La nueva mujer

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

La nueva mujer

Relatos de escritoras estadounidenses del siglo XIX

 

 

Prólogo y traducción de Gloria Fortún

 

 

Primera edición: septiembre de 2017

 

Títulos originales de los relatos: A Warrior’s Daughter, The Story of an Hour, A Jury of Her Peers, Circumstance, The Inferior Woman, Tom’s Husband, The Unnatural Mother, Cacoethes scribendi, The Walking Woman, Paul’s Case: A Study in Temperament

 

© de la traducción: Gloria Fortún

© del prólogo: Gloria Fortún

 

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

 

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

ISBN: 978-84-946824-5-2

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

Prólogo

Desde la puritana Anne Bradstreet (1612-1672) hasta la Premio Nobel Toni Morrison (1931), las estadounidenses llevan casi cuatro siglos firmando textos literarios. Provienen de los cincuenta estados y de todas las clases sociales, etnias, culturas y religiones. No obstante, son pocas las autoras conocidas por el público general antes del siglo XX. Por supuesto, hay excepciones como la poeta de Massachusetts Emily Dickinson (1830-1886) o la novelista neoyorquina Edith Wharton (1862-1937). Pero es que ya sabemos que las excepciones confirman la regla, que no es otra que un canon literario androcéntrico. Nuestra rebelde labor, siempre, debe ser la de investigar los silencios de dicho canon y establecer uno nuevo.

La tarea se complica cuando la literatura a explorar es la de un país tan diverso como Estados Unidos, donde lo mismo que no existe una visión unificada de la historia, tampoco la hay de la tradición literaria. La presente recopilación de relatos no pretende ser una antología exhaustiva de escritoras decimonónicas de este país, sino que busca hacer justicia con intelectuales que han sido inmerecidamente obviadas y que, como toda persona que lea este libro podrá comprobar, crearon textos sorprendentes y de indiscutible calidad.

Anne Bradstreet escribió en 1650 el primer libro firmado por una mujer que vivía en suelo estadounidense. Desde entonces no fueron pocas las que se atrevieron, a pesar de las dificultades, a blandir una pluma. Nuestra recopilación se ha detenido, sin embargo, en ese momento de transición entre el siglo XIX y el XX, por ser la época del nacimiento de la Nueva Mujer, aquella que por primera vez empieza a rechazar de forma colectiva los roles tradicionales, redefine su sexualidad y reivindica su derecho a la educación superior y a desarrollarse en el ámbito profesional. La traducción política de esta toma de conciencia es el activismo de colectivos como las sufragistas o las afroamericanas.

En cuanto a la literatura, a medida que avanza el siglo XIX las autoras empiezan a experimentar con nuevas formas que con frecuencia huyen del realismo moralista de las largas novelas inglesas (Charlotte Brontë, George Eliot…), que hasta hacía poco tiempo ocupaban los primeros puestos en sus olimpos particulares, para abrazar un género que transformarían en genuinamente americano: el relato.

A partir del siglo XIX, la gente de Estados Unidos comienza a estar muy ocupada, rasgo que se convertirá en característico de esta sociedad desde su plena industrialización tras la Guerra Civil. Cada vez tenían menos tiempo para leer y cada vez lo hacían de forma más selectiva. La proliferación de revistas que publicaban relatos, como The Atlantic Monthly, The New Yorker o The Saturday Evening Post proporcionó una plataforma a estas mujeres que encontraron en el cuento el género ideal para centrarse en una voz narrativa única que les permitiese explorar la psicología femenina. Varias de las autoras que aparecen en La nueva mujer escribieron importantes novelas, como es el caso de El despertar de Kate Chopin, La tierra de los abetos puntiagudos de Sarah Orne Jewett (publicada en esta misma editorial) o Mi Ántonia de Willa Cather. Sin embargo, fueron sus relatos los que con más fuerza penetrarían en un imaginario colectivo ávido de una voz propia estadounidense que reflejase su forma de hablar y de vivir por medio de un género literario que se adecuaba a la perfección a su cultura. En unas pocas páginas, escritoras de toda condición —la india dakota Zitkala-Ša, Sui Sin Far de origen asiático, una vaquera solitaria como fue Mary Austin, una periodista intrépida como Susan Glaspell o la sureña escandalosa Kate Chopin, por poner varios ejemplos de esta recopilación— dejaron atrás los estilos más convencionales para hacer suyos el gótico, las alegorías o la reivindicación feminista.

 

Tanto Anne Bradstreet en el siglo XVII como la novelista Fanny Fern (1811-1872) doscientos años después, recibieron críticas similares por el hecho de atreverse a escribir: en las manos de las mujeres, les dijeron, encajaba mejor una aguja de coser que una pluma. El acceso de las mujeres a la vida pública era un camino tortuoso y desigual que se refleja de forma simbólica en el fantástico relato de Susan Glaspell, Un jurado de sus iguales. Glaspell (1876-1948) escribió este cuento en 1917, basándose en un juicio por asesinato que cubrió siendo una joven periodista en Iowa. Podríamos interpretarlo como una parábola de la situación de las escritoras norteamericanas —y del mundo entero— en el siglo XIX en una tradición literaria que se basaba en un canon y en unos juicios de valor patriarcales y de la que quedaban excluidas. Un jurado de sus iguales explora también de forma inolvidable el tema de la conexión, de la sororidad: a lo largo de la historia podemos comprobar cómo las dos protagonistas establecen de forma continuada un vínculo entre lo que observan en la casa de una acusada de asesinato y sus propias vidas, hasta tal punto que se sienten más conectadas con ella, hablante de su mismo idioma, que con sus propios maridos.

El tema del juicio a las mujeres, literal en el relato de Glaspell, es constante en los relatos que encontramos en este libro. En La Mujer Inferior (1912), la joven Alice Winthrop es criticada por trabajar para ganarse la vida, al igual que le sucede a Mary Dunn en El marido de Tom (1882). En Una madre antinatural (1916), la dureza contra Esther Greenwood por querer vivir libremente es sobrecogedora.

Muchas de las protagonistas de los relatos recogidos en La nueva mujer están en conflicto con el orden social establecido, atrapadas en una tierra de nadie entre sus deseos individuales y sus obligaciones sociales, entre ellas una de las más importantes: la de ser esposa. Si en Un jurado de sus iguales nos encontramos con una mujer sin duda maltratada por su marido, en Historia de una hora (1894) de Kate Chopin (1850-1904) la protagonista esconde un poderoso anhelo de autonomía bajo la fachada de una respetable mujer sureña. La independencia, ese placer prohibido para Louise Mallard, es imposible en una institución opresiva como es la del matrimonio, incluso cuando este es bien avenido, como el de Mary y Tom en El marido de Tom, escrito por Sarah Orne Jewett (1849-1909), que explora la forma en que los roles asignados a cada género pueden no ser los que las personas desean en sus vidas, pero también la dificultad de escapar de ellos en una sociedad patriarcal.

Si el matrimonio es una de las herramientas para mantener a una mujer en el ámbito privado, la otra es la maternidad, pero la protagonista de Una madre antinatural, relato de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), decide vivir de otra manera y educar a su pequeña de un modo más libre, para escándalo de todo el pueblo de Toddsville. Si en Dellas (Herland, 1915) Perkins Gilman firma una novela utópica en la que inventa una sociedad compuesta únicamente de mujeres, para la autora, que podríamos decir que lidera de forma teórica y activista el movimiento de la Nueva Mujer, la escritura viene a ser ese país separado de las mujeres donde poder plasmar reivindicaciones y nuevas realidades. Así lo cree también Mary Austin (1868-1939), que en su relato La Caminante (1907) da vida a una forajida inolvidable que decide vivir su vida de otra forma, lo mismo que Esther Greenwood. Podríamos decir que este cuento es el melancólico manifiesto de Austin por la independencia femenina.

Mary Austin siempre mantuvo que su estilo literario se debía a que había estudiado a fondo la cultura de los pueblos nativos de los Estados Unidos, cuyos valores plasma en todos sus relatos ambientados en el Desierto de Mojave. De hecho, podríamos interpretar a nuestra Caminante como una especie de Madre Tierra o Pachamama que sustenta los valores del trabajo duro, el amor y la fertilidad a través del respeto por la naturaleza.

Ya que mencionamos a los pueblos nativos, es realmente gozoso haber podido incluir en esta colección el relato La hija del guerrero (1902) de Zitkala-Ša (1836-1938), las aventuras de la valiente Tusee, cuya habilidad con el hacha de guerra nada tiene que envidiar a la de sus congéneres varones. Hija de madre Sioux y de padre blanco, la autora fue una importante activista por la dignidad de las personas indias y dedicó su carrera a intentar conciliar su cultura nativa con la anglosajona en la que había estudiado. Este dilema lo expresa a la perfección Sui Sin Far (1865-1914) en su divertido relato La Mujer Inferior (1912), protagonizado por la Sra. Fragancia de Primavera, como el resto de cuentos sobre malentendidos culturales escritos por esta autora de madre china y padre británico.

Son muchos los temas abordados en los relatos de este libro, pero no debemos pasar por alto el de la creatividad. Como autoras profesionales, es decir, cuya ocupación principal era la escritura con la que se ganaban el sustento, esta cuestión estaba sin duda sobre la mesa en su cotidianidad. La parodia Catharine Maria Sedgwick (1789-1867) en su historia Cacoethes Scribendi (1830), cuyo título alude a la locución latina cuyo significado es «deseo compulsivo de escribir». La Sra. Courland descubre la escritura y convence a todas las mujeres de su entorno para que se dediquen a este noble oficio, pero no logra hacerlo con su propia hija Alice, que se niega a ser una heroína literaria o una autora. Es precisamente por ello que se gana el amor del codiciado Ralph Hepburn, quien con la nota en que le pide matrimonio establece cómo será su sana relación patriarcal: él escribirá por ella. Al publicar esta historia en la revista Atlantic Souvenir, Sedgwick está diciéndonos lo contrario, que ella es una escritora profesional legítima.

Circunstancia (1860), la inquietante incursión gótica de Harriet E. Prescott Spofford (1835-1921), puede interpretarse también como una alegoría de la creadora, que utiliza sus horas nocturnas para alimentar su creatividad y desafiar los roles, pues la protagonista es la que está en los bosques mientras su marido se queda en casa con el bebé. Caben muchas lecturas en este relato que escandalizó por su sensualidad y por el cuestionamiento que realiza la mujer atrapada a todos sus valores culturales y religiosos.

 

Mención aparte tendría el relato con el que cerramos esta diversa colección, El caso de Paul: estudio de una personalidad (1905) de Willa Cather (1873-1947). Para empezar, es el único de nuestra selección no protagonizado por una mujer. Es más, no aparece ninguna digna de mención en toda la historia. Sin embargo, refleja el tema que impregnaría toda la obra de Cather, devota discípula de Sarah Orne Jewett: la desesperada huída de la fealdad hacia las luces de la cultura. Sin duda influido por la novela de 1890 del irlandés Oscar Wilde (1854-1900), El retrato de Dorian Gray, narra la historia de un joven de provincias, probablemente homosexual, que decide escapar de su destino burgués. Magistral retrato literario, Willa Cather pone el broche de oro a una recopilación que presenta voces diversas, complejidad temática y literatura de primera categoría.

 

Las autoras de La nueva mujer formaron parte de círculos literarios, se comprometieron con su vocación de escritoras, tuvieron que reconciliar lo personal con lo político y no cabe duda de que su escritura afectó a sus vidas de mujeres y sus vidas de mujeres se vieron afectadas por su escritura. Al reunirlas en un volumen, buscamos entender cómo dialogan entre sí y con los tiempos en los que viven, así como introducirlas en la rica narrativa de la nación estadounidense, incompleta sin ellas.

 

Gloria Fortún

 

 

La hija del guerrero

Bajo la sombra vespertina de un majestuoso tipi cuya cubierta estaba pintada de rojo, se sentaba con las piernas cruzadas un padre guerrero. Su cabeza se erguía de tal manera que sus ojos eran capaces de abarcar por completo el vasto terreno hasta que este se perdía en el horizonte oriental.

Se trataba del más bravo guerrero del jefe de la tribu. Su heroicidad le había hecho ganar el privilegio de poner su tienda dentro del gran círculo de tipis.

Asimismo, era uno de los más generosos con los desdentados ancianos. Por ello se le permitía la pintura roja en su vivienda cónica. Estos honores le henchían de orgullo. Jamás se cansaba de narrar sus actos heroicos en los encuentros nocturnos. Aunque junto al fuego de su tienda hablaba incesantemente de su elevado rango y de su extendida fama, su mayor regocijo provenía de su hijita de ojos negros y ocho robustos inviernos. Así, mientras se sentaba sobre la suave hierba, con su mujer a su vera, concentrada en su trabajo con los abalorios, él cantaba una canción de danza, marcando ligeramente el ritmo con sus esbeltas manos.

Sus astutos ojos se suavizaron con deleite al observar los gráciles movimientos del pequeño cuerpo que bailaba ante él, sobre el terreno verde.

Tusee está recibiendo su primera lección de danza. Sus apretadas trenzas se enroscan sobre sus pardas orejas como un par de cuernos retorcidos que relucen bajo el sol del verano.

Con sus pies juntos enfundados en cómodos mocasines y una manita en su cinturón para sujetar la larga ristra de cuentas que cuelga de su cuello desnudo, dobla las rodillas con suavidad al ritmo de la voz de su padre.

Ahora se atreve con el movimiento más difícil, ligeramente hacia arriba y para un lado, en círculo. Al tiempo la canción decae en una cadencia final y la mujercita, ataviada con una piel de ciervo decorada, se sienta junto a su madre. Como ella, lo hace sobre sus pies. Al poco rato, el guerrero repite el último estribillo. De nuevo Tusee se levanta de un salto y baila al ritmo del final de la canción.

Justo cuando había terminado la danza, un anciano de cortos y gruesos cabellos que terminaban en sus hombros cuadrados, apareció cabalgando por detrás y se apeó con soltura de su poni. Depositó las riendas de cuero sin curtir en el suelo y se dejó caer perezosamente sobre la hierba.

—Hunhe, has vuelto pronto —dijo el guerrero al tiempo que tendía una mano a su pequeña hija.

La niña corrió al lado de su padre y se acurrucó junto a él, que la rodeó tiernamente con su fuerte brazo. Tanto el padre como la hija, observando a la figura sobre la hierba, aguardaban a escuchar sus noticias.

—Cierto —comenzó el hombre, que tenía acento extranjero—. Esta es la noche de la danza.

—¡Hunha! —masculló el guerrero, sorprendido.

Impulsándose con los codos, el hombre alzó la cabeza. Sus rasgos eran del sur. El padre de Tusee le había capturado en un campamento enemigo hacía muchos años, pero las singulares cualidades del esclavo ganaron el corazón del guerrero Sioux, por lo que le concedió su libertad hacía ya tres inviernos. Había vuelto a ser un hombre de verdad. Podía dejar crecer sus cabellos. No obstante, él mismo había escogido quedarse con la familia del guerrero.

—¡Hunha! —llamó de nuevo el padre guerrero. Después, volviéndose a su hija, preguntó—. Tusee, ¿has oído?

—Sí, padre. ¡Esta noche voy a bailar!

Con estas palabras se desembarazó de su brazo y brincó llena de regocijo. En ese momento la voz orgullosa de su madre dijo entre risas.

—Hija mía, en honor a tu primera danza tu padre debe entregar una ofrenda generosa. Sus ponis son salvajes y deambulan más allá de la gran colina. Dime, ¿qué puede ofrecer que sea adecuado? —preguntó, los desconcertados ojos de su hija posados en ella.

—¡Un poni de la manada, madre! ¡Uno de los veloces ponis de la manada! —sugirió alegremente Tusee, inspirada de pronto. Señalando con su pequeño dedo índice al hombre tumbado en la hierba, pidió—: Tío, ¿puedes ir mañana a por el poni? —Y satisfecha con su solución al problema, se puso a dar saltos. Su infantil fe en los adultos no estaba condicionada por el conocimiento de los límites humanos, sino que pensaba que las personas mayores podían conseguirlo todo.

—¡Häbob! —exclamó la madre elevando el tono, dando a entender con su improperio que el espíritu optimista de su hija no podía ser derrotado con una negativa.

Entendiendo con rapidez a la mujer, el hombre respondió:

—¡Por supuesto! Iré si Tusee me lo pide.

Esto satisfizo a la pequeña, cuyos ojos negros se inundaron de luz. De pie delante del fuerte hombre, aplaudió con sus pequeñas manos morenas, llena de dicha.

—¡Eso me hace feliz! ¡Mi corazón está contento! Ve, tío, y tráeme un bonito poni —rogó. En ese instante se hubiera marchado sin más, pero un impulso hizo que se reclinara. En la propia lengua del hombre, pues le había enseñado muchas palabras y frases, se despidió—: ¡Gracias, buen tío, gracias! —Y se fue dando brincos de pura felicidad.

El orgulloso padre guerrero entrecerró los ojos con una sonrisa y murmuró su aprobación:

—¡Howo! ¡Hechetu!

 

Al igual que su madre, por fin Tusee ha puesto maquillaje en sus cejas y alrededor de los agujeros de la nariz, pero en su robustez se parece a su padre.

Hija fiel, se sienta en el interior de su tipi decorando para su padre pieles de ciervo con abalorios, mientras que él anhela mantener a raya a cualquier pretendiente, pues ante su viejo corazón orgulloso ninguno resulta merecedor de su hija. Pero Tusee no está sola en su vivienda. Junto a la entrada, un joven guerrero se reclina a medias sobre una esterilla. En silencio, observa cómo aparecen sobre el suave cuero los pétalos de una rosa salvaje. La joven enhebra las cuentas con rapidez en el hilo plateado y las transforma en un bello diseño floral. El muchacho comienza a hablar por fin, con voz grave y susurrante:

—El sol está en su cénit. Ahora se encuentra al oeste de la tierra, a la altura de un hombre tan solo. He venido corriendo para contarte que mañana me uno al destacamento de guerra. —Se calla para que ella responda, pero la cabeza de la chica se agacha aún más sobre su piel de ciervo y sus labios están más apretados si cabe. Él prosigue—: Anoche, bajo la luz de la luna, conocí a tu padre guerrero. Parecía haberse dado cuenta de que yo acababa de salir de tu tipi. Me temo que no le agradó la idea, pues aunque le saludé, se mantuvo en silencio. Me interpuse en su camino. Con toda la valentía de la que fui capaz, mientras los latidos de mi corazón, cada vez más fuertes, se aceleraban, le pedí la mano de su única hija. Irguiéndose hasta alcanzar su máxima altura y envolviendo su orgullosa silueta con su chaqueta, me dirigió una mirada penetrante. «Joven», me dijo con una voz fría y lenta que me congeló hasta el tuétano, «escúchame. Lo único que puede comprar la mano de Tusee es un mechón de la cabellera de un enemigo, recién arrancada con tus propias manos». Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó.

Tusee aparta su labor. Mira la cara de su amor con sus ojos profundos.

—El corazón de mi padre es muy bondadoso. Sabrá si eres valiente y sincero —murmura la hija, que no desea que haya animadversión entre sus dos seres queridos.

El joven se levanta para marcharse y le tiende su mano derecha.

—Cógete fuerte de mi mano antes de que me marche, Hoye. Por favor, dime, ¿me esperarás y anhelarás mi retorno?

Tusee tan solo asiente, pues las palabras en este caso no sirven de nada.

 

Al amanecer, el campamento se despierta con una canción. Los hombres y las mujeres cantan sobre el valor y el triunfo. Inspiran los pechos henchidos de los guerreros maquillados que montan sus ponis, los cuales trotan engalanados con las verdes ramas de los árboles.

Cabalgando lentamente alrededor del gran anillo de tipis cónicos, aquí y allá, algún guerrero de voz fuerte jura vengar una ofensa pasada y dirige su oscuro brazo desnudo hacia el horizonte púrpura del este, invocando al Gran Espíritu para que escuche su juramento. Una vez todos han concluido el circuito, el destacamento de guerra, al galope, se aleja cantando hacia las tierras del sur.

A horcajadas sobre sus ponis cargados de comida y pieles de ciervo, las valerosas mujeres ancianas siguen a los guerreros. Entre las que lideran el grupo se encuentra una joven mujer ataviada con un vestido de piel de ciervo profusamente decorado. Cabalgando orgullosa, dirige con una sola rienda de cuero a un poni de ojos salvajes.

Se trata de Tusee sobre el caballo de guerra de su padre. De esta forma, el destacamento de guerra de hombres indios y sus fieles mujeres se desvanece más allá del horizonte, hacia el sur.

Tras un viaje que dura una jornada, se encuentran muy cerca de la frontera enemiga. Cuando cae la noche ya han montado dos tipis idénticos ocultos en un barranco profundo. En una de las estancias, los guerreros maquillados, fumando sus pipas, cuentan historias alrededor del fuego, mientras que en la otra, las mujeres vigilantes se acurrucan nerviosas junto al fuego central.

Con la primera luz gris que llega del este, los tipis se desvanecen. Han desaparecido. Los guerreros están en el campamento enemigo, destruyendo sueños con sus hachas de guerra. Las mujeres se hallan escondidas en lugares secretos del gran barranco.

Así transcurre el día, el sol ya desciende por el oeste.

Por fin llegan los guerreros extraviados, uno por uno, al profundo desfiladero. Con el crepúsculo, cuentan a sus hombres. Tres han desaparecido. De esos ausentes, dos han muerto, pero el tercero, un hombre joven, ha sido capturado por el enemigo.

—¡He-he! —se lamentan los guerreros, cenando con premura.

En silencio, las mujeres caminan apresuradas de un lado a otro a grandes zancadas, atando enormes fardos en los lomos de los ponis. Oculto en la noche, el destacamento de guerra debe volver a casa rápidamente. Inmóvil, con la cabeza gacha, se sienta una mujer en su escondite. Llora por su amor.

Escucha con amargura los murmullos de los guerreros. Furiosa, planea engañar al odiado enemigo que ha capturado al muchacho. Pero no revela sus intenciones y el destacamento, sin percatarse de la ausencia de Tusee, se marcha sigilosamente. Los suaves golpes de los cascos de los ponis suenan cada vez más lejanos. El silencio gradual en el barranco vacío resuena en los oídos de la joven mujer. Vigilante por si oye pisadas cercanas, contiene el aliento para escuchar. Su mano derecha reposa sobre el largo cuchillo en su cinturón. Oh, sí, sabe dónde está escondido su poni, pero aún no lo necesita. Satisfecha porque no parece haber ningún peligro, abandona su escondite. Con los movimientos y el ritmo de una pantera, escala la elevada cresta que hay más allá del profundo barranco. Desde allí puede espiar los fuegos del campamento enemigo.

Aferrada al risco desnudo, la esbelta figura de la mujer destaca en mitad de la noche, dejando ver su contorno contra el cielo estrellado. La fría brisa nocturna lleva a sus oídos ardientes retazos de canciones y tambores. Con un odio desesperado, aprieta los dientes.

Con las estrellas como testigos, Tusee alza el rostro y ruega apasionadamente:

—Gran Espíritu, ¡condúceme al rescate de mi amor! Otórgame una inteligencia veloz como arma esta noche. Espíritu todopoderoso, concédeme el corazón de mi padre guerrero, fuerte como para matar a un enemigo y poderoso como para salvar a un amigo.

 

En mitad del campamento enemigo, bajo una casa de baile temporal, hay hombres y mujeres vestidos de gala. La noche está avanzada, pero los felices guerreros inclinan y arquean sus cuerpos desnudos y pintados ante el fuego luminoso. Saltan y rebotan agitando sus tocados de plumas al ritmo de las bellas voces masculinas y del sonido del tambor.

Las mujeres, con las mejillas maquilladas de rojo y sus largos cabellos trenzados, se sientan en un gran semicírculo, apoyadas en la barandilla de madera de sauce. También ellas se unen a los cánticos y se levantan para danzar con sus guerreros victoriosos.

En medio de este campo de baile circular se encuentra un enemigo atado a un poste, con expresión demacrada por la vergüenza y la tristeza. Deja caer su cabeza despeinada.

Mira sin ver la tierra desnuda a sus pies. Los guerreros se mofan del prisionero dakota con abucheos y sonrisas burlonas. Los guerreros más pendencieros y los niños ululan y gritan con escarnio.

En silencio entre esta multitud ruidosa, una mujer alta reposa sus codos en la barandilla redonda de madera de sauce y mira hacia el campo iluminado. El fuego central alrededor del cual baila la gente se refleja brillante en su bello rostro, intensificando la noche en sus ojos oscuros, y estalla en una miríada de puntos contra su adornado vestido. Ignorando al exacerbado grupo que le da empujones en ambos costados, lanza una mirada fulminante a los odiosos hombres burlones. De repente, vuelve la cabeza. Jovencitas que se ríen nerviosamente susurran cerca de ella:

—¡Allí, allí! Miradle ahora, haciendo muecas al prisionero. Fue él quien se abalanzó sobre el muchacho y le arrastró por su larga cabellera hasta ese poste de ahí. ¡Mirad qué guapo es! ¡Qué bien baila!

La joven silenciosa mira hacia el prisionero atado. Ve a un guerrero, prácticamente de la misma edad que el prisionero, blandiendo un hacha de guerra en la cara del indio dakota. Una ira abrasadora sale despedida de sus ojos y lo marca como víctima de su venganza. Su corazón susurra en su pecho:

—Ven, deseo conocerte, vil enemigo, que has capturado a mi amor y le torturas ahora con una muerte en vida.

En ese momento los cánticos cesan y los bailarines se dispersan para dirigirse a descansar a sus tiendas, situadas a lo largo del anillo de madera de sauce. El vencedor hace girar por última vez su hacha de guerra y abandona el campo como han hecho los otros. Balanceando su cabeza y sus hombros de un lado a otro, camina hacia la barandilla de madera de sauce con la barbilla erguida. Se sienta en el suelo con las piernas cruzadas y se da aire con un abanico hecho de plumas de pavo.

De vez en cuando abandona su expresión arrogante para mirar por el rabillo del ojo. Escucha cómo alguien se aclara la garganta con suavidad. Está claro que desean hablar con él. Continúa abanicándose. Por fin, vuelve su rostro orgulloso sobre el hombro desnudo para encontrarse con una preciosa mujer que le está sonriendo.

—¡Ah, viene a conversar con el héroe! —se dice, su corazón latiendo desbocado.

Los cantantes alzan la voz al unísono. Su música es irresistible. De nuevo atrae al vencedor al campo abierto. De nuevo lanza una mirada maliciosa al prisionero. En cada intervalo entre canciones regresa a su lugar de descanso. Allí le aguarda la joven. Cuando él se acerca, ella sonríe mientras le mira con audacia. A él le agradan su cara y su sonrisa.

Abanicándose el rostro de forma espasmódica, se sienta agudizando el oído. Escucha un susurro. Una mano le da un golpecito en el hombro. La hermosa mujer le habla en su propia lengua.

—Ven conmigo. Quiero decirte quién soy.