos alcance. Quedaban aún algunas incógnitas por resolver y, muchas otras, por comprobar, pero lo dejé todo por miedo a enfrentarme a un pasado tal vez más doloroso.

Necesitaba tomar el aire para aclarar las ideas ya que los recuerdos se me agolpaban en la cabeza. Me levanté con lentitud y me acerqué a la barra para pagar. La camarera estaba limpiando los vasos y levantó la mirada al notar mi presencia.

-¿Desea algo más?- dijo esbozando una tenue sonrisa.

-No, gracias; sólo quería la cuenta -dije buscando un billete en mi cartera.

-Ahora mismo -comentó con prontitud y amabilidad, se secó las manos y se dirigió hacia la caja con el billete que le había dejado sobre el mostrador.

Me fijé detenidamente en ella. La edad la había hecho más atractiva y sensual que cuando era más joven. Sus modales habían adquirido también madurez y se habían vuelto más profesionales. Cuando me trajo la vuelta, lucía la misma sonrisa que le provocaban las bromas de Hervé, el dueño del Petit-Montmartre. ¿Me habría reconocido?

Me dirigí hacia el puerto para dar una vuelta. Estaba todavía un poco cansado, algo de brisa marina no me sentaría mal y me despejaría un poco la cabeza, aún escuchaba el traqueteo del tren. Desde el Square Beautemps-Beaupré, apenas se percibía el mar sino más bien la línea que lo separaba del cielo. Las luces del puerto, trémulas y titilantes, se extendían a lo largo de toda la costa. Le Cours Dajot, por donde solía pasear con Louise, aparecía solitario bajo la tenue luz crepuscular que languidecía bajo las sombras de las hileras de altos tilos que se perdían a lo lejos junto a la silueta del castillo.

Continué tomando cerveza en los bares del puerto, rememorando recuerdos cargados de nostalgia y de esa amargura que se siente cuando el tiempo se nos escurre entre los meandros de la memoria. Como si hubiese querido volver al mismo instante en que me acobardé, estuve imaginando, con la mirada fija en los barcos amarrados en el muelle, de qué manera, en qué situación iba a encontrar a Louise y a Isidro. Desde la terraza acristalada de Les Mouettes, veía cómo la tarde iba agonizando a medida que las sombras se iban alargando hasta derramarse por completo en el suelo y desaparecer en el fondeadero.

Como se iba haciendo tarde, decidí volver al hotel y subí con desgana la carretera que bordeaba las murallas.  Le Chiquito seguía abierto y, a medida que me iba acercando, pude comprobar que estaba casi lleno de gente. Al pasar ante el ventanal, vi que la camarera seguía allí y entré con la intención de entablar conversación. Me senté a la barra. El dueño se me acercó, al cabo de unos minutos, desprendiendo un desagradable olor a pastis y a Gitanes sin filtro. Sentía el cuerpo como cortado por la cerveza y pedí un café con coñac. Lo observé dirigiéndose hacia ella después de haber gesticulado un extraño mohín. Acabó su tarea con rapidez, cogió una botella de coñac y el café que él acababa de preparar y se vino hasta mí.

-¿Un carajillo?- su español cargado de guturales francesas me hizo sonreír.

-Sí, ¿habla español? -Sentí deseos de entablar la conversación que antes había evitado.

Sonrió ligeramente y la vi dudar entre un idioma u otro. Al final optó por el suyo.

-Hablo un poquito. Antes me desenvolvía mejor, pero ya hace bastante tiempo que no practico -se excusó sonriente.

Se alejó para atender a otros clientes. Cuando vino a cobrarme, aproveché para preguntarle si, por casualidad, “le Petit-Montmartre” seguía abierto. No pudo disimular su sorpresa cuando oyó la pregunta. Le expliqué que años atrás había vivido en Brest, que hacía mucho tiempo que no volvía por allí y que, en aquella época, solía asistir a los conciertos de jazz que amenizaban ese local los jueves por la noche, cuando una abigarrada mezcla de estudiantes y de noctámbulos se fundía en aquel antro con ambiente celta que le daba cierto halo mítico para un estudiante del sur.

-Estuve trabajando allí durante un tiempo, cuando Hervé era todavía el dueño. Debió ser en esa época cuando usted lo frecuentaba -dijo acercándose.

-¿Ha cambiado de propietario? -fingí sorpresa apoyándome en la barra-. Yo conocí a Hervé.

-Ya sabe -me dijo apoyando los codos en la barra de madera-, los negocios funcionan bien unas veces y otras…

Me dio la impresión de que quería ocultarme algo, o que tal vez no quería remover el pasado, ¿acaso se acordaba de mí?

-Han pasado algunos años desde entonces ¿sabe?… -continuó como si se sintiese obligada a dar una explicación-. En mi oficio vemos tantos rostros que los olvidamos fácilmente.

Me hice el desinteresado y le comuniqué que simplemente quería saber si estaba abierto para ir a tomar una copa y nada más. Pero de lo que no quedaba ninguna duda era que algo había ocurrido después de mi partida de la ciudad y que aquella camarera no sólo me había reconocido, sino que también quería evitar que yo me percatase de ello.

-Ya nos veremos en otro momento -le dije antes de salir-, me hospedo en el Novalis.

Me levanté bastante temprano la mañana siguiente. A las nueve había quedado con el director de la galería para tratar de todo lo referente a la organización de la exposición: la ubicación de los cuadros, la iluminación, la inauguración, y otros pormenores relativos a la prensa y a la publicidad que debían cubrir el evento. Los cuadros llegaron esa misma mañana y, nada más almorzar en uno de los restaurantes de la cercana Place Guérin mientras seguimos hablando del emplazamiento y de la iluminación de los cuadros más destacados, procedimos a su colocación, operación que nos llevó prácticamente toda la tarde durante la que trabajamos sin descanso, a excepción de dos pausas que nos impusimos: una para tomar un café, y otra para refrescarnos con una cerveza en el popular Café de la Plage.

Serían las ocho cuando terminamos de colocar prácticamente todas las pinturas y decidimos concluir el trabajo la mañana siguiente. El director, con el que me entendí perfectamente desde el principio, era bastante abierto y nada dogmático respecto a la organización, me invitó a cenar en una crepería típica en la rue Algésiras donde se nos unió su mujer cuando ya estábamos degustando una botella de sidra tradicional, tan merecida después de un largo día de trabajo bien hecho. Estaba encantada de que por fin se organizase una exposición de pintura española que aportase algo de exotismo a las exposiciones habituales que tenían lugar en la galería. Además, se moría de ganas por ver las nuevas corrientes pictóricas surgidas de un país en plena ebullición intelectual y en tan sorprendente auge cultural. “Siempre he seguido muy de cerca la Movida española, y creo, además, que sus corrientes son las más innovadoras actualmente en Europa”, comentó mientras elegía en el menú la crepe a base de vieiras con puerros que me aconsejó. “No quedarás decepcionada”, dijo su marido, y dirigiéndose a mí, prosiguió, “ni siquiera ha querido ver las fotos de los cuadros, que recibí para preparar la instalación, reservándose la sorpresa para el final”. La cena discurrió después sobre las exposiciones que habitualmente montaban, que solían ser en general interesantes y de vez en cuando brillantes. Por lo general eran exposiciones de pintores noveles que experimentaban con todo: soportes, técnicas, colores, temas, luz… provocando, muchas veces, al público asistente que solía ser bastante minoritario, y a excepción de algunos curiosos, era conocedor y sabía apreciar el esfuerzo creativo. Concluimos la comida con una sabrosa crepe flambeada al coñac, acompañada con almíbar de arce, que me hizo rememorar algún que otro momento íntimo de mi ya lejano paso por la ciudad.

-Me ha dicho Albert que hace años vivió usted aquí, en Brest ¿no?

-Pues sí, estuve estudiando en la Facultad de Letras durante unos meses.

-Y ¿cómo es que vino aquí tan lejos?

-Un profesor en España conocía a otro de aquí -mentí dando la primera explicación que se me vino a la cabeza-, y me concedieron una beca de departamento para realizar una parte de mis estudios en el extranjero; pero, como era de poca cuantía, sólo pude quedarme unos meses.

Muy discreta, no intentó indagar más sobre mi pasado, y quedamos en vernos el día de la inauguración. Albert y yo quedamos en terminar algunos detalles por la mañana.

De vuelta en el hotel, la recepcionista me llamó haciendo un gesto con la mano izquierda para indicarme que me acercara.

-Le han dejado un recado -me dijo rebuscando con parsimonia en el cajón del mostrador.

-¿De quién? -le pregunté sin salir de mi sorpresa.

-No sé, una señorita telefoneó preguntando por usted -respondió alargándome un papelito.

Le di las gracias al cogerlo y lo leí. ”Vaya esta noche al Petit-Montmartre. Le espero allí. Chloé”. Supuse que era la camarera de la noche anterior. Bajé los tres escalones, que ya había subido para ir a mi habitación en el tercer piso, y salí de nuevo fuera en dirección al Chiquito. Crucé el bulevard Gambetta, vacío a aquellas horas, y bajé por la acera, también desierta.

Había pocos clientes dentro y me bastó una rápida mirada para comprobar que no se hallaba allí. Salí fuera y cogí un taxi en la parada que había frente a la estación para llegarme al Petit-Montmartre.

Serían las once y cuarto cuando empujé la puerta acristalada donde pude observar un cartel que anunciaba un concierto de jazz para el próximo jueves. No había mucha gente y sentí como si todo el mundo estuviese esperando a alguien puesto que todos volvieron la cabeza hacia la puerta. Creí reconocer la música que ambientaba el local, y la voz de Patti Smith en Free Money me produjo la agradable sensación de sentirme en lugar conocido, lo cual me procuró cierto aplomo para afrontar aquella cita desconcertante.

Estaba sentada sola en un taburete al fondo de la barra. Nada más verme, agitó una mano en el aire para indicarme su posición. Mientras me acercaba a ella, advertí que quien se ocupaba de la barra era una jovencita morena de pelo largo, liso y muy negro que me saludó al pasar.

-Hola -me saludó Chloé con sorprendente efusión-. Empezaba a pensar que ya no vendrías.

No se me pasó de largo que había dejado de hablarme de usted, y que su tuteo significaba un cierto acercamiento. ¿Se acordaría realmente de mí?

-Perdona -intenté excusarme mientras tomaba asiento en el taburete que había junto a ella-, pero he estado cenando con unos compañeros de trabajo y he llegado tarde al hotel. Aunque para serte sincero -la miré fijamente a los ojos-, tampoco me lo esperaba.

No manifestó ninguna sorpresa por mi revelación, tan sólo sonrió e hizo señas a la camarera.

-¿Qué tomas? -se volvió hacia mí apartando con la mano una mecha de cabello que se le había venido sobre los ojos.

-Un güisqui con hielo.

La camarera se acercó y tomó nuestro pedido tan sonriente como hacía unos momentos.

-Entonces… ¿hace años solías venir aquí? -reanudó la conversación de manera directa.

-Sí, pero de eso hace ya mucho tiempo -respondí evasivo, dándole a entender que no quería que la conversación fuese por esos derroteros. Tenía la impresión de que su fulmínea feminidad y entereza me ponían a prueba, e intenté rectificar para no parecer desagradable-. Quince años, para ser más exactos.

Hizo un gesto de extrañeza levantando las cejas y apretando la mandíbula. No sabía cuantos años tenía ella entonces, pero no cabía duda de que yo había cambiado más que ella, sin que por eso fuese totalmente irreconocible. En todo caso, había que contar con esa posibilidad, y la tanteé asegurándome al mismo tiempo la dirección de nuestra conversación.

La camarera trajo las bebidas e inmediatamente le di un buen trago al güisqui para entonarme. Tal vez fuese debido al viaje o quizás a la impresión que me producía el regreso a la ciudad, con todo lo que ella representaba para mí, pero me sentía un poco cohibido ante la presencia de Chloé que, sin lugar a dudas, debía acordarse de mí. ¿Por qué si no me había dado cita, y precisamente en el Petit-Montmartre?

-No me esperaba en absoluto tu invitación -intenté cambiar de tema.

-La curiosidad -intervino escuetamente.

-¿Y eso te ocurre a menudo?

-No todos los días llega un extranjero con acento español preguntándome por este pub y, además, conociendo el nombre del antiguo dueño -esbozó una sonrisita irónica.

No sé si llevaba razón, pero esa respuesta tampoco la justificaba, por lo que deduje que había algo más, o bien era para tirarme los tejos, y la verdad que no me sabía tan irresistible.

-Claro -insinué.

-Pareces poco convencido ¿no? -sonrió enigmáticamente sin ocultar su ironía.

Levanté los hombros como única respuesta.

-La verdad es que esta tarde te he visto un poco desorientado y me has caído simpático -continuó justificándose mientras cogía el vaso para darle un sorbito a su Martini blanco-. ¿Te vale como motivo?

Tuve que aceptarlo por galantería más que por convencimiento, pero empezaba a notar que había una sensualidad natural en su manera de hablar que me subyugaba.

-Hubo una época en la que creía en los encuentros fortuitos, pero también era más joven y, sobre todo, más incauto -le expuse después de darle otro largo trago al güisqui, sin dejar de observarla por el rabillo del ojo-. Realmente no creo en los cuentos de hadas.

-Ya lo voy viendo -dijo riendo y yo la secundé.

Encendió un cigarrillo ceremoniosamente y le dio una profunda calada, que expulsó casi de inmediato haciendo gala de cierto estilo.

-Es por Hervé -reanudó la conversación-. Tenía curiosidad y, como en el Chiquito no podía preguntarte nada, se me ocurrió invitarte.

-¿Tuvo algún problema? -insistí.

-Más o menos -afirmó prontamente sin ocultar su tristeza-. Lo metieron en algunos negocios poco claros y se endeudó hasta el cuello… La cuestión es que tuvo que largarse de aquí. Ni siquiera sé donde está; sólo sé que está vivo ya que tuvo la delicadeza de enviarme una postal desde París, donde estuvo de paso al parecer. Para mí que volvió al País Vasco.

-¿De qué tipo de negocios se trataba? -inquirí con más sorpresa que curiosidad.

-Se dejó embaucar por algunos… Bueno, creo que es mejor dejar ese tema, no pareces conocer nada de lo que ocurrió, como en un principio creí.

-¿Y por qué te hace suponerlo? -me sentí intrigado.

Dudó unos instantes y huyó mi mirada por primera vez.

-El hecho de preguntarme por este pub y nombrar a su antiguo dueño es ya un motivo suficiente después de tantos años ¿no crees?

-Puede ser, no lo niego, pero las cosas son más simples de lo que a veces pueden parecer -expuse con convicción sin tener que mentir-. Sólo quería saber si todavía seguía abierto para venir a tomar una copa y ¿por qué no? por si me encontraba con algún conocido.

Seguimos hablando de algún que otro aspecto del ambiente de aquellos años, de cómo Hervé había sabido montar el negocio con los conciertos, sobre todo de jazz, que tenían lugar todos los jueves, hasta que agotamos prácticamente el tema y pasamos a tocar los motivos que me habían llevado de nuevo a la ciudad. Pareció muy interesada por la exposición ya que se sentía atraída por todo lo relacionado con España y porque guardaba un bonito recuerdo de las clases de español que había recibido en el instituto y durante su formación en turismo. Bajo los efectos del alcohol, ya estaba dispuesto a contarle la parte de mi pasado más reciente que había dado conmigo en un trabajo que solía mantenerme la mayor parte del tiempo viajando para no tener que soportar la soledad en la que me había visto abocado tras mi divorcio hacía un año, pero como ya empezaba a hacerse bastante tarde y había quedado temprano con Albert, le propuse que continuáramos hablando otro día.

-Nos veremos en el Chiquito ¿no? -le insinué agradeciéndola por haberme invitado.

Asintió con una grata sonrisa como muestra de agradecimiento por aquel encuentro que parecía haber estado a la altura de sus expectativas, y la dejé sentada a la barra.

Me dirigí hacia la salida con el presentimiento de que la noche me reservaba todavía alguna sorpresa. Al darle las buenas noches a la camarera, que se dirigía hacia donde se hallaba Chloé, una foto de algunos grupos de música, que había expuestos detrás de la barra, llamó mi atención. Intenté, disimuladamente, observarla con más detalle y no di crédito a lo que estaba viendo. El parecido de aquella cantante con Louise era patente a pesar de que el cabello rubio le hiciese la cara más ancha de lo que en realidad era entonces, cuando tenía el pelo castaño oscuro y una mirada más cándida y, sobre todo, más radiante.

Hubiese jurado que aquella chica rubia de la foto, pese a los cambios significativos que mostraba, era Louise, pero no podía afirmarlo categóricamente. ¿Cómo era posible que aquellos ojos no tuvieran la ilusión ni la chispa de aquella jovencita alegre que yo conocí quince años atrás? Tal vez hubiese sido más reconfortante que no fuese ella, que se tratase de una simple coincidencia; pero en el fondo, yo sabía que sí, que no podía ser de otra manera, aunque hubiese tantos aspectos que se me escapaban y tantos cabos sueltos que quedasen aún por atar de aquel otro otoño que comenzó con la tristeza de una separación más, de un alejamiento forzado, de un exilio tácitamente insinuado, que siempre permanecerá en mi memoria como una etapa vital de mi paso por este mundo a través de sus avatares históricos.

Primera Parte

I

Pero en aquel tiempo, que ahora me parece menos lejano y remoto, tenía veintiún años y acababa de llegar también a esa misma ciudad gris y lluviosa tras cuarenta largas horas de traqueteo interminable y ensordecedor en un tren, o mejor dicho, en varios trenes, ya que había tenido que hacer trasbordo no sé cuántas veces y había debido esperar incontables horas. Primero en Madrid, en la estación de Chamartín, luego en Irún y, finalmente, en París; aunque esta última espera me había permitido visitar, eso sí, muy rápidamente, la Torre Eiffel (que me pareció portentosa), el pintoresco barrio de Montmartre con sus típicas callejuelas empinadas, sus molinos y sus bohemios pintores, así como la Cité y el Barrio Latino, donde pude pasearme por las aceras de los bouquinistes al borde del río Sena surcado de bateaux-mouches, tal y como aparecían en las tarjetas postales que se veían en algunas librerías, y que nos hacían soñar con un viaje que, en aquellos años inciertos, nos parecía inaccesible.

Venía huyendo a causa de algunos problemas políticos que había tenido con la policía a raíz de los enfrentamientos, que habían conmocionado los últimos años del agónico régimen franquista, entre estudiantes con legítimas ansias de libertad y las fuerzas del orden siempre dispuestas a reprimir todo conato de lo que ellos consideraban actos subversivos. Un primo de mi madre, al cual yo no había visto nunca, se había brindado a acogerme en su casa el tiempo que fuese necesario hasta que se calmase la situación o se produjesen los cambios que tanto anhelábamos. De modo que dejé a mi madre sola y me marché con la promesa que le había hecho a mi primo de continuar los estudios en Francia y vivir de cualquier trabajo que pudiese encontrar, aunque al parecer él ya me tenía algo preparado.

Llegué también una noche de finales de septiembre, cuando las hojas de los árboles ya empezaban a formar un ligero manto amarillento sobre las aceras mojadas de aquella ciudad gris, húmeda y desierta. El primo Isidro no había podido ir a recogerme, por lo que tuve que tomar un taxi que él pagó tal y como me había dicho por teléfono cuando lo llamé al comprobar que la estación se había ido quedando vacía y que nadie parecía estar esperando a ningún viajero.

Su casa quedaba un poco alejada del centro de la ciudad, enfrente de la desembocadura del río Elorn, y desde los ventanales se podía ver el mar de color añil y turquesa moteado de decenas de veleros amarrados a ambas orillas del río, en una zona en la que ya se confundía con el mar. Era de típica factura bretona, como las de Astérix, pensé en el momento, con el tejado de pizarra y tan bajo, que por algunos lados podía tocarse desde el suelo.

Vivía con su padre, que ya era bastante mayor. Antonio había sido militar fiel a la República, y tras la guerra tuvo que exiliarse. También tenía una hija de veinte años, Louise, que ya no vivía con ellos; se había emancipado y alquilaba una buhardilla en la ciudad.

-¡Cómo te pareces a tu padre! -dijo abrazándome efusivamente-. Perdona que no haya podido ir a buscarte, pero he tenido que salir para una urgencia; por eso mismo le dije a tu madre que no olvidaras el número de teléfono, por si acaso.

Isidro era médico de cabecera y tenía la consulta en un ala exterior que le había añadido a la casa. Allí pasaba el día entero, y muchos fines de semana estaba ocupado con las guardias, pero no sé cómo se las ingeniaba pues siempre sacaba tiempo para los demás, lo cual compensaba su casi total ausencia y daba la impresión de que siempre estaba ahí al lado en las ocasiones en las que se lo necesitaba. Cuando no estaba en la consulta, dirigía también una asociación cultural de exiliados y emigrantes españoles a los que ayudaba a resolver todo el papeleo administrativo concerniente a tarjetas de residencia, subsidios familiares, incluso les echaba una mano siempre que tenían problemas financieros. Para muchos, más que un amigo era un benefactor, un verdadero camarada con el que siempre podían contar. Todas esas amistades y ese tiempo de entrega a los demás colmaban en cierta medida la ausencia de su mujer de la que estaba separado desde hacía muchos años. Sólo supe de ella que era inglesa, que había sido cantante de jazz de cierto renombre y que vivía en el sur de las islas Británicas, en una ciudad del País de Gales.

Me ayudó a meter la maleta y un bolso de viaje en la que sería mi habitación a partir de aquel momento. Era un cuarto abuhardillado como todos los de la planta de arriba de la casa, con el suelo de parqué y con una de esas ventanas de tejado tan típicas.

-Ya verás -apuntó con entusiasmo juvenil-, se ve el mar desde aquí, ¿te gusta?

Parecía un poco nervioso, muy preocupado por mi instalación

-Está muy bien primo, no sé cómo darte las gracias por lo que estás haciendo por nosotros.

Tras la desaparición de mi padre, Isidro solía mandar dinero a mi madre para satisfacer algunas necesidades familiares, y sin su ayuda no hubiésemos podido salir adelante decentemente. Sus giros se hicieron más cuantiosos y frecuentes cuando empecé a estudiar en el instituto y tenía que pagar el trayecto en autobús dado que quedaba a unos veinte kilómetros de casa. Ese dinero también compensaba el jornal que yo no aportaba a casa, excepto los fines de semana cuando podía trabajar en el campo. Fue él también quien me pagó el billete para ir a Francia.

-Gracias se le dice a los muertos, ¡qué leche de gracias! ¿Para qué está la familia entonces? -dijo quitándole importancia, y yo sonreí porque utilizaba las mismas expresiones que mi madre-. Anda, ven y come algo, seguro que no has probado bocado en toda la tarde, estarás hambriento.

No había tenido tiempo de hacer de comer por lo de la urgencia, pero la nevera estaba llena con tanta comida como yo nunca había visto.

-Prueba eso -me dijo alargándome un tarro-, sabe como los chicharrones. Aquí lo llaman rillettes. ¿Te hago una tortilla?

Asentí. Me sentía un poco avergonzado por todo lo que hacía por mí. En el fondo, Isidro era un desconocido para mí y me trataba como si me conociese de siempre.

-Está muy rico -alcancé a decirle esforzándome pues no sabía qué decir, pero era la verdad, aquello estaba delicioso-. Es verdad que sabe a chicharrones.

-En todos los sitios se hacen cosas buenas aunque uno siempre prefiera las de su tierra -precisó con tono nostálgico sacando un gran bote de cristal que puso sobre la mesa-. Toma, aquí se los comen con pepinillos en vinagre.

Mientras hacía la tortilla me preguntó por el viaje, si no había tenido problemas, si había esperado mucho en las estaciones… Yo le respondía escuetamente

-¿Y tu madre…. cómo está? -me preguntó forzando cierta naturalidad, al menos eso me pareció ya que el tono de voz se revistió con un aura de solemnidad y de respeto.

-Bien, bien… Bueno, está algo apenada, o por lo menos no lo demuestra mucho. Creo que no se merece lo que le he hecho -le respondí sin ocultar mi pesar.

Permaneció en silencio como sintiéndose culpable de haberme entristecido,

-A todo esto... -añadió con precipitación-, tienes que llamarla para decirle que has llegado bien. Voy a marcarte el número de teléfono, no la hagas esperar más.

Me dejó la tortilla encima de la mesa y desapareció tras la puerta que daba al pasillo. Oí cómo marcaba el número, sin prisa. Hubo un silencio, que me pareció eterno, luego lo escuché hablar pero no pude comprender lo que decía. Me pareció que había colgado. Unos segundos después lo vi entrar en la cocina.

-Puedes terminar de comer tranquilamente, la vecina dice que tu madre ha estado allí durante una hora y que, como no llamabas, ha ido a comer. Le he dicho que llamaremos dentro de unos diez minutos.

Se sentó al otro lado de la mesa y se untó un pan con los chicharrones franceses. Cogió una botella de vino que tenía descorchada encima de la encimera y me propuso un vaso.

-Por nuestro encuentro -sonrió, levantando su copa, y yo hice lo mismo con la mía.

Todavía no habíamos terminado aquella cena improvisada, sin dejar ni un momento de hablar de unas cosas y otras, cuando Isidro, tras consultar su reloj de pulsera, se dirigió al salón para llamar de nuevo a mi madre. Mientras marcaba pausadamente el número, la imaginé saliendo de casa precipitadamente, dejando la comida encima de la mesa y corriendo hacia la puerta de la calle tras escuchar, llamándola seguramente desde el fondo del pasillo, la voz chillona de la única vecina que tenía teléfono en el barrio. Luego, subiría la cuesta jadeando y recorrería los cien metros que separaban las dos casas en un santiamén. Seguramente no habría pegado ojo en toda la noche, dándole vueltas a todo lo que pudiera ocurrirme, tomando una tila tras otra para tranquilizarse, pero de todos modos sentiría la misma angustia, el mismo pellizco que le oprimía el pecho como cuando esperaba a mi padre durante noches interminables, atemorizada por la idea de si lo volvería o no a ver con vida. Descolgaría el teléfono al primer timbrazo, agobiada ya por los dos o tres minutos interminables que habría tenido que esperar aquella llamada que acercaría nuestras voces. Oí a Isidro tranquilizándola, explicándole que estaba comiendo, que había llegado bien y que había hecho un buen viaje, que no se preocupase, que enseguida me ponía, en cuanto terminase de comer. Luego, su voz se tornó en un murmullo que no logré entender, como si la hubiese bajado a propósito para que yo no pudiese comprender su conversación. Sólo cuando me levanté, lentamente, y me acerqué con sigilo al salón, un poco preocupado, lo volví a escuchar con nitidez al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta y me veía aparecer. “Sí, sí, ya se pone… sí… ya llega, que te cuides”, le decía alargándome el auricular y guiñándome con el ojo derecho, sonriendo. “Le he dicho que el tren llegó con una hora y media de retraso”, me susurró casi al oído.

Su voz sonaba lejana y distante. Tuve la impresión de que hacía meses que nos habíamos separado, cuando en realidad sólo cuarenta horas antes me estaba despidiendo de ella escuchando sus consejos para el viaje, los mismos que había venido repitiéndome a lo largo de toda aquella semana anterior a mi partida y que se había hecho interminable por la inminencia de un desenlace fatídico que se nos imponía irremediablemente. Y, contrariamente a lo que yo suponía, parecía tranquila, me hablaba con sosiego, aunque se le notaba cierta melancolía en el timbre de la voz que ella pretendía ocultar dándome ánimos y haciendo retórica sobre la celeridad del tiempo que no andaba sino que volaba, y que pronto volveríamos a vernos en menos de lo que cantaba un gallo.

Colgué repitiéndome en mi interior que había que mirar hacia adelante. Sabía que ella se sentía orgullosa de mí a pesar del dolor que le causaba mi partida. Ella la veía como una esperanza para mí, era como si en cierta forma yo hubiera proseguido el viaje que a mi padre nunca le dejaron finalizar. No me lo había dicho, pero yo lo había adivinado en sus palabras pronunciadas quedamente, susurrándomelas para que nadie nos oyese, como un secreto entre ambos que no había que revelar a nadie. Lo había visto también en su mirada, inquieta, penetrante, cargada de ira, pero sin odio ni rencor. Lo sabía porque sus ojos tenían la misma expresión que cuando me hablaba de él, de sus últimas visitas, de sus sueños y de sus proyectos para nosotros tres, aunque yo en aquel tiempo no perteneciese a este mundo.

Esa misma noche, Isidro tenía que ir a ver a un amigo en el local de la asociación y me propuso que le acompañase si no estaba muy cansado del viaje. Di por sentado que no podía negarle la invitación, quedaba feo después de todo lo que hacía por mí; y la verdad, tampoco me desagradaba dar una vuelta y despejarme un poco en lugar de quedarme de nuevo solo. Además, me permitiría conocer mejor a mi primo y entablar relación con él lo más rápidamente posible. Por otro lado, sería la ocasión de conocer a otros españoles, entre los cuales había viejos exiliados, y ese encuentro no podía retrasarlo, eso era algo que yo tenía muy claro. Siempre había soñado con acceder a otra versión de la historia contemporánea de mi país dado que en ella hallaría, sin duda alguna, elementos diferentes y quizás más objetivos que los que siempre me habían dado como válidos y como los únicos posibles.

Me duché rápidamente y bajé al salón donde me esperaba sentado en un sillón acariciando su perro, un labrador imponente pero afable y cariñoso que enseguida vino a mi encuentro jugueteando conmigo.

-Te presento a Oregón, el guardián de la casa -dijo Isidro, bostezando-. ¿Vamos?

Parecía más cansado que yo, y la luz mortecina de la lámpara de pie, que había junto al sillón, acentuaba más sus ojeras.

-Estas malditas guardias son mortales -añadió como para disculparse.

Salimos fuera donde una ráfaga de viento húmedo nos recibió en medio de un remolino de hojarascas que anunciaba una lluvia próxima. Subimos al coche, un Renault cuatro rojo con un olorcillo canino bastante rancio en el interior.

No podía creerme que estuviese delante de mí, en carne y hueso. Mi madre me había hablado de él cuando me contaba anécdotas de su infancia, y a lo largo de los últimos meses se había convertido en un tema recurrente para ella. “El primo hacía esto, el primo hacía lo otro, te ayudará, ya verás.”. Sólo que aquel mozalbete ya no lo era tanto, era mucho más grande de lo que ella recordaba y más corpulento, y si aún conservaba una enorme capacidad para escuchar y comprender a los demás, ya había dejado por el camino la inocencia bobalicona de la que ella se reía continuamente. Isidro no era exactamente la misma persona con la que yo había imaginado encontrarme, pero me fascinó mucho más de lo que en un principio yo hubiese podido creer, e hicimos muy buenas migas inmediatamente. Y es que nos unían tantas cosas que, en realidad, lo contrario hubiese sido una incongruencia. A pesar de tantos años en el exilio, sus recuerdos de infancia habían permanecido tan intactos y exactos que no se echaba en falta su larga ausencia. Aunque claro, a medida que hablábamos de unas cosas y de otras, se notaba que un vacío de casi cuarenta años no podía ser borrado así como así, pero era tan sutil y perspicaz en sus referencias que casi pasaba desapercibido.

La carretera bordeaba la costa serpenteándola con suavidad. En cuestión de unos minutos nos adentramos entre los muelles del puerto de comercio y los fondeaderos donde amarraban algunos barcos de pesca. Isidro hacía de guía y comentaba los lugares por los que íbamos pasando. Al pie de la vieja muralla, que había servido de fortificación a la ciudad desde la época romana, la carretera empezó a subir bajo el monumento de granito en homenaje a los americanos y la silueta majestuosa del castillo se perfiló al fondo. Poco después, cruzamos el puente levadizo que se alzaba sobre el río Penfeld y los astilleros militares. Cuando llegamos al local del centro cultural español, habíamos dejado atrás las tortuosas calles del barrio de Recouvrance y aparcamos en una calle que bajaba en ligera pendiente.

-Dejaremos el coche aquí -comentó abriendo la puerta-. Hay un pequeño aparcamiento en un patio interior, pero debe estar lleno un viernes por la noche.