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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El último regalo, n.º 1302 - julio 2016

Título original: Fortune’s Secret Daughter

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8729-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

The Texas Tattler

Lista de personajes

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

The Texas Tattler

 

Lluvia de hombres…

 

Señoritas, hagan su equipaje y no olviden los abrigos. Siempre hemos oído que los hombres de Alaska se mueren por un poco de compañía femenina que les caliente las largas y frías noches invernales. Pues parece que ahora esos hombres están cayendo del cielo… ¡literalmente!

Al menos es así como Holly Douglas, la heredera de los Fortune, conoció al piloto Guy Blackwolf. Parece que la familia Fortune contrató a este piloto para que fuera en busca de la reacia heredera y la trajera a Red Rock. Pero su hidroavión se metió en una tormenta y se estrelló en un lago. Por suerte, Holly estaba cerca para ayudarlo y, a juzgar por el aspecto de Guy, tuvo que dedicarle cariñosos cuidados durante su larga recuperación. Guy insiste en que todas sus heridas han sanado, pero aún parecía un poco aturdido cuando The Tattler lo entrevistó.

¿Fue la Madre Naturaleza… o fue una fuerza mucho más poderosa la que sacudió a este piloto?

Lista de personajes

 

Holly Douglas: 

Había creído estar lo más lejos posible de la familia Fortune y del polvoriento parking de caravanas de Texas donde había crecido. Pero el destino y un apuesto desconocido al que acababa de rescatar de un accidente tenían sus propios propósitos.

Guy Blackwolf: 

Fuerte y robusto como un roble, este piloto aún tenía que conocer a una mujer que pudiera sacar lo mejor de él. Y entonces se encontró de cara con la Madre Naturaleza… ¡y con Holly Douglas!

Jonas Goodfellow: 

Los Fortune habían abierto sus puertas a este heredero perdido, pero ¿acaso éste había pagado su hospitalidad envenenando al cabeza de familia?

Capítulo Uno

 

La tormenta azotaba al pequeño hidroavión como si fuera un insignificante mosquito. Los truenos retumbaban sin cesar y el viento hacía balancear peligrosamente las alas. En una violenta sacudida, el morro del avión se inclinó hacia abajo, y el aparato empezó a descender casi en picado mientras el piloto maldecía e intentaba mantener el control.

–Vamos, pequeña, quédate conmigo –masculló Guy Blackwolf entre dientes–. Hemos pasado por situaciones peores.

Un relámpago estalló a menos de diez metros del ala izquierda del avión, cegando a Guy por unos segundos. Parpadeó furioso y, agarrando con fuerza los mandos, consiguió enderezar el morro.

–Eso es, tranquila… –dijo, como si le estuviera hablando a una amante–. Ésta es mi chica.

Sabía que estaba cerca de su destino. Podía ver las copas de los árboles a unos treinta pies, y según sus instrumentos de vuelo, Twin Pines Lake estaba a cien metros. Dos minutos más y estaría sano y salvo.

Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Le debía un favor a un amigo, y no iba a permitir que nada, ni siquiera una horrible tormenta en Alaska, lo apartara de su objetivo. Las fuerzas de la naturaleza podían ser un duro obstáculo, pero Guy Blackwolf tenía una mujer que conocer.

Las nubes se abrieron como las garras de una bestia gigante y engulleron al avión y al piloto. El aparato volvió a sufrir una brusca sacudida y los mandos vibraron violentamente, pero Guy los mantuvo firmes. Sólo cincuenta metros más…

Soltó un grito de victoria cuando salió de los negros nubarrones y vio el lago a sus pies. Vio también el Land Rover azul aparcado junto a la orilla norte, y supo que la mujer lo estaba esperando. Bueno, en realidad Holly Douglas no lo estaba esperando a él, pensó Guy con una sonrisa. Ella creía que únicamente le llevaba la mercancía, y él había dejado que pensara eso hasta poder evaluar la situación. A ella no iba a gustarle, pero, cuando fuera el momento, tendría que decirle quién era él y por qué había ido a buscarla.

Vio a la mujer de pie en la orilla, pero no consiguió distinguir sus rasgos ni ver su pelo bajo el impermeable que llevaba. Bueno, pronto la vería bien, pensó mientras descendía.

De repente, una explosión sacudió la cola del avión. La cabina se llenó de humo y del insoportable hedor a metal quemado. Guy lanzó una maldición y luchó frenéticamente con los mandos, pero el aparato estaba cayendo sin remedio.

Iba a estrellarse y no había nada que pudiera hacer.

 

 

Holly Douglas escudriñó el cielo por encima de las copas de los árboles intentando ver el avión al que oía acercarse, pero no vio nada. La tormenta había estallado de repente, una de esas tormentas veraniegas lo bastante frecuentes para mantener el verdor de la tierra y el nivel del lago, pero que no podían retrasar a nadie que viviera allí. Ninguno de los mil doscientos habitantes de Twin Pines Lake necesitaba ir más despacio. La vida transcurría allí a su propio ritmo, lento y constante.

 

 

Al oír el avión aproximándose, Holly frunció el ceño. La lluvia arreciaba con fuerza, calando su reluciente impermeable amarillo. Puso una mueca al ver el relámpago que iluminó el cielo por el sur y volvió a fruncir el ceño. Definitivamente, aquél no era un día para volar. Los pedidos especiales llegaban cada dos semanas a bordo de los hidroaviones de Pelican Pilots, una empresa con sede en Seattle que Holly había estado usando desde que compró la tienda tres años antes. Conocía a todos los pilotos por sus nombres.

De repente el avión salió de las nubes cayendo en espiral. El motor renqueaba y por la cola salía humo. El aparato se elevó un poco y luego volvió a descender, dirigiéndose hacia el lago. Horrorizada, Holly observó cómo el piloto conseguía elevar el morro en el último momento, pero no lo bastante como para evitar la colisión. Un chirrido metálico cortó el aire cuando el avión rebotó en la superficie del lago y se detuvo a seis metros de la orilla.

Con el corazón desbocado, Holly se quitó a toda prisa el impermeable y las botas y se zambulló en el lago. Ahogó un gemido al sentir el agua helada, pero consiguió alcanzar el avión en diez poderosas brazadas. Abrió la puerta de la cabina al tiempo que el aparato se escoraba peligrosamente a un costado, amenazando con hundirse y tragarse de paso al piloto.

Su pelo era negro como el carbón, y un mechón le caía sobre la frente, manchada de la sangre que brotaba de un corte en la sien. Aturdido, intentó desabrocharse el cinturón de seguridad, pero sus manos no parecían responder.

–Ya lo tengo –gritó ella. Era difícil hacerse oír entre el ruido del motor y de los truenos.

Él la miró, con unos ojos tan grises como las nubes que cubrían el cielo, mientras ella le desabrochaba el cinturón. Sin mucha delicadeza, lo agarró del cuello de la camisa y lo sacó de la humeante cabina.

–No te muevas –le ordenó cuando él cayó al agua y empezó a agitar débilmente los brazos. Con una mano lo mantuvo fuertemente agarrado por la camisa mientras con la otra nadaba de vuelta a la orilla. El hombre era alto y robusto como un leñador, pero en el agua flotaba como un pedazo de madera.

Unos segundos después, Holly llegó a la orilla y lo arrastró a la ribera cubierta de hierba. Fue una tarea bastante difícil, pues con su ropa mojada y sus pesadas botas, el piloto debía de pesar más de noventa kilos. Jadeando en busca de aire, Holly se arrodilló a su lado.

–¿Está herido? –le preguntó en voz alta.

Él tenía los ojos abiertos, pero tenía la mirada perdida. La sangre le seguía manando del corte en la sien, mezclándose con las gotas de lluvia que le salpicaban el rostro. Holly le pasó las manos por todo el cuerpo, asegurándose de que no tuviera ningún hueso roto o alguna herida grave. Un relámpago rasgó el cielo, a unos veinte metros de distancia.

–Tenemos que meternos en mi coche –le gritó–. ¿Puede andar?

Él asintió débilmente. Intentó apoyarse en un codo. Falló y estuvo a punto de volver a caer, pero ella lo agarró por debajo del brazo y apretó su cuerpo contra el suyo. Entonces él consiguió ponerse de pie y le pasó un brazo por los hombros. Juntos recorrieron los escasos metros que los separaban del coche. Holly abrió la puerta del asiento trasero, lo hizo entrar y lo cubrió con una manta de lana. Ambos estaban tiritando por el frío y la humedad.

–Aguante –le dijo–. Voy a llevarlo al médico.

–Mi avión… –murmuró él. Hizo un esfuerzo por levantarse pero ella se lo impidió.

–Más tarde. Ahora vamos a ocuparnos de usted.

Él murmuró algo ininteligible y se dejó caer en el asiento. Inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos.

Holly se puso al volante, rezando porque las heridas del hombre no precisaran hospitalización urgente. El hospital más cercano estaba a ochenta kilómetros, y con esa tormenta tardarían casi dos horas en llegar.

Arrancó el motor y piso el acelerador, levantando tras sí una lluvia de barro mientras se dirigía de vuelta al pueblo.

 

 

El primer pensamiento que tuvo Guy al despertar fue que había tomado demasiadas copas de Quervo Gold en la cantina de Manny’s la noche anterior. Un martilleo incesante en la cabeza, palpitaciones abrasadoras en los ojos, falta de cooperación de sus extremidades al intentar enderezarse… Todos los síntomas de una noche más en su bar preferido.

Ciertamente, tenía que encontrar una solución para los viernes por la noche. Algo que no requiriese un frasco de aspirinas y tres tazas de café a la mañana siguiente.

–Eh… –se quedó helado al oír el susurro femenino junto a su oreja–, ¿está despierto?

Oh, oh… Nunca había mezclado la bebida del viernes por la noche con las mujeres. Era muy importante tener la cabeza despejada en todo lo que concernía al género femenino. Las palabras podían malinterpretarse y confundirse, y una noche de placer podía convertirse de repente en algo extremadamente complicado. Por eso él siempre tenía cuidado cuando pasaba la noche con una mujer. O, al menos, siempre lo había tenido.

Lenta y cuidadosamente, abrió los ojos.

Le llevó un momento aclarar la visión y distinguir los rasgos de la mujer. Unas cejas delicadas se arqueaban sobre unos ojos del color de la miel, con los iris rodeados por un círculo marrón oscuro. Las pestañas eran largas y espesas, de la misma tonalidad castaña oscura que los cabellos ondulados que le llegaban hasta los hombros. Posó la mirada en su boca y, a pesar del martilleo en la cabeza, no pudo sino admirar aquellos labios anchos y suaves a tan sólo unos centímetros de los suyos. La piel era lisa y pálida, únicamente salpicada de pecas en la perfecta nariz.

Y olía a… ¿desinfectante?

Extrañado, frunció el ceño. Pero, ¿quién era él para discutir con una mujer a la que le gustaba la limpieza? Con suerte, quizá le gustara cocinar también…

No tenía ni idea de quién era ni de dónde había salido, pero, qué demonios, podía haber sido peor. Él siempre había creído que había que sacar lo mejor de cualquier situación, ¿no? Todo lo que tenía que hacer era conseguir que su brazo respondiera las órdenes de su cerebro y agarrarla…

–Señor Blackwolf –dijo ella suavemente, con aquellos bonitos ojos llenos de preocupación–. ¿Cómo se encuentra?

¿Señor Blackwolf? ¿Cómo podía ser tan formal una mujer con la que se hubiera…?

Entonces pasó la vista por la habitación y se dio cuenta de que no estaba en su dormitorio. Ni en el de nadie más. Ni siquiera estaba en una cama. Estaba sobre una especie de mesa acolchada de vinilo. Una camilla. En la consulta de un médico.

Entonces lo recordó todo.

Con su fantasía hecha añicos, cerró los ojos y soltó un gemido.

–Avisaré a Doc.

–No –consiguió pronunciar a través de sus labios resecos–. Espere –volvió a abrir los ojos y la vio dudar–. Mi avión –dijo con voz ronca.

–Quincy lo ha sacado del lago –se acercó a él y lo miró con el ceño fruncido–. De momento, vamos a preocuparnos sólo por usted, ¿de acuerdo?

–Bueno, puesto que estoy vivo y de una sola pieza, no creo que haya mucho de qué preocuparse, ¿no le parece? –se apoyó sobre un codo, poniendo una mueca de dolor, y consiguió sentarse. La habitación empezó a dar vueltas y tuvo que agarrarse al borde de la camilla.

–Habla como un verdadero hombre –dijo ella con una sonrisa, negando con la cabeza–. Cuidado con aporrearse el pecho, Tarzán. Con dos costillas magulladas, puede dolerle un poco.

Maldición. Se frotó el pecho y lo sintió como si un elefante le hubiera bailado un claqué encima. Cuando volvió a enfocar la vista, clavó su mirada en la mujer. La imagen de una mano esbelta desabrochándole el cinturón de seguridad le cruzó la cabeza, la voz de alguien gritándole por encima de los truenos, el contacto de un cuerpo femenino obligándolo a caminar…

Holly Douglas.

Por lo visto, el destino tenía un curioso sentido del humor. Él había ido a cambiar la vida de esa mujer, y ella había acabado salvándole la suya. De no dolerle tanto el pecho, se hubiera echado a reír.

Vio que los extremos de sus cabellos seguían húmedos, aunque su ropa estaba seca. Obviamente, se había cambiado. Entonces bajó la mirada para ver lo que él llevaba puesto. O, mejor dicho, lo que no llevaba puesto. El camisón azul de algodón apenas le cubría los muslos. Y debajo no llevaba nada… Genial. No sólo estaba débil como un gatito indefenso, sino que además estaba prácticamente desnudo. No era el escenario que había imaginado para su primer encuentro.

–Bueno, señorita Douglas, parece que estoy en desventaja. Si es tan amable de traerme mi…

–¿Cómo sabe mi nombre? –fue como si todos sus sentidos se hubieran puesto en alerta. Sus ojos se entrecerraron cortantemente y la sonrisa se desvaneció de sus labios.

Demonios, pensó Guy. No estaba preparado para decirle quién era o por qué estaba allí. Y mucho menos en aquellas circunstancias.

–¿Quién más iba a estar esperando un envío bajo una tormenta sino la persona que lo había encargado? –preguntó, ignorando el dolor que le atravesó los músculos al encogerse de hombros–. Ahora, si no le importa, me gustaría vestirme.

Ella pareció relajarse un poco y se movió hacia una silla que había en un rincón. Guy no pudo dejar de fijarse en cómo los vaqueros se le ceñían al trasero y a sus bien contorneadas piernas, como tampoco había pasado por alto la suave curva de sus pechos bajo el jersey azul marino de cuello alto.

–Su camisa se ha manchado de sangre, y sus pantalones están rasgados –agarró una bolsa de la compra que había debajo de la silla y se la llevó a Guy–. Le he traído algo de ropa de mi tienda. Creo que le estará bien. Pero tendrá que esperar a que Doc le permita volver a hacer ejercicio físico.

–Gracias, correré el riesgo –dijo él, mirando los vaqueros y la camisa azul de franela.

–Le he traído también unos calzoncillos boxer.

Al ver un esbozo de sonrisa en aquellos labios exuberantes, Guy se preguntó si Holly Douglas había supuesto que él vestía calzoncillos boxer o si lo había descubierto de primera mano. Era obvio que alguien lo había desnudado, y puesto que había sido ella quien lo llevó hasta allí…

Decidió que no quería saberlo. Lo único que de momento le interesaba saber era cuándo podría largarse.

–Señorita Douglas… –hizo ademán de ponerse en pie, decidido a vestirse con o sin testigos, pero en cuanto sus pies tocaron las baldosas grises del suelo, las piernas se le torcieron. Ella se apresuró a abrazarlo por la cintura para impedir que cayera.

–Holly… –corrigió, manteniéndolo firme–. Tengo una regla. Todos los hombres a los que saco de aviones en llamas y a los que les llevo ropa interior deben llamarme por mi nombre de pila.

El tacto de sus brazos le pareció delicioso a Guy. Firme, pero cálido y suave, al igual que el tacto de sus pechos. Y ese sutil olor a fresas y a menta que emanaba de sus húmedos cabellos… No pudo menos que deleitarse con aquel momento.

Holly sabía que debía soltarlo, pero ella no estaba segura de que pudiera mantenerse en pie. Y, además, si se caía, le costaría mucho trabajo levantarlo del suelo por sí misma. Medía más de un metro noventa, casi veinte centímetros más que ella. Recio y fuerte como un roble… De modo que lo sostuvo, sólo unos segundos más, hasta asegurarse de que estaba bien.

Notó que aún despedía el olor de la tormenta, y sintió un intenso hormigueo en la piel. Hacía mucho que no abrazaba a un hombre… a un hombre casi desnudo como aquél, y, en contra de su intención, su cuerpo reaccionó al contacto masculino como si tuviera voluntad propia.

–Parece que debo darte las gracias… otra vez –dijo él tranquilamente.

–De nada –al oír su propia voz sin aliento sintió que las mejillas se le ruborizaban. Se recordó a sí misma que sólo se sentía responsable por aquel hombre, nada más. Había estado a punto de morir, por Dios Bendito. Las emociones estaban a flor de piel.

Y sin embargo no se movió.

Ni él tampoco.

Holly tenía la mejilla presionada contra los sólidos músculos del pecho, y podía oír los amortiguados latidos de su corazón. Él le extendió sus grandes manos por la espalda, y de repente ella no supo quién estaba sujetando a quién.

–¿Te encuentras bien ya?

–Estupendamente –respondió él.

–De acuerdo, entonces supongo que deberíamos…