ONDULACIONES

El ensayo literario en la España del siglo XX

JORDI GRACIA Y DOMINGO RÓDENAS DE MOYA (EDS.)

La Casa de la Riqueza
Estudios de la Cultura de España

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El historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

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ONDULACIONES

El ensayo literario
en la España del siglo xx

JORDI GRACIA Y DOMINGO RÓDENAS DE MOYA (EDS.)

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Diseño de cubierta: Carlos Zamora

Diseño de interiores: Carlos del Castillo

Índice

INTRODUCCIÓN

Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya

1. EN TORNO A LA TEORÍA DEL GÉNERO

El ensayo y la nueva poética narrativa

José María Pozuelo Yvancos

“Férvido apasionamiento intelectivo”: ensayismo y lírica en la vanguardia española

Albert Jornet Somoza

“L’essai est ondoyante”: variaciones de la subjetividad ensayística

Joan de Dios Monterde

2. LA TENTACIÓN DEL PENSAMIENTO

Para una etopeya del ensayista: Manuel Azaña como ejemplo

José-Carlos Mainer

Ortega y Gasset en los años veinte: del ensayo carpetovetónico al ensayo global

Darío Villanueva

Eugenio d’Ors: la glosa como microensayo

Maximiliano Fuentes Codera

El Arte Nuevo en la encrucijada: Fernando Vela ante las vanguardias

Eduardo Creus

La meditación interrumpida de Ángel Sánchez Rivero

Enrique Selva

3. EL ENSAYO Y LAS ESQUINAS DE LA LITERATURA

El “ensa-yo” ramoniano o los problemas del estilo (1909-1939)

Laurie-Anne Laget

Antonio Espina: la autoridad social del intelectual en su “arte de ensayo” (1919-1936)

Eduardo Hernández Cano

Las otras vidas de Miguel Pérez Ferrero

Juan Herrero Senés

Auge y crisis de un género literario: el debate teórico sobre la biografía novelada desde la esquina catalana

Jordi Amat

Cuestiones de cultura en los artículos de Gonzalo Torrente Ballester en la prensa nacional

Inês Espada Vieira

4. DESTIERROS DEL ENSAYISTA

El Orbe conocido y otro texto inédito de Juan Larrea: entre el diario y el ensayo

Gabriele Morelli

El ensayo según Pedro Salinas: una literatura de remoción de conciencia

Natalia Vara Ferrero

La literatura desde los márgenes. Ensayos sobre literatura del exilio republicano de 1939

Fernando Larraz

El ensayo filosófico-místico de María Zambrano

Mercedes Gómez Blesa

5. TRES MAESTROS O LA IMPUGNACIÓN COMO ESTRATEGIA

Juan Goytisolo, la búsqueda de la modernidad en el pasado

José María Ridao

El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite por los cauces del ensayo: El cuento de nunca acabar

José Teruel

En torno al ensayismo de Juan Benet

Ignacio Echevarría

Juan Benet, como ensayista

Mauricio Jalón

Memoria de Juan Benet

Antonio Martínez Sarrión

6. IRONÍA Y GRAVEDAD DEL ENSAYO

Un juego de ganzúas (deriva ferlosiana)

Danilo Manera

De pecios y galeones

Gonzalo Hidalgo Bayal

Fernando Savater, entre la ética y la estética

José Antonio Vila

Del ensayo al sistema. El laberinto de la escritura de Eugenio Trías

Fernando Pérez-Borbujo Álvarez

SOBRE LOS AUTORES

Introducción

JORDI GRACIA Y DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

El ensayo llegó a la literatura tarde y por una puerta falsa. Cargado con las credenciales de la autobiografía ejemplarizante, del discurso moral, de la epistolografía y las formas de la erudición humanística, incluso de las misceláneas enciclopédicas y hasta del tono plácido y sabio de los diálogos del Quinientos, el ensayo ingresó en la casa de la literatura en 1580, con la primera edición de los Essais de Montaigne. Ciertamente era un huésped estrafalario que no guardaba ningún parentesco obvio con los géneros épicos y dramáticos, y tampoco con los líricos —de los que Montaigne gustó poco— y, aun sin familiaridad directa, presentaba rasgos de todos ellos, la centralidad del yo que se expresa, el tono conversacional que invoca a un interlocutor invisible, el brío narrativo de una prosa que no es narrativa o que a lo sumo está mechada de pequeñas anécdotas y sucesos.

Transcurridos más de cuatrocientos años, aquel tipo de escritura ajena a las preceptivas se ha diversificado en multitud de formatos y ha sofisticado sus procedimientos, tanto en el arte de la exposición amena y la argumentación persuasiva como en el de la construcción creativa del texto. Sin amenidad, persuasión y creatividad formal (estructural o estilística) no hay ensayo que valga. Sin embargo ha seguido siendo reputado —y acaso por esos mismos atributos— como un género suspecto, casi indocumentado, visto desde la filosofía como una actividad subsidiaria y liviana frente al pensamiento sistemático y, desde la literatura, como una ocupación periférica —e incluso ancilar—frente a la lírica o la narrativa. Ilustraba esta circunstancia Augusto Monterroso en un delicioso metaensayo (o cuento ensayístico) de Literatura y vida. En él, preguntándose si el público sabe de veras en qué consiste un ensayo, cuenta una anécdota bien ilustrativa: “Cuando a requerimiento de una distinguida dama le declaré la otra tarde que yo escribía ensayo —yo pensaba hasta en el mío de una línea que antologa The Oxford Book of Latin American Essays—, ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: no importa, no importa”. Y es que, en efecto, un escritor no puede declararse únicamente ensayista sino también ensayista, a menos que apeche con el riesgo de no ser tomado como un auténtico escritor.

En su andadura de varios siglos, la escritura ensayística ha desarrollado manifestaciones que ya se encontraban en su origen como potencialidades agazapadas. Así, por ejemplo, en la columna periodística confluyen el principio de cuestionamiento crítico con el llamamiento de la actualidad, del mismo modo que en el ensayo de alta divulgación se dan cita un afán democratizador del conocimiento con la elaboración de un discurso placentero para los lectores. En los países anglosajones se viene denominando creative nonfiction a la escritura que responde a una voluntad literaria pero cuya materia procede de la realidad factual, sea esa materia narrativa —como en la nonfiction novel—, sea conceptual. En español no tenemos aún un marbete estable para designar ese tipo de escritura literaria que escapa a la poética de tradición aristotélica, sustentada en el concepto de ficción (o poiesis), salvo que aceptemos la propuesta de Gérard Genette de llamar a ese vasto distrito “dicción”, lo que nos parece poco convincente, más que nada porque en su amplitud se confunde una muchedumbre de géneros en la que se mezclan la biografía y la crónica, la autobiografía, la semblanza y el aforismo, el ensayo literario y la crítica literaria, la novela factual, la docuficción y, si se quiere, hasta la autoficción.

En el conjunto de trabajos reunidos en este volumen no hemos pretendido abordar esta frondosa diversidad de la dicción, sino centrarnos en el ensayo literario, dando por descontada la existencia de un producto verbal que responde a ese nombre, “ensayo literario”, sobre cuyo estatuto genérico y características tratan, desde ángulos complementarios, los artículos de la primera sección. José María Pozuelo Yvancos se remonta a los Ensayos de Montaigne para definir la índole de ensayismo que ha tendido a conciliarse e hibridarse con la ficción narrativa en la novela de las últimas décadas y Albert Jornet pondera el modo en que la prosa ensayística sirvió de espacio de legitimación teórica para el hermetismo poético de las vanguardias, en tanto Joan de Dios Monterde examina algunas de las ondulaciones de la subjetividad y de la literariedad en el ensayo de los años 60 en adelante. La segunda sección propone acercamientos a ciertos autores que eligieron “pensar por ensayos”, según la certera acuñación de Eugenio d’Ors, y se abre con dos perfiles tan complementarios y a la vez tan congénitamente distantes, como los de Manuel Azaña, del que se ocupa José-Carlos Mainer, y José Ortega y Gasset, del que escribe Darío Villanueva. La vocación política cumplida de Azaña se cruza con la frustración impaciente de Ortega, mientras que la plenitud del magisterio intelectual de Ortega quizá no esté a la altura de la autoridad intelectual que hoy asignamos a Azaña. Es un extraño quiasmo de nuestro sistema cultural; no es una patología ni una disfunción, sino un modo de comportamiento histórico de dos inteligencias excepcionales dotadas de virtudes comunes y separadas por virtudes irreconciliables.

Es una apertura óptima para este libro, aunque lleve la pena encima del silencio sobre Unamuno: reprobable y hasta punible, si se quiere, pero explicable por cuanto en Azaña y Ortega arrancan formas de ensayismo que van a perdurar de alguna manera con una marcada influencia. Azaña es una recuperación de la democracia y Ortega fue, quiérase o no, referencia de las cabezas nuevas de la España de los años 50 y 60 y hasta 70, incluidos algunos de los autores centrales del fin de siglo, como Fernando Savater y Eugenio Trías. Un día habrá que ponderar poco a poco el significado profundo de Ortega como movilizador del descreimiento católico en la inteligencia española bajo el franquismo, como soporte firme de una actitud histórico-moral más contingente y accidentalista que mística y esencialista. Y si en apariencia el purgatorio de Eugenio d’Ors acabó ya hace muchos años, trabajos como el de Maximiliano Fuentes sobre el microensayismo de la glosa orsiana invitan a pensar que dura más de lo que quisiéramos, como si Ors encajase todavía mal en el elenco insustituible de inteligencias modernas y reaccionarias —antimodernas à la Compagnon—de la España contemporánea. Esa sección se completa con otros dos artículos, una revisión de Eduardo Creus de Fernando Vela como persistente pensador sobre la estética de la modernidad, y una síntesis, firmada por Enrique Selva, de la exigua y valiosa obra que dejó Ángel Sánchez Rivero, un ensayista que despertó la admiración de sus coetáneos y al que la muerte prematura condenó al olvido.

Para el ensayista nato la incertidumbre no es paralizante sino incitadora y la complejidad no es inhibidora sino estimulante. Pero lo es sin red, porque no existe sello alguno de garantía fuera de la convicción especulativa y argumentativa de un estilo que recrea el pensamiento, la indagación, la sospecha o la certeza (transitoria y siempre implícitamente irónica: otra lección teórica del mejor Ortega). Algunos de los ensayistas que encajan en ese retrato aparecen en las secciones tercera y cuarta, como el Pedro Salinas más pegado a la realidad que reivindica Natalia Vara o la María Zambrano que desde el exilio reflexiona sobre el sentido y destino de su patria y su cultura (y de ella se ocupa Mercedes Blesa), o incluso el Juan Larrea que hace del exilio la ocasión para reinventarse como prosista de abstrusas ideas o en un proyecto faraónico como Orbe, aún inédito en parte y sobre el que escribe Gabriele Morelli. Y sucedería lo propio con otros escritores en una primera madurez plena que no han podido entrar aquí como José Ferrater Mora, Francisco Ayala o Guillermo de Torre. Sí ha podido entrar el ensayismo rapsódico de Ramón Gómez de la Serna en los años treinta, al que se acerca Laurie-Anne Laget, y el de un poeta y narrador y periodista al que su lucidez colocó en la encrucijada entre la estética y la política como Antonio Espina, sobre el que escribe Eduardo Hernández Cano. Pero hemos querido que se atendiera también a algún autor olvidado, como Miguel Pérez Ferrero, cuya obra y perfil estudia Juan Herrero Senés, a algún género vecino del ensayo como la biografía, sobre la que escribe Jordi Amat, e incluso a un escritor como Gonzalo Torrente Ballester, ensayista más que decoroso con independencia del fascismo que apunta el artículo de Inês Espada.

El arco temporal que abarcan las secciones 5 y 6 (también la 4) es falso, convencional o ficticio. Cualquiera de los tres adjetivos bastará para relativizar la menor voluntad sancionadora de cortes bruscos en el devenir de una modalidad de escritura. De hecho, más de una y de dos de las contribuciones escapan a sus teóricos límites cronológicos, afortunadamente, porque el decurso de la prosa no es esclavo fatal de las coyunturas políticas o históricas. Para lo que quizá sirve el vasto marco de más de setenta años, desde la guerra, es para confirmar propensiones, hábitos y omisiones y quizá algo más: la vigencia de un talante que asociamos invenciblemente con el ensayo en libertad y que a menudo se ha visto eclipsado hasta la asfixia en alguno de los tramos históricos que abarca el volumen.

Por supuesto, eso sucedió en la guerra, pero no en todos los escritores durante la guerra (no en Antonio Machado, no en Juan Ramón Jiménez, no en Luis Cernuda) y desde luego sucedió también en la literatura bajo la España de Franco. Pero no fuera de ella, lejos de su legislación, de su censura y de su cultura dirigida y propagandística. En los lugares del exilio, dispersos y múltiples, el ensayista pudo seguir atado a la arremetida furiosa y todavía bélica contra el régimen y el tirano vencedor, y por eso seguramente le costó más recuperar la actitud y la voz del explorador, del experimentador dispuesto incluso a la cabriola y a la tentativa. Es imposible olvidar la diatriba de Giménez Caballero contra la disolución de los dogmas a que invita el ensayista como tal, y es imposible olvidar la lúgubre insalubridad de las ideas tanto en la España totalitaria de la primera posguerra como en la España autoritaria, frenéticamente católica y antiliberal desde finales de los años cuarenta.

La matriz caprichosa e intuitiva del ensayista fue escasa y pobre en España pero no en español, porque estuvo viva y caliente en el exilio, aunque fuese para deplorar las condiciones de vida de la España del interior y aunque fuese para denunciar una y otra vez al fascismo institucional y político. Pero también hubo ensayo sobre música y ensayo sobre literatura, y hubo ensayo sobre historia y hubo ensayo filológico y ensayo filosófico en la estirpe de la etapa anterior: desde la libertad de pensamiento, desde la imaginación literaria, desde la tradición del humanismo ilustrado.

Para que el ensayo en la España del interior naciese de la indignación (como recuerda Mauricio Jalón a propósito de Juan Benet) o de la rebeldía movilizadora se necesitó un largo tiempo de espera y una prolongada convalecencia moral. La condición del mejor ensayista es casi siempre la libertad y esa fue la batalla desde los años cincuenta: ganar contra el sistema espacios de libertad intelectual y crítica a medida que se asentaba un proceso de pacificación (o de adaptación) de la realidad política del régimen. Los nuevos escritores y algunos de los antiguos aprendieron a escribir sobre política y ética, sobre religiosidad e ideología, sobre el pasado y sobre la mentira bajo libertad vigilada y angosta, sí, pero ya desde la seguridad de hallar seguidores, interlocutores, cómplices conscientes. La dictadura hubo de ensanchar sus torres de control policial hasta que ya no pudo dejar de transigir con brechas imprevistas, con zonas porosas que habrían sido inimaginables en la primera posguerra.

Los nuevos escritores estuvieron dispuestos, por tanto, a transgredir esos límites y eso es lo que transmite el ensayo de Aranguren, Tierno Galván, Valverde o Ridruejo desde mediados de los cincuenta y es lo que desafiantemente ofrece la nueva prosa de ideas de Juan Benet o de Castilla del Pino y ya muy andados los sesenta el talante mismo de Fernando Savater o Eugenio Trías. Y para romper las convenciones ha estado siempre Sánchez Ferlosio, al que dedican sus trabajos Danilo Manera y Gonzalo Hidalgo Bayal: por eso también la intransigencia estilística y ética de su ensayo (si no son la misma cosa) convirtió al escritor en el emblema intelectual de la inteligencia indócil y severa desde los años setenta y las páginas de El País. Semejante indocilidad fue la del Juan Goytisolo de madurez, leído por José María Ridao, en el que late un programa de redención ético-ideológica moderno rescatado del pasado de la mano de Américo Castro, como si en el pasado anidasen las fuentes heterodoxas de un futuro más justo. Y no sería descabellado ver insumisión al orden aceptado y a la tácita ley de incomunicación de las sociedades actuales en el ensayismo de Carmen Martín Gaite. De su escritura dotada a menudo de una errabundia sentimental y reflexiva que no siempre alcanzó en sus novelas se encarga José Teruel.

Y en la pelea por rehabilitar una consideración propiamente literaria de la obra filosófica estuvo enseguida Eugenio Trías, como metódicamente expone Fernando Pérez Borbujo, en un contexto de relanzamiento inequívoco de la virtualidad estilística del ensayista, plurialimentado con fuentes dispersas y con efectos en alguna medida bulímicos en los jóvenes de los años setenta. También ahí empezó el primer ensayista de la democracia y uno de los primeros escritores de este tiempo reciente: el ensayo de síntesis apretada de José Antonio Vila no da cuenta de todo Savater, porque es imposible, pero sí señala algunas de sus numerosas virtudes literarias, inimitables e insustituibles para muchos lectores de la democracia.

La crítica literaria sin embargo no parece haber alcanzado todavía el estatuto de literatura a los ojos de la historiografía contemporánea, como si ese subgénero anduviese aún en los arrabales terminantes y nos faltase la certeza del valor ensayístico de la crítica literaria. Habría que preguntarse si esa impermeabilidad de la crítica al aprecio literario es una rutina más o nace de un tácito consenso sobre su mero valor auxiliar o instrumental. En todo caso, la crítica literaria de muchos de los autores estudiados en este volumen, sea Ortega escribiendo sobre Proust o Baroja, sea Azaña sobre Valera o Cervantes, María Zambrano sobre Unamuno o Galdós, sea Trías sobre Calderón o Benet sobre Shakespeare, desautoriza ese consenso y obliga a reconsiderar la crítica como otra forma más de expresión literaria. Y aunque la música está infrarrepresentada en este volumen, sí cuenta con un hermoso y contundente testimonio de Martínez Sarrión en torno a Juan Benet, con el regalo final de una secreta lista de su canon musical... Pero eso será en otra ocasión.

Bastantes de los trabajos aquí reunidos tienen su origen remoto en unas Jornadas académicas sobre el ensayo español contemporáneo que se celebraron en la Universitat Pompeu Fabra en octubre de 2012 y que resultaron muy fecundas. A la hora de armar este volumen quisimos que se incorporaran autores y perspectivas que no habían podido formar parte del programa de aquel encuentro. El resultado final no ha sido un panorama exhaustivo pero sí un mapa muy representativo del devenir del género en el siglo XX y en el fondo una invitación a reconsiderar con ojos desacomplejados la estética del ensayo literario más allá del corsé de las disciplinas y del canon de los nombres consagrados.

“Férvido apasionamiento intelectivo”: ensayismo y lírica en la vanguardia española

ALBERT JORNET SOMOZA (Universitat de Barcelona)

Las relaciones entre dos géneros propiamente modernos como son el ensayo y la lírica posromántica han sido, como se sabe, extremadamente complejas y no menos fecundas para las poéticas del siglo xx. No nos sorprende, hoy en día, encontrar algunos casos de la reciente historia literaria hispánica en los que sus fronteras han jugado precisamente a diluirse: podemos recordar, por un lado, ensayos salpicados de lirismo, como los de Ramón Gómez de la Serna, donde el hallazgo de la imagen poética parece sobreponerse al análisis y desarrollo de las propias ideas, y, por el otro, algunos poemas en prosa, como los contenidos en Variaciones sobre tema mexicano (1950), de Luis Cernuda, o Bajo la lluvia ajena (Notas al pie de una derrota) (1980), de Juan Gelman, cuyo cauce reflexivo y cuyo uso moderado de la tensión antiestándar propia del lenguaje artístico los acerca irremediablemente hacia una forma colindante de lo ensayístico.

Efectivamente, estamos ante dos géneros que comparten como mínimo dos aspectos constituyentes a nivel discursivo: por un lado, ambos se articulan y se conceptualizan en torno a un sujeto instaurado en y por el texto —es decir, ambos se engloban en lo que podríamos llamar “los discursos del yo”— y, por el otro lado, ambos establecen un tipo de temporalidad comprometida con el presente de su enunciación. En este sentido, como ya ha observado Pozuelo Yvancos, “la lírica compart[e] con el ensayo una temporalidad del Discurso que emerge como fuerza ejecutiva en el presente de su formulación y cobra desde ese presente toda su fuerza”1. Con todo, en cuanto a su formalización textual, lo que en última instancia puede diferenciar al poema lírico del ensayo es, como he señalado en otra ocasión2, que mientras que el segundo responde a un principio de coherencia del enunciado —en su compromiso con las ideas y la corriente reflexiva que desarrolla—, el primero responde a un principio de coherencia de la propia enunciación, de la que depende en última instancia la extracción del sentido del discurso, incluso en aquellos casos en los que el enunciador ha borrado todas sus huellas del texto o en los que la enunciación se presenta como dislocada o fragmentada. De hecho, ya había apuntado a esta diferencia hace años Theodor Adorno cuando, al definir el ensayo, señaló que “la suya no es la vaga apertura del sentimiento y el estado de ánimo, sino la que debe el contorno a su contenido”3.

No obstante, a pesar de las interesantes diferencias y proximidades que muestran estos dos géneros a nivel de su configuración textual o discursiva y al de los dispositivos de recepción que activan, me interesa aquí reflexionar sobre un tipo de relación existente entre ambos, quizás menos estudiada, que requiere de un punto de vista más sociológico o de historia cultural. Me referiré, pues, no tanto a las características formales o discursivas que modelizan ambos géneros, sino a la función que pueden cumplir dentro de un sistema literario particular, a ciertos aspectos estéticos y comunicativos que activan y a la interrelación temática o conceptual que pueden ofrecerse mutuamente. En concreto, intentaré analizar las posibilidades que brindan los géneros ensayísticos al servicio de la comprensión del fenómeno lírico, en especial en aquellos casos en los que la poesía se propone desde lo que podríamos llamar una “estética de la ininteligibilidad”, es decir, aquellas poéticas cuya característica principal es la de modelar un texto que muestra una evidente resistencia a ser aprehendido. Este es el caso, sin duda, de la poesía vanguardista europea e hispánica, y en este sentido indagaremos sobre el papel que jugó la prosa de ideas durante los años diez y veinte del pasado siglo en la explicación, difusión y legitimación del “arte nuevo” de hacer poemas en la vanguardia española. Podremos observar cómo el auge de una lírica difícil, hermética, como fue la de los “ismos” de la modernidad, corrió parejo con el de una ensayística metapoética a través de la cual los propios poetas pudieron divulgar sus credos estéticos y justificar sus posturas literarias. La hipótesis, por lo tanto, de este estudio será que la generalización de una práctica lírica ininteligible en la modernidad estética supuso igualmente la generalización del uso del cauce ensayístico por parte de los propios poetas precisamente como herramienta para “hacer entender” los presupuestos de su poética y para intentar vadear el progresivo distanciamiento con el público que sufriría el género lírico en los albores del siglo xx. De esta manera, examinaremos el surgimiento y las características de un nuevo ethos lírico moderno que se construirá sobre todo a partir del uso de géneros ensayísticos que serán practicados ampliamente por los protagonistas de la aventura vanguardista, muchos de los cuales serán poetas que buscarán de este modo legitimar su propia praxis creativa. El cauce ensayístico se revelará, por lo tanto, como el canal más pertinente para cimentar e intentar prestigiar una específica imagen o caracterización del poeta en las primeras décadas del siglo xx.

Antes de eso, sin embargo, debemos aclarar que evidentemente no se trata de un fenómeno privativo de las vanguardias históricas ni mucho menos hispánicas. Efectivamente, a lo largo de la historia de la literatura han sido muchísimas las veces que los poetas han tomado la pluma para vehicular sus ideas literarias a través de lo que podríamos definir como géneros ensayísticos. Exponentes clásicos podrían hallarse, por ejemplo, en el de la misiva, con representantes tan conocidos como la horaciana Epistula ad Pisones, el Prohemio y carta, del Marqués de Santillana, o Sobre la educación estética del hombre, de F. Schiller, por citar solo tres, de distintas épocas, lenguas y geografías. Sin embargo, no es menos cierto que a partir de la ruptura con el modelo preceptivo neoclásico que propondrán los escritores y pensadores románticos, cada vez encontraremos más poetas que utilicen el ensayo para exponer su idiosincrasia estética, lo cual no debería sorprendernos, pues con la falta de un molde apriorístico como era el paradigma clasicista, los autores se sentirán, por un lado, más libres de exponer nuevas ideas sobre la propia creación y a la vez, por el otro, obligados a persuadir a sus potenciales lectores sobre la pertinencia y los logros de su propuesta literaria. Desde este punto de vista, inspirado en la sociología del campo literario bourdieuana, es evidente que la prosa ensayística de los poetas románticos y posteriores se ofrece como una clara herramienta de lucha y posicionamiento en el momento histórico de surgimiento del propio campo. Discursos, artículos, cartas, críticas, textos polémicos, manifiestos, etc., son algunos de los subgéneros ensayísticos que emplearán los propios poetas de los siglos XIX y XX y que por su condición persuasiva y argumentativa se ofrecen fácilmente a la lectura sociológica. Fenómeno que veremos ciertamente acentuado en los casos de poetas cuya obra se muestra cada vez más difícil o hermética, tal como testimonia la sucesión de grandes poetas-ensayistas que acaban asentando el pensamiento poético de la tradición lírica simbolista: desde Poe a T. S. Eliot, pasando por Baudelaire, Mallarmé o Valéry4.

Hija de esta tradición simbolista, la poesía española de vanguardia verá igualmente proliferar el número de publicaciones de orden ensayístico que se dedican a reflexionar sobre el propio hecho poético, y en gran medida escritas por los propios poetas del momento. Estos textos se beneficiarán, evidentemente, de la proliferación sin precedentes de revistas literarias que aparecerán a lo largo del primer cuarto de siglo y que servirán de plataforma para su exposición y circulación; se trata, primero, de publicaciones como Prometeo, Cervantes, Ultra, Grecia, Cosmópolis o Alfar y en un segundo momento otras como Revista de Occidente, Verso y Prosa, Litoral o La Gaceta Literaria, entre otras muchas. A pesar de que Benjamín Jarnés se lamentase en 1929 de la “falta casi total de ensayistas” en la España de los albores del siglo xx, lo cierto es que, como observa Domingo Ródenas, “el ensayo de la generación joven vive y crece en el medio periodístico”5. Será a través de estos más o menos breves textos de reflexión metapoética que se extenderán las ideas vanguardistas a lo ancho de la península ibérica y se canalizarán las ideas literarias llamadas a explicar y legitimar el fenómeno de una poesía que, reunida en un primer momento bajo los grupos ultraísta y creacionista, se percibe cada vez más como incomprensible por parte del público en general —es decir, el “lector común”, no versado en temas de estética— e incluso por algún sector de escritores e intelectuales.

Recordemos que, tras los últimos coletazos de la poesía romántica o posromántica, la aparición de un tipo de escritura que propugnaba la separación meridiana entre “vida y literatura, realidad histórica y creación lírica”6 y que desactivaba, como diagnosticaría Ortega, la posibilidad de ser entendida con mecanismos perceptivos y procesos intelectivos propios de la experiencia de la realidad, no podía dejar de generar reacciones adversas. Como la de un quincuagenario, Ramiro de Maeztu, que en 1926 reprocharía a los jóvenes poetas el distanciamiento de su obra respecto a la “vida social”, o la de Cristóforo de Doménech, que se preguntaba solo dos años antes: “¿El hombre actual siente la poesía de los hombres actuales? ¿No existirá un divorcio entre sus poetas y el hombre actual?”7.

En efecto, acusaciones como estas no eran más que el síntoma y la prueba de un fenómeno sociológico que se dio en todos los países en que la lírica postsimbolista desembocó en un formalismo experimental como el de las vanguardias: el distanciamiento marcado e insalvable con el público mayoritario8. Y es precisamente por causa de esta tensión entre una poesía que se querrá articulada desde un nuevo sentir compartido de la modernidad y la generalizada incomprensión por parte de los lectores potenciales de sus obras, que los poetas emprenderán la tarea de conceptualizar, legitimar y divulgar los presupuestos de sus poéticas. Y lo harán, según mi punto de vista, a través de tres géneros o modos ensayísticos: el manifiesto, el ensayo y la crítica literaria. Debo advertir, antes de proceder a su acercamiento, que no me interesará tanto analizar los conceptos o ideas que se desarrollarán en estos —que en gran medida ya han sido estudiados: como los conceptos de imagen poética, la metáfora, la poesía pura, la deshumanización, etc.— como el papel o la función que cumplen al servicio de la legitimación de la figura del poeta vanguardista, es decir, cómo, a través de estos géneros, los propios poetas pueden caracterizarse a sí mismos y construirse un ethos público9, con determinadas funciones sociales, que explican, compensan o suplen la aparente sinrazón de una poesía que no se puede entender.

1. El manifiesto

Si consideramos el subgénero del manifiesto como integrante de los llamados géneros ensayísticos, veremos que tiene características muy particulares y que precisamente estas son las que, de la mano de los autores vanguardistas, servirán para caracterizar una nueva figura o ethos del poeta. Más allá de las opiniones o reflexiones a que pueda dar cauce esta vía de expresión del pensamiento, la especificidad del manifiesto parece radicar en la rotundidad exaltante con la que se declaman en él las ideas contenidas y en el hecho de que, en la mayoría de los casos, la autoría del manifiesto es o se pretende colectiva.

Efectivamente, uno de los aspectos más relevantes de los manifiestos proferidos a lo largo de las vanguardias históricas es que en ellos los artistas o escritores se presentaban como sujetos colectivos dirigidos a la acción. Ya fuera iconoclasta, revolucionaria, utópica o antiburguesa, esta acción es lo que movía al autor del manifiesto a escribirlo, con la taxativa contundencia que los caracteriza. En este, los firmantes solían explicar la necesidad de tomar partido por una reacción ante un estado de cosas inaceptable: desde romper los antiguos moldes expresivos a quemar las instituciones artísticas, desde alabar e imitar la máquina y la tecnología modernas a propugnar la absoluta aniquilación de cualquier sentido o lógica. Todo, en los manifiestos, es propuesta y promesa de ser llevada a cabo. Esta es su lógica, la de la proclama, semejante a la de ciertos discursos públicos como el político, pues, como este, responde a una intención de proyectarse hacia el espacio social, hacia el ágora, con una singular retórica inflamada. Y lo interesante de estos es que, además, no solo pretenden inducir a la acción, sino que son ellos mismos una acción, puesto que resultan textos cargados de valor performativo. Piénsese, por ejemplo, en el primer manifiesto hispánico relevante, es decir, la “Proclama futurista a los españoles” (1910), de Ramón Gómez de la Serna, que arranca con su impetuoso: “¡Futurismo! ¡Insurrección! ¡Algarada! ¡Festejo con música wagneriana!...”10 para extenderse a lo largo de dos páginas en sucesiva exclamación inconexa. La algarabía de sustantivos del conjunto del texto cobra mucha más fuerza por cuanto se presenta bajo la función performativa del grito. En este sentido, es menos importante sin duda la enumeración retórica de sintagmas y términos que la necesidad de acudir al alarido, a la queja rabiosa, que se lanza impetuosamente contra el statu quo cultural.

Ciertamente, los manifiestos vanguardistas del ultraísmo responden a esta lógica de la proclama, pues sus autores “necesitan declarar su voluntad de un arte nuevo”11, y todos, en menor o mayor medida, contendrán una protesta y una promesa. Acción y futuro configuran el binomio de palabras clave para ellos. De esta manera, se construye una imagen del poeta —o del artista— que podríamos llamar un ethos subversivo a través del cual se muestra como un ser llamado a cambiar la situación de su entorno sociocultural acudiendo a la llamada de su tiempo, tal como afirmará Isaac del Vando-Villar:

nunca podrá negársenos que nuestra manera de ser obedece al mandato imperativo del nuevo mundo que se está plasmando y hacia el cual creemos orientarnos con nuestro arte ultraísta.

Triunfaremos porque somos jóvenes y fuertes, y representamos la aspiración evolutiva del más allá.

Ante los eunucos novecentistas desnudamos la Belleza apocalíptica del Ultra, seguros de que ellos no podrán romper jamás el himen del Futuro12.

Como apunta Vando-Villar, el poeta vanguardista legitima su práctica poética en la necesidad de derribar a sus adocenados antecesores y todo lo que estos implicaban. De este modo, la propuesta ultraísta, basada en un lenguaje dislocado, inconexo y anticonvencional, y por lo tanto llamada a ser recibida como una poesía difícil o ininteligible, se justifica por el propio gesto iconoclasta, por la acción que esta supone contra lo establecido como pretendido síntoma del “espíritu del tiempo”. Este nuevo ethos gestual-subversivo del poeta, que aúna protesta y promesa, futuro y acción, y se propone “desanquilosar el arte” —según la “Proclama”13 firmada por Borges y Torre, entre otros—, fundamenta pues una nueva lírica en tanto que necesidad de revuelta contra lo instituido, empezando por las viejas instituciones estéticas y acabando por los “mercachifles que exhiben corazones disecados i plasman el rostro en carnavales de muecas”14.

De este modo querrán instaurar la imagen poética y la metáfora como mecanismos para una poesía otra en la que, más allá de la comprensión del poema, lo que importa es, siguiendo el credo aquí expuesto, el gesto del poeta, aquello que él hace con el poema. Lo que Gerardo Diego llamaría en su “Intencionario” el “gesto del arquero”: “Nosotros no llegamos a disparar; nos contentamos con la intención, con el ademán. Porque toda la estética del arquero está en el gesto”15. El poema, por tanto, se convierte en gesto, en invitación activa hacia el lector de parte de este poeta subversivo. Una invitación que, como veremos, será recogida por la nueva crítica literaria, que acabará presentándose como ejemplo o modelo de la tarea lectora creativa necesaria para el poema moderno. Pero, antes de examinar este aspecto, debemos acudir a otro género como el ensayo propiamente dicho para analizar cómo, desde la prosa sosegada y reflexiva, distanciada de la lógica de la proclama y el grito del manifiesto, se construirá otro nuevo ethos lírico llamado igualmente a legitimar la figura del poeta hermético, incomprensible.

2. El ensayo

Paralela y posteriormente al boom del género del manifiesto, podemos observar cómo en prólogos, artículos, respuestas a encuestas o sencillamente textos ensayísticos el poeta vanguardista español, así como el simbolista francés, no dejó escapar la oportunidad de reflexionar sobre su propia práctica poética. Tanto que —desde Gómez de la Serna a Gerardo Diego, desde Guillermo de Torre a Cernuda o Salinas— es extraño encontrar un solo poeta más o menos reconocido que no publicase, con el paso del tiempo, un volumen de ensayos metapoéticos. La cantidad de escritos es ingente y resultaría imposible allegarlos ni siquiera en una pequeña parte, pero sirvan aquí algunos ejemplos conocidos para mostrar un punto esencial de la función del ensayo a manos de poetas líricos. Como es sabido, la nueva condición de la poesía empezó conceptualizándose entre los ultraístas a partir del concepto de la “imagen poética” y de la “metáfora”, y prosiguió bajo el debate en torno a la poesía pura y en la idea orteguiana de la poesía deshumanizada. Si algo se muestra como una constante en gran parte de estos ensayos, a lo largo de estos años, es un acercamiento a las ideas literarias en el que el poeta se presenta a sí mismo casi como un aséptico analista de lo poético, como ceñudo especialista en el campo del lenguaje, a veces incluso como un científico empirista cuyo campo de estudio no es otro que el de los objetos estéticos. Veamos, por ejemplo un fragmento en que Guillermo de Torre define precisamente la imagen poética:

La imagen es el protoplasma primordial, la sustancia celular del nuevo organismo lírico. La imagen es el resorte de la emoción fragrante de la visión inesperada: es el reactivo colorante de los precipitados quimicos-líricos. Y en ocasiones, como la ecuación poemática creacionista, es el coeficiente valorador fijo16.

Vemos, pues, cómo el autor de Hélices (1923) al reflexionar sobre la creación lírica se encarama ya al “mirador teórico” que desembocará en la segunda parte de sus Literaturas europeas de vanguardia (1925); un punto de observación parecido al del científico, aquel desde donde puede otear cualquier fenómeno literario y dirigirle su mirada analítica.

Por su lado, Cansinos Assens, reflexionando sobre los mecanismos expresivos ultraístas, afirmaba en 1920 que “los poetas modernos [...] obtienen la imagen duple o triple, como flores polipétalas mediante una más alta presión en sus invernaderos”17. Como se observa, en ambos textos se articula una imagen del poeta en el que este es al lenguaje lo que el científico empirista al mundo natural —ya sea químico o biólogo floricultor—, un íntimo conocedor de las leyes de su comportamiento. Esta figura del poeta será determinante para justificar su papel en la sociedad, en tanto experto o técnico del lenguaje, y supondrá lo que aquí denominaremos el ethos profesionalista18 del poeta moderno. Herencia del “poeta doctus” baudelaireano y derivación democrática del poeta aristocrático que encontrábamos, por ejemplo, en la justificación de la oscuridad gongorina19, el poeta moderno legitima la dificultad intrínseca de su poesía desde su posición de experto en y experimentador de lenguaje, y cuyo fruto sofisticado puede distar de ser comprendido por la mayoría de la misma manera que lo hace una fórmula matemática que explica una ley física. De esta manera, como destacó Anthony Leo Geist, la poesía se convierte, para los autores del primer cuarto de siglo, en un hortus conclusus exclusivo, “en un refugio para los adeptos, donde no puede penetrar el vulgo”20.

Por supuesto, para el poeta vanguardista, el lenguaje, en su expresión puramente poética, no debe “querer decir” nada: “La Música no quiere decir nada. [...] Pues bien, con las palabras podemos hacer algo muy semejante a la Música, por medio de las imágenes múltiples”21. El tópico, de nuevo, así como la asimilación con el arte musical, tiene origen simbolista y se ha desarrollado a lo largo del siglo XX como postulado de un autotelismo intrínseco a la palabra poética según el cual o bien el poema no significa, sino que es —en su versión ontologizante—, o bien la suya es una apertura sémica que solo depende, en última instancia, del lector. Resulta, sin duda, curioso y paradójico observar que aunque el poeta esté convencido de que su obra no “quiere decir” nada, y que por tanto no tiene que “ser entendida” por el lector, este recurrirá constantemente a la prosa ensayística para poder “decir” que su poesía no “quiere decir”, para hacer “entender” al público potencial que sus palabras no deben ser “entendidas”.

El poeta del arte nuevo paga su especialización respecto al lenguaje con la incomprensión del público y ante ello pretende instruirlo a través de los ensayos que publica ganándose su consideración con la construcción de este ethos profesionalista. Mediante el ensayo, el autor contemporáneo busca, entre otras cosas, generar en el lector la confianza necesaria para que este crea lo suficiente en él y en su obra y que esta creencia en su figura como experto en el lenguaje le haga resistir ante el desconcierto inicial que provoca su poesía. El poeta le dirá al lector que no intente entender sus poemas, que no busque un significado cerrado y estable, sino que confíe en él y que se adentre hacia la experiencia que le ofrece. Pero el lector común seguirá buscando un mensaje en los textos, y de ahí que el poeta acabe resignado en su condición de solitario o minoría y termine por renegar de “la ciénaga del vulgo” (Guillermo de Torre), buscando el “hombre selecto” (Ortega) o asumiendo que “el arte siempre es impopular” (Gerardo Diego). Y si bien pudiera creerse que la metáfora científica para construir el ethos lírico de los años veinte solo fue usada por los escritores ultraístas —debido a su entusiasmo tecnológico y cientificista—, baste solo recordar que en la “Poética” que escribiría para la célebre Antología, de Gerardo Diego, Jorge Guillén sentenciaría que “poesía pura es matemática o química —y nada más—”22.

Es por este motivo que a menudo se acusará a la poesía vanguardista —en especial a la ultraísta— de ser demasiado “cerebral” y a la vez de invalidar la razón como medio de comprensión poética. Un diagnóstico interesante al respecto es el de Enrique Díez-Canedo, con motivo de la poesía de Diego, a la que comparaba con la oscuridad gongorina: “Para Góngora hay exégetas que aclaran la alusión demasiado sutil [...]. Un poeta moderno halla su fuerza, precisamente, en no prestarse a tales exégesis profesorales. Llama tan solo a la penetración intuitiva y no repara en ser explicado torcidamente”23.

Efectivamente, Díez-Canedo da en el clavo cuando menciona la intuición como requisito para el éxito de la lectura de esta poesía moderna, si entendemos esta intuición como una actitud abiertamente constructiva hacia el poema, como una predisposición hacia el misterio del lenguaje, tal como los propios autores de vanguardia afirmarán sin tapujos. Esta facultad intuitiva es sin duda la que debe llevar al lector a sortear la dificultad u oscuridad de las nuevas creaciones líricas para acceder al corazón del poema, a la experiencia que ofrecen más allá de la comprensión lógica. Y ese aspecto será en mayor medida destacado a través de otro género ensayístico decisivo para entender la poesía de vanguardia que no es otro que la crítica24 literaria.

3. La crítica literaria

En efecto, la “oscuridad” de la poesía moderna será defendida por los escritores vanguardistas principalmente en escritos críticos en los que se aproximan a la obra de autores admirados —y, como recordaría Gil de Biedma parafraseando a Auden, a menudo “los poetas metidos a crítico”25 cuando se acercan a la obra de otros están hablando secretamente de sí mismos—. Tal es el caso, por ejemplo, de José Bergamín, quien escribiría lo siguiente, al referirse a la obra “iluminada”, de Arthur Rimbaud: “La claridad poética de la prosa de Rimbaud parece oscuridad al que trata de comprenderla lógicamente. Sus ‘Iluminaciones’ no deslumbran a los que quieren comprenderlas sin los ojos de la intuición poética, que las ve”26. La ecuación es la misma que la anunciada por Díez-Canedo pero positivizada: para Bergamín, la sustitución del razonamiento lógico por la intuición poética permite también la conversión de la oscuridad del lenguaje en su opuesto, es decir, en claridad estética. La incomprensión que sufre el poema moderno proviene de la costumbre histórica de entender la poesía con la única herramienta del pensamiento lógico mientras que el arte nuevo requiere de la intuición, ese misterioso ojo interior que se deja llevar por la atracción abisal de un lenguaje ininteligible hacia la experiencia misma del poema. Por su parte, César M. Arconada definiría la misma concepción de la siguiente manera, que nos recuerda el famoso arranque del ensayo La expresión americana —“Sólo lo difícil es estimulante”—, de Lezama Lima: “Contener enigmas es contener futuro. [...] La complicada belleza, áspera y cortante de aristas, es de continuo una llamarada incitadora de los espíritus curiosos”27. De nuevo, la oscuridad poética se presenta como un acicate para la intuición lectora de aquellos espíritus que estén dispuestos a responder a su llama(ra)da.

Es, por tanto, a través del concepto de “intuición poética”, esta misteriosa facultad a caballo entre la predisposición intelectual y la entrega emocional, que nuestros poetas modernos buscarán legitimar el hermetismo lírico, pues permite sustituir, en lo que a la lectura se refiere, la idea de comprensión lógica por una nueva y atrayente, digámoslo así, erótica de la ininteligibilidad28