Delirios de California son once cuentos que indagan en los extravíos y alucinaciones de unos personajes que transitan estos estados. Entre ellos podremos encontrar a algunos inmigrantes que son apabullados por la normatividad y linealidad anglosajona; académicos que caen en las garras de la neurosis autodestructiva debido a la competitividad y a la sociabilidad hermética; un padre que acaba muriendo en aras del consumismo despiadado de una sociedad capitalista reproducida a pequeña escala en su familia nuclear; un chicano de los Latin Kings que pasa a ser el conejillo de indias de un perverso experimento genético futurista; o una madre de familia que deviene en verdugo para revelar y ejemplificar la perversión moral de una sociedad que alienta la pena de muerte.

logo-edoblicuas.jpg

Delirios de California

Álvaro Romero

www.edicionesoblicuas.com

Delirios de California

© 2017, Álvaro Romero

© 2017, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16967-86-5

ISBN edición papel: 978-84-16967-85-8

Primera edición: diciembre de 2017

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

www.edicionesoblicuas.com

Contenido

La Asesina del Hámster

Hold Your Wee for a Wii

Líneas

Syllabus de una vida

Impostores

De la muerte heroica del cabo Smith

Happy Ending

Los nietos de El Valle

Aquella manera atroz de morderse las uñas

Harley On The Road

Por un puñado de libras

El autor

La Asesina del Hámster

Encontré este relato en un motel del desierto de Mojave. Lo vi agazapado en un rincón del armario, empecé a leerlo y en seguida advertí que la protagonista era J. A. Harrington, la famosa Asesina del Hámster. Estaba escrito en inglés y carecía de firma, título y fecha. Lo traduzco al español teniendo en cuenta la servitudes linguistiques, pero sin renunciar por ello a la técnica de la expansión que, en este caso, se ejecuta con una breve introducción y un pequeño epílogo que creo necesarios para que el lector tenga cabal y verdadera noticia de los avatares de Mrs. Harrington.

Al salir de la cárcel, miró el reloj y se apuró. Si no se daba prisa, sería la tercera vez en una semana que recogería tarde a las niñas. No quería molestar más a la maestra. Aceleró el paso, y empezó a sentir el calor húmedo y sofocante en la cabeza. Aquel verano el bochorno estaba siendo insoportable. Entró en el coche, lo arrancó y agradeció el frescor del aire acondicionado.

Iba por la 190 cuando el piloto de la gasolina empezó a parpadear. Cruzó las Avenidas M y N y se detuvo en la estación de servicio de la calle 12. Aunque nada lo delatara, se encontraba en el epicentro del enfado, en las entrañas de la mala conciencia: desde hacía algunos días, se estaba pasando de la raya: demasiados olvidos, excesivos incumplimientos a la agenda. Debía enmendarse. Los miércoles había que echar combustible, y ya era viernes. Tal vez fue la severidad con que continuaba juzgándose al salir del coche lo que le impidió advertir que una de las ruedas delanteras estaba pinchada. Vio el neumático aplastado contra el cemento al acabar de llenar el depósito y, aunque no creía ser supersticiosa, no pudo dejar de pensar que todo aquello era algo más que un mero accidente.

Después de pagar, alejó el coche de los surtidores y sacó el gato y la llave de tubo del portamaletas. Abrumada por una sensación de calina pegajosa, caminó hacia la rueda, encajó la llave en uno de los tornillos, la pateó con todas sus fuerzas y, junto al movimiento de la tuerca, sintió el golpe en el tobillo. Fue como si le hubieran dado un martillazo, pero se obligó a no exteriorizar el sufrimiento y, apoyándose sobre el otro pie, se recostó sobre la puerta del coche y cerró los ojos. Cuando el dolor fue disminuyendo, apareció la inflamación. Con un regusto agrio en la boca y la frente empapada de sudor, puso el pie en el suelo y percibió una intensa quemazón en el tobillo. El único alivio fue pensar que, afortunadamente, su marido estaba en casa y podría ir a por las niñas.

En la tienda de la gasolinera compró una bolsa de hielo y un paquete de chicles. Luego se dirigió hacia el coche cojeando y encendió el aire acondicionado. A continuación extendió la pierna sobre el asiento del copiloto, puso el hielo sobre la torcedura y llamó a su marido. Le dijo que tardaría en llegar a casa y, sin dar más explicaciones, le pidió que fuera a buscar a las pequeñas al colegio. Mientras esperaba a que bajara la hinchazón, mascar chicle la calmó.

Acabó de cambiar la rueda pasadas las cinco y media y, aunque necesitaba una ducha fría, en lugar de dirigirse a casa, fue al 99, la cervecería donde solía ir con algunos trabajadores de la prisión. Dentro, el dolor en el pie continuó, aunque fue mayor el placer de beberse una cerveza y charlar con los compañeros, y logró relajarse. A eso de las siete, su esposo la llamó y le preguntó si le había sucedido algo. Todo bien. Estaría allí en media hora.

Entró en casa cuando la claridad de la puerta cristalera que daba al pequeño jardín ya empezaba a disiparse y, al no ver a las pequeñas, supuso que él ya las había acostado y se alegró. El tobillo estaba hinchado y le molestaba. Se sentía muy cansada y de buena gana se hubiera ido a dormir, mas hizo un esfuerzo y aceptó que le preparara la cena mientras ella se duchaba.

La había estado presintiendo todo el día y la mancha en la braga la confirmó. En unas horas, sentiría las punzadas en los ovarios. El agua logró serenar algo su ánimo pero, al ir a secarse y ver el moratón, sus nervios volvieron a crisparse. Masculló un improperio y, pensando en lo que iba a hacer el día siguiente, maldijo su mala suerte.

En el comedor, le pidió que subiera el aire acondicionado, se sentó frente a un plato de carne asada con puré de patatas humeante y simuló que estaba hambrienta. Si no apoyaba el pie en el suelo, la luxación no le escocía; pero, de repente, sintió varios pinchazos en los ovarios y la presencia de su marido comenzó a irritarla. Acabó de cenar con rapidez y, mientras la puerta cristalera empezaba a reflejar las lámparas encendidas del interior, colocó los platos en el lavavajillas y se fue a la cama.

Lo que más la agitaba eran las estrategias que estaba utilizando el insomnio. Cuando iba a permanecer en el duermevela, o afloraban varias ratas panzudas del colchón o volvía a aparecer la preocupación por lo que debía de hacer al día siguiente. Creía estar perfectamente concienciada para realizar el trabajo, pero le inquietaba la posibilidad de ejecutarlo incorrectamente. Había sentido miedo muchas veces, pero aquella noche el temor era tangible, tan sólido como la bola indigesta de carne que rumiaba su estómago.

La primera náusea llegó a la garganta muy poco antes de que su marido entrara en la habitación. La sintió áspera y henchida, y, sin recordar el esguince de tobillo, saltó de la cama, ahogó un gritó y, brincando con el otro pie, corrió hacia el baño y se abocó sobre la taza. Vomitar la alivió. Luego pulsó el botón de la cisterna, se enjuagó la boca y regresó a la cama.

Más tarde, mientras oía la respiración entrecortada de su esposo y continuaba notando la huella del vómito en la garganta y una constante molestia en el tobillo y en los ovarios, se arrepintió de no haber tomado un somnífero; pero después pensó que, en aquella ocasión, no sería conveniente ir a la prisión arrastrando la resaca que le producían los sedantes. Mejor relajarse. Todo saldría bien. Había sido perfectamente adiestrada.

En la cocina, mientras calentaba el agua, vació tres cubiteras de hielo en una bolsa de plástico y la envolvió en un paño. El olor a limón y manzanilla, y el frío sobre el tobillo, la calmaron un poco. Eran algo más de las tres de la mañana; aún podía dormir un par de horas. O al menos, acabar de tranquilizarse. Un poco de música le iría bien pero, temiendo despertar a las niñas, rechazó la idea. Al rato, cuando la tensión nerviosa fue disminuyendo, le empezó a doler la cabeza y, con el hielo en la mano, fue hasta el baño y se tomó dos calmantes.

Solo se oía la rueda de ejercicios del hámster y, de vez en cuando, el motor de algún coche lejano. No llegaba a entender por qué lo querían tanto sus hijas. Un roedor, a fin de cuentas. ¿Qué interés tenía un animal que dormía de día, comía de noche y se comía sus crías si no le olían bien? Pensó que solo eran cosas de niños y, molesta por el ruido que hacía aquel bichejo, buscó la jaula, la colocó sobre la mesita que había junto al sofá, abrió la puerta metálica y sacó la rueda de ejercicio.

A las cuatro y media, cuando los analgésicos la habían dejado traspuesta, percibió que el hielo derretido le estaba mojando el pie, abrió los ojos y oyó un aullido. Había sido ella la que había gritado al mismo tiempo que se quitaba de encima al hámster dándole un manotazo y estrellándolo contra la pared.

Durante media hora, dejó que el agua fría acariciara su espalda y le golpeara en la cara y el pecho. Le gustaba cómo olía el gel de baño. Nunca había pensado que el pepino y el té verde tuvieran un aroma tan especial. Combinado con el resto de los ingredientes, resultaba exótico. Decidió que, el próximo año, irían de vacaciones a Hawái; después de secarse, se puso una venda alrededor del tobillo. Se encontraba mejor. Eran las cinco y cinco. Había tiempo de sobra. Un poco de maquillaje para disimular las ojeras y las huellas que la falta de sueño había dejado en su cara. Máscara en las pestañas, sombra suave en los párpados y brillo en los labios. Se puso el uniforme y bajó a la cocina. Sobre la mesa, vio un plato de huevos revueltos y beicon, aspiró el aroma del café y le sonrió.

Tras observar cómo iba destiñéndose la oscuridad de la puerta cristalera, ella le dijo que dejara de preocuparse. Estaba preparada. Todo iría bien. En cuanto saliera de la prisión iría a buscar a las niñas. Entonces él sonrió y señaló con la mirada la jaula del hámster. Ella comprendió y le pidió que les dijera que se había escapado; que pusiera cualquier excusa. Antes de ir a por ellas al colegio, les compraría otro.

En la prisión, acompañada por un oficial de guardia, otro de prensa, el forense y los dos guardias, pasó al despacho del jefe. A las seis en punto, el responsable del grupo dio unos últimos consejos. Les dijo que, como todos sabían, aquel día cambiaba el procedimiento de la ejecución de los reos de muerte. Como ordenaban las nuevas leyes estatales, las inyecciones de las tres drogas serían sustituidas por una de barbitúricos que el guardia habilitado para ello —y la miró— administraría al reo, en su presencia y sin que mediara entre ellos la pared que antes permitía al ejecutor evitar la mirada del condenado. A continuación pidió apoyo para ella, recordó que el tiempo de la ejecución sería mucho más largo (de dieciocho minutos pasaría a cuarenta y ocho) y, finalmente, les exigió profesionalidad, excelencia e integridad en todas sus acciones.

A las seis y tres minutos un sacerdote salió de la celda, dos guardias amarraron al reo a la camilla y a continuación lo condujeron a la sala de ejecuciones. Cuatro minutos después, ella entró en la sala y colocó el maletín sobre la mesa. Llevaba una bata de color verde, un gorro de cirujano y unos guantes de látex. Por lo demás, todo fue mucho más fácil de lo que había supuesto. A las seis y ocho minutos le puso la anestesia local, le hizo un pequeño corte en la parte superior del pecho y le colocó el catéter. A las seis y quince el preso pronunció sus últimas palabras. Un minuto después ella le pidió perdón y a continuación le inyectó el barbitúrico. Ni siquiera luego, durante los treinta minutos que duró la agonía, se puso nerviosa. Tal vez sintió un poco de inquietud al final, cuando se vio reflejada en el espejo tras el que los testigos la observaban en secreto.

Esta es la traducción del relato anónimo que encontré en el motel de Mojave. Este es el meollo de la historia de J. A. Harrington, pero creo que su aventura quedaría incompleta si no se recordara que el asunto se inició algunos meses antes, cuando los abogados de Morales lograron que el Tribunal de California detuviera la ejecución de su cliente. Admitiendo que la combinación de las tres inyecciones letales vigentes y la forma mecánica de administrarse producían un gran sufrimiento en los reos de muerte, el Tribunal dio la razón a los abogados de Morales y ordenó que las inyecciones le fueran suministradas por personas especializadas. Así se determinó, pero al no encontrar médicos o enfermeros que estuvieran dispuestos a participar en la ejecución de la pena de muerte, esta se detuvo. A los pocos meses, este caso, junto a otros, fue llevado al Tribunal Supremo, que ordenó que se paralizaran las ejecuciones por inyecciones letales y que se buscara una solución al problema del sufrimiento que estas producían. Aconsejado por diversos comités de abogados, médicos, científicos y responsables de diferentes prisiones del país, finalmente el Tribunal Supremo resolvió suprimir las tres inyecciones por una de un poderoso barbitúrico que administraría, presencialmente, un miembro de la guardia de la prisión previamente adiestrado. Al igual que otros trabajadores de diferentes prisiones a los que se les ofreció la oportunidad de convertirse en verdugos, J. A. Harrington la aceptó. Tras un aprendizaje arduo y minucioso, venía realizando su trabajo con exquisita profesionalidad hasta que empezó a sufrir varias crisis de ansiedad y, aconsejada por un psicólogo, demandó a la prisión. Harrington denunció a sus jefes por considerar que ellos habían sido los verdaderos culpables del asesinato de la mascota; ya que, en su opinión, fue la presión que había recibido durante el adiestramiento la verdadera causa de la muerte del hámster. La madre exigía una compensación económica que paliara esta irreparable pérdida, así como una declaración pública que atenuara la desestima con la que venían tratándola sus hijas desde que supieron que había sido ella quien había matado al animal. La resolución del caso no fue ni breve ni fácil, pero gracias a la gran repercusión social que tuvo la noticia, la demanda triunfó.