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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dolor y placer, n.º 130 - julio 2017

Título original: A Di Sione for the Greek’s Pleasure

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-017-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

QUIERO que me hagas un favor.

Natalia di Sione sonrió a su abuelo mientras le remetía la manta por debajo de las piernas y se sentaba enfrente de él. Aunque era un día caluroso de junio, Giovanni di Sione tenía algunos escalofríos por el viento que llegaba del estuario de Long Island.

–Cualquier cosa, nonno –dijo Natalia llamándolo por el nombre que había empleado desde que era una niña pequeña.

Giovanni esbozó una sonrisa maliciosa y sacudió la cabeza.

–Has aceptado muy deprisa, Talia, y no sabes qué voy a pedirte.

–Sabes que haré cualquier cosa por ti.

Giovanni había criado a Talia y a sus hermanos después de que sus padres murieran en un accidente de coche cuando ella, la menor de los siete hermanos, era poco más que un bebé. Él había sido su padre, su madre y su abuelo, y como ella había vivido en la finca y residencia de los Di Sione durante los últimos siete años, también había sido lo más parecido a un confidente y un amigo íntimo. Sabía que algunos de sus hermanos mayores habían mantenido cierta distancia con su trabajador y a veces indiferente abuelo, pero ella era incondicional de él desde hacía siete años. La había acogido cuando había vuelto dolida física y mentalmente y había sido su salvación.

–¿Cualquier cosa, Talia? –le preguntó Giovanni arqueando una ceja–. ¿Incluso tener que salir de la finca?

Ella se rio ligeramente.

–Jamás me pedirías que hiciese algo tan espantoso.

Ella fingió un estremecimiento, pero la verdad era que la idea de salir de esos terrenos bien amurallados hacía que el miedo le atenazara las entrañas. Le gustaba su torre de marfil, la seguridad de saber que estaba protegida detrás de unas verjas, segura. Sabía lo que era no sentirse segura, sentirse como si la vida pendiera de un hilo, y no quería sentirse así otra vez aunque eso significara vivir como una prisionera. Salía muy pocas veces de la villa y normalmente era para ir a ver a alguno de sus hermanos o asistir a alguna visita privada a alguna exposición de arte en la zona. Evitaba las ciudades e, incluso, los pequeños y prósperos pueblos de Long Island y se limitaba a trayectos cortos en coche con chófer. Cuando Giovanni le decía que saliera más, ella siempre contestaba que prefería la vida tranquila de la extensa casa con ondulantes prados y el resplandor azul del estuario de Long Island a lo lejos. ¿Para qué iba a querer ir a otro sitio? Giovanni no insistía, pero ella sabía que estaba preocupado por su aislamiento, aunque nunca decía nada. Veía que la preocupación le velaba muchas veces los ojos o hacía que frunciera las pobladas cejas cuando la miraba ir de un lado a otro por la casa.

–Sabes que no me queda mucho tiempo, Talia.

Ella se limitó a asentir con la cabeza porque no se fiaba de su voz. Hacía unos meses, le habían dado un año de vida. Si se tenía en cuenta que tenía noventa y ocho años y ya había vencido una vez al cáncer, hacía unos veinte años, un año era mucho tiempo, pero no era suficiente para ella. No podía imaginarse la villa sin Giovanni, sin su amable sonrisa y sus prudentes palabras, sin su presencia constante, aunque muchas veces silenciosa. Las amplias y elegantes habitaciones parecerían más vacías que nunca, la residencia languidecería habitada solo por ella y los empleados esenciales. No soportaba la idea y la alejó de la cabeza.

–Entonces, ¿qué quieres que haga? –preguntó Talia–. ¿Quieres que te pinte un retrato?

Ella, durante los cinco años pasados, se había forjado una carrera corta aunque pujante como pintora de retratos. Cuando cumplió veintiún años, Giovanni le había regalado un estudio en los terrenos de la residencia, un pequeño edificio con unas vistas fantásticas del estuario. Los clientes acudían al estudio para posar y ella disfrutaba con la relación social y el trabajo creativo, y todo ello en el entorno seguro que tanto anhelaba.

–¿Un retrato? –Giovanni se rio–. ¿Quién iba a querer ver a un viejo como yo? No, querida, me gustaría otra cosa, me gustaría que me encontraras una cosa.

Él se dejó caer contra el respaldo con las nudosas manos entrelazadas sobre el regazo y la observó mientras esperaba.

–¿Que te encuentre una cosa?

Ella se inclinó hacia delante con sorpresa y curiosidad, pero también con aprensión. Conocía ese brillo en los ojos de su abuelo y su silencio mientras esperaba que fuese ella quien preguntara.

–¿Has perdido algo, nonno?

–He perdido muchas cosas a lo largo de los años –contestó Giovanni.

Talia captó cierta tristeza en su voz y vio que su rostro adoptaba una expresión distante. Esbozó una leve sonrisa como si estuviese recordando algo agradable o conmovedor, hasta que volvió a dirigirse a Talia.

–Quiero que encuentres una de mis amantes perdidas.

Talia había oído hablar de las amantes perdidas de Giovanni. Era una historia envuelta en el misterio que había oído desde que era pequeña, era una colección de objetos valiosos que Giovanni había llevado consigo al Nuevo Mundo cuando emigró desde Italia siendo joven. Había tenido que venderlos uno a uno para sobrevivir, aunque había querido mucho a todos. Siempre se había negado a decir nada más y siempre había afirmado que un anciano tenía que guardar secretos. Ella sospechaba que Giovanni guardaba muchos secretos y, en ese momento, con un destello de curiosidad, se preguntó si le contaría uno por lo menos.

–¿Una de tus amantes perdidas? –repitió ella–. Nunca has dicho qué son. ¿Cuál es?

–Un libro, un libro muy especial y muy difícil de encontrar.

–¿Y crees que yo podré encontrarlo? –preguntó ella arqueando una ceja.

–Sí. Confío en tu inteligencia e ingenio, Talia. Tu creatividad es resplandeciente.

Ella se rio y sacudió la cabeza por el bochorno y la emoción. Su abuelo no solía ser tan sentimental, pero ella sabía que los años ya le pesaban y sospechaba que necesitaba decir cosas que había callado durante mucho tiempo.

–¿Qué tipo de libro?

–Un libro de poemas de amor que escribió un poeta anónimo del Mediterráneo. Se llama Il libro d’Amore.

–¿Hay muchos ejemplares?

–Unos pocos, pero el mío era distinto a todos los demás. Era una primera edición con cubierta de cuero trabajada a mano. Es único de verdad.

–¿Y crees que puedo encontrarlo? –le preguntó Talia sin disimular la duda.

Ella se había imaginado que podría buscar en Internet o buscarlo mediante un librero de libros usados, pero, naturalmente, Giovanni también podía hacer eso. Se había comprado una tableta hacia unos años y, como el empresario innovador que había sido siempre, navegaba mucho por Internet. Naturalmente, quería que ella hiciera algo más importante y difícil y no iba a defraudarlo. Su abuelo no le había pedido casi nada a lo largo de los años y le había dado sus aposentos privados en la residencia cuando tenía diecinueve años y no podía casi arreglárselas. Nunca había insistido demasiado en que saliera a intentar cosas nuevas y le había permitido que se hiciese una carrera como artista sin salir de la villa. Le debía mucho a su nonno.

–Sí. Quiero que encuentres ese libro concreto –contestó él con una sonrisa triste–. Hay una inscripción por dentro de la cubierta. «Queridísima Lucia, te llevaré eternamente en el corazón. Tuyo B.A.» –la voz se le entrecortó un poco y bajó la mirada parpadeando antes de volver a mirar a Talia con su sonrisa enigmática de siempre–. Así sabrás que es el libro que buscas.

–¿Quién es Lucia? –preguntó Talia conmovida por la inscripción y la emoción tan inusitada de su abuelo–. ¿Quién es B.A.? ¿Eran amigos tuyos?

–Sí, podría decirse que lo eran. Los apreciaba mucho y ellos se amaban muchísimo –Giovanni se colocó bien la manta. Estaba pálido y Talia se había dado cuenta de que últimamente se cansaba enseguida–. Pero esa es otra historia.

–¿Qué pasó con el libro? –preguntó Talia–. ¿Lo vendiste cuando llegaste e Estados Unidos?

–No, no lo traje a Estados Unidos. Lo dejé allí y por eso será difícil encontrarlo. Sin embargo, creo que tú puedes, Talia. Aunque encontrarlo te embarcará en un viaje en más de un sentido.

–Un viaje…

Talia apretó los labios. Estaba segura de que esa era la manera que tenía su abuelo de sacarla de esos terrenos, de que saliera a la vida. Sabía que llevaba un tiempo deseando que ella echara a volar y ella se había resistido siempre, había insistido en que era feliz en la finca. ¿Cómo no iba a serlo? Allí tenía todo lo que quería. No necesitaba nada más y tampoco quería aventuras o emociones, al menos, como las que tuvo una vez y que la habían llevado a donde estaba.

Nonno…

Giovanni agitó un dedo como si quisiera regañarla con delicadeza.

–No irás a rechazar el último deseo de un anciano, ¿verdad?

–No digas eso…

–Es verdad, querida, y deseo mucho recuperar ese libro, pasar sus frágiles páginas y leer que el amor supera cualquier gloria o tragedia…

La voz se le entrecortó otra vez y Talia se mordió el labio inferior mientras el remordimiento se adueñaba de ella. ¿Cómo podía plantearse siquiera la posibilidad de negarle esa petición a su abuelo y todo por un miedo egoísta? ¿Cómo podía negarle algo a Giovanni, su nonno, quien se había ocupado de ella desde que era una niña, quien había sido su padre y su madre a la vez y había vivido con ella durante los últimos siete años aceptando sus limitaciones y sin dejar de quererla?

–Lo intentaré, nonno.

Giovanni se inclinó hacia delante y puso su huesuda mano encima de la de ella.

–Sé que lo harás, querida, se qué lo intentarás por todos los medios, y lo conseguirás.

 

 

–Hay una mujer más, señor Mena.

Angelos Mena levantó la mirada de la mesa y del montón de currículos que había descartado. Ninguna de las mujeres que había entrevistado esa tarde había sido ni remotamente apta para el puesto. En realidad, sospechaba que habían estado más interesadas en arrimarse a él que en conocer a su hija Sofia, como había pasado con las tres últimas niñeras. Apretó los labios con fastidio y se pasó una mano por el pelo.

–¿Otra? No debería haber más –él dio un golpecito al montón de papeles–. No tengo más currículos.

Eleni, su secretaria, extendió las manos con impotencia.

–Lleva varias horas esperando y dice que tiene que verlo.

–Al menos, es tenaz –él se levantó de la mesa–. Dile que pase.

Eleni chocó los tacones y abandonó el despacho. Angelos fue hasta el ventanal con vistas de Atenas. La tensión le agarrotó los músculos de los hombros e hizo que le palpitaran las sienes. Lo que peor le venía en ese momento era que su niñera nueva hubiera retrasado seis semanas su entrada a trabajar. Encontrar una sustituta provisional y aceptable era una complicación que no le hacía gracia, y menos cuando ese mismo día había entrevistado a una docena y ninguna le había parecido adecuada. Algunas habían tenido experiencia, pero, cuando había llamado a Sofia para comprobar si su hija las aceptaba, ella se había resistido a los intentos de las mujeres de ganarse su amistad. Hasta él se había dado cuenta de lo falsos que eran. Se había dado cuenta de que algunas no habían querido mirar a Sofia y de que otras la habían mirado fijamente. Las dos reacciones habían hecho que su hija se acobardara por la vergüenza y esa injusticia había hecho que se pusiera furioso. Su hija no tenía que avergonzarse de nada, y él tampoco.

–Señor Menos…

Angelos se dio la vuelta y vio a una joven esbelta en la puerta. Parecía pálida pero decidida, tenía despeinado el pelo castaño claro y el vestido rosa y vaporoso irremediablemente arrugado. Él frunció el ceño al ver su desaliño. Evidentemente, ella no se vestía para impresionar.

–¿Usted es…? –preguntó él en un tono intencionadamente seco.

–Lo siento… mmm… signomi… pero no hablo… den… mmm… milau

Ella balbució y se puso roja, lo que iluminó sus ojos color avellana en el rostro pecoso y ovalado.

–¿No habla griego? –terminó Angelos en un inglés impecable–. Sin embargo, mi hija solo habla griego. Qué interesante, señorita…

Él arqueó una ceja y sonrió con frialdad. No tenía tiempo para dedicárselo a otra candidata completamente inepta y lo mejor era deshacerse de ella lo antes posible.

–Señorita Natalia di Sione –la mujer se puso muy recta y sus ojos castaños verdosos dejaron escapar un destello que sorprendió a Angelos. Esa mujer tenía carácter–. Además, su hija habla un poco de inglés, si se refiere a la chica que lleva toda la tarde sentada fuera del despacho.

–¿Ha estado hablando con ella? –preguntó Angelos frunciendo el ceño.

–Sí. ¿No debería haberlo hecho?

Ella lo miró con indecisión y se mojó los labios con la punta de la lengua. Angelos captó el gesto y sintió una tensión por dentro que sofocó implacablemente mientras daba un golpecito en el montón de currículos.

–No me ha entregado su currículum, señorita Di Sione.

–¿Mi currículum? –preguntó ella como si no supiera de qué estaban hablándole.

Él notó que la impaciencia aumentaba. Evidentemente, era inepta y no tenía la más mínima preparación. Era un cambio en comparación con lo impecables que habían sido algunas de las candidatas anteriores, pero era irritante en cualquier caso.

–Me temo que no puedo dedicarle más tiempo, señorita Di Sione. Es completamente inadecuada para el puesto.

–El puesto…

Ella se quedó completamente atónita y arrugó la frente. Él rodeó la mesa y se dirigió hacia la puerta. Cuando pasó al lado de ella, percibió un olor limpio y sencillo, quizá fuese a almendras. Tomó el picaporte.

–Gracias por su tiempo, señorita Di Sione, pero preferiría que no malgastara el mío.

–Pero si ni siquiera he hablado con usted todavía.

Ella se dio la vuelta para mirarlo y se pasó el pelo por detrás de las orejas. Él se fijó en los largos mechones de color castaño dorado y en las orejas pequeñas y perfectamente formadas. ¡Estaba fijándose en sus orejas! ¿Podía saberse qué le pasaba? Desvió la mirada hacia los hombros, que ella había echado hacia atrás, y entonces se fijó en su cuerpo esbelto y con unas curvas delicadas. Volvió a subir la mirada a su rostro y la mantuvo ahí.

–Ya he sacado suficientes conclusiones de nuestra breve conversación. No tiene currículum, lleva un vestido arrugado para una entrevista de trabajo…

–Acabo de bajarme de un avión –le interrumpió ella con los ojos como platos–. Una entrevista de trabajo…

–Ha venido para ser la niñera provisional…

–¿La niñera de su hija?

–¿De quién si no? –explotó Angelos mientras ella asentía precipitadamente con la cabeza.

–Claro, claro. Le pido disculpas por no tener el currículum –ella volvió a pasarse la lengua por los labios y Angelos miró hacia otro lado–. Acabo de enterarme de que… había este puesto. ¿Podría…? ¿Podría decirme qué conlleva exactamente?

Él frunció el ceño. Tenía que descartarla porque sabía que era completamente inepta, pero había algo en su mirada y en la rigidez de su espalda que le hizo vacilar.

–Se ocuparía de mi hija de ocho años, Sofia. La niñera que contraté tiene que cuidar a su madre enferma y no puede empezar hasta finales de agosto. Por eso, necesito una sustituta durante seis semanas. Lo decía todo en el anuncio…

Ella asintió lentamente con la cabeza y mirándolo con esos ojos color avellana e inquietantemente nítidos.

–Sí, claro, ahora lo recuerdo.

Él resopló con impaciencia.

–¿Tiene alguna experiencia cuidando niños, señorita Di Sione?

–Llámeme Talia, por favor. La respuesta es: no.

–¿Ninguna? –preguntó él mirándola con incredulidad.

Ella sacudió la cabeza y el pelo ondulado volvió a caerle por la cara. Entonces, se lo pasó por detrás de las orejas con una sonrisa casi maliciosa. Angelos notó que le bullía la sangre de indignación. ¡Tenía la insolencia de pedir una entrevista sin la más mínima experiencia!

–Como intuí en cuanto entró en este despacho, está malgastando mi tiempo.

Talia di Sione parpadeó y se encogió un poco por su tono, pero Angelos no sintió compasión. ¿Para qué se había presentado esa mujer allí? No tenía ni currículum ni experiencia, no tenía ninguna posibilidad y tenía que haberlo sabido.

–A lo mejor debería preguntarle a su hija si he malgastado el tiempo de ella.

 

 

Talia vio que las pupilas de Angelos Mena dejaban escapar un destello y que apretaba los labios. Desprendía oleadas de impaciencia y de aversión, y de algo más. Algo desasosegante, como una fuerza magnética que hacía que se diera cuenta de lo peligroso que podía ser ese hombre. Sin embargo, no se sentía amenazada a pesar de todo lo que había pasado ese día y que la había dejado en carne viva sentimentalmente y agotada físicamente.

Angelos cruzó los brazos y la tela del traje se tensó por los impresionantes bíceps. Si no tuviese un aspecto tan hosco, Angelos Mena la habría parecido un hombre atractivo. En realidad, lo habría considerado impresionante, sexy y muy viril. Su cuerpo, alto y poderoso, estaba cubierto por un traje que parecía muy caro y los eslabones de plata y oro de un reloj exclusivo brillaban en una de sus poderosas muñecas. El pelo, moreno y muy corto, enmarcaba un rostro cincelado con unas cejas rectas y unos ojos marrones que había estado mirándola como ascuas durante toda esa desafortunada entrevista. Aunque ella no había esperado que la entrevistaran, claro. Había estado esperando durante cuatro horas fuera del despacho de Angelos Mena con la esperanza de poder preguntarle por Il Libro d’Amore. Había pasado cuatro agotadoras semanas investigando para encontrar la pista que la había llevado hasta el hombre que tenía delante, y todavía no estaba segura de que él lo tuviera. Había llamado varias veces a Mena Consultancy, pero no había podido hablar con él. Le había dejado algunos mensajes, un tanto ambiguos, con su secretaria, pero quería explicarle lo que estaba buscando en una conversación cara a cara. Sin embargo, a juzgar por la actitud de Angelos Mena en ese momento, le parecía que no había recibido ninguno de ellos. Su nombre no le sonaba de nada y había tardado diez segundos en presencia de ese hombre para darse cuenta de que una conversación no le llevaría muy lejos. Sin embargo, ¿iba a intentar que la contratara como niñera de su hija?

–Iré a por ella.

Angelos salió del despacho y Talia se dejó caer en una de las sillas que había delante de la mesa. Le temblaban las piernas y sentía palpitaciones en la cabeza. Había agotado todos sus recursos físicos y mentales para llegar hasta allí. Había pasado nueve horas en un avión, sudando y temblando todo el rato, había deambulado por las bulliciosas calles de Atenas, había dado un respingo cada vez que alguien le había rozado un hombro y había intentado contener los recuerdos en los que nunca se permitía pensar, los recuerdos que podían atenazarle la garganta y hacer que el corazón se le desbocara por el pánico.

Había sido completamente agotador, pero, aun así, se levantó y fue hasta el ventanal. A lo lejos se veían las ruinas de la Acrópolis bajo un implacable cielo azul. Era una vista tan poderosa que hacía que se sintiera sobrecogida y emocionada. Durante un segundo, recordó lo que sintió cuando tenía dieciocho años y estaba repleta de vigor y esperanza, cuando todo el mundo se extendía delante de ella, cuando todo era una aventura cautivadora…

–Señorita Di Sione…

Talia se dio media vuelta y se sonrojó ante la mirada de censura de Angelos Mena. ¿No debería haber mirado por el ventanal? Ese hombre estaba muy tenso.

–Aquí está Sofia.

–Sí, claro.

Talia se acercó a la niña, que parpadeó detrás de las gafas. El pelo, ondulado y oscuro, enmarcaba un precioso rostro ovalado, aunque casi toda la mejilla derecha estaba cubierta por la carne rosada y arrugada de una cicatriz. Mientras esperaba afuera, se había dado cuenta de que la niña dejaba que le cayera el pelo por delante de la cara para esconderla y se le había encogido el corazón porque ella también sabía lo que era vivir con cicatrices, aunque las de ella eran invisibles.

–Hola, Sofia –la saludó con una sonrisa.

La niña, como antes, inclinó la cabeza hacia delante para que el pelo le tapara la cara. Angelos frunció el ceño. Talia pasó por alto el ceño fruncido y se preguntó qué sentía su hija. Había observado disimuladamente a Sofia mientras esperaba a que Angelos la recibiera y había visto que la niña miraba con detenimiento a cada mujer que entraba en el despacho y que se le hundían los hombros cuando volvían a salir, generalmente, molestas, abochornadas o las dos cosas a la vez. Sofia había entrado un par de veces en el despacho y ella había visto que su cuerpecito le temblaba y que se agarraba las manos, con los nudillos blancos y huesudos.

Después de esperar durante una hora, había intentado hacerse amiga de ella. Le había enseñado el bloc y los lápices de colores que siempre llevaba en el bolso y, para pasar el rato, había dibujado un rápido esbozo de una de las mujeres que estaban esperando. Había exagerado la cara para que fuese una caricatura, pero reconocible. Cuando Sofia reconoció a la mujer de nariz ganchuda y ojos protuberantes que tenía las manos como garras sobre unas caderas huesudas, dejó escapar una leve carcajada antes de taparse la boca con una mano y una expresión de pánico. Ella le había sonreído con complicidad para tranquilizarla y Sofia se había relajado, había bajado la mano y le había acercado el bloc para, en silencio, pedirle que hiciera otro dibujo, y ella lo había hecho. Así habían pasado una agradable hora. Talia dibujó a todas las mujeres que pudo recordar antes de darle los lápices a Sofia y animarla a que dibujara algo. Sofia había dibujado una puesta de sol, una franja de arena y una mancha de agua azul.

–Precioso –había murmurado Talia.

Spiti –había comentado la niña antes de traducirlo cuando Talia se quedó con cara de no haber entendido–. Mi casa.

–Sofia…

Angelos la llamó en un tono más firme, apoyó una mano en el hombro de su hija y le habló en griego.

Yassou –replicó la niña mirándolo.

Él volvió a hablar en griego y miró a Talia con los ojos entrecerrados.

–Estoy diciéndole que usted no habla griego.

–No se preocupe –replicó Talia en tono desenfadado–. Ya lo sabe. Llevamos casi toda la tarde hablando por señas y nos hemos entendido. Además, Sofia sabe más inglés del que se imagina, señor Mena.

Kyrie Mena –le corrigió él.

Ella asintió con la cabeza y consiguió no poner los ojos en blanco.

Kyrie –repitió ella.

Sin embargo, no hizo falta que Angelos Mena hiciera una mueca de espanto para saber que la pronunciación había sido espeluznante. Él volvió a hablar en griego a su hija y ella replicó algo. Aunque Talia no entendía lo que estaban diciendo, sí notaba la disconformidad de Angelos y el nerviosismo de Sofia. Ella intentó sonreír aunque el agotamiento volvió a hacer mella en ella. ¿Qué estaba haciendo allí? Había ido para encontrar el preciado libro de su abuelo, no para aspirar a un puesto de niñera. Si tenía un mínimo de buen juicio, acabaría con esa farsa antes de que llegara más lejos y le explicaría a Angelos Mena por qué estaba allí. Entonces, con toda certeza, él la expulsaría de una patada y cualquier posibilidad de recuperar el libro de Giovanni habría desaparecido para siempre.

Angelos estaba hablando otra vez en griego con Sofia y ella podía notar que se le nublaba la vista a medida que el dolor de cabeza que había estado rondando amenazaba con dominarla. Hacía calor en la habitación, el ambiente era denso y las piernas empezaban a temblarle.

–Le importa… –murmuró ella mientras se dejaba caer en una silla con la cabeza entre las manos.

–¡Señorita Di Sione! –Angelos dejó de hablar con su hija–. ¿Se encuentra mal?

Talia tomó una bocanada de aire y la cabeza empezó a darle vueltas.

–Señorita di Sione…

–Talia –le corrigió ella–. Sí, me encuentro mal, creo que voy a desmayarme.