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Primera edición: octubre de 2017



Copyright © 2017 Yanira Fumero Almeida


© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies, S.L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid

phoebe@phoebe.es


ISBN: 978-84-16970-46-9
BIC: FRH



Diseño e imagen de cubierta CalderónSTUDIO a partir de fotografía de Stamatoyoshi-Shutterstock


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






A Linnea, mi pequeña hada perdida, que por fin encontré.



Escocia, isla de Skye

Siglo xv


La lluvia arreciaba en el exterior de la cabaña cuando unos golpes en la puerta alertaron a Nimue. La sorpresa no la invadió: era una mujer preparada para recibir todo tipo de visitas. Vivía sola a las afueras de la aldea, cerca del comienzo del bosque. Enseguida hizo pasar a una joven cubierta por una gruesa capa de lana. Al momento reconoció a su hija Yvaine, quien arropaba un bulto envuelto en el tartán de los Mcleod de Harris, clan que dominaba la zona noroeste de la isla de Skye.

La hora de la visita extrañó a la mujer. Nimue no necesitó echarle más de un vistazo al rostro de su hija para saber que algo no iba bien. Junto al fuego y tras servirle un caldo caliente, cogió el bulto de entre sus manos para descubrir el rostro de una niña de unos dos años de edad. Ajena al frío, al largo camino en brazos de su madre y al agua de la lluvia, Aila estaba sumida en el más profundo sueño. A Nimue no se le permitía pasar mucho tiempo con su nieta, por lo que las esporádicas visitas de la pequeña las disfrutaba con deleite. No eran buenos tiempos para personas como ellas, por lo que entendía la renuncia de su hija al don familiar. No lo compartía en absoluto, pero hacía años que había descubierto que el amor de Yvaine hacia su esposo merecía ese sacrificio. En cambio, los dioses le habían hablado, y sabía que el futuro de Aila sería muy distinto. Escondió su sonrisa mientras acunaba a la niña. Comprendió que se avecinaban los cambios que llevaba tiempo esperando.

Nimue pasaba los cuarenta años de edad; su experiencia se dibujaba en las hebras canosas que recorrían su melena, recogida en la nuca. Sus profundos y expresivos ojos verdes, marcados por líneas de expresión, interrogaron con la mirada a su hija. Esta, tras desentumecerse con un caldo, que sorbía de un cuenco cerámico, se encogió incómoda y clavó su mirada en el fuego para comenzar a hablar.

—Lean lo ha descubierto. —Suspiró, cansada de la lucha que se libraba en su interior—. Apenas tiene dos años y no he podido evitar que se dé cuenta. Creí que tardaría varios años más en manifestar nuestro don. A la mañana siguiente de Candlemas la niña apareció en el gran salón; ya la conoces, parlotea demasiado para su edad, aunque a veces no se le entiende del todo, pero ayer expresó con absoluta claridad que el Hada del Invierno la visitó portando una vela con una luz muy bonita, y pidió a su padre ir al bosque a hablar con los espíritus.

—Imagino que Lean no puede temer a su propia hija —respondió con sorna Nimue.

—Madre, ya sabes que él no nos teme, solo quiere evitar que los demás murmuren y nos causen problemas —intentó defenderlo Yvaine.

—Cuando haces referencia a «los demás», te refieres a ese hombre de un solo Dios que repudia la sabiduría de nuestros ancestros y convence a nuestra gente de que escuche a ese tal Cristo y no a lo que la Madre Naturaleza nos dice. —Nimue meneó la cabeza con enfado, incapaz de comprender los acontecimientos de los últimos siglos.

—El padre Damian es un buen hombre, y la palabra de Cristo… Bueno, es inútil hablar de esto contigo. —Yvaine desistió en su intento de hacerle ver la bondad que la nueva religión expresaba.

—Hija, ¿a qué has venido? —la increpó Nimue—. Quiero escucharte decir la verdad.

Yvaine no pudo dejar que sus ojos rasgados se inundaran de lágrimas. Hacía varios años que había decidido ignorar su don e integrarse en la vida del clan. Había acogido con sumisión la palabra del nuevo Dios y se había enamorado perdidamente de Lean Mcleod, laird del clan. Aunque este no era un devoto cristiano, nunca entendió la magia que Yvaine manejaba, ni se sentía cómodo ante Nimue y sus predicciones. Todos en aquellas tierras habían crecido escuchando cuentos de hadas, de seres escondidos en los bosques y de personas que conectaban de manera especial con Elphame. Formaba parte de su cultura, y el laird así lo tomaba, como pura mitología. Lean creía que el hombre se hacía a sí mismo, que llevaba siglos dominando la naturaleza y que el papel de la mujer desde el punto de vista del padre Damian generaba armonía en su entorno.

Su fuerte carácter se resquebrajó al conocer a Yvaine: se enamoró de ella, pasando por alto su naturaleza feérica. La quiso como esposa exigiéndole a cambio que olvidara su don. Al año de su matrimonio recibieron la noticia del embarazo de Yvaine y rezaron al Señor para que los honrara con un varón que asegurara la línea de sucesión. Nimue rio para sí cuando la pequeña Aila llegó al mundo la noche de Sanheim, una noche tan especial para aquellos que andan entre los dos mundos como ellas. Este suceso supuso que la niña fuera bendecida con una sensibilidad mayor a la heredada por sus antecesoras.

Yvaine, tras el alumbramiento, supo que la vida y la felicidad de Aila corrían peligro si su don era descubierto. Ella tenía el amor de Lean, pero a Aila no le bastaría el amor de sus padres para sacrificar un don tan especial. Intentó engañarse a sí misma ignorando las señales, pero Lean le había dejado clara su opinión. Y ella, por más doloroso que fuera, debía pensar en el bien de su hija. El distanciamiento con su propia madre se debía a la sensación de haberla traicionado y la culpa por no haber sabido encontrar un equilibrio. En aquel momento, sentada frente a ella, pidió comprensión con su mirada, pues sabía que necesitaba más que nunca la ayuda de su madre.

—Lean y yo —Yvaine tragó saliva para continuar con su petición— queremos que cuides de Aila. No es seguro que viva con nosotros. —La ceja que Nimue levantó le recordó que le debía la verdad—. Más bien, no es bueno para el clan que la hija del laird tenga poderes que dicen estar relacionados con Lucifer. El padre Damian aconsejó enviarla al convento de Iona. Al parecer, allí pueden curarla y sacar al demonio que lleva dentro. —El bufido de su madre la urgió a terminar—. Pero no lo haremos, no creemos que esté endemoniada, eso Lean no lo piensa. Y aunque no lo creas, quiere a Aila y le preocupa su bienestar; por eso desea que cuides de ella. Todos pensarán que la hemos enviado a las monjas. Lean está convencido de que esto lo acercará al rey Jacobo, quien suele estar acompañado por los obispos de la Iglesia.

—Entiendo, y buscarán varón —afirmó más que preguntó al comprender la situación tanto del clan como de su hija. Un varón no solo aseguraba la línea de sucesión, sino que también tenía menos probabilidades de tener el don—. Está bien, hija, Aila será un regalo para mí, no una carga como lo es para él —respondió Nimue al percibir la turbación y el dolor en su hija—. Nos iremos a las montañas. Desde que te casaste con Lean Mcleod, las personas de los otros clanes son más reacias a pedirme consejo. Me desvincularé del clan, no perteneceremos a ningún otro. Y así tendremos la protección de todos. Siempre he sabido arreglármelas sola.

—Madre, la idea de que Aila se quedara contigo surgió de la posibilidad de verla cada cierto tiempo. —El dolor de la separación comenzó a aflorar en Yvaine.

—Hija, si es cierto que Aila puede correr peligro entre los tuyos, debes cortar todo tipo de lazos con ella. No te resultó difícil mentir sobre tu madre —terminó por recriminarle Nimue.

Yvaine calló ante la verdad. Los servicios de Nimue solían hacerla viajar por las islas Hébridas y parte de la costa de las Highlands. A la vuelta de un largo viaje acompañando a su madre conoció a Lean Mcleod. A todos se presentó como aprendiz y no como hija de Nimue. Yvaine había heredado los rasgos físicos de su padre, un marinero que murió al poco de nacer ella, lo cual ayudó a que su mentira fuera aceptada. De su madre heredó lo más preciado que podía darle: el don de viajar a Elphame, y lo había rechazado. Nimue, aunque dolida, aceptó la decisión de su hija y se dejó aconsejar por los espíritus, que la animaban a ser paciente, pues le tenían encomendada una misión: Aila.

—Aila me llamará abuela, pero jamás sabrá de ti —comenzó a planear Nimue—. Pocos son los que saben de nuestra verdadera relación. Aila estará a salvo y yo me encargaré de que desarrolle su don y consiga los objetivos que el destino tiene previstos para ella.

—¿Has… sabes algo sobre…? —Yvaine no quería preguntar sobre la existencia de algo que había negado desde que contrajo matrimonio—. ¿Al Otro lado qué dicen de Aila?

Nimue sonrió con ternura, reconociendo por primera vez en años a su verdadera Yvaine. Era Gente de Astucia, una bruja, y siempre llevaría con ella esa capacidad para conectar con lo natural y lo sobrenatural. Sabía que no podía negar lo que sus sentidos habían percibido.

—Por ahora solo me hablan de una misión —le confesó—. Aila tendrá un gran poder premonitorio, nuestro mundo y el Otro serán mucho más fáciles de franquear para ella de lo que lo son para nosotras. Si la Sabia-que-todo-lo-sabe la visitó en Candlemas, no puede auspiciar otra cosa que algo bueno y maravilloso para ella. Como bien sabes, el camino estará lleno de luz y de sombra, pero yo conseguiré que logre el equilibrio. —Con gran emoción, Nimue se levantó con Aila en brazos y le tendió a su hija el tartán que la envolvía diciendo—: Ahora vete, Yvaine, hija del clan Mcleod de Harris, esposa del laird Lean Mcleod y discípula de la religión de los hombres. Despídete de quien no volverá a ser jamás tu hija.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Yvaine. Se despedía de su verdadera familia. Se prometió que con la sabiduría femenina que las mujeres poseían, tal y como había aprendido de su madre, conseguiría velar por ellas desde la distancia.



1



Sanheim

Quince años después…


Aila estaba impaciente por que llegara el comienzo de la estación oscura, esperando el momento en el que las barreras invisibles entre el mundo de los vivos y el de los muertos desaparecen. Su abuela había fallecido más de diez ciclos lunares atrás. Aunque nunca había temido a la muerte y la despedida de su abuela fue solo en el plano físico, Aila llevaba mucho tiempo queriendo hablar con ella. Conocedora de la cabezonería de su abuela Nimue, sabía que no se aparecería ante ella hasta que no se le antojara o hasta que Aila centrara toda la fuerza de sus poderes y la arrastrara al límite de los dos mundos.

En el interior de la cabaña, excavada en la roca de la vertiente sur de la montaña, realizó un círculo mágico alrededor de la mesa de madera que dominaba la estancia. Había preparado el pastel favorito de su abuela, hecho con frutos rojos, escaramujo y miel. Lo sirvió en dos platos, uno para cada una. La sal que había vertido siguiendo el viaje del sol de este a oeste rodeaba la mesa, dejándola dentro del círculo donde se abriría la puerta. En la parte derecha de la mesa colocó un cuenco con agua, necesaria para guiar las emociones. En la parte izquierda ubicó una vela —el fuego, siempre ubicado en el oeste—. Sentada frente a la puerta, encendió la vela en el momento en el que el día dio paso a la noche. Las energías de las corrientes telúricas que recorrían la Tierra fueron captadas por Aila. Gracias a los años de enseñanzas, controlaba a la perfección las fuerzas místicas.

Cerró los ojos e invocó a su abuela Nimue.

—Aquí me tienes, niña testaruda —le recriminó una voz al otro lado de la mesa—. ¡Oh, pero qué buena pinta tiene esto! ¡Sabes cómo tentarme, pequeña!

Aila abrió los ojos y sonrió encantada. Allí estaba Nimue, con su pelo blanco anudado en la nuca, su tez curtida por las inclemencias del tiempo y sus grandes ojos verdes desbordando sabiduría y amor.

—¿Cómo es posible que hayas tardado tanto en visitarme? —le respondió a su vez Aila frunciendo el entrecejo y cruzándose de brazos.

—Aila, necesitas aprender a vivir sin mí —le recordó su abuela, que la observó con detenimiento y una luz especial en la mirada.

—Y lo hago, pero creí que podríamos charlar más a menudo —contestó la joven, apoyando los brazos sobre la mesa.

—No seas testaruda. Anda, cuéntame cómo has llevado el trabajo sin mí —le pidió la anciana, y Aila le relató las visitas que había tenido los últimos meses, los alumbramientos de los distintos clanes, las ceremonias realizadas para bendecir los campos y a los sabbats, los remedios que había elaborado y las plantas que había descubierto gracias a los marineros Mcleod que acostumbraban a servirle suministros.

Mientras Aila hundía una mano entre sus cabellos para sostenerse la cabeza, siguió, divertida, los movimientos de su abuela al saborear el pastel. Sabía que era una ilusión, que una vez se hubiera ido el pastel permanecería intacto. Nimue le guiñó un ojo y levantó la cuchara de madera a modo de advertencia.

—Hoy no he venido porque me hayas llamado con tanta insistencia —le dijo—. Estoy aquí porque necesitas saber algo. —Aila se enderezó y prestó atención—. Los espíritus me habían encargado cuidar de ti y adiestrarte en las artes de la magia ancestral. En cuanto estuviste preparada, mi vida en este mundo ya no tenía sentido, por lo que decidí partir. Sabes que la premonición es tu don más especial, tu habilidad para cruzar de un mundo a otro; conectar con seres mágicos y descifrar sus mensajes te hacen muy valiosa. Y todos los que te rodean pueden servirse de ti para entender la vida y las enseñanzas que las fuerzas naturales designan para cada uno. Tú sabes mantener el equilibrio entre la luz y la oscuridad, pero el mundo está cambiando, y con él, sus costumbres.

—Sí, lo sé. Me has advertido sobre la religión del hombre. He comprobado el temor que despierto en muchos cuando me acerco a las aldeas —comentó con pesar Aila.

—Y no debe ser así. Aila, las mujeres como nosotras estamos destinadas a vivir en las afueras, alejadas y a veces maldecidas por muchos. Salvo tú. No naciste para vivir en soledad.

Aila trazaba garabatos con un dedo en la mesa mientras se apoyaba en un costado y se sostenía la cabeza una vez más. De esta forma escuchaba las palabras que tantas veces le había repetido su abuela. La anotación final hizo que sus ojos rasgados color verde se alzaran y una ceja castaña mostrara su escepticismo. «¿Mi abuela me dice que puedo convivir con las demás personas?», se preguntó. ¿Qué había cambiado para que ella pudiera plantearse la posibilidad de ser aceptada por el resto?

—Sí, Aila. Tu habilidad premonitoria se vuelve confusa cuando se trata de ti, pero escucha bien lo que te digo: en algún momento, no sé bien cuándo, vendrán a por ti.

—¿A por mí? ¿Quién? —Aila se alarmó ante la posibilidad de alejarse de aquel lugar que consideraba no solo su hogar, sino su refugio.

—Tu esposo. —La anciana sonrió ante el rubor que cubrió el rostro de Aila.

—Abuela, eso que dices es imposible —le rebatió Aila, creyendo que su abuela había perdido facultades al habitar en otra dimensión—. Ningún joven se ha interesado por mí.

Nimue rio ante la incomodidad de la joven, pues bien sabía ella que más de un muchacho había quedado prendado de su nieta. Era una joven de mediana estatura, espalda ancha y porte regio. Sus pechos eran generosos y su piel, blanca, y su pelo lacio castaño caía a su espalda cubierto por hebras rubias. En su frente nacían mechones de rebeldes rizos rubios que enmarcaban su rostro. La joven solía trenzarlos a cada lado y atarlos con una cinta en la parte posterior de la cabeza, resignándose a dejar que algunos rizos se escaparan. Nimue comprobó que el último año su rostro había dejado la niñez atrás para mostrar unos pómulos altos propios de los celtíberos, una nariz pequeña que aleteaba cuando le invadía el mal genio y un mentón cuadrado que se endurecía según su estado de ánimo. Su fuerza y su magnetismo estaban concentrados en sus ojos rasgados, cuyo color verde llegaba a amarillear cuando la magia la poseía. Su boca ancha solía iluminar su rostro con una sonrisa de dientes grandes bien alineados salvo un colmillo algo torcido. Este, más que afearle la expresión, le añadía un hálito travieso a su sonrisa.

El aura de misterio que las rodeaba debido a sus dones, su destierro en las montañas y sus contactos esporádicos con la población de los distintos clanes lograron que Aila apenas supiera cómo relacionarse con los demás. Nimue tuvo que reconocer que en ese aspecto su educación había fallado. Aila podía aislarse más de lo normal y comportarse de manera bastante inusual con sus congéneres. Sin darle demasiada importancia a esto último, Nimue continuó:

—Naciste para llevar una comunidad; la gente acudirá a ti en busca de consejos de todo tipo, ayudarás a muchos y guiarás a otros tantos. Lograrás el modo de que nuestros conocimientos perduren en el tiempo, haciendo frente a las nuevas corrientes del pensamiento del hombre.

—Yo no he visto nada de lo que dices, abuela, no he tenido una sola imagen siquiera. ¿Cómo sabré quién es mi esposo? —le preguntó, confusa—. Muchos hombres acuden a mí para sanarse, pero mis poderes no afinan cuando se trata de mi destino.

—Tan solo debes esperar. Recuerda en qué reside nuestro poder: voluntad, concentración, paciencia y secreto. —Aila lo recitó a su vez con voz monótona—. No te alejes de la montaña, y en momentos de dudas puedes cruzar al Otro Lado y pedir consejo. Los espíritus te guiarán como lo han hecho siempre.

—¿Pero cuándo? ¿Y cómo? —continuó preguntando Aila, asustada con el mensaje de su abuela—. ¿Un hombre vendrá a mí, querrá casarse conmigo y me llevará con él? ¿No es un poco extraño incluso para nosotras mismas? No lo entiendo.

Nimue rio divertida.

—Cariño, no puedo decirte más, porque tampoco lo necesitas. Practica la paciencia, Aila, los espíritus y yo te guiaremos. No estás sola. —Tras entrecerrar los ojos captando la turbación en Aila, concluyó—: Serás feliz, con él serás feliz.



2



El clan Mcleod llegó a ser uno de los clanes más extensos de Escocia, y se extendió desde las islas occidentales a la costa oeste. Todos crecían escuchando la historia de cómo los Mcleod, siglos atrás, comenzaron a tener disputas internas a raíz del nacimiento de dos hijos: Tormod y Torquil. Los Mcleod de Harris fueron llamados «los descendientes de la semilla de Tormod». Habitaban el castillo de Duvengan en la isla de Skye, donde Lean Mcleod, padre de Aila, era el nuevo laird. La semilla de Torquil, por otro lado, se expandió por la costa escocesa y creó a los Mcleod de Lewis.

El laird de los Mcleod de Lewis, Alistair, había derrocado a su hermano mayor, Fionnlagh, a petición de su propio clan, hartos de la tiranía de Fionnlagh. Alistair, en la lucha por el poder, asesinó a su hermano, muerte que aún le pesaba. Tomó bajo su tutela a su sobrino Cormag, hijo de Fionnlagh, y lo educó no solo como soldado, sino como su mano derecha. Todos lamentaron la experiencia vivida por el joven Cormag tras contemplar cómo, de la noche a la mañana, había pasado de ser el sucesor de Fionnlagh al sobrino huérfano del nuevo laird. Cormag logró superar la situación adaptándose a su nueva vida en el clan, hasta que llegó su primo Daimh Mackenzie, el hijo menor de Glheanna, hermana pequeña de Alistair y Fionnlagh, muy querida por su clan.

Fionnlagh, sin escuchar las advertencias de los ancianos y familiares, había acordado el matrimonio de su hermana menor con el jefe de los Mackenzie, el temido y odiado Dristan. Esta alianza no logró un compromiso real de Dristan, sino que este utilizó el amor que todos tenían por Glheanna para provocar la ira de los Mcleod con vejaciones hacia la joven. Alistair jamás pudo volver a ver a su hermana, y nunca le perdonó a Fionnlagh los resultados de su locura. De forma esporádica, alguna carta furtiva llegaba con novedades sobre Glheanna, donde la joven hablaba del nacimiento de dos hijos varones y de su vida en su nuevo clan sin concretar si era feliz allí. Ningún Mcleod de Lewis perdonó la ofensa de los Mackenzie, y el odio entre los clanes se perpetuó a través de virulentos ataques.

Tiempo después Alistair dio muerte a su hermano mayor sin hallar bálsamo alguno para hacer disminuir los remordimientos con los que lidiaba día a día. Estos se acrecentaban al ver cómo su madre vivía con la idea de tener una hija vendida y ultrajada junto al dolor causado por la muerte de su primogénito, en quien habitaba el mal.

Alistair Mcleod había centrado todos sus esfuerzos por gobernar con sabiduría, fortalecer sus defensas, llenar las arcas y crear alianzas con los clanes vecinos. La llegada de su sobrino Daimh Mackenzie logró una calma relativa entre ambos clanes, orquestada por el jefe del clan Mathieson. El pequeño territorio que el anciano gobernaba se encontraba entre las tierras de los clanes que habían entrado en conflicto. Glheanna había muerto tras una larga enfermedad; meses después y debido a un accidente la siguió su hijo mayor, Cayden. Dristan Mackenzie, forzado a realizar nuevas alianzas con otros clanes, decidió repudiar a su hijo menor Daimh, acusarlo de asesinato y como castigo ofrecerlo a los Mcleod como pago por sus ofensas. Meses después contrajo matrimonio con Moira Campbell para afianzar alianzas estratégicas.

Y así fue cómo Alistair consiguió cierta paz para su clan y volvió con Daimh, quien, con apenas diez años, ocupó un lugar entre las filas del ejército de guerreros de los Mcleod. Todos lo acogieron, satisfechos al saber que el hijo de Glheanna viviría entre ellos. Salvo Cormag, a quien le supuso una clara amenaza.

Cormag, tres años mayor que Daimh, se disputó con el joven el puesto de confianza de su tío Alistair. Daimh, lleno de dolor por el rechazo de su padre y la muerte de su madre y su hermano, encontró en las armas un modo de descargar la frustración que lo llenaba. Los celos y desconfianza de su primo Cormag apenas le afectaban. Pronto le cedió el cargo que tanto defendía para divertirse mofándose de él y provocándolo cada vez que le apetecía una buena pelea. El laird vigilaba a sus sobrinos desde la distancia, comprendiendo el miedo de Cormag a ser desplazado y las ganas de sentirse parte de la familia de Daimh. Después de varios años de convivencia, los jóvenes maduraron y encontraron una función dentro del clan: Daimh se formó como guerrero y Cormag, como gestor.

El clan Mcleod de Lewis, siguiendo el curso de los acontecimientos que imperaban en las Highlands, tuvo que aceptar la decisión del rey Jacobo I. Para Su Majestad, el orden y la paz en Escocia comenzaban con las alianzas matrimoniales. Consideró que la unión del jefe Alistair Mcleod con Meribeth Ferguson establecería una buena coalición para hermanar las Lowlands, más moderadas y afrancesadas, con las salvajes Highlands. El matrimonio de conveniencia horrorizó tanto a unos como a otros, pero se llevó a cabo.

Lorna, madre de Alistair, fue la única que mostró cierta compasión por la joven Ferguson. Meribeth apareció en el clan sin conocimientos de gaélico, acompañada por un sacerdote y un monje que la ayudaban con el idioma y las costumbres de las bárbaras Tierras Altas. Tanto el padre Henry como el hermano Albert trabajaban para fortalecer el cristianismo y continuar con la misión divina de evangelizar a los infieles.

Tras más de dos años de matrimonio, los ansiados embarazos no llegaban, y a ello se sumaba la reclusión física y mental de Meribeth. La joven, incapaz de integrarse en la vida del clan, terminó por delegar su función como castellana en Lorna y aislarse en el rezo a Dios. Consciente de su deber de engendrar un heredero, permitía a Alistair visitarla. Por su parte, Alistair solo veía debilidad en ella, se sentía incómodo en su presencia. A su vez, Meribeth lo consideraba un salvaje al que apenas entendía y con quien no compartía nada en absoluto. Una noche, Alistair y Meribeth llegaron a un acuerdo: si lograban concebir un heredero, él jamás volvería a tocarla.

Desde hacía unas semanas habían comunicado un posible embarazo, lo que logró que surgiera cierta complicidad entre ambos al obtener el objetivo que se habían fijado. Él se dedicó a las tareas del clan y ella, a acercarse a Dios. El buen ánimo apareció en ellos, haciendo que el resto de la comunidad respirara tranquila.

Hasta aquella funesta tarde.

Kenza cruzó corriendo el campo de entrenamiento donde sabía que se encontraba el laird. La sirvienta del castillo le comunicó que la castellana padecía grandes dolores, y todo apuntaba a que estaba perdiendo el niño.

—Kenza, ve a buscar a Muriel, me da igual que Meribeth confíe más en Ulla —ordenó Alistair mientras lanzaba su espada a un soldado y se dirigía a grandes zancadas al castillo.

Después de varias horas, por el castillo continuaban reverberando los quejidos y llantos de Meribeth. Alistair recorría el espacio ante la chimenea de un lado a otro sin detenerse mientras pronunciaba toda clase de blasfemias. No le importó expulsar al padre Henry a gritos. El sacerdote comprendió que no era momento de hablarle sobre los designios del Señor y desapareció al instante. Las sirvientas se cuidaban de no pasar por el salón, y Muriel esperaba que el laird asimilara la noticia y la dejara marchar. La sanadora del clan había sido relegada por Ulla, quien se había ganado el favor de la castellana a través de su devoción a Dios. Muriel siempre accedía a ayudar, consciente de que cuando la llamaban se debía a una situación de máxima urgencia. Intentando no amedrentarse ante su laird, enderezó la espalda y agachó la cabeza, esperando permiso para volver a su casa.

—Es de las Lowlands, débil —dijo Alistair, asqueado—. Una mujer así ¿cómo puede ser capaz de engendrar a un hijo robusto y sano como cualquier highlander? —continuó quejándose, incapaz de saber qué hacer con su mujer—. ¡¿Por qué tuve que tomarla por esposa?! ¡Maldito sea el rey Jacobo, y maldito su reinado!

—¡Hijo, ya basta! —le ordenó Lorna hablándole como madre—. Tus rugidos solo asustarán más a la muchacha. ¿Crees que necesita tenerte aquí cual fiera? —preguntó antes de volverse hacia la sanadora—. Muriel, muchas gracias por tu ayuda. El laird te hará llegar su agradecimiento con alguna sirvienta.

—Siento mucho ser portadora de tan malas noticias —contestó la regordeta mujer, cuyo pelo comenzaba a vetearse de gris—; si os sirve de consuelo, mi laird, no parece que se haya dañado nada. Siempre cabe la posibilidad de volver…

—¡Al cuerno con volver a nada! ¿Qué hombre puede yacer con una mujer como ella? ¡Por todos los dioses, es lo más frío a lo que me he acercado en la vida!

—Muriel, puedes marchar tranquila. —Lorna la despidió con su amable sonrisa y su cálida mirada.

Tras dejar pasar unos segundos, se levantó del asiento junto a la mesa que dominaba el otro lado del gran salón. Allí había permanecido sentada mientras observaba a su hijo comportarse como un animal. Se acercó a él. Este frenó su avance al toparse con la menuda figura de su madre.

—Necesitamos ayuda, Alistair —sentenció Lorna—. Esa muchacha jamás se repondrá sin ayuda. Vive atormentada por su situación, y tú no se lo has puesto nada fácil.

—¿¡Que yo no se lo he puesto fácil?! —rugió Alistair, observando cómo su madre apenas pestañeaba—. ¡He sentado a mi mesa al padre Henry, que entre bocado y bocado solo tiene palabras condenatorias para mi gente, he permitido a mi esposa que se recluya en sus aposentos y deje de lado su deber como castellana, he hecho todo lo posible para que se sienta parte del clan, y lo único que he recibido son miradas asqueadas y palabras desdeñosas hacia nuestras costumbres y hacia mí! ¡Solo le he pedido que engendre un hijo! Luego podrá limarse las rodillas de tanto rezar si así lo desea. ¡Demonios!

—Alistair, si sigues diciendo esas barbaridades, te juro que me subiré a una silla para abofetearte —lo increpó Lorna, sabiendo lo estúpido de su amenaza. No se tomó a mal la risa de su hijo y aprovechó para continuar con su propuesta—: Escúchame bien: hay una mujer que puede ayudarnos. Vive en la isla de Skye. Es Gente de Astucia. Son reconocidas por sus remedios y su conexión con Elphame.

—¿Me hablas de brujas? —Alistair cruzó sus anchos brazos sobre el pecho intentando no reírse.

—Sí, escucha lo que te digo —respondió Lorna con apenas paciencia—. En mis cartas con la castellana de los Mcleod de Harris…

—¿Por qué demonios te carteas con los hijos de Tormod? —interrumpió el laird.

—¡Eso qué más da en estos momentos, hijo! —se exasperó Lorna—. En sus cartas me comentó que mi vieja amiga Nimue falleció hace más de un año, y dejó a su nieta a cargo de su gran labor. Decía que la joven suele acudir allá donde se la necesite, y creo que nos vendría muy bien la ayuda de un ser como ella. Su sabiduría podría ayudarnos a entender a Meribeth y lograr que los espíritus le prodiguen fertilidad.

—¿Crees en brujas, madre? —Alistair comenzaba a creer en la posibilidad de una solución para su problema.

—Por supuesto, son portadoras de gran sabiduría, y sabes tan bien como yo que en los bosques habitan seres de otro mundo que a menudo nos visitan.

—Me pregunto qué opinaría de esto el padre Henry —comentó Alistair amasándose su rubicunda barba mientras se divertía con la turbación de su madre, que miraba a su alrededor en busca de algún testigo de su confesión.

—Solo quiero que lo pienses. Te casaste por el rito cristiano, hasta que la muerte os separe. No tendrás más remedio que buscar una solución a tu problema, y, en mi opinión, las respuestas no vienen del cielo, sino de los conocimientos de nuestros ancestros —concluyó Lorna, en susurros.

Se alejó con aspecto cansado, decidida a consolar a su nuera y dejando atrás a un laird meditabundo.

—Puedes retirarte, madre. —Alistair sonrió al dar la orden, sabiendo que llegaba tarde—. En la cena espero que me expliques a cuenta de qué te escribes con los Mcleod de Harris.

—Como mandéis, mi laird —le respondió con fingida sumisión sin volverse mientras ponía los ojos en blanco y sonreía al reconocer la broma en su hijo.



Tres días más tarde, Alistair se reunió con sus soldados de confianza y les encargó la misión de ir a por la bruja de Skye.



3



Gilmer llevaba varias horas siguiendo a los cuatro jinetes que se adentraban en las montañas más altas. En aquella zona el viento del norte apenas dejaba crecer arboleda alguna, por lo que debía esconderse entre las rocas de las empinadas montañas de la isla de Skye. Hacía dos años que custodiaba la zona por orden de su laird, el jefe Mcleod de Harris. Aunque en un principio creyó que su misión iba a llevarlo a librar grandes batallas o escaramuzas, resultó que consistía en cuidar de una bruja. La decepción y el enfado dieron paso a la conformidad tras conocer a la joven Aila. Aunque le habían advertido de la presencia de los soldados, algo en ellos no le gustaba en absoluto. No transportaban ningún enfermo, tampoco lo parecían; más bien se trataba de hombres fuertes, sanos y con una constitución que hablaba de años de entrenamientos. Tampoco creía ver en aquellos rostros la necesidad de pedir un encantamiento o hechizo. Gilmer se preguntó qué querrían cuatros guerreros consultar a una bruja. Enseguida se volvió para enviar una paloma mensajera al castillo de Duvengan y recibir órdenes.



Daimh, Clarion, Irvyng y Archie llevaban cuatro jornadas de camino con un humor cada vez más sombrío. Cuando el jefe del clan les había ordenado ir en busca de una bruja, creyeron que bromeaba, y cuando nombró a los cuatro más fuertes del clan para hacer de niñeras, concluyeron que su laird se había dado un golpe en la cabeza. Sabían que debían atravesar territorios de clanes con los que no tenían buena relación, pero hubieran preferido encabezar una marcha hacia el clan Mackenzie, que volvía a atacar las aldeas de las fronteras, antes que realizar aquel estúpido viaje que bien podía haberse encargado a algún soldado con escasa experiencia.

—Irvyng —llamó Daimh sin apenas separar los labios—. ¿Cuántos calculas que son?

—Desde que nos hemos adentrado en la vertiente sur y nos cubre la arboleda, creo que se han sumado tres más —le comunicó el soldado, de gran tamaño, rubio y con ojos fríos como glaciares.

Era él quien solía acertar cuando salían en busca de intrusos en plena oscuridad gracias a su gran oído.

—Eso significa que estamos cerca —concluyó Clarion—. Tengo hambre.

—¿Te vas a fiar de la comida que te ofrezca una bruja? —le preguntó Archie, sombrío.

—¿Tienes miedo? —se mofó Clarion, cogiendo parte de su plaid y ocultando su nariz bajo la tela para sonreír abiertamente, pues el frío primaveral de aquellas tierras seguía siendo intenso.

Recibió una especie de mugido como respuesta. Archie no quería reconocer que, por más que sacerdotes y monjes le hablaran del poder divino de Dios, él se había criado con la firme convicción de que no había un solo Dios, sino tantos como árboles hay en el bosque. Creció escuchando que el sol, la luna y los seres que habitan en la naturaleza podían ser de ayuda o perjudiciales. Sabía que solo la armonía entre la luz y la oscuridad daba paz al hombre. Su madre le había inculcado esas creencias desde muy pequeño, por eso Archie respetaba la labor de la Gente de Astucia, pero no la temía.

Los jinetes comenzaron el ascenso en el momento en el que un joven de gran estatura, de pelo rojizo, apareció entre la maleza espada en mano.

—¿Quiénes sois y qué queréis? Estas son tierras de los Mcleod de Harris y no sois bienvenidos, Mcleod de Lewis —les espetó Gilmer, quien había identificado el broche que cerraba el plaid de Daimh.

—Enfundad vuestra espada, chico; hemos venido a buscar a la bruja que mora estas tierras —le respondió Daimh con un tono de voz grave—. Decidnos dónde se encuentra.

Gilmer se sintió ofendido por el apelativo de «chico». Apretó el mentón cuadrado y sus ojos celestes brillaron por la ira. Rondaba los veinte años y su cuerpo se había desarrollado hasta alcanzar una gran estatura que pronto comenzaría a ensanchar. Sabía que era cuestión de tiempo que hombres como Daimh comenzaran a tenerle respeto, una vez hubiera abandonado los restos de la adolescencia que le quedaba.

—Aila aparece y desaparece —contestó, intentando desestabilizar el muro que componían los cuatro gigantes—. No se la encuentra, no se la busca, ella decide.

Archie gruñó. Sabía que el chico estaba jugando con ellos. Gilmer volvió su mirada hacia él y se encontró con unos ojos ambarinos que parecían querer cortarlo a trozos. Supo que no debía seguir poniendo a prueba su paciencia.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Daimh, que comenzaba a exasperarse.

—Gilmer Mcleod de Harris. —Recalcó esto último queriendo diferenciarse de ellos.

—Bien, Gilmer, decidles a vuestros compañeros que pueden salir. No queremos luchar, solo hablar con esa mujer.

El brillo divertido en los ojos del muchacho no pasó desapercibido para ninguno, y fruncieron aún más el ceño. Gilmer estaba solo.

En sus largas jornadas custodiando la montaña donde habitaba Aila, había ideado una estrategia. Solía comunicarse con el castillo de Duvengan a través de palomas mensajeras. Un buen día creyó que diseminar las jaulas por el bosque no solo lo ayudaría a acceder rápidamente a una de ellas en caso de emergencia y enviar un mensaje, sino que realizarían ruidos que podrían hacer sospechar que había más personas escondidas entre la maleza. Así pues, se enfundó la espada a la espalda e hizo una señal para advertirles de que iría a avisar a «sus compañeros». Su vanidad hizo que minutos después apareciera con un par de jaulas para alzarlas ante los guerreros. Aunque ninguno de ellos movió un músculo, supo que les había sorprendido.

—Mcleod de Lewis, podéis estar tranquilos —se mofó Gilmer—. Mis compañeros no os harán nada.

Irvyng sintió deseos de aplastar al muchacho, que lo había dejado en evidencia.

—Mcleod de Harris —escupió Irvyng—, llevadnos hasta la bruja si no queréis que cuando decida aparecer os encuentre desollado, como haré con vuestras palomas.

—Tenemos entendido que no necesitamos permiso de nadie para hablar con la bruja —le recordó Daimh—. Podéis hacer dos cosas: haceros a un lado o llevarnos hasta ella. ¡Decidid!

Gilmer se envaró, apretó el mentón y comenzó el ascenso mientras los guiaba hasta la cabaña de Aila. Esta se encontraba casi en la cima, donde el bosque frenaba su avance dejando campo libre a las corrientes del viento. Utilizando las rocas que coronaban esa zona, habían utilizado una abertura triangular para techarla con ramas. El interior se había ampliado excavando en los laterales de piedra. Lo que los guerreros observaron desde el exterior fue una puerta de madera que no sabían hacia dónde llevaba ni cuán grande sería el espacio que habría tras ella.

El joven Gilmer, sin mirarlos siquiera, les ordenó quedarse fuera mientras desaparecía en el interior y cerraba la puerta tras él. Unos segundos después volvía a salir con un cuerno en la mano. Subió con agilidad a una de las grandes rocas que decoraban la zona e hizo sonar el cuerno tres veces. El joven pelirrojo sonrió tras bajar de la roca y se arrebujó en su plaid mientras se sentaba en el suelo, ante la puerta de la cabaña. Al percibir los ceños fruncidos y las mandíbulas tensas de los soldados, Gilmer amplió su sonrisa.

—Ya os he avisado, ella aparece y desaparece —les dijo—. Poneos cómodos, Aila puede tardar.

Daimh y los demás desmontaron intentando adivinar si era otra argucia del joven, tal y como había hecho con las palomas, o no. Mientras Archie se encargaba de los caballos, observando todo a su alrededor en busca de señales de la presencia de la bruja, los otros esperaron de pie, alerta y con los brazos cruzados. Daimh calculó que había pasado el mediodía, y tenía intención de recorrer el camino de vuelta hacia el atardecer.

Los ronquidos de Gilmer sorprendieron a los visitantes. Irvyng, el más alto y fuerte de todos, con su melena rubia trenzada y sus ojos azules, miró a Daimh sin comprender nada de lo que sucedía. Comenzaba a contagiarse de la sensación de estar en un lugar verdaderamente mágico donde todo parecía desconcertante. Para empezar, sus oídos le habían fallado, cosa bastante inusual, al igual que lo era encontrarse con un único soldado como defensa de una hechicera.

Muchos habitantes de las distintas aldeas por las que habían pasado no tardaron en advertirles de la importancia que la bruja tenía para todo ellos, y mostraron una actitud defensiva en cuanto los veían aparecer. La incoherencia hizo que Irvyng se preguntara: ¿y solo aquel muchacho para defender el supuesto tesoro de Skye? Bufó meneando la cabeza. A su desconcierto se le sumó el encontrarse esperando a la condenada bruja sin saber si se iba a dignar a aparecer. Irvyng comenzó a contemplar la posibilidad de que las insinuaciones del chico fueran ciertas. ¿Aparecería de la nada, como por arte de magia?

Clarion, de pelo oscuro y de carácter práctico, se encogió de hombros y reconoció que el muro rocoso que flanqueaba la puerta era un buen lugar para esperar. Así pues, se sentó, estiró las piernas y cerró los ojos. Irvyng y Archie lo siguieron. Daimh decidió rodear la montaña para estirar las piernas y comprobar que la bruja no se escondía en las proximidades.

Sus pasos al volver alertaron a los guerreros. Antes de abrir los ojos ya habían desenfundado su espada.

—Tranquilos. Soy yo —los avisó mientras los hombres se desperezaban y volvían a enfundar sus armas—. Parece que la bruja…

—Se llama Aila —intervino Gilmer, harto de que utilizaran ese calificativo de forma peyorativa—. ¡Llamadla por su nombre! ¡Ya os he dicho que aparecerá!

Cuando Aila escuchó silbar el cuerno de Gilmer, contó las veces y la duración, pues habían inventado un código. Al parecer, Gilmer le advertía de la llegada de forasteros que no eran de fiar. En aquellos momentos terminaba de recoger algunas plantas y se disponía a cazar algo para la cena. Pidió permiso a la Madre Naturaleza para adentrarse en busca de alimento, sacó una flecha del carcaj y comenzó la búsqueda con el arco en mano. El bosque le ofreció una liebre, que cayó ante el flechazo. Cogió el animal, dio las gracias y enfiló el camino de vuelta. Al haber sido advertida de la presencia de visitantes, Aila decidió tomar la vertiente norte y aparecer sobre el tejado de la vivienda. En ese mismo instante cuatro hombres bien armados y de fieras expresiones eran amonestados por Gilmer. Dio varios pasos más y se dejó ver por los visitantes.

Los cuatro alzaron la vista a la vez al escuchar los ruidos de las ramas en el tejado de la vivienda. El impacto fue mayúsculo cuando observaron a una joven de mediana estatura que los miraba con desconfianza envuelta en una capa de lana oscura, con un arco y un carcaj cruzados a su espalda.

—¿Quién de vosotros necesita de mi ayuda? —preguntó la joven.

Clarion, con el buen humor que siempre lo acompañaba, se rascó divertido la nuca. Hizo una mueca como sonrisa y observó cómo sus compañeros seguían perplejos ante la visión de Aila. Sabía que todos esperaban encontrar una mujer enjuta, de mediana edad, rasgos marcados y rodeada de cierto halo tenebroso. En cambio, la joven que comenzaba a bajar rodeando la superficie del tejado, ayudándose de las manos para agarrarse a las rocas, antes que despertar temor despertaba otro tipo de emociones.

—Desearía ser yo —murmuró por lo bajo Clarion con una sonrisa bailándole en los ojos.

Archie fue el único que lo escuchó, y le lanzó una gélida mirada. No era momento para bromas. Todos dieron un paso atrás, para dejarle espacio a Aila. En su descenso, la capa se había abierto dejando entrever una figura delgada cubierta por un sencillo vestido de lana marrón. La cintura estaba marcada por un cinturón de cuero de donde colgaban varios saquitos, ramilletes de plantas y una liebre, enganchados a pequeñas argollas. Todos pestañearon al contemplarlo. Cuando Aila estuvo a su altura, todos admiraron sus ojos verdes rasgados, que los recorrían con la mirada. La joven tuvo que alzar el mentón para enfrentar aquella muralla de músculos y huesos que se elevaba ante su cabaña. Vestían con un tartán de caza de tonos parduzcos para camuflarse. El belted plaid que los cubría era el más utilizado, hecho de dos piezas de lana de tartán ensambladas juntas, enrolladas alrededor del cuerpo y sujetadas con un cinturón. Al dejar a la vista las robustas piernas y musculosos antebrazos, Aila percibió la gran fuerza física de sus visitantes. La muchacha frunció el entrecejo al no recibir respuesta. Se volvió hacia Gilmer arqueando una ceja a modo de pregunta.

—Aila, son guerreros Mcleod de Lewis —le presentó Gilmer, divertido ante la reacción de los hombres—. Dicen que vienen en tu busca, pero tendrás que adivinar qué necesitan, pues parece que las palabras no son su fuerte.

—Nos envía Alistair Mcleod, nuestro laird —habló Daimh, como jefe del grupo, con voz helada y actitud fiera—. Necesitamos que vengáis con nosotros, pues la castellana necesita de vuestra ayuda.

—No suelo viajar tan lejos —respondió Aila sin amedrentarse—. Tendrá que venir ella.

—Eso no es posible, la orden es que debéis acompañarnos —insistió Daimh.

Aila había dejado de realizar largos viajes tras la advertencia de su abuela. Desde entonces solo se trasladaba cuando el enfermo o persona estaba incapacitado para realizar un viaje tan largo. Aquellos tres guerreros tenían un aspecto indómito, y le incomodaban sus miradas penetrantes. El de cabellos oscuros no dejaba de recorrerla con la mirada: encontraba algo divertido en ella. El de cabellos claros como los rayos de sol y ojos de hielo se había ofendido ante su respuesta. El tercer guerrero de ojos ambarinos fulminaba con la mirada a Gilmer, que no disimulaba una risa socarrona. El jefe del grupo parecía incómodo con la situación, pero dominaba su mal humor. Su cabello negro y ojos de un azul muy oscuro tan solo le advirtieron de su naturaleza violenta. En cambio, su voz grave traslucía el esfuerzo que realizaba al mantener sus emociones bajo un férreo control.

Aila suspiró; debía pensar la forma de hacer entrar en razón a aquellos hombres sin ofenderlos, porque no estaba dispuesta a alejarse de allí.

—Pasad —los invitó Aila abriéndose paso hacia el interior. Antes de cruzar el umbral se detuvo y les advirtió—: Sentaos en las sillas, no quiero que me estropeéis el techo con vuestras cabezas.

a priori