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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Judy Russell Christenberry

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mayor alegría, n.º 2088 - noviembre 2017

Título original: The Rancher Takes a Family

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-481-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SABES QUE tenemos que hacer algo, ¿verdad, John?

John Richey miró a su hombre de confianza, Bill Hobbs, y suspiró.

–Ya lo sé, Bill. Pero he estado dándole vueltas y no saco otra conclusión que intentar hacer las cosas lo mejor que pueda y ya está, dadas las circunstancias.

A pesar de sus preocupaciones, sonrió a su pequeña hija mientras le quitaba el biberón de la boca. Ella le devolvió una sonrisa de satisfacción que valoraba más que todo el oro del mundo.

–Estamos arriesgando mucho quedándonos sólo tú, Mikey, Jess y yo trabajando en el rancho. Sobre todo, ahora que tú y yo sólo trabajamos a tiempo parcial para poder cuidar de ella –insistió Bill–. No te estás centrando, John. Y yo tengo la solución al problema.

Levantó la vista. No era la primera vez que tenían esa discusión, pero era la primera vez que Bill aseguraba haber dado con la solución.

–¿Qué quieres decir con que tienes la solución? ¿De qué se trata?

–No te va a gustar.

–No eres muy positivo –repuso John levantando las cejas.

–Es que sé que no te va a gustar, pero es la única solución. Ayudará a alguien más y acabará con tus problemas.

–¿Y has estado reservándote esa milagrosa solución toda para ti hasta verme completamente desesperado? Estoy empezando a mosquearme, Bill.

–Te diré lo que es si prometes escucharme con atención.

–Vale, lo prometo –dijo colocando el bebé en su hombro.

Dio golpecitos en la espalda de su hija de nueve meses hasta que ésta eructó.

–Buena chica –le dijo.

–Recuerda que has prometido escuchar mis razones.

–Prometido –repitió John con aprensión.

Algo le decía que no le iba a gustar la idea de Bill.

–Tienes que casarte de nuevo.

John se giró para mirarlo.

–¡Estás loco! ¡Ni hablar!

Se puso en pie, con Betsy en sus brazos, y se dispuso a salir de la habitación.

–Has prometido que me escucharías –le recordó Bill.

 

 

–¿Qué tipo de trabajo es, tío Bill? –le preguntó Debra Williams antes de subir al camión.

Había tenido un día de lo más agitado. Andy había subido a un avión por primera vez, de hecho también había sido el primer vuelo para ella. El viaje en tierra firme hacia Westlake, en Wyoming, estaba siendo también bastante movido por culpa del mal estado de la carretera.

Pero eso no la preocupaba. Su vida había sido difícil y ella era una superviviente, siempre lo había sido. Pero quería algo más, quería empezar una nueva vida. Llevaba demasiado tiempo esperando su oportunidad.

Había tenido que dejar pasar su sueño de ser profesora cuando descubrió, durante su último curso en el instituto, que estaba embarazada. El padre murió antes de que naciera el niño y ella tuvo que enfrentarse sola a toda la situación. Había sido muy duro.

Así que cuando su tío Bill la había llamado para decirle que tenía un buen trabajo para ella, en el que podía tener a su hijo a su lado, no se lo pensó mucho y aceptó. No había visto a su tío desde que tenía seis años. No tenía ni idea de cuánto sabía de su vida. Su madre y él se escribían de vez en cuando, pero eso era todo.

A Debra le había sorprendido gratamente ver que su madre le suplicaba que no se fuera con Andy, pero no dejó que esa conducta, tan poco común en su progenitora, la hiciera cambiar de opinión. Necesitaba estar segura de que estaba tomando la decisión adecuada y saber que lo que hacía era lo mejor para ella y su hijo.

Le había hecho un par de preguntas, pero su tío Bill no quiso contestarle. Esperó hasta que el pequeño de tres años se quedara dormido para interrogarlo de nuevo.

–Sabes que no estoy preparada para muchos trabajos. Iba a volver a estudiar este otoño, pero como me aseguraste que este puesto era estupendo… –le dijo.

–Lo es, cariño, y te permitirá estar en casa con Andy. Eso es lo que quieres, ¿no?

–Sabes que sí, tío Bill, pero no hay muchos trabajos que lo permitan. ¿Qué tengo que hacer?

–Cosas que sabes hacer. Como cocinar, limpiar, cuidar de los niños…

–Entonces, ¿es un trabajo de asistenta?

–Sí, eso es. El caso es que no puedo seguir enviándote dinero, Debra.

–¿Enviándome dinero? ¿Qué dices?

Él se volvió para mirarla.

–He estado mandándole dinero a tu madre cada mes. Ella me prometió que te lo estaba dando.

Debra apartó la mirada. Era demasiado doloroso saber que su madre la había traicionado.

Nunca se habían llevado bien. Su padre había muerto cuando tenía nueve años y, desde entonces, su madre se había encerrado en sí misma, así que Debra casi se había criado sola. Pero, aun así, no podía creerse que se hubiera quedado con dinero que le pertenecía a ella.

–Supongo que se le olvidó –respondió después de un momento.

–¡Maldición! –exclamó él golpeando el volante–. Debería habérmelo imaginado. Eileen siempre fue… Bueno, no importa. Las cosas irán mejor ahora.

–Eso espero –repuso ella–. Trabajaré duro. Y será genial tener a Andy conmigo todo el día.

Ahora entendía por qué su madre no quería que se fuese. La avaricia era el motivo de su fingida preocupación. Nada había cambiado. Le dolía darse cuenta de la verdad. Había albergado un rayo de esperanza de pensar que quizá, después de todo, hubiera juzgado mal a su madre.

–Así que haré de asistenta –dijo intentando reponerse–. ¿Cuántas personas forman la familia para la que voy a trabajar? ¿Tienen niños con los que Andy pueda jugar?

–Se trata de un viudo y de su pequeña –murmuró Bill.

–¿Hay algo raro en este trabajo, tío Bill?

Había algo en la voz de su tío que le extrañaba. Y, había aprendido por la fuerza que en la vida no todo era color de rosa. Miró a su hijo, dormido en el asiento de atrás. Estaba dispuesta a defenderlo de todo mal.

–Cariño, tienes que saber que quiero lo mejor para ti.

Tenía una sensación enfermiza en el estómago. Había puesto todas sus esperanzas en ese trabajo y en su tío. Estaba segura de que podía confiar en él, al menos eso esperaba. No podía volver a Kansas City, no quería tener que volver a vivir con su madre y trabajar de cocinera en un restaurante, trabajo para el que se tenía que levantar a las cuatro y media cada día. Se sentía una vieja con sólo veintidós años.

–No me importa trabajar duro, tío Bill.

–Me alegro, porque tendrás que hacerlo –dijo con una sonrisa que hizo que se relajara un poco.

Su tío era aún un hombre guapo, alto y fuerte. No tenía ni una cana en su castaña cabellera. Estaba tal y como lo recordaba.

Llevaban decenas de kilómetros sin pasar más que ranchos cuando de pronto vio un pueblo frente a ellos. Vislumbró una cuantas tiendas, una cafetería y un pequeño banco.

–¿Es esto Westlake?

Sin contestarle, su tío se detuvo frente al único otro edificio del pueblo que era fácilmente identificable, la iglesia.

–Verás, Debbie… Hay algo que no te he dicho sobre el trabajo…

 

 

John oyó cómo se abría la puerta trasera de la iglesia. Estaba sentado en el primer banco, con Betsy sobre su regazo y esperando. Miró sobre su hombro, iba a recordar siempre ese día. Era dos de marzo. Su segunda boda. Un fracaso garantizado.

Bill estaba discutiendo con su sobrina, quizá esperara un arreglo mejor. Su primera mujer le había enseñado bien. Si ésta no quería lo que le estaba ofreciendo, se apañaría sin ella.

De hecho, estaba convencido de que era una idea estúpida. Se puso en pie, listo para salir de la iglesia. Sólo un loco habría sucumbido a los planes de Bill y él no estaba loco. El problema era que, para salir de allí, tenía que pasar al lado de Bill y su sobrina y no quería tener que hacerlo.

De repente se dio cuenta de que la mujer llevaba en brazos a su hijo. El niño era lo único que le había gustado del acuerdo. No hubiera cambiado a Betsy por nada del mundo. Y, aunque en principio había querido tener un niño, su hija lo había enamorado en dos segundos. Pero le hubiera gustado tener un niño en el rancho porque nunca iba a tener uno propio.

Oyó más ruido al fondo de la iglesia y miró de nuevo. Bill y su sobrina caminaban hacia el altar. Parecía que la había convencido, después de todo. Era demasiado tarde para escapar.

–John… –comenzó Bill con voz nerviosa–. Ésta es Debra Williams, mi sobrina, y su hijo Andy.

–Hola –saludó John. Sabía que debería sonreír pero no podía.

«Es una locura, es una locura», repetía en su cabeza.

Se abrió la puerta de la iglesia de nuevo y apareció el amable rostro del reverendo Tony Jackson. Se acercó a ellos por el pasillo con la gran sonrisa del pastor que pensaba que estaba a punto de casar a dos enamorados, de unirlos en santo matrimonio.

–¡Vaya, vaya! Aquí está la feliz pareja. John, preséntame a tu preciosa novia –le dijo.

–Reverendo Jackson, ésta es Debra Williams, la sobrina de Bill –contestó John carraspeando.

–Encantado de conocerte –le dijo él–. Y ahora, si me acompañáis al altar, por favor –añadió mirando a los niños–. Bill, ¿podrías encargarte de los pequeños?

–Por supuesto, reverendo. Me sentaré aquí, en el primer banco. Después de todo, también hago las funciones de testigo –dijo tomando a Betsy de los brazos de su padre y dándole la mano al niño en cuanto su madre lo dejó en el suelo.

John frunció el ceño. Odiaba todo eso. Después de su primer matrimonio, había jurado no volver a casarse y no permitir que ninguna mujer volviera a tener poder sobre él. No iba a dejar que esa vulnerabilidad fuera parte de ese matrimonio. Ya se lo había dicho a Bill.

Miró a la que iba a ser su esposa. Tenía el pelo castaño, la piel muy blanca y los ojos grises y vulnerables… Pero interrumpió sus pensamientos antes de que siguieran por ese camino, se convenció de que no le importaba cómo fuera, aquello sólo era un contrato. La necesitaba para que trabajara en el rancho. Eso era todo. No quería una esposa.

–Queridos todos, nos reunimos aquí hoy para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio –comenzó el reverendo Jackson.

John apretó los labios, intentando ignorar todas las mentiras incluidas en las palabras que acababa de enunciar el clérigo. Se sentía deshonesto y no le resultaba fácil. Antes de que se diera cuenta, el reverendo había pronunciado las sentenciosas palabras.

–Os declaro marido y mujer.

Por fortuna, John reaccionó a tiempo y dijo lo que le pareció más apropiado.

–Gracias, reverendo. Nos encantaría que viniese a cenar un día, después de que pase la época de los alumbramientos del ganado –le dijo mientras dejaba un sobre en su mano y se volvía hacia Bill para recoger a su pequeña.

Mientras tomaba a Betsy, el niño lo miró.

–¿Eres un vaquero? –le preguntó tímidamente.

Le sorprendió la pregunta. Miró el traje azul que llevaba ese día. Lo había comprado tres años atrás, para el funeral de su padre. No le traía buenos recuerdos. Era mejor no pensar en ello.

–Sí –le contestó–. Soy un vaquero.

–Ahora no, por favor, Andy –susurró la mujer.

–¿Vas a llevarlos tú al rancho? –le preguntó a Bill–. Os veo allí.

Salió de la iglesia con su hija en brazos sin esperar a que Bill contestara.

 

 

Debra lo observó mientras salía del templo. Era un hombre atractivo de casi treinta años, alto y musculoso. Tenía los ojos azules como el mar. El tipo de hombre con el que toda mujer soñaría casarse. Claro que ella sabía que las apariencias no importaban. Su primer marido también había sido guapo y de nada le había servido. Y John Richey tampoco parecía dispuesto a ser un buen marido.

–Me dijiste que él estaba de acuerdo con el arreglo, que sería un padre para Andy, ¡que agradecía mucho lo que estaba haciendo! –exclamó mirando a su tío.

–Debra, no te disgustes. Al menos no enfrente del niño –le dijo él.

–Me has mentido, tío Bill –susurró ella con furia–. Me has engañado para que viniera.

–No es así, Debra. Lo juro. Lo que pasa es que John está enfadado por la idea de tener que casarse de nuevo. Después de todo, es un viudo. Necesita tiempo y no lo tiene. En esta época es cuando nacen los terneros y necesitamos a alguien que cuide de Betsy, cocine y limpie. Estamos en el campo con el ganado casi quince horas al día. Por eso te necesitamos.

–Entonces, ¿por qué no me contrató simplemente como asistenta? –preguntó ella suspirando.

–Porque no tiene dinero. Se imaginó que nadie trabajaría a menos que pudiera prometerle algo.

–¡Tío Bill, me has engañado! Si pudiera me volvería a casa ahora mismo.

–¿Regresarías con Andy a ese pequeño piso cuando puedes tener un fabuloso hogar aquí? ¿Donde puede tener un sitio donde jugar y tenerte alrededor todo el día? ¡Vamos, Debra! Eres una buena madre. Y piensa en la pequeña, criada por dos vaqueros. No sabemos nada de bebés.

–¡Déjalo ya, tío Bill! Ya está hecho. Llévame a mi nueva casa y a mi gran oportunidad de futuro –repuso ella con ironía mientras dejaba escapar un gran suspiro.

Bill los llevó hasta el camión. Se alejaron de allí, dejando atrás el pueblo.

–Pensé que John y tú os podíais echar una mano. Lo que pasa es que lleva mal lo de casarse, pero se hará a la idea si le das un poco de tiempo.

–¿Qué remedio me queda?

Continuaron su camino en silencio hasta que Bill detuvo el camión frente a una preciosa casa. Debra la miró atónita. Después de que le dijera que el hombre no tenía dinero para pagarla, esperaba encontrarse con una pequeña cabaña de madera.

Pero lo que tenía delante era una gran casa de dos plantas, con amplios ventanales y un acogedor porche. Estaba rodeada de árboles y de un agradable jardín. No podía creerse que aquél fuera a ser su hogar. Se giró para mirar a su tío.

–¿En serio vive aquí?

–Así es. Rodeado de los lujos que le exigía su primera esposa –agregó misteriosamente.

–¿Cómo la conoció?

–En un rodeo en Cheyenne. El padre de John acababa de morir y estaba perdido, necesitaba tener a alguien a su lado. Tras su boda, ella insistió en comprarse una nueva casa, un nuevo coche, joyas, lo quería todo. Él estaba enamorado e intentaba darle todo lo que podía. Sobre todo tras enterarse de que estaba embarazada.

–Y después murió… –añadió Debra en un susurro.

–Sí, pero antes se había largado con un hombre que prometió convertirla en una estrella de Hollywood. Dejó a su bebé de dos meses detrás sin pensárselo ni un momento –le dijo Bill sin poder ocultar su rabia–. Cuando volvimos esa tarde, oímos a Betsy llorar desconsoladamente. Estaba mojada y muerta de hambre. No sabíamos lo que había ocurrido. John casi se vuelve loco, hasta que llamó la policía para informar de un accidente en la autopista…

Debra lo miró atónita.

–John se quedó destrozado. Y se habría vuelto loco de no ser por la niña. Ella lo necesitaba.

–Ahora lo entiendo –dijo Debra despacio–. John y yo tenemos más en común de lo que pensaba.

Su marido, que se había casado con ella sólo porque se había quedado embarazada, renunció a su matrimonio y a su trabajo antes de que ella terminara el instituto. Decidió cambiar de carrera profesional y dedicarse al mercadeo de drogas. Lo encontraron muerto dos semanas después.

–Lo sé, vamos dentro –le dijo su tío dándole la mano.

La casa era tan bonita por dentro como por fuera. Casi. El interior no tenía nada de malo, nada que algo de limpieza no consiguiera mejorar. Debra miró el salón. Había tres sofás de piel colocados alrededor de una gran chimenea. Esa única habitación era más grande que todo el apartamento de su madre.

John entró con un papel en la mano.

–Éste es el horario de Betsy. Elige un dormitorio de los de arriba, el que prefieras. Pero no te metas en el que hay en esta planta, es el mío. La cena debe estar lista entre las siete y las ocho. Habrá cuatro personas a la mesa además de los niños y tú –le dijo con voz calmada pero retadora–. El cuarto de la plancha con la lavadora y la secadora está ahí –añadió señalando la parte trasera de la casa–. Esperamos que te puedas encargar de todo eso.

–John… –interrumpió Bill.

–Te veo luego en el establo, Bill –le dijo él sin escucharlo y saliendo de allí.

Debra esperó a que se fuera para mirar a su tío.

–No pasa nada, tío Bill. Ya te dije que iba a trabajar duro. Y me doy cuenta de que los dos estamos metidos en una situación que no podemos cambiar –le aseguró levantando la barbilla y mirando a su alrededor–. ¿Es éste un rancho muy grande?