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Julio Ramón Ribeyro

Crónica de San Gabriel

Prólogo de

Marco García Falcón

Crónica de San Gabriel

Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Reservados todos los derechos de esta edición para Latinoamérica.

© Julio Ramón Ribeyro, 1960

© Pesopluma, 2017

1ª edición digital: noviembre 2017

Serie Crisálida / novela

Ilustración de portada: Renso Gonzales

ISBN: 978-612-47409-4-7

Editado por PESOPLUMA S.A.C.

Calle Francisco Graña 168, Magdalena del Mar, Lima – Perú

www.pesopluma.net | contacto@pesopluma.net

La mirada de un solitario

1. Múnich, 1956.

Un joven peruano encerrado por el frío brutal en un cuartito alquilado de una casa de una familia alemana obrera.

«Esta habitación (…) hizo que evocara la vida en el Perú, la vida en Lima, el buen tiempo, la primavera, las verduras, los árboles y, de pronto, sin ningún propósito deliberado de escribir nada largo, empecé a contar unas vacaciones que había pasado de adolescente en la sierra (…) y esto duró tres meses (…) Después, cuando comenzó el deshielo y cuando pasaron las primeras golondrinas (…), me di cuenta de que la novela estaba terminada y la había escrito en un estado casi de sonambulismo, porque recuerdo que había perdido casi todo contacto con la realidad».

Ribeyro –esto lo cuenta ya mayor, en una charla en que recapitula toda su obra– tenía veintiséis años. Gozaba de una beca para aprender alemán y había publicado un año antes Los gallinazos sin plumas (libro que ya mostraba a un cuentista notable y que había recibido un reconocimiento unánime).

Anhelaba embarcarse en el proyecto de una novela, pero su realización le resultaba esquiva. «Me seduce la idea de la novela, ¿pero cómo escribirla?», se pregunta en 1955 en una entrada madrileña de su diario. Y, más tarde, cuando ya había avanzado algunos tramos, lo asalta el desaliento: «Ausencia total de ideas. El asunto de mi novela me preocupa (…) Veo con pavor que día a día voy perdiendo el entusiasmo (…)». También: «Mi novela perece por inanición. He tomado la decisión de interrumpirla. En realidad, el plan que me propuse era demasiado ambicioso (…)».

Y ahora, de pronto, se le aparecía el impulso necesario para empezar una y casi terminarla (la habría de acabar dos años después en el Perú, en un hotel de Chosica, cuando volvió a su manuscrito, lo trascribió y le agregó un capítulo).

La novela de un hombre que recuerda. Y los recuerdos lo descentran. O, mejor, lo llevan hacia su propio centro.

2. La memoria, el motor.

Natalia Ginzburg dice que, cuando uno escribe, se siente milagrosamente impulsado a ignorar las circunstancias presentes de la propia vida. Dice también que, cuando somos felices, nuestra fantasía adquiere más fuerza. Cuando somos infelices, en cambio, nuestra memoria es la que domina.

La memoria es entonces uno de los territorios donde la escritura se revela y se asienta; pero es, también, el combustible que hace circular las palabras, las imágenes, la imaginación.

En la nota que el autor suma a la edición española de Crónica de San Gabriel (a la que sigue esta edición), Ribeyro confiesa precisamente que lo que lo empujó a escribir esta novela fue la necesidad de combatir un «estado depresivo». Y los recuerdos fueron tomando su propio ritmo. «(…) Fue un movimiento espontáneo», leemos en otro fragmento de su diario, «a tal punto indeliberado que, al poner la primera línea, no sabía qué cosa es lo que empezaba y aún no sé qué cosa es lo que saldrá».

Cuando la memoria se activa, evocamos un tiempo ya clausurado y recuperamos igualmente ciertos espacios perdidos. Espacio y memoria se juntan para crear, a través de la escritura, un mundo arcádico o, al menos, más tolerable o deseable de lo que en verdad fue.

Crónica de San Gabriel puede ser leída en esa clave. Alguien que sale de un modo inesperado de su entorno –la ciudad– y debe regresar a él muy pronto, al no encontrar un norte o un sentido en el nuevo escenario –el campo–. El relato que se ofrece da cuenta de esa frustración, de la imposibilidad de adecuarse a un nuevo espacio y, sin embargo, la escritura hace posible una reconciliación.

¿No es sintomático que, en un principio, la novela fuera a llamarse Crónica de un reino perdido? Ese reino perdido alude, ciertamente, a la decadencia y ruina de la hacienda que termina por arrastrar a todos los personajes; pero, también, al incumplimiento de una promesa –la de la experiencia amorosa– que representaba para el protagonista San Gabriel.

3. Fuera del boom.

Lo dice muy bien Juan Gabriel Vásquez en su ensayo Diario de un diario: «(…) Nacido en 1929, (Ribeyro) es quince años menor que Cortázar, dos años menor que García Márquez, un año menor que Fuentes, apenas siete años mayor que Vargas Llosa. Es decir, era un estricto escritor del boom latinoamericano. Y sin embargo, poco o nada tuvo que ver con el fenómeno narrativo que estos nombres encabezaron. No se piensa en el boom cuando se piensa en Ribeyro. No se piensa en Ribeyro cuando se piensa en el boom. Ribeyro vive en otra parte, fuera de lo que Carlos Fuentes bautizó, en su momento, como la “nueva novela latinoamericana”. Bien mirada, la cosa tiene lógica: Ribeyro era latinoamericano solo a pesar de sí mismo; pero no se puede decir que fuera novelista, y definitivamente, definitivamente, no era nuevo».

¿No era latinoamericano? Probablemente no de una manera idiosincrásica, si se auscultan sus lecturas y sus intereses. Leía con atención a sus contemporáneos (peruanos y extranjeros), pero su sensibilidad estaba más cerca de los autores de la tradición decimonónica europea. No la frecuentaba, por cierto, para una imposible vuelta al pasado, sino para incorporar sus propios temas: era un instrumento moldeable –afín a sus gustos y a su personalidad– que le permitía abordar nuevos espacios –los de la urbe moderna– y desde allí aportar nuevas significaciones. Lo suyo era, pues, una puesta al día del realismo a través de la memoria y la imaginación. Tampoco estaba entre sus prioridades adscribirse a una agenda regional. «En la novela latinoamericana actual», responde en una entrevista, «a mí me fastidia esa insistencia, esa fascinación que tiene los escritores latinoamericanos por demostrar que son latinoamericanos (…)».

¿No era novelista? No si se piensa en que su modo de narrar era esencialmente lineal, lógico y concentrado, casi siempre respetuoso de la unidad de acción, de lugar y de tiempo. Y las novelas que escribe se escapan de los cánones imperantes en aquellos años (los sesenta y setenta): grandes frescos sociales, con experimentaciones notorias en el lenguaje y la estructura. Y Ribeyro lo sabía perfectamente: «(Lo que se) busca en la literatura latinoamericana (son) las grandes acciones, los personajes coloreados, los inmensos espacios, las fuerzas telúricas, los fenómenos sociales o de grupo (…) Y el mundo de mis libros, hélas, es un mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas, marginados, que viven fuera de la historia».

Tampoco era «nuevo» en términos estrictos. A pesar de sus intentos por explorar las herramientas narrativas (pienso, por ejemplo, en los relatos del segundo tomo de La palabra del mudo, que juegan muy bien con el tiempo y el espacio), siempre obraba en su contra el prejuicio que generaba su estilo «clásico». Todo lo demás que había de nuevo en su obra –la inauguración de la narrativa urbana, el descubrimiento de la clase media emergente, el tratamiento no indigenista de lo andino, la inquietud metafísica, el simbolismo desrealizador, el humor, la ironía y el juego intertextual– fue opacado, dentro del contexto peruano, por el afán totalizante y el experimentalismo virtuoso de Vargas Llosa. En lo profundo, por lo demás, rechazaba el entusiasmo por el uso de técnicas sofisticadas que buscaban ocultar lo artificioso y convencional de la escritura y conferirle a los textos una aureola de novedad. «Creo que en la literatura latinoamericana», escribe en una de sus Prosas apátridas, «hay una tendencia a sobrevalorar la técnica (…) Nada envejece tan rápido como los procedimientos. Hay quienes disfrazan una visión banal, simplista y vieja de la realidad con una técnica modernista. Como si la modernidad fuera cuestión de técnica (…) La modernidad no reside en los recursos que se emplean para escribir, sino en la forma de aprender la realidad. Un escritor que sigue pensando como hace cincuenta años será un escritor caduco aunque eche mano de todos los recursos inventados por Joyce, Faulkner y Robe-Grillet juntos».

Hablaba de la mirada. De una voz auténtica y reconocible. De aquello que hace que un artista sea valioso y perdurable por encima de las formas y las modas. Eso lo tenía ganado desde su primer libro y, luego de convencerse de sus límites para la innovación (pese a su desconfianza, empleó el multiperspectivismo, el monólogo interior y la ausencia de puntuación en algunos relatos y en Cambio de guardia), se abocó plenamente a afinar y consolidar su patrimonio.

El resultado: se quedó en los extramuros del boom. Un lugar en el que habría de encontrarse con excelente compañía: Mario Levrero, Clarice Lispector, Salvador Elizondo, Juan José Saer, Jorge Ibarguengoitia y, claro, Luis Loayza, con quien comparte más de una seña de identidad: estilo preciso, armonioso y elegante, y elevados logros en el cuento y el ensayo.

4. El sobreviviente.

Y sin embargo, Ribeyro ha sobrevivido al paso del tiempo.Más aún, en las últimas décadas, su reconocimiento no ha hecho sino crecer entre los lectores y la crítica. De manera especial, los escritores latinoamericanos de las nuevas generaciones encuentran en su trabajo una fuente de inspiración y hasta una influencia estética.

La razón parece ser evidente: en un mundo radicalmente individualista y que invita al escepticismo, y que por lo mismo llama a desistir de los grandes relatos explicativos, su literatura se presenta como pionera de los caminos que actualmente se exploran: las historias de personajes subalternos, más bien grises, que, pese a su carácter anodino o rutinario, arrojan una luz intensa sobre la experiencia humana y el mundo que nos rodea. Los rasgos de su actitud frente al oficio, además –el profundo diálogo entre literatura y vida, la permanente reflexión sobre lo que se lee y se escribe, la inclinación por formas no ficcionales o consideradas «menores», el descreimiento y aun la presencia del fracaso como parte de la creación–, son un elemento muy atractivo para los narradores contemporáneos.

Lo que Ribeyro aprendió y ha dejado como legado para las nuevas generaciones podría ser esto: la modernidad no se consigue con la novedad de las técnicas, sino con la actitud hacia lo literario. Se trata, una vez más, de una cuestión de mirada.

5. Esencia depurada.

¿Qué papel ocupa, dentro de esta poética, Crónica de San Gabriel? Ribeyro era un individualista a ultranza que, sin embargo, no vivía de espaldas al mundo. Sus primeros cuentos, imbuidos del realismo crítico propio de su generación, tienen una fuerte carga social y, en muchos casos, denuncian; pero no se atreven a sugerir una salida. Imposible darla: el escepticismo de base de su autor ya estaba presente y se haría cada vez más arraigado. Por eso, en sus cuentos de madurez, esa pulsión, esa manera de ver el mundo, se hace más intensa. Ya había comprendido, quizá, que la Arcadia –de existir– no podía ser social, sino tan solo personal, melancólicamente perdida en el tiempo de lo ya vivido y solo recuperable en el momento de la escritura.

El cuento, además, es en sí mismo un género romántico, individualista, que opera en una parcela muy concreta de la realidad. Es el vehículo más apropiado para captar lo fragmentario, la imposibilidad de acceder al sentido de la existencia. Por eso Ribeyro lo adoptó con naturalidad desde temprano y supo hacer de él, a lo largo de su obra, uno de sus territorios más fecundos. Por eso, además, le vinieron tan bien sus formas afines: el diario, el aforismo, las cartas.

Crónica de San Gabriel tal vez sea, entonces, una de las expresiones más depuradas de la sensibilidad ribeyriana: su protagonista es un solitario que debe salir de su estatismo, que se ve obligado a abandonar su pequeño universo personal para integrarse a un mundo complejo cuyas leyes no comprende. Ese solitario por naturaleza mira las cosas a la distancia y contempla la inevitabilidad de su propio fracaso, pero, a pesar de eso, aspira a atrapar lo permanente, lo esencial de su experiencia a través de esa pasión inútil que es la escritura.

«(…)Tenía la impresión de que algo había quedado allí perdido para siempre, un estilo de vida, tal vez, o un destino, al cual había renunciado para llevar y conservar más puramente mi testimonio(…)», leemos en el tramo final de la novela.

Abrazar la escritura supone una pérdida y una renuncia. Y la recompensa que se obtiene por ello es apenas comunicable. Un fogonazo que se confunde con la tiniebla. Un destello oscilante. Una figura que se entrevé en el arabesco de múltiples formas. La inminencia de una revelación que no se produce.

Una verdad muy pequeña, casi secreta, nacida en las márgenes de la existencia; pero contundente.

6. Paradoja final.

En sus últimos años de vida, Borges afirmaba que con el tiempo se había resignado a ser Borges. Decía también que cada obra va dibujando, acaso sin premeditación, una figura: la del rostro de su propio autor.

Hasta antes de alcanzar la madurez creativa, Ribeyro quiso adaptarse a su tiempo, ser parte del espíritu de su época, pero terminó por dejarse llevar por las particularidades de su personalidad, por su naturaleza más íntima. El camino que recorrió fue el de alguien que se reconoce en la escritura, que se acepta en sus límites y posibilidades, y acaso Crónica de San Gabriel constituya el testimonio más alto, más bello y honesto, de ese proceso.

Hoy, a más de cincuenta años de su primera edición y a veinte de la muerte de su autor, tenemos la oportunidad de volver este libro central en nuestra literatura, de leerlo en el contexto de un obra cuyo signo es la heterogeneidad y el fragmento pero que, vista en su conjunto, tiene una fuerza y una coherencia que permanecen y que continúan interpelándonos y mostrándonos quiénes somos.

Marco García Falcón

Lima, noviembre de 2014

Sobre Crónica de San Gabriel

Crónica de San Gabriel, mi primera novela, fue escrita a comienzos de 1956, en Múnich, cuando tenía veintiséis años. Acababa de llegar a Alemania, no sabía alemán, y el crudísimo invierno (31 grados bajo cero y un metro de nieve en las calles) me forzó a permanecer encerrado en el cuarto que había alquilado en las afueras de la ciudad, en casa de una familia obrera.

Pronto la soledad, la incomunicación, el aburrimiento se tornaron insoportables y no vi otro remedio a mi estado depresivo que escaparme de esa realidad mediante la imaginación. Abrí entonces un cuaderno y empecé a escribir lo primero que me vino a la cabeza, el recuerdo de las vacaciones que pasé en una hacienda andina cuando tenía catorce o quince años.

A los pocos días estaba tan sumergido en mi trabajo, que perdí todo contacto con lo que me rodeaba. Ello explica que haya escrito el libro tan rápidamente, pues soy un escritor más bien lento y de esfuerzo discontinuo. Es una de las pocas experiencias que he tenido, al escribir, de encontrarme en una especie de «segundo estado», al punto que lo que describía me parecía el verdadero mundo y la realidad un mundo leído o soñado. A los tres meses comprobé que había comenzado el deshielo, que los árboles reverdecían y que muy bien podía ya salir no solamente de mi cuarto sino de mi libro. La novela estaba terminada. No me volví a ocupar de ella hasta dos años más tarde, en que añadí un capítulo y la pasé a máquina. La publiqué en Lima en 1960 y obtuve ese año el Premio Nacional de Novela.

Menciono estas circunstancias para subrayar que esta novela surgió de mí en forma espontánea, sin ningún plan ni presupuestos artísticos o ideológicos, al menos conscientes. Todo lo que pueda decir de ella está basado en su resultado, es decir, en el texto mismo.

Por lo pronto, es la única de mis novelas que se desarrolla en un ambiente rural, cuando yo había siempre predicado la necesidad de escribir sobre Lima y fundar una narrativa urbana, prácticamente inexistente en Perú. En ese sentido había dado el ejemplo, al publicar en 1955 mi libro de cuentos Los gallinazos sin plumas. En ese sentido se orientaron también las dos novelas que escribí con posterioridad a Crónica de San Gabriel, es decir, Los geniecillos dominicales (1964) y Cambio de guardia (1976), que tienen a Lima como escenario.

Que Crónica de San Gabriel transcurra en la sierra no hace de ella, sin embargo, una novela indigenista, lo que la distingue de los grandes frescos andinos de Ciro Alegría y José María Arguedas. Su especificidad proviene de que se trata de una visión de la sierra, pero hecha por un limeño. En ella el campesino indígena aparece solo episódicamente, los problemas agrarios no figuran en forma explícita, el color local y el folklore están ausentes, lo mismo que todo el aparato reivindicatorio, social y político que caracteriza la novela indigenista. Crónica de San Gabriel se limita a presentar la vida de los patronos o señores de una hacienda serrana y las relaciones ambiguas, tensas y a menudo secretas que agitan este microcosmos.

A pesar de lo dicho, algunos críticos han encontrado en esta novela una gama de significaciones que menciono al azar: un testimonio sobre la decadencia del latifundio en la sierra peruana, una novela de educación o aprendizaje (el paso de la adolescencia a la adultez), una historia de amor juvenil en un escenario agreste, un simple cuadro de costumbres provincianas, la descripción novelada de un caso clínico de histeria (Leticia), una obra críptica en la cual el autor ha escamoteado algunos datos para que el lector descubra por su cuenta una segunda obra.

Estas interpretaciones son interesantes y relativamente defendibles. En tanto que autor, me limito a citarlas, sin tomar ningún partido.

Julio Ramón Ribeyro

París, marzo de 1983

El viaje

Las ciudades, como las personas o las casas, tienen un olor particular, muchas veces una pestilencia. Mientras recorría las calles rectas de Trujillo, me sentía envuelto por una transpiración secreta que emanaba no se sabía de dónde, quizás de los zaguanes, de los sótanos condenados o de las alcantarillas. Una presencia olfativa me cercaba y me recordaba a cada paso mi condición de forastero, de hijo de tierra extraña. Yo andaba a manotazos bajo el duro sol y los balcones morunos, recordando que en Lima, años atrás, cuando iba a las calles del centro, había sentido también el olor de la ciudad. Lima, decían las viejas, olía a ropa guardada. Para mí olió siempre a baptisterio, a beata de pañolón, a sacristán ventrudo y polvoriento. Pero Trujillo olía a otra cosa. Era un olor amarillo, en todo caso, un olor que tenía algo que ver con las yemas de huevo, los helados Imperial o ese sol ambarino que penetraba todos los objetos.

El día anterior, a las seis de la mañana, habíamos partido de Lima, en una góndola roja. Este viaje fue decidido por mis tíos en cuya casa vivía alojado desde la muerte de mi padre. Nunca supe a ciencia cierta por qué resolvieron alejarme de un lugar en el cual comenzaba a sentirme a gusto. Yo sospechaba una maquinación de mi tía Herminia, la cual me odiaba porque yo pasaba íntegramente los días sin hacer nada. Mi ocupación favorita era recostarme en todas las paredes, caer despatarrado en todos los sillones, pensando en cosas absurdas, como por ejemplo, en la cara que tendría mi tía Herminia si se pelara un poco. Otras veces me subía a la azotea y me entretenía en perseguir a los gatos techeros o en espiar las intimidades del vecindario. Como acababa de terminar el colegio creía haber conquistado para siempre el derecho a estar ocioso.

Tal vez se consideró que mi conducta debía ser perniciosa para mis primos, aunque en realidad mi comercio con ellos se reducía a darles, de cuando en cuando, de bofetadas. Lo cierto es que Felipe, el esposo de Herminia, me entretuvo durante algunos días hablándome de la hacienda de la cual era administrador, de su aire puro, de la leche bebida a la sombra de las vacas. Como su discurso no me conmovía, resolvió ejercitar sus derechos de tutela y de un día para otro anunció nuestro viaje.

Fue así como Felipe y yo partimos, una mañana de verano. La primera jornada de viaje fue memorablemente aburrida. Nunca imaginé que la costa de mi país fuera un desierto. Hasta entonces, solo había conocido el valle de Lima, rico en huertas y jardines. Por la ventanilla veía circular a las arenas, formar dunas pardas y perderse hacia el oriente en tristes explanadas que recordaban un planeta abandonado. Cada cien kilómetros cruzábamos un río en cuya ribera crecían yerbas o cabañas. Había pueblos parásitos nacidos no se sabe cómo en la planicie y que vivían del camino como se vive de un torrente. El ómnibus los atravesaba sin concederles ninguna importancia y en la calzada de su calle principal, de su única calle, apenas tenía tiempo de ver agitarse un brazo haciendo una seña que, más que un saludo, parecía el gesto desesperado de un hombre que se ahoga.

En Trujillo ocupamos un hotel viejo de tres pisos, en cuya fachada había una enseña que representaba una estrella de cinco puntas. Sus altísimas habitaciones empapeladas y hoscas me inspiraban horror y yo no hice otra cosa que vagar por las calles, a la caza del olor citadino. Felipe ocupaba sus jornadas en extraños ajetreos. Solo lo veía de noche, cuando al regresar hacía ruido y me despertaba. Abriendo un ojo espiaba sus gestos maquinales de aventurero nocturno: se observaba en el espejo, se acomodaba el bigote, se desperezaba y, silbando alegremente, se echaba a dormir. El último día de nuestra permanencia en Trujillo lo noté más inquieto que de costumbre. Iba de la cama al balcón encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior. Al fin se volvió hacia mí y me dijo que me fuera inmediatamente del hotel y que no volviera hasta después de la comida. Para hacer más persuasiva su orden me regaló un billete de a libra.

Cuando descendí las escaleras observé que en la calzada había una mujer que miraba con insistencia las ventanas altas del edificio. Al llegar a la esquina volví la cabeza: la mujer atravesaba la calle y penetraba en el hotel.

Esa misma noche, al regresar, encontré una nota de Felipe en la cual me decía que al día siguiente partiríamos de madrugada para Santiago de Chuco. Cerca de medianoche lo sentí llegar. Estaba tostado por el sol, tenía las ropas sucias de arena. Al percatarse de que estaba despierto, me exploró largamente con sus ojos brillantes.

—Un consejo —murmuró—. No creas nunca en la honestidad de las mujeres. ¿Sabes que no hay mujer honrada sino mal seducida? Todas, óyelo bien, todas son en el fondo igualmente corrompidas.

A las cuatro de la mañana, con los párpados aún hinchados de sueño, me encontré en la caseta de un camión, rumbo a la sierra. Íbamos apiñados entre una población de indígenas que regresaban a su tierra llevando a cuestas todo su patrimonio: atados de ropa, gallinas encerradas en costales, manojos de hierbas que apestaban. Como Felipe no tenía con quién conversar y no había mayor tormento para él que permanecer callado, me tomó de confidente y durante largo rato me relató sus peripecias de viaje. A los catorce años se había escapado a los Estados Unidos y había pasado allí toda su juventud, desempeñando los más diversos oficios. Esta dura experiencia había grabado en sus facciones un rasgo de tenacidad, de resolución, de fuerza indomable, que amedrentaba a los hombres y subyugaba a las mujeres. Yo lo admiraba profundamente y veía en él un ejemplo digno de imitarse.

A mediodía comenzó la tormenta. De las vertientes caían piedras y barro. El camión sobrecargado podía apenas remontar la cordillera. Yo vigilaba, con la cara pe­gada a los cristales, el desplazamiento de los abismos. Como el chófer cabeceaba y se adormecía con el zumbido del motor, Felipe se acomodó a su lado y comenzó a zarandearlo a chistes y manotazos. Solamente al atardecer divisamos los tejados de la ciudad. Al descender del camión frente al hotel me desmayé. Más tarde abrí los ojos en una habitación extraña, sucia, con las paredes tapizadas con papel de perió­dico. Felipe, en una mesa, conversaba con un desconocido y bebía a cortos intervalos de una botella de pisco. La lluvia golpeaba furiosamente las ventanas.

Por una serie de razones fuimos retenidos en Santiago durante varios días. Se nos había acabado el dinero, llovía, y además las bestias de transporte no llegaban. Felipe, esta vez, no se perdió en las calles, sino que pasaba las horas espiando el mal tiempo por el balcón o estirado en la cama dejándose crecer la barba. Yo me distraía observando por un agujero del piso el bar del hotel, donde se desarrollaban fenómenos apasionantes para mi tedio, como las partidas de billar que terminaban siempre cuando el comisario, borracho ya, se subía al tapete y agarraba a patadas las bolas de marfil.

Una mañana, Felipe, que merodeaba por el balcón, lanzó un grito:

—¡Ya llegaron!

Cuando me asomé vi dos enormes caballos moros y una mula que el arriero tenía por la brida. A pesar de que yo nunca había montado caballo, hube de hacerlo esta vez, por­que prefería arrostrar ese peligro que continuar en esa ciudad que, a la sazón, estaba infestada de moscas y donde se comía tan mal en ese mercado sin manteles, entre gente tosca que bebía y eructaba. Dos veces consecutivas el moro me hizo besar el suelo todavía húmedo de Santiago. Al fin pude tenerme sobre la silla, cobré confianza, y me lancé a cabalgar a la cabeza del grupo.

Primero descendimos por una amplia quebrada, siguiendo un sendero de tierra roja que corría entre dos pircas de barro. Una vegetación compuesta de tunares y de maguey nos acompañó hasta la mitad de la vertiente. Luego vimos los primeros eucaliptos que daban sombra a los tambos. Más abajo, cerca del torrente, las tierras de pan llevar. Un aire puro, concentrado, me penetraba por la boca como una emulsión y me daba la ilusión de la fortaleza. A cada paso me sentía capturado por la violencia de la sierra, huida para siempre mi enfermiza y pálida vida de ciudadano.

Luego de cruzar el torrente comenzamos a trepar por la vertiente opuesta. Los caballos resollaban y se detenían a beber en los manantiales. La atmósfera se iba enrareciendo. Abajo fue quedando todo lo que recordaba la presencia del hombre. Hasta el camino se desdibujó en multitud de huellas que se confundían con los cauces de la lluvia o simulaban los rastros de algún animal montubio. Al fin, cuando los arbustos desaparecieron, y los aires, que no encontraban resistencia, se iban haciendo fríos, vencimos la cuesta y de­lante de nosotros solo quedó una planicie verde cuyos límites se perdían en el horizonte. Era la pampa de Algallama.

El ingeniero Gonzales, que nos acompañaba desde Santiago, detuvo su caballo y se despidió, tomando el camino de Cachicadán. Felipe lo vio alejarse y luego, tranquilamente, extrajo un revólver de su casaca y examinó su tambor. —Esta pampa hay que atravesarla armado —dijo, al percatarse de mi estupor—. El año pasado asaltaron a dos hacendados. Cuando te cruces con un jinete, detén tu caballo sobre la derecha y no reinicies camino hasta que los veas desaparecer.

En seguida se echó un pisco a la garganta y, espoleando su bestia, se lanzó a través de la pampa.

En mitad de la tarde comenzó a llover. Esa inmensa meseta agujereada de charcos, erizada de extraños cactos acha­tados que parecían los excrementos de algún animal mitológico, me deprimía el ánimo y me hizo sentir de golpe la fatiga del viaje. Tan solo cuando poníamos las bestias al ga­lope sentía cierta excitación, como si de pronto me hubiera convertido en otra persona o hubieran pasado años desde que abandonara Lima. Felipe se entretenía cantando huainos picarescos que el viento arrancaba de sus labios y echaba en desorden hacia atrás.

Cuando terminamos de cruzar la pampa divisamos el caserío de Angasmarca, nacido a la sombra de una roca piramidal. En la fonda para viajeros desmontamos para esperar que las aguas amainaran. Felipe pidió dos bisteques y abandonando la mesa salió de la fonda. Lo vi cruzar la calle y perderse en un portón. Luego reapareció con un chiquillo que se le prendía del pantalón de montar. Acariciándolo, lo dejó en brazos de una mujer cuyo torso asomaba por el postigo. Luego vino hacia la fonda, se acomodó en el banco y comenzó a comer con enorme apetito su bistec.

—¿Sabes quién es ese? —me preguntó, mientras masticaba—. ¡Mi hijo! —añadió, echándose alegremente a reír.

Después del café seguimos viaje, a pesar de que el mal tiempo continuaba. Los caminos se habían convertido en acequiones por donde las bestias andaban con el agua hasta los estribos. Subíamos otra quebrada. Una espesa cortina de agua nos cegaba. Felipe había perdido el buen humor y ca­balgaba pensativo, la barbilla incrustada en el pecho. Fue en ese momento cuando sentí una sensación extraña: la de es­tar recorriendo un camino ya conocido. Los parajes tenían para mí un lenguaje secreto. No podía prever ningún ac­cidente, ningún recodo del camino, pero una vez propuestos a mi vista los asumía con familiaridad y sentía la turbación de un reencuentro. Felipe se detuvo de súbito al lado de un albergue.

—Bajemos —ordenó.

Una india vieja salió a recibirnos, abrazó a Felipe con al­borozo y nos invitó a tomar chicha. Felipe secó su jarro y me hizo pasar a una habitación interior que parecía un cuarto para viajeros. Yo me preguntaba si estaríamos ya en la hacienda. Luego de mirar por la ventana, Felipe se volvió con pres­teza.

—Aquí se albergaba mi padre cuando era comisario —dijo contemplando el camastro—. Una persona que nunca supimos quién fue, metió la mano por la ventana y lo ase­sinó de un balazo en la espalda.

Ello constituía tal vez algún viejo secreto de familia. A pesar de referirse a un hecho muy antiguo, la noticia me hizo daño, como si se tratara de una calamidad reciente. Proseguimos la marcha bajo el mal signo de la muerte. Ida la lluvia, andába­mos por tierra enlodada. Felipe hablaba de su padre, a quien siempre vio limpiando sus armas para salir a batirse contra las montoneras. Luego comenzó a darme consejos sobre la manera cómo debía comportarme en San Gabriel.

—Hay que ser gracioso —decía—. Por aquí rara vez cae un limeño. Tienes que bailar en las fiestas y entretener a tus primos.

Yo apenas lo escuchaba. Pensaba en mi abuelo encon­trado al alba, en aquel albergue, azul y frío sobre su sábana roja.

Atardecía, cuando Felipe sofrenó de súbito su caballo.

—Llegamos —dijo, señalando con el brazo hacia adelan­te. Al fondo de una hondonada se veía una masa de euca­liptos, una casa blanca muy grande con tejas encarnadas y un sendero de tierra roja que llegaba a nuestros pies. Sil­bidos y gritos se escucharon en la quebrada y pronto vi tres muchachos que corrían hacia nosotros agitando sus som­breros.

A mitad del camino los encontramos. Felipe desmontó y los abrazó uno tras otro. Ellos, sin embargo, permanecían inquietos, observando mi figura.

—Baja y saluda a tus primos —ordenó Felipe—. Son los hijos de tu tío Leonardo, el dueño de San Gabriel.

Desmonté con dificultad, al extremo que estuve a punto de hacerme arrastrar por mi cabalgadura. Mis primos se rieron. Mi aspecto entumecido debía ser notoriamente ridículo.

—Abrázalos —prosiguió Felipe.

Los estreché murmurando algunos saludos. Al observar­los con mayor atención noté que los tres eran diferentes. El mayor tenía las facciones finas pero saludables; el segundo era lánguido, ojeroso, transparente; el tercero era de raza india, cobrizo y achinado.

—¿Dónde está Leticia? —pregunté al fin.

—Leticia soy yo —dijo el mayor de los muchachos, y se quitó el sombrero. Un mechón de pelo negro cayó sobre su frente. Quedé sorprendido y no pude por menos que examinar su cuerpo, que, bajo la indumentaria masculina, parecía el de un mozo quinceañero.

—¿No le das un beso a tu prima? —observó Felipe.

Quedé paralizado. En mi vida había besado a una mujer y me fastidiaban todas las demostraciones de afecto. Fue ella quien estiró el cuello hacia mí y me rozó la mejilla con los labios.

—Una serrana te da el ejemplo —comentó Felipe, pero no pude responder. Me sentía confuso, irritado, y mi prima hubo de notarlo, pues, bruscamente, se puso seria y, dándo­nos la espalda, echó a correr hacia la casa, perseguida por sus perros.