CINDER Y ELLA

V.1: enero, 2018


Título original: Cinder & Ella

© Kelly Oram, 2014

© de la traducción, Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Publicado mediante acuerdo con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Joshua Oram


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-89-0

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

CINDER Y ELLA

KELLY ORAM


Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego



1







Para mi hija, Jackie. Porque todas las chicas

se merecen su propio cuento de hadas.




Sobre la autora

2

Kelly Oram escribió su primera novela con quince años, un fan fiction sobre su grupo de música preferido, los Backstreet Boys, y aunque sus amigos y su familia se metieron mucho con ella por eso, al cabo de unos años Kelly cumplió su sueño de convertirse en escritora.

Es una apasionada de la lectura, habla demasiado y le encanta comer frosting a cucharadas. Vive en las afueras de Phoenix, en Arizona, con su marido, sus cuatro hijos y su gato, Mr. Darcy.

CONTENIDOS


Portada

Página de créditos

Sobre Cinder y Ella

Dedicatoria


Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32


Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Cinder y Ella


¿Qué harías si tu mejor amigo virtual fuese una estrella de Hollywood?


Ellamara vive en Boston con su madre, está en su último año de instituto y le encantan los libros de fantasía, en especial la saga de Las crónicas de Cinder. Eso la llevó a abrir un blog donde reseña libros y películas. El día de su cumpleaños, Ella sufre un grave accidente que tendrá profundas consecuencias en su vida.


Brian Oliver es el actor de moda de Hollywood. Tiene legiones de seguidores y, para que alcance los galardones más preciados del cine, sus representantes deciden organizar un falso romance con Kaylee, su compañera de reparto. Todo va según lo previsto hasta que Brian recibe un correo electrónico de una vieja amiga a la que conoció por internet…



«Una historia muy completa. En nada, Dreamworks hará una adaptación cinematográfica de esta novela.»

Anna Katmore, autora de Juega conmigo y Neverland


«Pura perfección. Una historia magnífica de una joven que se enfrenta a la adversidad, y un romance a la altura del clásico que evoca, Cenicienta.»

Young Adult Books Central

Agradecimientos


Muchas gracias, como siempre, a Josh, por tu apoyo infinito, tus comentarios, tus preciosas portadas, por complacerme cuando te pido que hagas imágenes de mis historias, por encargarte de muchas de las tareas de «madre» para que tenga tiempo para escribir y, sobre todo, por quererme a pesar de todas mis manías de escritora.

Y gracias a Josh Jr., Jackie, Matthew y Daniel, por preferir comidas como cereales fríos, gofres congelados, yogures y pizza antes que otras caseras para las que no tengo tiempo, ni energía, ni sé cocinar. Sois los mejores hijos que una madre podría desear. (Sí, aunque me deis mucha guerra).

A Jen (Literally Jen) y Lisa (A Life Bound By Books) por vuestros valiosos comentarios y vuestra emoción ante este proyecto, y a Heather por estar siempre dispuesta a sentarse y a escucharme hablar de distintas tramas de novelas. (¡Y por comerse mis dónuts extra cuando yo termino con demasiados! Todas me ayudáis a que mis libros sean todo lo buenos que pueden ser).

Gracias a todos mis amigos y a mi familia por vuestro amor y apoyo durante estos años. No podría hacerlo sin vosotros. Y quiero agradecer especialmente a Dios, por bendecirme con un poco de talento y creatividad, con una sana dosis de paciencia y la insana cantidad de determinación que se necesita para ser escritora. Gracias a él, todo es posible.

Prólogo


El problema de los cuentos de hadas es que la mayoría empiezan con una tragedia. Entiendo el razonamiento que hay detrás de ello. A nadie le gustan las heroínas mimadas. Un buen personaje necesita pruebas que superar: experiencias que le den profundidad, que lo hagan vulnerable, que hagan que merezca la pena contar su historia y que guste. Los buenos personajes necesitan vivir dificultades para ser fuertes. La idea tiene sentido, pero es un rollo si la heroína eres tú. 

Mi vida nunca había sido como un cuento de hadas. No se me había cumplido ningún deseo mágico, aunque tampoco había sido una tragedia. Mi padre tuvo un lío con otra mujer y nos dejó a mi madre y a mí cuando yo tenía ocho años, pero, aparte de eso, mi vida era bastante buena. 

Podría decirse que soy bastante guapa; tengo el pelo largo, negro y ondulado, y una piel suave y bronceada, gracias a los genes chilenos por parte de mi madre. Pero tengo los ojos grandes y azules de mi padre. Soy más o menos inteligente, casi siempre saco sobresalientes sin apenas estudiar mucho. Y también me considero bastante popular; no soy la reina del baile, pero nunca me faltan amigos ni planes los sábados por la noche.

Puede que creciera sin padre, pero mi madre era mi mejor amiga, y eso era suficiente para mí. La vida, en general, me iba bastante bien. Entonces, el pasado noviembre, mi madre decidió darme una sorpresa con un viaje a Vermont por mi cumpleaños, y fue ahí cuando recibí mi primera dosis de tragedia.

—He reservado para las dos el pack completo de spa para poder descongelarnos en el jacuzzi y que nos den masajes cuando volvamos doloridas después de haber pasado el día esquiando —confesó mi madre mientras nos marchábamos de Boston. Estaríamos fuera cuatro días. 

—¡Guau, mamá! No es que no te lo agradezca, pero… ¿podemos permitírnoslo?

Mi madre se rio de mí. Me encantaba el sonido de su risa. Era ligero y nervioso, y me hacía sentir como si pudiera perderme en él. Siempre se reía. Era la persona con más vitalidad que conocía. Para ella, la vida no podía ser mejor.

—Escúchate, Ella. Cumples dieciocho, no cuarenta.

Sonreí.

—¿Como tú el mes que viene?

—¡Cállate! Es nuestro secreto. Si alguien pregunta, cumplo treinta y nueve todos los años que me queden de vida. 

—Claro que sí. Espera… ¿eso que veo son… patas de gallo?

—¡Ellamara Valentina Rodríguez! —Mi madre suspiró—. Son líneas de expresión y estoy extremadamente orgullosa de ellas. —Me mira y el contorno de sus brillantes ojos se arruga y las «marcas» se le acentúan—. Contigo como hija, me ha costado bastante que me salgan patas de gallo en vez de canas.

Resoplé y me giré para coger el móvil. Me estaban llegando mensajes.

—Sé amable con tu madre o te avergonzaré de forma horrible frente a todos los chicos guapos que veamos este fin de semana.

Tenía una respuesta ingeniosa preparada, pero se me olvidó al ver el mensaje en el teléfono.


Cinder458: Tu bloganiversario es ya mismo, ¿verdad?


Cinder458, o Cinder a secas para mí, es mi mejor amigo aparte de mi madre, aunque nunca nos hemos visto en persona. Tampoco he hablado con él por teléfono. Nos hemos enviado correos electrónicos continuamente desde que se topó con mi blog, Palabras de sabiduría de Ellamara, hace un par de años. 

En mi blog hago reseñas de películas y libros. Lo empecé cuando tenía quince años y mi tercer bloganiversario estaba a la vuelta de la esquina.

El nombre de «Ellamara» es en honor a mi personaje favorito de mi serie de libros preferida, Las crónicas de Cinder. Es una saga de fantasía escrita en los años setenta y que se ha convertido en una de las historias más queridas de la literatura moderna. Hollywood por fin hará la película del primer libro, El príncipe druida. 

Me llamo Ellamara. Mi madre leyó los libros cuando era pequeña y le gustaron tanto que me bautizó con el nombre de la misteriosa sacerdotisa druida. Estaba orgullosa del nombre y también de mi madre, por preferir a Ellamara antes que a la princesa guerrera Ratana, que gustaba más a todo el mundo. Ellamara era un personaje mucho mejor.

Cinder, por supuesto, también es fan de la serie. Fue el nombre de Ellamara y mi post sobre por qué era el personaje más infravalorado del libro lo que atrajo a Cinder hasta mi blog. Adora los libros tanto como yo, así que me gustó al instante, aunque me escribiera para argumentar que la princesa Ratana era mejor para el príncipe Cinder. No ha estado de acuerdo con la mayoría de mis reseñas desde entonces. 


EllaLaVerdaderaHeroína: ¿Saben tus amigos de Hollywood que usas palabras como «bloganiversario»?

Cinder458: Por supuesto que no. Necesito tu dirección. Tengo un regalo para tu bloganiversario. 


¿Cinder me había comprado un regalo?

El corazón me dio un vuelco.

No es que estuviese enamorada de mi mejor amigo internauta ni nada por el estilo. Eso sería completamente ridículo. El chico era engreído y cabezota, y me rebatía todo solo para molestarme. También tenía mucho dinero, salía con modelos, lo cual implicaba que estaba muy bueno, y mantenía en secreto que era un friki de los libros.

Divertido, rico, guapo, seguro de sí mismo y amante de los libros. No, no era mi tipo para nada. Qué va. En absoluto.

Vale, sí, muy bien, a lo mejor no era mi tipo por defecto porque vivía en California y yo en Massachusetts. En fin.


Cinder458: ¿Hola? ¿¿Ella?? ¿¿Tu dirección??

EllaLaVerdaderaHeroína: No doy mi dirección a tipos raros de internet.

Cinder458: Supongo, entonces, que no querrás esta primera edición en tapa dura y firmada de El príncipe druida. Qué pena. Le pedí a L. P. Morgan que lo firmara para Ellamara cuando lo vi la semana pasada en la FantasyCon, así que no puedo intentar impresionar a ninguna otra chica con él. 


No me di cuenta de que estaba chillando hasta que mamá dio un volantazo.

—¡Por el amor de todo lo sagrado, Ellamara! No asustes a tu pobre madre así. Estamos en plena tormenta de nieve. Las carreteras ya son lo bastante peligrosas sin que te pongas a gritar como una banshee

—Lo siento, mamá. Pero Cinder me ha dicho…

—Ay, muñeca, otra vez ese chico, no. —Reconocí su voz cansada. Estaba a punto de recibir uno de los sermones favoritos de mi madre—. Eres consciente de que es un desconocido, ¿verdad?

Niego con la cabeza.

—No lo es. Lo conozco mejor que a nadie.

—Nunca lo has visto en persona. Todo lo que te ha dicho podrían ser mentiras.

Admitiré que esa posibilidad ya se me había pasado por la cabeza, porque la vida de Cinder sonaba muy a estrella del rock, pero a estas alturas lo conozco lo bastante como para pensar que no es un mentiroso. 

—No lo creo, mamá. Es posible que lo maquille todo un poco, pero ¿y quién no? ¿Y qué importa? Solo es un amigo de internet. Vive en California.

—Exacto. ¿Por qué pierdes tanto tiempo con él?

—Porque me gusta. Puedo hablar con él. Es mi mejor amigo.

Mi madre volvió a suspirar, pero me sonrió y suavizó el tono.

—Solo me preocupa que te enamores de él, muñeca. Y entonces ¿qué?

Esa era una buena pregunta. Razón por la cual Cinder no era mi tipo. 

No era mi tipo.

No. Era. Mi. Tipo. 


Cinder458: Dirección. Sustantivo. Lugar donde una empresa o persona puede ser localizada. (Y al que se pueden enviar regalos increíbles). 

EllaLaVerdaderaHeroína: ¿Tu coche te ha chivado eso?


Cinder tiene un Ferrari 458. Me lo dijo cuando le pregunté qué significaban los números de su nombre de usuario. Busqué el coche. Cuesta más de lo que ganaba mi madre en cinco años. Me gusta tomarle el pelo con sus manías excesivamente condescendientes. Y sí, el coche le habla. 


Cinder458: No estoy conduciendo, así que me lo ha chivado el teléfono. Tu dirección, mujer. ¡Ya! O no te diré quién hará de Cinder en la película.


Estuve a punto de chillar otra vez. La película había recibido luz verde para producirse, pero el reparto aún no se había anunciado. El padre de Cinder es un pez gordo de la industria cinematográfica, así que Cinder se entera de muchas cosas antes que nadie. 


EllaLaVerdaderaHeroína: ¡No! ¡Dímelo! ¡¡¡Me muero de curiosidad!!!


Nunca llegué a averiguar qué actor iba a inmortalizar a uno de los personajes más queridos de todos los tiempos porque un camión lleno de troncos de leña chocó contra un trozo de hielo en la carretera, se deslizó por la calzada y atravesó dos carriles directo hacia nosotras. Estaba mirando el teléfono cuando ocurrió, y no lo vi venir. Solo recuerdo oír gritar a mi madre y sentir el tirón del cinturón justo antes de que el airbag me explotara en la cara. Sentí un dolor tan intenso que literalmente me quedé sin aliento, y luego nada.

Desperté tres semanas después en la unidad de quemados de un hospital de Boston, donde los médicos me sacaron de un coma inducido. Tenía quemaduras de segundo y tercer grado en el setenta por ciento del cuerpo. 

Mi madre había muerto. 

Capítulo 1


No recuerdo muchos detalles del accidente, pero el miedo que sentí aquel día se me quedó grabado en la memoria. Tengo pesadillas por las noches. Y siempre son iguales: unas imágenes borrosas y una sucesión de sonidos caóticos, pero estoy tan paralizada por el miedo que no puedo ni respirar hasta que me despierto gritando. El terror en sí mismo es el foco principal del sueño. 

Si el sol no me hubiera quemado la cara de forma tan grosera y el cuerpo no me hubiese dolido por el vuelo de cinco horas y media desde Boston, habría pensado que estaba en una de mis pesadillas. Así de aterrada estaba cuando me senté en el camino de acceso al garaje para contemplar la que sería mi nueva casa.

Hasta entonces, solo había visto ese paisaje desde el coche, en el trayecto entre el aeropuerto y la casa de mi padre, en lo alto de las sinuosas colinas de Los Ángeles. Fue suficiente como para saber que Los Ángeles no se parecía en nada a Boston, a pesar de lo que el tráfico en la autovía me había hecho creer. 

Ojalá solo me hubiese dado miedo el cambio de paisaje. Pasé ocho semanas en cuidados intensivos y, después, otros seis meses en un centro de rehabilitación. En total, ocho meses de hospitalización, y ahora iba a estar bajo el cuidado del hombre que me había abandonado hacía diez años; el suyo y el de la mujer por la que me dejó, junto a las dos hijas con las que me reemplazó. 

—Debería advertirte que probablemente Jennifer te haya preparado una especie de bienvenida sorpresa.

—¿No será una fiesta? —ahogué un grito. 

El miedo explotó en algo que por fin podría matarme. Nunca pensé que durante meses viviría un infierno que la mayoría de gente ni siquiera puede concebir justo al salir del hospital por culpa de un grupo de desconocidos que tan solo querían darme la bienvenida.

—No, por supuesto que no —me aseguró mi padre—. No es una fiesta. Tu nuevo equipo de rehabilitación pasó por casa la semana pasada y preparó a toda la familia. Jennifer sabe que conocer a mucha gente nueva sería abrumador para ti. Estoy seguro de que solo estarán ella y las chicas, pero seguramente habrá preparado una cena de bienvenida y te habrá comprado unos cuantos regalos, y también habrá decorado la casa. Tiene muchas ganas de conocerte.

Yo no podía decir lo mismo.

Al no responder, mi padre me miró con esa mirada de impotencia que tenía desde que salí del coma y lo vi sentado junto a mi cama en el hospital. Es una mirada con un setenta por ciento de pena, un veinte por ciento de miedo y un diez por ciento de incomodidad. Es como si no tuviera ni idea de qué decir ni de cómo actuar conmigo, probablemente porque lleva sin verme ni hablar conmigo desde que tenía ocho años.

Se aclaró la garganta.

—¿Lista, peque?

Nunca estaría lista. 

—Por favor, no me llames así —susurré en un esfuerzo por hablar a través del nudo tan repentino que tenía en la garganta. 

Soltó una gran cantidad de aire e intentó sonreír.

—¿Ya eres demasiado mayor?

—Algo así.

En realidad, odiaba el apodo porque me recordaba a mi madre. Ella siempre me llamaba «muñeca». Cuando tenía seis años, mi padre empezó a llamarme «peque». Decía que era porque también necesitaba utilizar un apelativo, pero creo que era porque estaba celoso de la relación que tenía con mi madre ya por aquel entonces. 

—Lo siento —dijo mi padre.

—No pasa nada.

Abrí la puerta del coche antes de que la incomodidad nos asfixiara hasta la muerte. Mi padre rodeó el coche para ayudarme a salir, pero rechacé la ayuda. 

—Se supone que debo hacerlo sola.

—Cierto. Lo siento. Toma.

Mientras movía las piernas despacio, me tendió el bastón y esperó a que, poco a poco, me pusiese en pie.

Para mí supuso un gran esfuerzo, y no fue un camino de rosas, pero al fin logré volver a caminar. Estaba orgullosa. Los médicos decían que no las tenían todas conmigo, pero soporté el dolor y recuperé buena parte de la movilidad. Tener cicatrices ya era bastante malo, así que no quería, además, pasarme la vida en una silla de ruedas.

Me alegré de que camináramos poco a poco hasta la puerta. Así tuve tiempo de prepararme mentalmente para lo que me esperaba dentro.

Mi padre hizo un gesto con la mano para señalar la casa que teníamos frente a nosotros.

—Sé que no parece mucho desde aquí, pero es más grande de lo que aparenta y las vistas desde atrás son espectaculares. 

¿Que no parecía mucho? ¿Qué esperaba mi padre que pensara de la casa posmoderna, multimillonaria y de dos plantas que tenía delante? Él había visto el pequeño apartamento de dos habitaciones donde mi madre y yo vivíamos en Boston. Fue él quien lo vació tras el funeral de mamá. 

Como no sabía qué decir, simplemente me encogí de hombros.

—Te hemos preparado un dormitorio en la planta baja para que no tengas que caminar por las escaleras, excepto para llegar al salón principal. Solo tienes que bajar unos pocos escalones. También tienes tu propio cuarto de baño y lo hemos reformado. Todo debería estar adaptado para ti, pero si vemos que la casa no es funcional, Jennifer y yo ya hemos hablado de mudarnos a otro sitio, puede que en Bel-Air, a los pies de la colina, donde podríamos comprar una buena casa, a un rancho. 

Cerré los ojos y respiré hondo en un intento de no fulminarlo con la mirada ni de decir nada borde. Hablaba como si fuera a quedarme aquí para siempre, pero me iría en cuanto me dieran permiso. 

Tuve un momento de debilidad en un período muy duro de mi rehabilitación e intenté quitarme la vida. Llevaba tres meses en el hospital y no veía ninguna luz al final del túnel. Apenas podía moverme, acababa de salir de mi decimoséptima operación, me habían dicho que no volvería a caminar, echaba de menos a mi madre y el cuerpo me dolía tanto que solo quería acabar con todo. 

Nadie me culpó por mis acciones, pero, desde entonces, todo el mundo cree que soy una amenaza para mí misma. Había pensado quedarme en Boston, terminar el instituto a distancia y, luego, ir a la Universidad de Boston cuando estuviese lista. Tenía dieciocho años y había ahorrado dinero, pero cuando mi padre se enteró de mis planes, hizo que declararan legalmente que no gozaba de plenas facultades mentales y me obligó a venir con él a California. 

No me resultaba fácil ser amable con él. 

—Seguro que la casa está bien —refunfuñé—. ¿Podemos, por favor, terminar con esto de una vez para que me pueda ir a la cama? Estoy agotada y muy dolorida después de haber viajado todo el día.

La decepción apareció en sus ojos y me sentí mal por haber sido tan seca con él. Creo que esperaba impresionarme, pero no entendía que yo nunca había tenido tanto dinero y que nunca me había hecho falta. Estaba contenta con la vida humilde que tenía con mi madre. Nunca había gastado el dinero de los cheques que me enviaba todos los meses. Mi madre los ingresaba en una cuenta bancaria y, gracias a eso, ahora tenía bastante dinero ahorrado como para pagarme la universidad, otra razón por la que habría estado bien yo sola.

—Claro, cielo… —Hizo una pausa y estremeció—. Lo siento. Supongo que ese apelativo también está prohibido, ¿verdad?

Hice una mueca.

—¿Por qué no me llamas simplemente Ella?

Dentro, la casa estaba tan inmaculada como la unidad de quemados en la que había estado. Seguro que tenía alarmas que se activaban si un ácaro de polvo caía al suelo. Mi equipo de rehabilitación estaría maravillado. La casa era elegante y el mobiliario parecía de lo más incómodo. No me sentiría como en casa ni de lejos.

La nueva señora Coleman se encontraba de pie en una cocina enorme. Estaba colocando una fuente de plata llena de fruta y salsa en una encimera de granito cuando giramos una esquina y llegamos. Creo que la bandeja era de plata auténtica. Cuando se percató de nuestra presencia, su rostro se iluminó por completo y esbozó la sonrisa más grande y brillante que le he visto a nadie.

—¡Ellamara! ¡Bienvenida a nuestra casa, cariño!

Jennifer Coleman era seguramente la mujer más hermosa de todo Los Ángeles. Tenía el pelo dorado como el sol, los ojos azules como el cielo y pestañas tan largas que llegaban a la luna. Tenía las piernas largas, la cintura diminuta y sus gigantescos pechos eran perfectamente redondos y resultones. «Explosiva» era la única palabra que me venía a la mente. 

No sé por qué su belleza me resultó sorprendente. Sabía que era modelo profesional; de revistas y anuncios, no de moda. Hacía anuncios de champús y cremas para la piel, así que parecía sana de verdad y no más delgada que una adicta al crack

A juzgar por el tamaño de la casa, debía de haberle ido muy bien, porque puede que mi padre sea un abogado importante, pero los fiscales no tienen sueldos tan exorbitados. Cuando vivía con nosotros, teníamos una casa normalita en las afueras, pero no conducíamos ningún Mercedes ni vivíamos en una vivienda unifamiliar en lo alto de una colina.

Jennifer dio un paso al frente, me abrazó con cuidado y besó el aire junto a mi mejilla.

—Estamos muy contentos de tenerte por fin con nosotros. Rich me ha hablado mucho de ti todo este tiempo y es como si ya formaras parte de la familia. Debe de ser un alivio volver a estar en un hogar de verdad.

En realidad, salir del centro de rehabilitación fue una de las cosas más aterradoras que he tenido que hacer en la vida y estar aquí me hacía sentir todo lo contrario a alivio. Pero, por supuesto, no se lo dije. Intenté pensar en algo que fuese cierto y no demasiado insultante. 

—Es un alivio haberme bajado del avión. 

La sonrisa de Jennifer reflejó compasión.

—Debes de estar cansadísima, pobrecita. 

Me tragué el malestar que sentía y me obligué a sonreír. Odiaba la compasión de la gente tanto como sus miradas, si no más. Antes de tener que pensar en algo que decir, mis dos nuevas hermanastras entraron con estruendo por la puerta principal. 

—Chicas, llegáis tarde. —Jennifer sonaba molesta, pero volvió a adoptar una enorme y falsa sonrisa—. ¡Mirad quién está en casa!

Las dos hermanas chocaron la una contra la otra cuando se pararon de repente. Eran mellizas. Creo que no eran gemelas, pero se parecían tanto que, si no fuese porque llevaban cortes de pelo diferentes, apuesto a que aún las confundiría. Por las fotos que mi padre me había enseñado, sabía que Juliette era la del pelo largo y rubio que caía en cascada, mientras que Anastasia tenía el pelo liso y corto, que le llegaba a la altura de la barbilla. Lo llevaba peinado a la perfección, tanto que parecía que había salido directamente de una revista de peluquería. 

Las chicas eran tan guapas como su madre; tenían el pelo rubio, los ojos azules y unos cuerpos perfectos. Y ambas eran altísimas. Yo medía uno sesenta y ocho, y me sacaban al menos una cabeza. Por supuesto, las dos llevaban unos tacones que les proporcionaban unos diez centímetros extra, pero apuesto a que medían casi el metro ochenta sin la ayuda de los zapatos. Yo les sacaba algo más de un año, pero seguro que podrían hacerse pasar por chicas de veintiuno. 

Anastasia no se molestó ni siquiera en saludarme, simplemente se llevó una mano al pecho.

—Oh, Dios, cuánto me alegro de que no tengas la cara destrozada.

Juliette asintió con los ojos como platos.

—Ya ves. Buscamos imágenes en internet sobre personas con quemaduras y, bueno, todas tenían cicatrices horribles en la cara. Era asqueroso. 

Mi padre y Jennifer soltaron unas risas nerviosas y se acercaron a las mellizas. 

—Chicas —las amonestó su madre con suavidad—, no es de buena educación hablar así de las deformidades de la gente.

Me estremecí al oír aquel término. ¿Era eso lo que pensaba de mí? ¿Que era deforme? Puede que mi rostro hubiese tenido suerte, pero desde el hombro derecho hasta la mitad del torso, y de cintura para abajo, estaba cubierta de gruesas cicatrices rosas y abultadas que contrastaban con mi piel bronceada. 

Mi padre se acercó a las chicas y les puso un brazo sobre los hombros a cada una. Con los tacones, medían casi lo mismo que él, un metro ochenta y cinco. Recuerdaba que era un hombre bastante guapo, pero junto a esta familia de revista, parecía muy atractivo. Seguía teniendo la cabeza poblada de pelo castaño y, por supuesto, mis brillantes ojos azules.

—Cariño, estas son mis hijas, Anastasia y Juliette. Chicas, esta es vuestra nueva hermanastra, Ellamara.

Sonrió con orgullo y me dedicó su sonrisa perfecta de abogado mientras estrujaba a las dos chicas con los brazos. Las arrugas que tenía alrededor de sus ojos hacían que me doliese el corazón. Eran arrugas de felicidad. Estaba claro que se había pasado la vida riendo. También me percaté de que había llamado a las mellizas «sus hijas». No hijastras. 

Ignoro el deseo de querer hacerme un ovillo en la cama y llorar. En lugar de eso, estiré el brazo para darles la mano.

—Soy Ella. Ella Rodríguez. 

Ninguna me la estrechó.

—¿Rodríguez? —se mofó Juliette—. ¿No debería ser Coleman?

Bajé la mano hasta mi costado y me encogí de hombros.

—Me cambié el apellido por el de mi madre cuando tenía doce años.

—¿Por qué?

—Porque soy una Rodríguez.

Parecía que las hermanastras se hubieran ofendido de alguna forma. Tuve que tensar la mandíbula para evitar insultarlas. Desvié la mirada hacia mi padre.

—¿Dónde está mi maleta? Necesito tomarme los medicamentos y, luego, debería descansar. Tengo las piernas hinchadas.


***


Jennifer discutió con sus hijas en susurros agitados mientras mi padre me guiaba por la planta baja de la casa hasta mi habitación. No me importó que se pelearan por mí. Solo me alegraba de haber terminado con las presentaciones. Con suerte, ahora podría evitarlas tanto como fuese posible. 

Me senté en mi cama articulada, que se elevaba tanto por la parte de cabeza como por la de los pies, y me tomé un par de pastillas antes de observar mi nueva habitación. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro. Sin duda, lo habían hecho de forma intencionada, porque algún médico le había dicho a mi padre que el amarillo era un color relajante y alegre. En realidad, no estaba tan mal, pero el mobiliario era de color blanco con adornitos que me hacían sentir como si volviera a tener seis años. Era horrible. 

—¿Te gusta? —preguntó Jennifer, expectante. Había entrado en la habitación y se había colocado junto a mi padre. Él le rodeo la cintura con el brazo y la besó en la mejilla. Tuve que esforzarme por no hacer una mueca.

De nuevo, elegí las palabras con cuidado. 

—Nunca había tenido cosas tan elegantes. 

Mi padre agarró una especie de mando con pantalla táctil. 

—Aún no has visto lo mejor. —Sonrió y empezó a pulsar unos botones—. Después te enseño cómo funciona. Desde aquí puedes controlar la tele, el equipo de música, las luces, el ventilador y las ventanas.

—¿Las ventanas? —¿Podía controlar las ventanas con un mando a distancia?

Mi padre sacó pecho y con un último toque en la pantalla, las cortinas blancas, que iban del techo al suelo a lo largo de toda la pared del fondo, se abrieron y revelaron una pared llena de ventanas con una puerta corrediza en el centro. Entonces, tocó otro botón y las persianas se elevaron. La luz inundó la estancia.

Mi padre abrió la puerta y salió al balcón de madera para adentrarse en el atardecer. Desde allí se veía toda la ciudad de Los Ángeles o, al menos, toda la ciudad que el ojo humano podía divisar. Más allá del balcón, el suelo desaparecía. Al parecer, la casa estaba junto a un acantilado.

—Estas son las mejores vistas de la casa. Tienes que salir y contemplar el paisaje por la noche. Vale la pena. 

Dada la reputación de California en cuanto a terremotos, la perspectiva de salir a ese balcón se me antojaba un poco inquietante. 

Papá volvió a entrar y, en cuanto las persianas y las cortinas volvieron a estar cerradas, se giró hacia mí. Su rostro reflejaba ilusión. Me pilló mirando el ordenador portátil que había sobre el escritorio. Era plateado y parecía tan fino como una tortita. Siempre había querido uno de esos, pero por alguna razón ya no me parecían tan atractivos. 

Mi padre se acercó y abrió el portátil.

—Espero que no te importe el cambio. El ordenador que tenías en tu apartamento era una antigualla. Pensé que este te gustaría más. Me encargué de que pasaran toda la información a este disco duro antes de deshacerme de él. También te he comprado un móvil nuevo, ya que el tuyo se quemó. —Cogió lo que parecía un iPhone en una funda de color rosa chillón y me lo ofreció—. Te hemos añadido al plan familiar; lo tienes todo ilimitado, así que no te preocupes si tienes que llamar a tus amigos de Massachusetts. No hay ningún problema.

Me encogí de dolor. No me había puesto en contacto con ninguno de mis amigos desde el accidente. Cuando fui capaz de llamar a la gente, había pasado tanto tiempo desde el accidente que supuse que todos habrían pasado página. Tenía que mudarme a casa de mi padre y no volvería, así que me pareció que no tenía sentido mantener el contacto. Ahora que estoy a miles de kilómetros de distancia, sigo sin verle el sentido

Mi padre debió de haberse percatado, porque se obligó a sonreír un momento y se rascó la nuca, como si de repente se sintiera extremadamente incómodo.

—Gracias —dije—. Y, eh, ¿dónde están mis cosas?

El rostro de mi padre se relajó. Era una pregunta fácil y sobre un tema mucho más seguro.

—Todo lo que había en tu dormitorio, excepto los muebles, obviamente, está guardado en cajas. Están en tu armario.

¿En mi armario? 

—¿Cómo de grande es el armario?

A Jennifer le pareció graciosa la pregunta. 

—No tan grande como el mío, pero supongo que no tienes la obsesión por los zapatos que tengo yo. 

No quería decirle que tanto mi madre como yo teníamos una obsesión por los zapatos. Calzábamos el mismo número y, entre las dos, debíamos de tener un montón de pares. No es que vaya a ponérmelos otra vez. Para mí ya no existían las sandalias ni cualquier tipo de tacón; tenía los pies quemados y solo podía llevar zapatos ortopédicos que parecían de abuela. Me habían arreglado la mano y había recuperado bastante movilidad para volver a escribir… más o menos. Todavía estaba trabajando para lograr que mi caligrafía fuera legible, pero no pudieron salvar del todo mis dedos de los pies.

—Lo dejamos todo en las cajas porque pensamos que preferirías sacar tú las cosas y colocarlas donde quisieras —comentó mi padre—. Pero si necesitas ayuda, estaremos encantados de hacer lo que necesites.

—No. Me las apañaré sola. ¿Y las cosas de mamá y del resto del apartamento?

—Guardé todo lo que parecía importante; fotos y otras cosas, y algunas de las pertenencias de tu madre que pensé que te gustaría conservar. No había mucho, solo un par de cajas. Están con tus cosas. Me deshice de todo lo demás. 

—¿Y mis libros? —El corazón empezó a latirme con fuerza en el pecho. Las estanterías con mis libros no estaban en este cuarto y dudaba seriamente que estuviesen en el armario—. ¿Qué has hecho con todos mis libros?

—¿Todos los que había en el salón? Los doné.

—¿Que qué?

Mi padre se encogió de hombros cuando grité y su rostro volvió a adquirir una expresión de pánico.

—Lo siento, cariño. No pensé…

—¿Has donado todos mis libros?

A lo mejor era una estupidez perder los nervios después de todo el estrés emocional al que me había sometido durante ese día, pero sencillamente no podía lidiar con la idea de que mis libros hubieran desaparecido. Los había coleccionado durante años.

Desde que aprendí a leer, había sido mi afición favorita. Mi madre me regalaba libros por mi cumpleaños y en Navidad y, a veces, simplemente porque le apetecía. Lo hizo durante tantos años que se había convertido en una tradición.

Había acudido a firmas de libros y convenciones por todo el nordeste del país, y había conseguido que un montón de mis autores favoritos me dedicaran libros. Cada vez que miraba con pena a mi madre, se reía y decía: «¿Adónde hay que ir esta vez?». En cada firma, pedía a alguien que nos hiciera una foto a mi madre y a mí con el autor y la pegaba en la primera página del libro. 

Ahora, los libros, las fotos y los recuerdos… habían desaparecido. Igual que mi madre. Nunca los recuperaría y nunca podría reemplazar lo que había perdido. Era como volver a perderla. 

El corazón se me partió en un millón de trozos diminutos, y lo hizo de forma irremediable. Empecé a sollozar desmesuradamente, rodé por la cama y me hice un ovillo pequeñito mientras deseaba que el dolor desapareciera de algún modo. 

—Lo siento, Ellamara. No tenía ni idea. No estabas despierta y no pude preguntarte. Pero te compraré libros nuevos, si quieres. Iremos a la librería esta semana y podrás comprar lo que quieras.

La idea de mi padre intentando reemplazar esa colección hizo que se me revolviera el estómago.

—¡No lo entiendes! —grité—. Por favor, marchaos. 

No oí cerrarse la puerta, pero nadie me molestó hasta la mañana siguiente. Lloré durante horas hasta que me quedé dormida debido al agotamiento. 

Capítulo 2


Lo único que diré de California es que todo el mundo es atractivo. Por un lado es un rollo, porque eso hará que mis cicatrices destaquen cuando todo el mundo parece tan perfecto. Aunque, por otro, me gusta pasar tiempo con chicos guapos, como a cualquier chica de mi edad, y los miembros de mi nuevo equipo de rehabilitación son muy atractivos. Me gusta, porque eso hará que el tiempo que pase con ellos sea más agradable.

Mi dietista y mi enfermero son dos tíos buenos treintañeros. Mi dietista también es entrenador personal a tiempo parcial. Nunca he sido muy deportista, pero ese hombre hace que me entren ganas de apuntarme a un gimnasio. Mi fisioterapeuta solo tiene veintiocho años y se me cae la baba con él. Parece que debería trabajar en la tele y no en mi salón, y me obliga a ejercitarme hasta que tengo ganas de llorar. En estas últimas dos semanas casi he tenido ganas de que llegasen las sesiones de fisioterapia. Casi.

Jadeé al sentir un dolor inesperado y aguanté la respiración para no gritar.

—Venga, Ella, solo una vez más. Sé que puedes hacerlo. Hasta los pies esta vez.

Quería llorar, pero me toqué los pies una vez más porque Daniel me había sonreído con tanta seguridad que no podía decepcionarlo. Y juro que pestañeó con rapidez. Toqué el suelo con los dedos y estiré mi nueva piel en algunas de las partes de mi cuerpo más tensas. Sabía que las sesiones de fisioterapia serían duras, por algo dicen que «sin sacrificio, no hay gloria», pero no alcanzaba a tocarme las zapatillas con los dedos. Me ardía todo el cuerpo. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y me incorporé.

—Lo siento. No puedo. Es como si mi cuerpo fuera a abrirse en cualquier momento.

Daniel frunció el ceño, no por frustración o decepción, sino porque estaba preocupado. Ese gesto fue para derretirse.

—El lunes te tocaste los pies una vez. ¿Haces los ejercicios todos los días, como hablamos?

—Sí, pero creo que mi piel odia el aire californiano. Me ha molestado toda la semana.

—Déjame ver —ordenó Daniel. Me levanté un poco la camiseta para que pudiera inspeccionarme la espalda y me remangué los pantalones para que también me viese la corva de las rodillas—. ¿Por qué no has dicho nada antes? No debería haberte forzado tanto. No te estarás rascando, ¿no?

—Intento no hacerlo.

—¿Y qué hay de lo de tomar sol? ¿No tomas el sol en el patio de atrás? ¿No vas a la playa?

—Sí —me burlo—. Desfilar en bikini delante de la gente encabeza mi lista de cosas que hacer. Ni siquiera he salido de casa desde que estoy aquí. Ahora soy prácticamente un vampiro.

Daniel dejó de mirarme la piel y volvió a fruncir el ceño. Me había metido en problemas. 

—Punto número uno: la playa es genial y te encantaría. El próximo verano, cuando tengas la piel más fuerte, yo mismo te llevaré. —¿Daniel el Delicioso vestido solo con un bañador? Por eso casi valdría la pena aguantar todas las miradas—. Y punto número dos: ¿cuándo llega tu enfermero?

—El lunes.

—Eso es muy tarde. Estás demasiado seca. Tu piel aún se está acostumbrando al cambio de clima. California es mucho más seca que la costa este.

—Mi pelo está de acuerdo contigo.

Daniel se rio y empezó a rebuscar en su mochila con ahínco.

—¡Bingo! He traído un poco. —Sacó una botella de aceite mineral y sonrió—. Cámbiate de ropa y te daré un masaje. Tu madre tiene una camilla, ¿no? Creo que lo mencionó la última vez que estuve aquí.

No me di cuenta de que me había quedado paralizada hasta que la sonrisa juguetona de Daniel desapareció.

—No es mi madre —dije, aunque no tenía el estómago revuelto por eso—. Y sí, hay una camilla en casa, pero no tienes por qué hacerlo. Me las apañaré hasta el lunes. 

Daniel ya había visto mis cicatrices, pero un brazo o una pierna era diferente a verlo todo a la vez.

Me miró a los ojos, como si supiese por qué dudaba.

—Ella. —Su voz era suave pero severa—. Si no hacemos nada, de aquí al lunes sangrarás y tendrás grietas. No podemos arriesgarnos a que se te abran los injertos. No quieres que te operen de nuevo, ¿verdad?

—No. —Mi voz tembló mientras luchaba contra mis emociones.

—Si estás tan incómoda conmigo, puedo llamar a Cody o pedirle a uno de tus padres que lo haga, pero necesitamos que sea hoy.

No pensaba dejar que mi padre ni Jennifer lo hicieran.

Odiaba que Cody, mi enfermero, tuviese que verme casi tanto como cuando Daniel lo hacía, así que no hacía falta llamar a Cody. Tomé aire y asentí.

—Lo siento. Tienes razón. Vale. Voy a cambiarme.

—Buena chica. —Daniel me sonrió con tanta sinceridad y tanto orgullo que me removió por dentro—. Eres una de mis pacientes más valientes, ¿sabes?

Logré reírme.

—Apuesto a que le dices lo mismo a todos tus pacientes. 

Daniel sonrió.

—Así es, pero contigo lo digo de verdad.

—Apuesto a que eso también se lo dices a todos tus pacientes. —Puse los ojos en blanco y me dirigí a mi habitación para ponerme el temido bikini.

Cuando por fin tuve el valor de salir de mi cuarto, Daniel ya había instalado la camilla en el salón. Contuve la respiración, pero cuando me miró, sonrió como si nada fuese diferente. No vaciló ni un segundo. Ni siquiera se estremeció. Simplemente dio una palmadita a la camilla.

Por eso me encantaban los médicos. El equipo de la unidad de quemados de Boston era igual que Daniel. Para ellos, yo era una persona más. Mientras estuve ingresada allí, llegué incluso a fantasear con que la vida no sería tan mala.

En el viaje de Boston a Los Ángeles llevaba zapatos, pantalones y una camiseta de manga larga. Solo se me veían las cicatrices de la mano derecha. Y había cojeado, claro. La gente me miraba como si fuera un extraterrestre con tres cabezas. Susurraban, me señalaban y se giraban. No podía imaginar lo que sería salir de casa con una camiseta de tirantes y pantalones cortos.

Me armé de valor y me dirigí hacia él, pero cuando entré en el salón, Jennifer me vio. Llevaba un par de vasos de limonada y, cuando sus ojos se toparon con mis cicatrices expuestas, jadeó y empezó a llorar. Apoyó los vasos y se sentó.

—Lo siento —susurró—. Rich dijo que lo habías pasado mal, pero no tenía ni idea… lo siento mucho, Ella. —Me miró y se encogió de hombros—. Disculpadme —dijo, y subió a su habitación a toda prisa.

Yo cerré los ojos y tomé aire. Daniel me dio un minuto para recomponerme y después me dio la mano con suavidad.

—¿Necesitas que te ayude a subir a la camilla?

Normalmente lo habría intentado yo sola, pero esa vez dejé que él me ayudara. Me eché boca abajo porque no estaba preparada para mirarlo. No podía hacerlo después de haber conseguido que mi madrastra se marchara corriendo del salón.

—No sé por qué mi padre ha contratado estos servicios en casa —gruñí mientras Daniel empezaba a mojar mi piel sensible con el aceite mineral—. La unidad de quemados no está tan lejos. Habría preferido ir allí para hacer todo esto.

Daniel se quedó callado un momento y después comentó:

—Ojalá pudiera decirte que las cosas mejorarán. Pero no será fácil, Ella. La gente siempre reaccionará, algunos peor que otros.

—Al menos las brujastras no están en casa. Puede que Jennifer no tenga tacto, pero intenta ser amable. Las brujas número uno y número dos hacen que el diablo parezca un corderito.

Daniel suspiró.

—Mira el lado positivo. Siempre sabrás quiénes son tus verdaderos amigos. Algún día, cuando decidas sentar cabeza y formar una familia, tendrás a lo mejor de lo mejor como marido.

Hice una mueca. No había ninguna posibilidad de que alguien saliese conmigo en ese momento, y mucho menos de que se quedara a mi lado el resto de su vida.

—No te atrevas a reírte de la idea de que alguien te quiera, Ella. Date la vuelta —ordenó. Cuando me puse bocarriba, él intentó poner cara de enfadado, pero no lo hizo muy bien—. Eres inteligente, ingeniosa y fuerte. Y eres preciosa.

—Lo dicho, eres mi fisio. Decir eso forma parte de tu trabajo.

Daniel no se rio. Me miró fijamente con el semblante más serio que le había visto jamás.

—Eres increíblemente preciosa —insistió—. Tienes unos ojos que perseguirían a los hombres en sueños.

Quise hacer una broma, pero vi algo en la cara de Daniel y me resultó imposible, así que solo susurré «gracias» y me ruboricé.

—Habrá gente capaz de ver más allá de tus cicatrices y encontrar a la chica que eres de verdad —dijo Daniel—. Pero no la encontrarás si te escondes en esta casa día y noche. No creas que me olvido, señorita. Te advierto que me chivaré a la doctora Parish.

Gemí. Las sesiones con mi psicóloga eran casi tan dolorosas como las de fisioterapia.

—No pongas esa cara. Es por tu bien. No deberías pasarte el día en esta casa, y lo sabes. Puedes retroceder, Ella. No querrás desperdiciar los últimos meses de trabajo duro.

—Pero hago mis ejercicios todos los días. Lo prometo.

—No es lo mismo. Necesitas estar activa. Necesitas variar los movimientos. Hacer todo lo que hacías sin pensar siquiera en ello. Además, si continúas así, te deprimirás y dejarás de esforzarte. Y entonces parecerá que yo no hago mi trabajo y tu padre me despedirá. Puede que quieras deshacerte de mí, pero te prometo que el sustituto que encuentre te torturará tanto como yo, aunque no será tan guay.

Tenía razón. Si todos fueran la mitad de guais que Daniel…

Entonces mi padre entró en el salón y examinó mi piel en silencio mientras Daniel terminaba de hidratarla. Frunció el ceño y me señaló el cuerpo.

—¿Por qué está así? —Mi padre había sido testigo de muchos masajes cuando estaba ingresada en el hospital de Boston, así que apreciaba la diferencia.

Como mi padre miraba a Daniel, dejé que respondiese él.

—Ella está acostumbrada a la humedad de Boston. Debería asegurarse de que el enfermero eche un vistazo más a menudo a su piel hasta que su cuerpo se acostumbre al clima de California.

Papá asintió.

—Llamaré a Cody hoy mismo. ¿Puede salir de casa? Necesito llevarla al instituto para hacer la matrícula.

Uf. Fisioterapia, asustar a mi madrastra hasta hacerla llorar, piel seca, visita extra de mi enfermero y, a pesar de todo, mi día acaba de empeorar por arte de magia. Genial.

Daniel, que sabía que hablar de la gente como si no estuviera delante era más que maleducado, se dirigió a mí cuando respondió a mi padre. Me guiñó el ojo y dijo:

—El aire fresco te vendrá bien.


***


Mi padre me matriculó en el mismo centro privado y pijo al que iban las mellizas. Lo más cerca que había estado de un instituto privado había sido al ver las series de televisión juveniles. El centro afirmaba que el 98 por ciento de sus alumnos iba a la universidad. Mi instituto de Boston tenía detectores de metal y un porcentaje de graduados del 63 por ciento.

Como si eso no fuera lo bastante malo, el instituto obligaba a los alumnos a vestir uniformes. Optaron por polos blancos tradicionales, o jerséis de cuello alto en invierno, y faldas plisadas en tono azul marino. Yo me había pasado el verano encerrada en casa y las pocas veces que mi padre y Jennifer me habían obligado a salir me había cubierto de pies a cabeza. ¿Y ahora esperaban que fuese al instituto en manga corta y con una falda que me llegaba hasta las rodillas? ¿No entendían lo mezquinos que eran los adolescentes?

Mi padre sonreía al volver al coche tras la reunión con el director.

—¿Qué me dices? ¿Estás contenta? Está bien, ¿verdad?

Estaba demasiado bien. El centro, que se encontraba en un extenso terreno, tenía unas enormes vallas de hierro y una garita de seguridad. Estaba formado por varios edificios más pequeños conectados mediante pasajes abovedados cubiertos, lo que me recordaba a las antiguas misiones. Me costaba creer que ese lugar fuera un instituto.

Ya en el coche, mientras mi padre salía del aparcamiento, el corazón empezó a palpitarme de una forma familiar que reconocí como un ataque de pánico. Me puse de lado en el asiento y le agarré el brazo.

—Papá, no me hagas ir allí, por favor.

Él se asustó por mi repentina vehemencia.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—El instituto ya será duro de por sí. Por favor, no hagas que sea todavía peor. Ese lugar es una locura. Al menos en los institutos públicos sabía dónde me metía; es la misma mierda. Los médicos dijeron que necesitaba estar en un ambiente «familiar». Eso —dije, y señalé el instituto a nuestras espaldas— no es un ambiente familiar. No puedo hacerlo. No me obligues a ir allí.

Mi pánico era cien por cien real, pero mi padre tuvo el descaro de reírse. Le restó importancia. 

—No digas tonterías. Estarás bien, ya lo verás.

—¿Por qué no puedo hacer las clases a distancia? Podría recuperar el tiempo perdido y sacarme el título en varias semanas en lugar de repetir todo el último año.

—Ya sabes por qué no. Tus médicos te han explicado la importancia de recuperar una rutina normal lo antes posible. Cuanto más tiempo pases encerrada, más duro será vivir una vida normal.

Bufé.

—¿Crees que volveré a tener una vida normal?

—¿Qué quieres que haga, Ella? Me limito a seguir las instrucciones de los médicos. Intento hacer lo mejor para ti.

Quería gritar. Él no tenía ni idea de lo que era mejor para mí. 

—Vale. ¿Puedo ir por lo menos a un instituto público?

Mi padre parecía horrorizado ante la sugerencia.

—¿Por qué diablos querrías hacer algo así?