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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.

Un lugar en el valle, Nº 113 - febrero 2017

Título original: Deep in the Valley

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

 

Editor responsable: Luis Pugni

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9774-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Una última cosa...

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para Kate Bandy, con gratitud

por los muchos y maravillosos años

de amistad devota

Capítulo 1

 

 

June se quedó en la ducha un poco más de lo normal, pensando en una conversación que tendría lugar más tarde, ese mismo día.

Era la doctora de Grace Valley, California, y había heredado el puesto de su padre, Elmer Hudson. Elmer tenía setenta y dos años y fingía estar jubilado, lo cual era un modo amable de decir que ya no pasaba consulta, pero estaba todo el día en la de su hija. La necesidad de contratar a otro médico a tiempo completo para que prestara sus servicios en el pueblo era cada día más urgente. June había hablado ya con varios médicos, y de momento no había habido suerte. Ese día, sin embargo, iba a entrevistarse con John Stone. John tenía cuarenta años, había estudiado en la Universidad de Stanford y en la facultad de Medicina de Los Ángeles, se había especializado en obstetricia y ginecología en la Johns Hopkins y había trabajado ocho años en una prestigiosa clínica ginecológica antes de hacer una segunda especialización en medicina familiar. Era perfecto para Grace Valley. Pero ¿y si Grace Valley no era perfecto para él?

June intentó imaginarse a aquel yuppie de Sausalito. Seguramente había pasado por el pueblo durante alguna excursión de cata de vinos y había empezado a fantasear con lo bien que se vivía allí. El hermoso paisaje (las montañas, el valle, el mar) seducía a más urbanitas cada año que pasaba. O quizás hubiera estado allí de vacaciones con su familia, recorriendo los hotelitos de la costa.

Pero no, pensó June. Tal vez un amigo rico de San Francisco (alguien que no tenía que ir a ganarse la vida a la ciudad) tuviera una enorme casa de verano allí cerca. En Grace Valley, John Stone no podía haberse sentido atraído por el golf o la vela: por aquellos contornos no había nada tan refinado. Caminar por el monte y acampar sí se podía, pero sólo si uno era un verdadero amante del campo. Así pues ¿qué hacía allí aquel hombre? Sin duda diría que andaba buscando paz y tranquilidad, belleza y seguridad, todo lo cual podía encontrarse en Grace Valley en abundancia. Compota de manzana, colchas heredadas de generación en generación, puertas sin cerrar, porches delanteros y tartas puestas a enfriar en la ventana de la cocina. Vida rural. Honradez y simplicidad.

Seguramente quería sacar a sus hijos de la sucia ciudad, alejarlos de las drogas y la delincuencia. ¿Cómo reaccionaría al saber que las montañas de aquella región estaban tan llenas de plantaciones de marihuana que los helicópteros del ejército sobrevolaban a menudo las copas de los árboles, buscándolas? Las redadas constantes en lo profundo de los bosques de montaña convertían el sencillo deporte del senderismo en una peligrosa aventura para el recién llegado, puesto que nunca se sabía qué sendas y lugares de acampada estaban controlados por los plantadores. El cannabis seguía siendo el principal cultivo comercial de California. Era un hecho incómodo, y tenía lugar allí mismo, carretera arriba.

En cuando a la paz y la tranquilidad, eso era lo que ella misma buscaba. Su razón para intentar contratar a otro médico. Obviamente.

Cerró el grifo y comenzó a secarse el pelo.

Había elegido ejercer la medicina en el pueblecito en el que había crecido sabiendo las dificultades que entrañaba, consciente de que podía ser más emocionante que la sala de urgencias de un hospital urbano. Conocía muy bien todos sus inconvenientes (los había vivido) y lo violento que resultaba a veces ser íntima amiga de los pacientes, cosa que los médicos de las grandes ciudades podían ahorrarse.

De momento, todos los aspirantes al puesto con los que había hablado intentaban escapar del trabajo duro, de las largas jornadas y de las constantes exigencias de su trabajo en la ciudad. Al final, todos llegaban a la conclusión de que aquél no era sitio para ellos, porque no salían ganando en el cambio: cambiaban una presión por otra igual de estresante. Hacía falta tener un carácter muy concreto para hacerse cargo de las necesidades médicas de todo un pueblo.

Sonó el teléfono. June miró el reloj: eran las seis y cuarto.

Ésa era otra: allí no había «guardias» propiamente dichas. Estabas tú. Y punto.

Alargó el brazo hacia el teléfono, pero el dichoso inalámbrico no funcionaba. Se había quedado sin batería. Otra vez había olvidado enchufarlo.

Envuelta en una toalla, con el pelo chorreando por los hombros, corrió al teléfono de la cocina. Al ver que había gente en el cuarto de estar dejó escapar un grito, sorprendida, y se agachó tras la encimera de la cocina. Luego se levantó lentamente y se asomó por encima del borde para mirar el pequeño cuarto de estar, mientras el teléfono seguía sonando. ¿De veras había visto lo que creía haber visto? Cuatro personas: un hombre, una mujer y dos adolescentes, un chico y una chica. La mujer tenía una horrible cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara. June tardó un segundo en darse cuenta de que era una herida antigua, no habían ido a pedirle ayuda por eso. Estaban tranquilamente sentados en el sofá y no parecían alarmados en absoluto porque estuviera sin vestir. El teléfono seguía sonando mientras miraba por el borde de la encimera.

–¿Es usted la doctora? –preguntó por fin el hombre.

–Eh, sí. Soy yo.

June dedujo por su ropa anticuada y sus dudosos modales que eran gente del interior: pequeños agricultores o montañeses. Dado que Grace Valley estaba en la confluencia entre tres condados, era imposible saber de cuál de ellos procedían. June no los conocía. Tal vez nunca hubieran necesitado un médico.

–Tenemos un problema con el niño.

June se ciñó la toalla y echó mano del teléfono.

–Disculpe –les dijo–. Enseguida estoy con ustedes –se deslizó de nuevo detrás de la encimera–. ¿Diga? –dijo al teléfono.

–Hola –contestó su padre–. Se me ha ocurrido llamar para avisarte de que una familia de Shell Mountain paró a George Fuller por la carretera y le preguntó por dónde se iba a tu casa.

–¿Y en qué demonios estaba pensando George? –masculló ella con enfado.

–No creo que George piense mucho, si puede evitarlo.

–¡Están aquí! ¡Han entrado y se han sentado en el cuarto de estar mientras estaba en la ducha!

–Madre mía. Bueno... ¿quieres que...?

–¡Estoy prácticamente desnuda! ¡He tenido que venir corriendo a la cocina a contestar al teléfono, cubierta con una toalla!

Elmer se echó a reír con una risa un poco sibilante, el fumar en pipa le había pasado factura.

–¡Voy a matar a George!

Elmer se reía tanto que apenas podía hablar.

–Apuesto a que ahora mismo desearías haber enchufado el inalámbrico por una vez.

Su padre parecía tener poderes parapsicológicos elementales, un talento que, en ese momento, a June no le hacía ninguna gracia.

–Papá, si ves a George antes que yo, dile que quiero que sufra antes de morir.

–Necesitas un perro, June. ¿No te lo tengo dicho? ¿Quieres que vaya?

–¿Para qué? Puedo arreglármelas yo sola.

–Está bien. ¿Esta noche hay pastel de carne?

–Si sobrevivo –respondió ella, y colgó sin despedirse.

Elmer iba a pasárselo en grande con aquello, pero ella no. Tras asegurarse bien la toalla, se levantó despacio y miró a la familia. El padre llevaba una chaqueta de traje que debía de tener unos treinta años, y la madre lucía sombrero. Se habían endomingado para ir al médico, pero daba la impresión de que el viaje había sido muy duro. Si el hombre no le hubiera dicho que era el chico quien necesitaba un médico, June habría pensado que la que necesitaba sus servicios era la mujer: la honda cicatriz que marcaba su cara corría desde la frente a la barbilla, cruzando un ojo ciego y tristemente caído. Parecía que le habían dado un hachazo en la cara. A June le dolía la cabeza con sólo mirarla, aunque saltaba a la vista que la herida era de hacía años. Un accidente infantil, quizá.

El chico debía de estar mal si habían ido a su casa. June vio que llevaba una bota y un calcetín limpio. Aquello no era un buen augurio.

–Dejen que me vista y enseguida atiendo a su hijo. Quédense aquí, por favor.

Adiós a la paz y la tranquilidad de la vida rural.

Antes, Elmer solía atender a pacientes en casa. La consulta no era un despacho añadido, ni nada por el estilo, sino un par de habitaciones justo en medio de la casa, construida así por el primer médico del pueblo. Y cuando un paciente llegaba con un solo zapato, significaba que tenía muy hinchado el otro pie. June había empezado a fijarse en esas cosas siendo aún muy niña.

Sus visitantes eran los Mull, una familia de muy pocas palabras. June logró enterarse de que al chico lo había pisado una burra. La carne se había desgarrado y estaba infectada, y había un número desconocido de falanges y metatarsos rotos. La gente de campo solía darse mucha maña arreglando huesos y preparando emplastos. Tal vez el chico tuviera algún problema metabólico que afectaba al proceso de cicatrización. Se encargaría de que le hicieran análisis de azúcar.

–Han esperado demasiado –dijo June, dirigiéndose a la familia al completo, compuesta por Clarence Mull, su esposa Jurea y sus hijos, Clinton, de dieciséis años, y Wanda, de trece.

Clinton era un chico guapo y robusto. En Wanda, June adivinaba una belleza que podía haber sido la de la madre, de no haberse visto marcada por aquella horrible cicatriz. Clarence y Jurea no eran jóvenes. June calculó que tenían más de cincuenta años.

–Tienes rotos algunos huesos del pie, y el tejido y los músculos dañados por haber seguido apoyándolo al caminar. Eso por no hablar del tejido necrótico que rodea la herida. ¿No te dolía?

El chico se encogió de hombros.

–Sí, mucho. Pero ma...

–Es culpa mía –dijo Jurea–. Fui yo quien se lo curé. Y le puse un emplasto.

–Y apuesto a que le ha estado dando alguna infusión de hierbas muy fuerte para el dolor. Tiene las pupilas dilatadas. Deberían tener cuidado con esas cosas.

–Pero sirven para el dolor, ¿no? –respondió ella.

–Sí, sirven demasiado bien. Por eso ha podido seguir caminando con el pie roto. Es posible que se haya hecho aún más daño. ¿Han venido hasta aquí en coche o en camioneta?

–En camioneta –contestó Clarence.

–¿Creen que podrá llegar hasta Ukiah o Eureka?

Él se encogió de hombros.

–Va lenta, pero segura.

June volvió a colocar cuidadosamente el calcetín sobre el pie hinchado y ennegrecido.

–¿Cómo de lenta? –preguntó.

Fue el chico quien contestó.

–Últimamente no pasa de cincuenta.

–Bueno, tengo una idea mejor –dijo June–. Voy a pedirle a uno de los ayudantes del sheriff que los acerque a Rockport, al Valley Hospital. Tiene que verlo un especialista.

–Yo le llevaré donde haga falta –respondió Clarence.

–Hay cierta prisa –dijo ella con énfasis, mientras levantaba el teléfono–. Ya lo saben. Si no, no le habrían traído a las seis de la mañana.

–¿Le preocupa que se le esté muriendo el pie? –preguntó el padre.

June le miró. ¿Un montañés que, al ver tejido necrótico, interpretaba que el pie de su hijo se estaba gangrenando? Tal vez sólo estuviera expresando sus temores. Pero aun así...

–Lo que digo es que, si no llevan al chico al hospital, podría perder el pie. O algo peor. Y no querrán eso.

–Un especialista costará un ojo de la cara.

–No se preocupe por el dinero, señor Mull. Esas cosas pueden arreglarse. Hay toda clase de ayudas, si ahora mismo andan un poco apurados –marcó el teléfono.

–Yo estoy acostumbrado a pagarme lo mío.

–No me cabe ninguna duda –luego, dirigiéndose al teléfono, dijo–: ¿Ricky? Soy June. Necesito un favor. Un paciente mío, un chico, necesita que alguien lo lleve al Valley Hospital a ver a un especialista. Voy a darle el nombre y a mandarlo al departamento de policía. Gracias por adelantado.

June anotó el nombre del hospital y del médico y sacó de su maletín un frasco de antibióticos en cápsulas. Llenó de agua un vaso alto y le dio las pastillas y el agua a Clinton y el papel a su padre. Cuando Clarence Mull estiró el brazo hacia ella, se le subió un poco la manga de la chaqueta, dejando al descubierto un tatuaje que le llegaba hasta la muñeca.

–Señor Mull, perder el pie sería una tragedia, pero más aún lo sería ignorar una herida así y que su hijo muriera de septicemia. Seguramente aprendió algo sobre el envenenamiento de la sangre en Vietnam. Hágame caso, vayan al hospital a que lo vea un especialista. Eso son antibióticos –le dijo a Clinton–. Tómate cuatro ahora mismo y luego una pastilla cada cuatro horas, hasta que se acaben. No olvides enseñarle el frasco a los médicos cuando llegues al hospital y diles cuántos te has tomado. Puede que te den algo más, ¿de acuerdo? ¿Saben dónde está la jefatura de policía de Grave Valley? ¿Quieren que los guíe en mi coche?

–Creo que sabremos llegar. No está lejos –respondió Clarence.

Luego se levantó, tomó en brazos a su hijo, un mozalbete de metro ochenta y dos, y salió por la puerta. Clarence Mull era un hombre inmenso.

La camioneta, de los años cuarenta, se movía como si le dolieran las articulaciones. Cuando por fin salió del camino de entrada a su casa, June cerró la puerta y corrió al dormitorio a cambiarse de ropa. Los Mull no eran simplemente una familia de rústicos montañeses que no sabían que no convenía presentarse sin más en casa del médico. Clarence no había querido llevar a su hijo a un sitio tan público como la clínica. Quizá fuera un plantador de cannabis. O quizás un veterano del ejército aquejado de alguna discapacidad mental y trastornado por la paranoia. Las montañas estaban llenas de marginados.

June se quitó el chándal que se había puesto a toda prisa y se puso unos pantalones de gabardina con pinzas, una blusa de seda y un chaleco de brocado. A fin de cuentas, iba a hacer una entrevista.

Luego se miró al espejo y dijo:

–Mierda.

Había dejado que se le secara el pelo sin desenredárselo mientras examinaba a Clinton Mull, y ahora tenía una cabellera salvaje y alborotada. Suspirando, se la recogió en un moño y se puso un pasador. Nunca había tenido buena mano para el pelo.

Capítulo 2

 

 

Tom Toopeek estaba delante del espejo de su cuarto de baño, con el pecho desnudo, recogiéndose la larga y sedosa melena negra en una coleta. Ursula, su mujer desde hacía dieciocho años, empujó la puerta y le dio una camisa recién planchada.

–Tom, acaban de llamar de casa de los Craven. Era uno de los pequeños, no sé cuál. Sólo ha dicho: «Papá está muy enfadado». Pero no ha hecho falta que dijera más, lo he oído. Gus está destrozando la casa otra vez. Y pegando a toda la familia, seguramente.

Tom ya se había puesto la camisa cuando su mujer acabó de hablar. Sacó la pistolera del armario de la habitación y se la puso.

–¿Vas a ir derecho allí? –quiso saber su esposa.

–Claro –contestó él mientras se abrochaba el cinturón.

A casa de los Craven, al alba. Cualquier día llegaría tarde.

Ursula levantó una taza humeante de la cómoda y se la pasó. Él le dio un beso, tomó la taza y echó a andar por el largo pasillo, pasando por delante de los dormitorios de sus hijos, aún dormidos. Tanya, su hija de quince años, salió de su cuarto y le cortó el paso.

–¿No puedes detenerlo, papá?

–Lo detengo constantemente, Tan –contestó Tom–. Vamos, déjame pasar. Tengo prisa.

–Va a matar a alguien –dijo ella a su espalda–. ¡Alguien tiene que meterlo en la cárcel!

Ursula gritó:

–Voy a llamar a Ricky para que vaya a ayudarte.

–No –respondió Tom–. Llama a Lee a casa y dile que nos vemos allí. Está más cerca.

–¡Ten cuidado, Tom! ¡Ten mucho cuidado! A Gus le da lo mismo dispararte a ti que...

–No voy a permitir que me dispare –contestó con impaciencia–. Llama a Lee.

Gus Craven era el mayor hijo de perra de todo el valle. Tenía cinco hijos, todos ellos de edades muy parecidas a los cinco hijos de Tom Toopeek: el mayor tenía quince años. Sus hijos no habían sido compañeros de juego, claro, porque Gus hacía todo lo posible por mantener aislada a su familia. Los Craven tenían una granja en la parte alta del condado de Mendocino, cerca de la linde con el condado de Humboldt. Era una explotación modesta, con un par de campos de labor y unos pocos animales. Podía ser un buen negocio, pero Gus bebía como un cosaco y cada poco tiempo se emborrachaba, pegaba a toda la familia, destrozaba la casa y había que encerrarlo hasta que volvía a estar sobrio. Claro que también había veces en que molía a palos a su mujer y a sus hijos y no había tomado ni una gota. Un auténtico canalla.

Como jefe de policía que era, Tom tenía el deber de intentar anticiparse al viejo Gus para que la advertencia de su hija no se hiciera realidad. Tom era uno de los tres agentes del departamento de policía de Grace Valley. Ricky Ríos y Lee Stafford, ambos de treinta años, casados y con hijos, eran sus únicos ayudantes. Los tres trabajaban constantemente.

Todos los vecinos del valle sabían que podían llamar a Tom o a sus ayudantes a casa si eran necesarios cuando la jefatura estaba cerrada. Como esa mañana.

Tom condujo todo lo rápido que se atrevió por la carretera comarcal, pero no puso la sirena. No quería advertir a Gus. Tenía que sacarlo de allí antes de que descubriera que alguno de los chicos había llamado pidiendo auxilio. Gus había pasado encerrado varias noches y algún que otro fin de semana por incidentes como aquél, pero normalmente ese tiempo sólo bastaba para que se calmara y volviera a pensar con claridad. Nunca para que se arrepintiera. Estaba claro que no se arrepentía.

Esta vez, sin embargo, iba a pasar una temporada fuera. Tom le había advertido que no necesitaban que Leah lo denunciara. Él mismo lo había denunciado por agresión. Sería su quinta detención por esos cargos, y cumpliría condena. El juez Forrest se ponía enfermo cada vez que lo veía en el banquillo. Y Tom se estaba cansando de que Gus no escarmentara.

En el pueblo, todo el mundo odiaba a Gus sin excepción. Nadie sabía por qué era tan despreciable. No era del valle y nadie conocía a su familia. Cuando los Craven iban al pueblo a comprar, o a la iglesia, la mayoría de la gente evitaba a Gus. Saludaban a Leah y a los niños, quizá, pero nadie hablaba con Gus, si podía evitarlo. Lo peor de aquella espantosa situación era que Gus había llegado al valle, había comprado aquella parcelita de tierra y se había casado con una chica de Grace Valley. Leah era de allí, y nadie parecía poder hacer nada por ella. Sólo tenía treinta y tres años. Tom la recordaba del colegio. Había sido amiga de una de sus hermanas. Era una chica tímida y bonita, además de lista. Cómo la había conseguido Gus Craven sería siempre un misterio. Él era siete años mayor que ella y nunca, que Tom recordara, había sido un tipo simpático.

La granja tenía sesenta años y, aunque estaba bien construida, se había deteriorado mucho. El porche se tambaleaba, la pintura estaba descascarillada, las mosquiteras rotas. Y dentro era aún peor.

El sol, que iba alzándose sobre las montañas, proyectaba una larga sombra. Las luces estaban encendidas y Tom vio movimiento dentro de la casa al detener el Range Rover. Se dirigió hacia un lateral para aparcar en un lugar menos visible. En ese mismo momento llegó Lee Stafford, su ayudante. Al oír la puerta del coche, Tom oyó salir por las ventanas el fragor de la batalla doméstica: chillidos, voces, un correteo, golpes y cosas que se rompían. Los niños gritaban y lloraban, Gus vociferaba y maldecía y Leah le suplicaba sin cesar que parara. Tom sacó su escopeta y comprobó que había un cartucho en la recámara.

–Vamos a sacarlo de ahí –le dijo a Lee.

Subieron al unísono los escalones del porche. Lee pegó la espalda a la pared, junto a la puerta principal, mientras Tom la abría de una patada. Tom siempre se encargaba de dar patadas, si había que darlas. No consentía que sus ayudantes, a los que sacaba siete años, afrontaran el peligro en su lugar.

Gus volvió sus ojos turbios hacia la puerta. Tenía agarrado del pelo a su hijo de trece años y había levantado la mano para asestarle un golpe. Leah le tiraba del brazo, sin verdadera esperanza de impedir que maltratara a su hijo. Tom tuvo entonces una idea extraña que sólo duró una fracción de segundo: deseó que Gus estuviera armado con una pistola o un cuchillo, para poder dispararle sin más y acabar de una vez. Sabía que podría hacerlo con la conciencia limpia. Pero aquella idea se esfumó con la misma celeridad. Su labor consistía, por encima de todo, en mantener la paz.

–Suelta al chico, Gus –dijo.

–¡Esto no es asunto tuyo!

Tom dio dos zancadas hacia él. Notó el ruido de los cristales rotos bajo sus botas, el olor a bebida, a sudor y a grasa. El olor acre de la sangre. Contó por el rabillo del ojo: uno, dos, tres, cuatro.

–Leah, ¿dónde está Stan?

Stan era el más pequeño, sólo tenía seis años.

Ella se apartó de Gus. Tenía la cara amoratada y manchada de lágrimas, y llevaba un viejo camisón roto.

–Arriba. Escondido, creo.

–¿Cuál de vosotros ha llamado a este indio, eh, asquerosos mocosos? –preguntó Gus, zarandeando al chico al que sujetaba aún.

–Gus –le advirtió Tom–. Suelta al chico y apártate de él. Inmediatamente.

–¡Estoy buscando una excusa para demandarte, Toopeek! –gritó Gus Craven.

Tom soltó el aliento en lo que podría haber pasado por una risa cansina. ¿Demandarlo? Le lanzó su escopeta a Lee y se acercó casi tranquilamente a Gus mientras sacaba las esposas.

Los ojos de Gus se redondearon. Con un gesto rápido, Tom le puso una esposa en la muñeca, le echó el brazo bruscamente hacia atrás y lo arrojó al suelo de bruces. Gus gruñó, furioso, pero la raída alfombra sofocó enseguida sus protestas. El chico al que había agarrado del pelo se escabulló. Leah se tapó la boca con una mano temblorosa. Tenía los ojos empañados por el miedo.

Tom tomó a Gus por la otra muñeca con algo más de dificultad. Una vez esposado, con las manos detrás de la espalda, Tom lo sujetó apoyando el pie sobre su espalda.

–Yo te lo advertí y el juez Forrest te dio su palabra. Esta vez irás a la cárcel, Gus.

–¡Yo no voy a ir a ninguna parte! ¡Ella no va a denunciarme! ¡Ninguno va a denunciarme!

Tom no sabía si Gus era tan estúpido como parecía a veces. Sólo hablaba cuando estaba borracho. Sobrio, era hosco y taciturno, y parecía dirigir a su familia, siempre nerviosa, con unos ojillos como ranuras, tan parecidos a los de Frank. Justo cuando pensaba aquello, Tom miró al chico de quince años. Vio los ojos de Gus, y el odio de Gus reflejado en ellos. Frank era un chico alto y desgarbado, casi tan fuerte y grande como para plantar cara a su padre. Tom sabía que aquella pesadilla doméstica estaba a punto de acabar, en algún momento estallaría. O Gus acababa con su pobre familia, o Frank acababa con él. Era demasiado peligroso seguir así.

Tom hizo levantarse a Gus de un tirón.

–Te lo he dicho mil veces. No hace falta que te denuncie nadie. Puedo denunciarte yo –empujó a Gus hacia la puerta–. Voy a meterlo en el coche. Enseguida vuelvo para asegurarme de que no hay nadie herido de gravedad. ¿De acuerdo?

Leah sacudió la cabeza.

–No pasa nada. Yo me ocupo de los niños.

–¡No digas ni una palabra sobre mí, mujer! Si dices algo... –Tom le golpeó a un lado de la cabeza con la palma abierta para hacerle callar–. ¡Eh! ¡Maltrato policial! ¡Maltrato policial!

Lee se echó a reír mientras se enfundaba el arma.

–Qué pelotas tienes, Gus.

–¡Claro que tengo pelotas! Quítame las esposas y te demuestro ahí fuera si las tengo.

–Ojalá –contestó Lee.

Tom y Lee se lo llevaran a rastras, sujeto por los brazos. Gus no dejó de maldecir, de forcejear y de tropezarse hasta que llegaron al Rover. Un momento después, Tom volvió a la casa. Leah tenía al pequeño Stan en su regazo. Le estaba limpiando la cara llorosa con un paño. Frank estaba rígido, con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía un gran moratón en el pómulo. «He ahí la herencia», pensó Tom con tristeza. Al menos un par de aquellos niños pegarían a sus mujeres y a sus hijos. Y, paradójicamente, podían ser los más indignados por la violencia de su padre.

–Leah, deja que os lleve a ti y a los niños a la clínica. Que June os eche un vistazo.

–No pasa nada, Tom. Yo me ocupo de los niños y, si alguno tiene que ir, puedo llevarlo yo misma. ¿Cuánto tiempo va a estar fuera, Tom? –preguntó.

–Un par de meses, por lo menos. Un año, incluso. El juez Forrest está harto de que os maltrate. Esto tiene que cambiar, Leah. Se te está agotando el tiempo –lanzó una mirada a Frank, y Leah siguió sus ojos–. Sé que lo sabes.

Ella sonrió, indefensa.

–¿Dónde crees que puedo esconder a cinco niños?

–Te falta fe, eso es todo. Llama a la trabajadora social, que te dé alguna idea. Hay programas de los que nunca has oído hablar, no sólo casas de acogida a las afueras de la ciudad. Hay gente que dedica su vida a ayudar a familias maltratadas.

Ella se rió sin ganas.

–Conmigo sí tendría que dedicarla. Con cinco hijos, sin dinero ni profesión y un marido que ha jurado matarme si lo dejo.

Tom sacó su cartera del bolsillo de atrás y le dio la tarjeta de Corsica Ríos, de los Servicios Sociales del condado. Corsica vivía al sur, en Pleasure, pero tenía muchos lazos con el valle. Entre ellos, su único hijo, el ayudante Ricky Ríos. Tenía, además, mucha experiencia en maltrato doméstico (personal y profesional), y había criado sola a Ricky.

–Llámala. Antes de darte por vencida, que sea ella la que te diga que no hay forma de ayudarte. ¿Hmm?

Leah se quedó mirando la tarjeta un momento.

–Pensarás cosas horribles de mí –dijo por fin–. Por permitir que les haga esto a mis hijos.

Tom cubrió su mano pequeña y pálida con la suya, mucho más grande.

–No, Leah. Nadie piensa que tú se lo permites.

Capítulo 3

 

 

June pasó de largo frente a la clínica al llegar al pueblo. Se fue al café de Fuller, como hacía siempre, a menos que hubiera una urgencia. Normalmente pedía un café para llevar y un bollo, una rosquilla o una galleta, hablaba un poco con los clientes habituales y así empezaba tranquilamente su jornada. Esa mañana, sin embargo, iba a romper su rutina: iba a matar a George Fuller.

–Buenos días, June –dijo George alzando la voz mientras le servía el café en una taza grande.

–George, ¿es que has perdido el juicio?

–¿Y eso por qué?

–¿Cómo se te ocurrió mandar a esa gente a mi casa a las seis de la mañana?

Él la miraba con perplejidad. June había ido al colegio con George y estaba acostumbrada a esa mirada, aunque sabía que no era del todo tonto. Lo era para algunas cosas, claro. Para otras, en cambio, era muy astuto.

–Yo no los mandé, June. Sólo me preguntaron cómo se iba.

–¿Y le das indicaciones a cualquier desconocido montado en una camioneta vieja que te las pide?

Otra vez aquella mirada.

Tom Toopeek, el mejor amigo de June desde la infancia, dejó de hablar con dos vecinos del pueblo y se acercó al mostrador donde June estaba echando la bronca a George. Se apoyó en la barra con una leve sonrisa en los labios. Llevaba en la mano una taza de cerámica en la que se leía soy la ley. George siempre le tenía preparada aquella taza, por si se pasaba por allí.

–Todavía no había salido el sol. Yo estaba sacando a Buddy al prado para que pastara cuando apareció esa cafetera y el hombre, muy amable, por cierto, va y me dice: «¿Haría el favor de decirme cómo se llega a casa del médico?». Y yo le digo: «¿El viejo doctor Hudson o su hija, la médica?». Y él va y dice: «June». Muy amable, como si fuerais viejos amigos. No parecía que estuvieran enfermos, ni nada, aunque la mujer tenía un costurón horroroso en la cara, ¿verdad? Pero estaba curado, así que enseguida me di cuenta de que no venían por eso. Pensé que a lo mejor los estabas esperando. ¿Ha pasado algo?

–No, nada, George. No ha pasado nada. Que entraron en mi casa mientras me estaba duchando.

Tom se echó a reír, aunque intentó disimular.

–Uy, June, cuánto lo siento. No tenía ni idea...

–Mi nombre aparece en la placa de la clínica, George. No es ningún milagro que ese hombre lo supiera.

–Caray, June...

–No le digas a nadie dónde vivo a menos que estés absolutamente seguro de que quiero que vayan a mi casa. ¿De acuerdo?

–¿Y cómo voy a saberlo?

–¡Pues llamándome, George! O mandándolos a la clínica y diciéndoles que abrimos a las ocho.

–Claro, June. Lo siento muchísimo. Toma, te invito a un pastel –metió la mano en el mostrador de la bollería y sacó un bollo enorme.

–Que no vuelva a pasar –contestó ella, apaciguada.

George solía invitarla a su ración matutina de hidratos de carbono, de todos modos. Convenía estar en buenas relaciones con el médico y las fuerzas del orden. George sólo parecía tonto.

–Puedes contar con ello, June.

George Fuller era, en realidad, un triunfador en Grace Valley. Su cafetería le daba para vivir bien, tenía una casa grande y una familia estupenda. Su mujer era guapa e inteligente. Él era concejal desde hacía años, entrenaba a los chicos del instituto intermitentemente y de vez en cuando mandaba cartas al director del periódico que no sólo eran reflexivas, sino incluso sagaces. Que ella recordara, en el instituto solía sacar sobresalientes y notables, y sin embargo tenía por costumbre hacerse el tonto.

–Menudo susto te habrás llevado: salir de la ducha y encontrarte con que tenías compañía –comentó Tom, estirando las comisuras de la boca.

–Ya lo creo. Sobre todo porque iba corriendo al teléfono de la cocina, vestida con mi toalla favorita.

Sus altos y morenos pómulos de cheroqui casi se resquebrajaron.

–Vaya forma de empezar el día –dijo.

–¿Para ellos o para mí?

–Supongo que para todos –ni siquiera se esforzó en ocultar su amplia sonrisa.

–¿Ha llevado Ricky a ese chico a Rockport?

–¿A qué chico? –preguntó Tom, sorprendido.

–Esta mañana llamé a comisaría para pedirle que llevara a un paciente al hospital. Era el chico que estaba en mi cuarto de estar. Lo llevaron sus padres y su hermana. La familia Mull.

Tom arrugó el ceño mientras repasaba el catálogo de apellidos que almacenaba en la cabeza.

–No sé nada de eso. Estaba ocupado. Lee y yo estuvimos en casa de los Craven al amanecer, echándoles un cable.

–Ay, Dios, otra vez no. Pobre Leah.

–Esta vez va a tener un respiro. Estoy seguro de que el juez Forrest mandará a Gus a prisión todo el tiempo que pueda.

–No será suficiente.

–Ricky me dijo que estaba esperando para hacerte un recado, pero no dijo qué era. Hace un cuarto de hora todavía estaba esperando. Y me temo que no conozco a ninguna familia Mull.

No era raro que alguno de los ayudantes hiciera recados para June o para la clínica sin que Tom estuviera al corriente de los detalles. A veces había que trasladar en coche a algún paciente, o llevar muestras al laboratorio, o ir a recoger sangre o suministros urgentes. Multitud de cosas. La clínica sólo podía existir con ayuda de la policía local.

–Esa gente no era de por aquí, Tom. Puede que fueran de la montaña, o quizá de otro condado. El padre sabía más de lo que aparentaba, y vi claramente el borde de un tatuaje que tenía en la mano. Puede que sea un veterano... o posiblemente un plantador de marihuana. Y la señora Mull tiene esa cicatriz de la que hablaba George. Le cruza todo el lado derecho de la cara. Está espantosamente desfigurada, y seguramente tiene problemas de visión. Si la ves, no la olvidas. Pero es el chico el que necesita atención médica. Le pisó una burra hará unas dos semanas, se le ha infectado la herida y el tejido de alrededor se está poniendo negro. Está caliente al contacto, y puede que dentro de unos días no sea sólo su pie lo que corra peligro. Me preocupa que no se hayan presentado en comisaría. Puede que no tengan intención de hacer nada más por el chico.

–¿No les adelantaste cuando venías para acá?

–Fui a casa de Mikos Silva, a tomarle la tensión –contestó ella, sacudiendo la cabeza.

–¿El chico es menor? –preguntó Tom.

–Tiene dieciséis. Pero aun así...

–Echaremos un vistazo por ahí.

–Van en una camioneta muy vieja. No supera los cincuenta por hora, así que no pueden andar muy lejos –lo que no dijo fue: «Por favor, encontradlos antes de que se escapen y desaparezcan en las montañas otra vez».

No era la primera vez que alguien con una salud precaria ignoraba sus advertencias, pero June nunca se había acostumbrado a ello.

Las carcajadas de un grupo de parroquianos sentados a una mesa, junto a la ventana, les distrajeron. George se inclinó sobre el mostrador e intentó mirar por el escaparate.

–¿Qué pasa? –preguntó a los hombres.

–Mary Lou Granger llevó una caja a la iglesia presbiteriana hará cosa de quince minutos. Y ahí llega la mujer del pastor. Tiene el olfato de un sabueso. Huele a su marido cuando está a solas con otra mujer desde el otro lado del pueblo.

–¡Ahí está! –gritó otro.

June y Tom se acercó a la entrada del café y vieron a Mary Lou, una joven y atractiva madre, de unos treinta años, salir de la iglesia presbiteriana hecha una furia. Llevaba vaqueros ajustados y botas, y un jersey que no le llegaba a la cintura. El cabello largo, espeso y rojizo les caía sobre los hombros en amplios arcos. Al llegar a su coche se detuvo, miró hacia la iglesia, dio un zapatazo, furiosa, y montó en el coche.

–¿Qué os apostáis a que el pastor Wickham tiene ya una marca colorada en la mejilla? –preguntó alguien.

–Es el predicador más valiente que hemos tenido nunca en este pueblo –dijo otro–. Porque, ¿te arriesgarías tú a hacer enfadar a Clarice Wickham?

–No me extraña que él sí se arriesgue.

Los hombres se echaron a reír.

–La verdad es que no tiene ninguna gracia, ¿sabes? –le dijo June a Tom, refiriéndose al pastor mujeriego.

–Bueno, no sé. Hay que tener sentido del humor. ¿Lo has visto últimamente?

–No, ¿por qué?

–Ya no lleva peluquín. Se ha hecho un... ¿cómo se dice? Un transplante capilar.

–¿En serio?

–En serio. Su vanidad es digna de reverencia.

June se echó a reír, a su pesar. Pero luego dijo:

–Creo que convendría hablar con él, Tom. Tú sabes mejor que nadie lo explosivas que son esas situaciones domésticas. Un día de estos vamos a tener un disgusto, si sigue teniendo las manos tan largas. Lo que dicen los chicos es cierto. La ira de la señora Wickham puede hacer mucho daño. ¿Y si se cansa de sus payasadas y sus coqueteos? Parece un poco... no sé... inestable.

–Sé que tienes razón, June. Y quizá debería decirle algo. No vendrá mal que sepa que lo sabemos –Tom se encogió de hombros–. Quizás incluso le sirva como advertencia. Pero cuando pienso en su pelo, no creo que pueda hablar con él sin que me dé la risa.

June levantó una ceja.

–Apuesto a que, si te diera una palmada en el trasero y te susurrara al oído, sí que podrías.

Tom agrandó los ojos un instante. Carraspeó, apuró su taza y dijo:

–Puede que tengas razón. Creo que voy a ir a dar una vuelta, a ver si encuentro la camioneta de los Mull.

 

 

De pequeña, June Hudson creía que, cuando fuera mayor, sería la enfermera de su padre. Ya entonces sabía que el doctor Hudson tenía en sus capaces manos la vida de aquel pueblo. Fue a la universidad, a estudiar enfermería. Y habría sido enfermera, de no ser porque un profesor de química de Berkeley detectó en ella una habilidad especial para las ciencias. Así que, con el visto bueno de su padre, se pasó a medicina. Durante las vacaciones y los descansos escolares, trabajaba con su padre. Junto a Elmer no ejercía la medicina de cabecera, sino la medicina rural. Lo cual era distinto. A menudo tenían que arreglárselas con material escaso e improvisar para tratar con éxito a un paciente. Aquello era mucho más estimulante y difícil que la práctica médica en una gran ciudad. ¿A qué médico de San Francisco lo llamaban a las dos de madrugada para que fuera a la carretera, a intentar mantener con vida a las víctimas de un accidente hasta que llegara el helicóptero? ¿O para ir a un aserradero, a trasladar a un hombre y a su miembro amputado al hospital de urgencias más cercano?

Regresó a Grace Valley doce años después, siendo una doctora joven, inexperta y llena de idealismo, y se instaló allí definitivamente. Pero durante su ausencia había olvidado ciertas cosas acerca del pueblo. En primer lugar, que la gente tardaría en confiar en ella (una doctora nueva, y además mujer), a pesar de conocerla de toda la vida. Había tenido que trabajar junto a Elmer unos cuantos años, ejerciendo como aprendiz. Sólo después de obrar lo que algunos consideraban milagros médicos empezaron a confiar en ella los vecinos del pueblo y pudo ver a los leñadores sin las botas puestas. Pero incluso ahora, estando ya Elmer prácticamente jubilado, aún había hombres que no acudían a ella hasta que su padre insistía, después de verlos. Elmer los atendía a menudo en la cafetería, en la oficina de correos o en la gasolinera. Pero para la mayoría de la gente que vivía en el valle, June era la doctora titular del pueblo. Y seguía buscando el apoyo y el consejo de su padre, tanto en lo profesional como en lo personal. Desde la muerte de su madre, nueve años antes, dependían mucho el uno del otro.

En segundo lugar, si una pensaba quedarse en Grace Valley para vivir y trabajar allí, le convenía elegir marido en octavo curso. ¿En qué estaría pensando cuando eligió aquella vida y aquel pueblo? ¿Creía acaso que algún joven soltero sufriría un traspié y que se enamorarían mientras le vendaba el tobillo? June tenía treinta y siete años, y sus dos mejores amigos eran su padre y Tom Toopeek. Tenía lazos muy estrechos con su círculo de costura, las Agraciadas, con las que hacía colchas, y aún conservaba algunas amigas del colegio. No estaba exactamente sola, pero hacía unos cinco años que no salía con nadie. Elmer parecía creer que era virgen, lo cual era un honor dudoso, si no absurdo. No era cierto, gracias a Dios. Pero sí era cierto, en cambio, que se había acomodado en exceso a su forma de vida. Quizá fuera ya demasiado independiente para convertirse en la mitad más bonita de una pareja. Aun así, no le vendría mal un poco de romanticismo.

Grace Valley había sido, en sus orígenes, una aldea de campesinos y pescadores. Estaba en la confluencia de tres condados, un poco más del lado de Mendocino que de Trinity y Humboldt. Había un hospital pequeño en Rockport y otro más grande en Eureka, y cuando June y Elmer abrieron la clínica, hacía ya una década, aquello se consideró una extravagancia, teniendo en cuenta que el pueblo tenía novecientos habitantes. Ahora eran ya mil quinientos sesenta y cuatro (sesenta y cinco, cuando Julianna Dickson diera a luz) y la clínica se había convertido en una necesidad.

June aparcó detrás de la clínica, junto al coche de Charlotte Burnham. Charlotte tenía sesenta años y había sido la enfermera de su padre. Como enfermera, habría costado encontrar una más eficiente y más dura. Y también más gruñona. La única persona con la que parecía esforzarse por ser amable era Elmer, a pesar de que su marido, Bud, la mimaba bastante. June llevaba ya mucho tiempo ejerciendo como doctora del pueblo, y sin embargo Charlotte no parecía haberse acostumbrado del todo a ella. Aceptaba sus órdenes, claro, pero siempre trataba a June, más que como a una jefa, como a la niña que revoloteaba por la consulta de su padre. Lo cual era sumamente exasperante. June se había vengado contratando a Jessica Wiley, la bestia negra de Charlotte, para que trabajara en la clínica.

Cuando June se bajó de su Jeep, Charlotte salía por la puerta trasera sacando un cigarrillo de un paquete de Marlboro. Estaba prohibido fumar en la clínica. Charlotte se fumaría un cigarrillo extralargo, tosería, volvería al trabajo y pasado un rato necesitaría otro. Junto al escalón de abajo había una lata de café medio llena de colillas. June llevaba años rogándole que dejara de fumar.

–¿Ya estás fumando? –preguntó June.

Charlotte dio una profunda calada.

–Hoy me hace más falta que de costumbre –contestó escuetamente.

–Ah. ¿Jessie se ha puesto de punta en blanco?

–Espera y verás –volvió a soltar una bocanada de humo.

Jessica, la recepcionista, tenía veinte años. A pesar de que había dejado el colegio siendo todavía muy joven, era la mejor oficinista que había tenido June. Inteligente, vivaz y decidida, era también un poco rara en el vestir. June sintió un arrebato de emoción al entrar en la clínica. Charlotte, siempre tan pesada y aburrida, y Jessica, tan vanguardista ella, daban aliciente a sus días. No se llevaban precisamente como madre e hija.

O quizá sí.

June se sacudió los pies para quitarse el barro reseco y dejó las botas junto a la puerta trasera, donde el sol las secaría. La casa del viejo Mikos Silva estaba de camino a la clínica, y se había pasado por allí para tomarle la tensión. Para Mikos, «tomarse las cosas con calma» equivalía a dormir hasta las cuatro y media de la mañana y hacer sólo la mitad de sus tareas, así que June había tenido que abrirse paso hasta el establo para encontrarlo. Los viejos granjeros como Mikos temían pasar mucho tiempo sentados, por si se morían, al margen de lo que ordenara el médico.

June se puso los zuecos y se dirigió a la parte delantera de la clínica. Habría dicho «buenos días», pero se quedó de piedra al ver el pelo de Jessica. La chica, ella misma lo decía, era «gótica»: ropa negra, montones de piercings en los sitios más extraños, lápiz de labios negro y esmalte de uñas del mismo color. No había pruebas de que hiciera ninguna de las cosas horrendas que sugería su atuendo (sacrificios humanos, por ejemplo), pero ese día se había superado a sí misma. Se había afeitado la cabeza, dejándose sólo una cresta de punta en la coronilla cuyas listas de colores brillantes (violeta, azul, rojo, naranja y amarillo) oscilaban al moverse.

June no sabía cuánto tiempo llevaba mirándola, pero fue suficiente para que Charlotte volviera a su puesto. June miró a los ojos a su enfermera y sólo vio en ellos amargura. Y una advertencia: «No le des esa satisfacción». Al mirar hacia la salita de espera, vio seis ojos fijos en la colorida cresta de la recepcionista y tres bocas abiertas.

–Enseguida estoy con ustedes –dijo digiriéndose a la salita–. Buenos días, Jessie. ¿Peinado nuevo?

Jessica levantó la vista de sus papeles, sonrió espléndidamente (era una chica muy guapa) y asintió con la cabeza. Los muchos aretes que llevaba en las orejas, las cejas, la nariz y otros lugares en los que June no quería pensar se pusieron en movimiento.

June recogió el montón de historias que había sacado Charlotte y se encaminó a su consulta, con la enfermera detrás.

–Estoy a punto de perder los nervios –anunció Charlotte.

17 de abril

–¿Y por qué no has preferido que te expulsaran? ¿Te gusta el instituto?

–Qué va. Pero mi madre quiere que vaya.

–Pero, si te expulsaran, tendrías una excusa para no ir.

Frank comenzó a tirarse de un hilillo de los vaqueros. Estaban muy estropeados. No sólo eran viejos, sino que también estaban sucios por haberse revolcado por el suelo, en la parada del autobús.

–Imagino que tu madre ha tenido un día muy difícil.

Frank levantó la vista.

–¿Qué sabe usted de eso? –preguntó. Había rabia en sus ojos. Era un chico lleno de cólera.

–Sé que te metiste en una pelea en la parada del autobús porque alguien dijo algo sobre que a tu padre se lo habían llevado a la cárcel y tú... no sé. ¿Te ofendiste? ¿Te sentiste humillado?

–¿Qué le parece cabreado?

–¿Te cabreaste? –preguntó Jerry.

–Sí.

–¿Por qué?

–Por nada.

–¿Quieres contármelo?

–No. Ya se me ha pasado. Eso se acabó.

–Tenemos que hacer algo, Frank. Nos quedan cincuenta y cinco minutos.

Frank se quedó callado.

–No estoy obligado a decirle nada a nadie sobre el tiempo que pases aquí, pero eso no significa que no vaya a hacerlo.

El chico lo miró a los ojos. Tenía una expresión desdichada.

–Si creyera, por ejemplo, que te vendría bien seguir viniendo a terapia, sólo tendría que recomendarlo, sin decir por qué. Podría ser así.

Una mirada aún más desdichada.

–Así que vamos a hablar. Para ver dónde estamos, ¿eh? Dime al menos qué tendría que hacer para que me dieras un puñetazo. ¿Qué tengo que decir para que me des una paliza en la parada del autobús?

–Hombre...

–Soy muy paciente. Me pagan por horas.

–¿Quién paga esta sesión? –preguntó Frank.

–En este caso, los fondos que el condado asigna al distrito escolar. Cuando un chico se mete en líos y el colegio quiere que vea a un psicólogo, hay dos formas de pagar: o paga la escuela o paga el seguro de los padres. ¿Qué pasa, Frank? ¿Por qué estás tan enfadado?

El chico se removió un poco, resopló ruidosamente por la nariz, como un toro, y por fin dijo:

–¿Qué le parece si hacemos un trato? Si yo contesto a sus preguntas media hora, usted me contesta a una pregunta.

Era una propuesta muy poco original. A Jerry se la hacían con frecuencia. Y se sabía todos los trucos.

–De acuerdo –dijo.

Durante la media hora siguiente, se enteró de muchas cosas acerca de las borracheras de Gus, de sus palizas, de sus ataques de ira y de las frecuentes visitas de la policía. Descubrió lo mucho que odiaba Frank a su padre, lo mucho que quería a su madre, a pesar de no respetarla, lo frágil que era, pese a su ira, y lo frustrado que se sentía por su incapacidad para defender a su madre y a sus hermanos pequeños. Jerry habría deseado que aquélla fuera la primera vez que oía una historia como la suya; habría deseado que no sucediera tan a menudo. Sabía lo que haría al final: intentar convencer a Frank de que hiciera terapia de grupo con otros adolescentes maltratados para intentar dominar su ira. Pero tendría que proceder con sumo cuidado. Y cumplir su parte del trato.

–Bueno –dijo Frank por fin, inclinándose hacia delante–, ¿cómo es un platillo volante por dentro?

–Pues parece de metal brillante, pero es de algo parecido al cristal –comenzó a contar Jerry.