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JAIME TORRES BODET

Nació y murió en la Ciudad de México. Escritor, poeta y ensayista, fue también un destacado funcionario público y diplomático. En 1921 fue secretario particular del rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos. Escritor precoz, publicó su primer libro de poemas a los 16 años. Fue miembro del grupo de los Contemporáneos. Entre 1929 y 1940 participó en el servicio diplomático mexicano en las representaciones de Madrid, París, Buenos Aires y Bruselas. Fue secretario de Relaciones Exteriores, director general de la UNESCO y embajador de México en Francia de 1954 a 1958 y de 1970 a 1971. Estuvo al frente de la Secretaría de Educación Pública en dos periodos: de 1943 a 1946 y de 1958 a 1964, gestiones durante las cuales impulsó importantes campañas de alfabetización y mejoramiento de la enseñanza primaria, entre ellas la creación de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. En 1966 recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1971 la Medalla Belisario Domínguez

Entre su obra literaria se encuentran: Poemas juveniles (1916-1917), Poemas (1924), Lecturas clásicas para niños (1925), La misión de la UNESCO (1949), Rubén Darío (1966) y Tiempo de arena (1955).

VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO


MEMORIAS
II

JAIME TORRES BODET

Memorias

II
EL DESIERTO INTERNACIONAL
LA TIERRA PROMETIDA
EQUINOCCIO

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

SUMARIO

El desierto internacional

La tierra prometida

Equinoccio

Índice

El 26 de noviembre de 1948, la Conferencia General de la UNESCO, reunida en Beirut, me eligió director de esa institución. Y el 26 de noviembre de 1952 —casi al final de la séptima de sus asambleas— tuvo a bien aceptar, en París, la dimisión que le presenté.

Durante cuatro años me esforcé por contribuir a que la UNESCO tratase de fomentar una alianza humana, merced al robustecimiento de la solidaridad intelectual y moral de comunidades sociales muy diferentes. Durante cuatro años, examiné proyectos, revisé informes, leí discursos, solicité auxilios, asistí a juntas, atendí críticas, defendí iniciativas, acepté enmiendas, hice diversos viajes, y tuve oportunidad de conocer a gran número de maestros, sabios, artistas, filósofos, historiadores, hombres de letras, funcionarios y gobernantes.

Fui a países pobres, donde la miseria callaba —con mayor elocuencia de la que afirman, a veces, los manifiestos más iracundos. Y, en capitales ilustres, visité ministerios, institutos, palacios… donde el lujo aparente no presagiaba dádivas generosas. Día tras día, se me incitaba a perseverar en lo que pocos querían hacer. Amargos años viví en la UNESCO: los que enturbiaba la “guerra fría”. No era, entonces, aquella agencia de las Naciones Unidas ni la noble esperanza que su creación despertó, ni lo que es en la actualidad: un establecimiento próspero —perfectible, sin duda, pero coherente.

En Beirut, recibí el encargo de dirigir los trabajos de una institución cuyo presupuesto anual no llegaba a ocho millones de dólares. En París, cuatro años más tarde, la UNESCO no disponía —anualmente— ni siquiera de nueve millones, menos de la quinta parte de lo que costó el avión incendiado en El Cairo, tras del secuestro del que informó la prensa en 1970… ¿Cómo creer en la lealtad de administraciones que me pedían acción —y se rehusaban a proporcionarme los medios para emprenderla—, mientras derrochaban gigantescos caudales en armamentos?

Es cierto, me estimulaban a proseguir mis tareas la aptitud de muchos colaboradores fieles y competentes, el aliento que me infundían ciertos gobiernos —los menos ricos—, la comprensión de las organizaciones no gubernamentales (integradas por hombres probos), la magnanimidad de algunos próceres del talento a quienes rindo homenaje en los capítulos de este libro, y, más que nada, la gravedad de los problemas que plantean al siglo XX los desheredados de la historia y la geografía: muchedumbres anónimas, mudas, pero ansiosas de redención.

Sin embargo, a través de millares de rostros y de incesantes consejos, promesas y exhortaciones, lo que advertí —en múltiples circunstancias— fue una trágica soledad. En las horas decisivas, tuve la impresión de encontrarme en un desierto. Los poderosos continuaban desarrollando su política de dominio, y los débiles dejaban que sus representantes hablasen de paz, sin asociarse valientemente a fin de luchar para mantenerla.

Por eso, en 1952, entre resignarme y partir, preferí partir. No me arrepiento de haberlo hecho. Mi renuncia, hasta cierto punto, sirvió de alerta. En efecto, mientras no se construya una paz auténtica sobre la base de una creciente confianza en los valores de la cultura y en los derechos de la persona humana, cada conciencia libre continuará sintiendo, a su alrededor, lo que yo sentí —muy frecuentemente— a lo largo de aquel periodo de mi vida: la angustia de estar clamando en mitad de un desierto inmenso, el más poblado y oscuro de los desiertos, el desierto internacional.