Yonquis de las letras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

 

 

Jorge Comensal

 

 

 

 

 

yonquis de las letras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Jorge Comensal

 

© De la Carta de Gian dei Brughi al autor: Amelia de Paz

 

© De la ilustración: Alberto Durero, Apocalipsis cum figuris (1498)

 

Madrid, octubre 2017

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-17118-09-9

 

Diseño cubierta: Enrique García Puche para TresBien Comunicación

 

 

 

 

A Elisa y David

 

 

 

 

En veces el mucho leer tupe la cabeza.

Roque Dalton

 

 

 

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De todos los apetitos, leer es el más tramposo. Parece una costumbre inofensiva, pero tiene sus peligros y locuras, excesos y trastornos. Opio, bingo, sexo, tabaco, Biblia, marihuana… Los libros también enganchan la vida a su consumo. La historia de la lectura está plagada de sobredosis: san Pablo, don Quijote, sor Juana, Emma Bovary, Adolf Hitler. He reunido decenas de casos en un cuaderno que no verteré aquí exhaustivamente para evitar que este ensayo se convierta en un gabinete de curiosidades. Quiero, como todos los que venimos siguiendo los pasos de Montaigne, darme a entender a mí mismo —el ensayo como acto de narcisismo caníbal—. ¿Por qué aspiro a leerlo todo? Aquí busco una respuesta que tal vez sirva de espejo para otros lectores insaciables, compulsivos.

Por lo pronto reconozco que los excesos me resultan familiares. Mi abuela solía decir «Me gusta la copita» al borde de la congestión alcohólica. Mi padre volvía a casa dando tumbos y me encontraba, como siempre, a solas con un libro. «Estás loco», balbucía. Ninguno de los dos se percataba de cuánto nos parecíamos. Heridos por el mismo fuego, tratábamos de apagarlo con gasolina.

 

 

 

1

De vacaciones forzadas en el rancho de un pariente, al calor de una fogata concurrida, un tipo de bigote nietzscheano y cultura paleolítica me preguntó qué quería estudiar cuando fuera a la universidad. «Letras», le respondí con orgullo quinceañero. «Para eso no estudie —me dijo—, que yo se las enseño: a, b, c…». No me ofendió la broma simple sino la carcajada unánime que provocó. Sentí mi soledad elevarse al cuadrado. Para calmarme pensé en Si te dicen que caí de Juan Marsé, la novela que estaba leyendo. En medio del desierto de Coahuila, mi cerebro se fugó a Barcelona con Java y Sarnita; sin ellos el purgatorio de aquellas vacaciones habría sido un infierno. Muchas veces pasó lo mismo. La enfermedad, el luto y despecho, una adolescencia infame que recuerdo sin odio gracias a los libros. Mi dicha fue con ellos solamente, una vida de mierda con perfume de azahar.

 

 

 

2

Los elogios de la lectura suelen componerse de lugares comunes. En México, las campañas de promoción literaria recurren a toda clase de necedades para difundir el mensaje de que conviene leer «veinte minutos al día», como si hacerlo ayudara a bajar el colesterol, o de que «No hay mejor medicina que un buen libro», creencia que los diabéticos espero no compartan.

No es lo mismo un lugar común que un lugar de comunión. El primero inhibe el pensamiento, el segundo lo estimula. Decir que el Quijote es la mejor novela de todos los tiempos podría ser cierto, pero no sirve más que para encerrarla en una vitrina de prestigio inerte. Por el contrario, evocar episodios quijotescos cuando viene al caso siempre será un lugar de encuentro para sus lectores. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando Sansón Carrasco, Sancho y don Quijote —lector compulsivo que enloquece discuten a principios de la segunda parte de la novela sobre la composición de la primera, que para entonces ya andaba impresa por todos lados. El ingenioso hidalgo juzga «que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribirla». Aunque sabemos que el supuesto autor es el moro Cide Hamete Benengeli, no está mal pensar estas líneas como un guiño de autoescarnio: Cervantes confiesa haberse puesto a escribir el Quijote sin saber muy bien a dónde iba, improvisando dichos y hechos de tal suerte «que ha mezclado el hideperro berzas con capachos», como bien dice Sancho. Don Quijote teme que su historia resulte tan enredada «que tendrá necesidad de comento para entenderla», pero Sansón le asegura que «es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: “Allí va Rocinante”». Así, el Quijote no tardó en convertirse en lugar de comunión para todo género de gentes.

La lectura induce estados alterados de conciencia que pueden trastornar la mente. Que las letras enloquecen es un lugar común tan antiguo que ya aparece en la Biblia. Quiero ir desde ese lugar común hasta un lugar de comunión: el goce de esta locura. ¿Qué nos lleva a leer viciosamente? ¿Qué revela sobre nosotros, yonquis de las letras? ¿Quiénes somos, por qué nos odian? Buscar una respuesta tal vez sirva de elogio de la literatura. Con eso basta. El lector compulsivo vive mil años todas las noches. No está mal para una especie como la nuestra, obsesionada con la inmortalidad.

 

 

 

3

Antes de bajar a las raíces de esta locura, quiero subir a las ramas. Hay una que sobresale: la bibliofilia, el amor exagerado por el libro concreto y sus circunstancias: el año de la edición, los impresores, el tipo de papel, las ilustraciones…

Yo soy bibliófilo desde que tengo memoria. Si es verdad que todos llevamos a un niño dentro, el mío está amordazado. No he oído de él desde la cuna. Recuerdo cuando una chica que me gustaba en la pubertad me dijo que yo tenía el alma de un hombre de sesenta y tres años. No puedo olvidar la cifra, tan precisa y arbitraria, lacerante. Sesenta y tres. Por desgracia mi libido no era la de un sexagenario sino la de un joven sátiro, torturado por la falta de sex appeal.

Me consolaba leyendo y escribiendo como un poseso. Encerrado en alguna mazmorra cerebral —acaso en el tercer ventrículo, justo en medio de las amígdalas que administran las emociones— mi niño interior guardaba silencio, a solas con su miopía y sus migrañas, con sus zapatos ortopédicos y sus dientes desordenados como las tumbas del cementerio judío de Praga.

¿Por qué fue reprimido dentro de mí este efebo defectuoso? Hay razones dolorosas que la conciencia ignora. El caso es que me comportaba como un adulto sedentario, grave e introvertido. Buscaba refugio en la sombra, rehuía la compañía, devoraba libros inadecuados para un menor de edad: clásicos tenebrosos, novelas licenciosas, tratados de filosofía, monografías freudianas, poemarios de amor. Todas mis actividades juveniles estaban subordinadas a la lectura —y a la somnolencia producida por desvelarme leyendo—.

Cuando mi familia viajaba a la playa —o al rancho susodicho de mis parientes—, yo leía sin parar durante el trayecto, leía en los camastros junto a la alberca, bajo las sombrillas, en los corrales. Mi indiferencia hacia la vida campestre y las jóvenes en bikini era tal que mi padre concluyó que yo estaba loco o, peor aún, que era homosexual. Muchas veces me rogó que se lo confesara; «No pasa nada», me decía con homofobia mal disimulada. Yo negaba con la cabeza sin despegar los ojos del libro.

A diferencia del resto de los niños, que soñaban con llegar a ser futbolistas o estrellas de cine, yo quería ser papa. No «papá», pues los niños me disgustaban desde entonces, sino papa: Su Santidad, sumo pontífice, obispo de Roma, vicario de Cristo en la Tierra. Mi deseo no era fruto de un catolicismo megalómano, sino de la pasión por los libros antiguos. No me interesaba vestir con ridícula opulencia ni ser vitoreado por las masas pecadoras. Lo que yo anhelaba era tener acceso irrestricto a la Biblioteca Apostólica Vaticana, sus archivos secretos, libros incunables y códices manuscritos.

Como Borges, me figuraba el paraíso «bajo la especie de una biblioteca», pero no de cualquier biblioteca, sino de la Vaticana, que contiene, entre muchas otras riquezas, el Códice Borgia, de origen mexicano, prehispánico, exquisito calendario adivinatorio, poblado por los dioses nativos de mi tierra: Ehécatl, Mictlantecuhtli, Tezcatlipoca —que en náhuatl significa «espejo negro que humea», lado oscuro de Quetzalcóatl—.

Nunca he dejado de fantasear con ver de cerca la inmolación de Dido en el Vergilius Vaticanus —siglo v—, que sobrevivió a la Edad Media en el monasterio de Tours y perteneció a Pietro Bembo y Fulvio Orsini; o extender, con manos trémulas, el bizantino Rollo de Josué que compró Ulrich Fugger, uno de los primeros multimillonarios del comercio, y que fue parte del botín saqueado a la Biblioteca Palatina de Heidelberg durante la Guerra de los Treinta Años. De aquel pillaje provienen decenas de tesoros que ahora reposan en el Vaticano, como el suntuoso Decamerón dedicado al duque de Borgoña Juan sin Miedo.

Quisiera mirar, aunque no entienda, el texto árabe de la Hadith Bayad wa-Riyad, novela de enredos del siglo xiii, escrita en el apogeo del islam. Y quisiera leer en voz alta los versos de la Divina comedia encargada por el duque de Urbino, Federico da Montefeltro, alrededor de 1480. Este noble bibliófilo también mandó elaborar una de las Biblias más bellas que existen, signada en la Biblioteca Vaticana como Urb. lat. 1 y 2, cuyas páginas son jardines de arabescos, orlas, aves y frutos que cuelgan de candelabros pintados con tinta de oro y plata. La austeridad de la tipografía gótica equilibra la exuberancia de los adornos e ilustraciones. Las páginas de esta Biblia son de una belleza digna de figurar junto a las obras de Botticelli y del Bosco, pintores muy influidos por el arte de la iluminación libresca.

Pienso que un viernes por la tarde, después de una tediosa audiencia con cardenales o diplomáticos, me dirigiría a la Biblioteca y pediría a mis súbditos que sacaran el De laudibus Sanctae Crucis de Rabano Mauro, confeccionado en el siglo ix e ilustrado con poemas visuales muy curiosos, juegos de letras superpuestas con imágenes como el retrato de Luis el Piadoso, hijo de Carlomagno.

Y un domingo temprano, antes de oficiar misa en San Pedro, iría a deleitarme con pasajes del códice Rossiano 884, que contiene el De rerum natura de Lucrecio, copiado por un joven llamado Nicolás de Maquiavelo. El descubrimiento de este manuscrito es significativo, pues indica que Maquiavelo pertenecía al círculo de florentinos epicúreos que incluía a personajes novelescos como la poeta y erudita Alessandra Scala, y su marido el mercenario epigramista Michele Marullo Tarcaniota. De acuerdo con Stephen Greenblatt, la lectura de Lucrecio en aquella época fue uno de los leños que alimentaron el fuego profano del humanismo. Sin el culto a los libros clásicos el Renacimiento no habría existido —tampoco sin la expansión otomana y los estragos de la peste—. La modernidad es fruto de esos libros cuyos ejemplares más antiguos reposan en el Vaticano. Por eso yo aspiraba al papado. La pérdida de la fe me alejó de la carrera sacerdotal, pero no de la bibliofilia. Si no colecciono libros es solo por falta de presupuesto. El día que me gane la lotería correré a pujar en las casas de subastas para hacerme de manuscritos e incunables.