Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Deborah Siegenthal. Todos los derechos reservados.
CABALLERO OSCURO, Nº 468 - noviembre 2010
Título original: Reynold de Burgh: the Dark Knight
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso deHarlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecidocon alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9260-5
Editor responsable: Luis Pugni


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Nota de la autora

Ha pasado algún tiempo desde el último libro de los De Burgh, y quiero dar las gracias a todos los lectores que me han escrito desde entonces por su interés continuado y por su entusiasmo. Realmente disfruto al regresar al mundo medieval de Campion y de sus hijos.

Aunque estén firmemente situados en el pasado, estos personajes tienen una cualidad atemporal. Desde luego son héroes fornidos; caballeros altos y guapos. Pero creo que gran parte de su atractivo reside en el sentido de familia que vertebra esta serie y que trasciende al entorno. Los hijos de Campion están orgullosos de su herencia; son honrados y leales. A pesar de ser conscientes de los defectos y manías de sus hermanos, comparten un afecto sincero, incluso cuando se burlan los unos de los otros con gran sentido del humor. Para mí no hay nada más divertido que juntar a los siete hermanos en una visita conmovedora y alegre, y espero que vosotros sintáis lo mismo.

Uno

Reynold de Burgh estaba de pie en las almenas del castillo y contemplaba las tierras de su familia mientras los primeros rayos de sol iluminaban el horizonte. Llevaba tiempo planeando marcharse de casa, pero ahora que el momento había llegado, partir resultaba más doloroso de lo que había imaginado. Amaba Campion y a sus gentes, y sentía la necesidad traicionera de quedarse aun a pesar de haber tomado una decisión.

Podía quedarse, pero sabía que aquel día sería como los demás. Sólo tenía que esperar a que su padre, el conde de Campion, llevase a su nueva esposa al salón para recordar los cambios que estaban teniendo lugar en el castillo. Aunque Reynold quería y reverenciaba a su padre e incluso había llegado a gustarle Joy, su felicidad era un recordatorio amargo de sus propias carencias.

En los últimos años cinco de sus seis hermanos se habían casado también, y Reynold era dolorosamente consciente de que él era el siguiente. Aunque no sentía rabia ni lamentaba los matrimonios que habían conducido a sus hermanos junto a sus esposas, sabía que el futuro no albergaba lo mismo para él.

Aun así, todos en Campion empezarían pronto a mirarlo a él y a su hermano pequeño, Nicholas, y se preguntarían cuál sería el último de Burgh en caer. Reynold había decidido que era más fácil irse, escapar de las preguntas y de las miradas compasivas, y de la felicidad de los demás. Para cuando Campion empezara a tener nuevos hijos, él esperaba estar ya muy lejos.

La idea le hizo arrepentirse de los momentos preciados que había malgastado en aquel último adiós, y corrió por el castillo hacia la empalizada, donde su caballo lo esperaba. No le había hablado a nadie de sus planes, pero había dejado un mensaje diciéndole a su padre que se iba de peregrinaje.

Aunque no tenía ningún destino en mente, esa explicación evitaría que su familia fuese tras él. Un peregrinaje, ya fuese a un templo local o a uno más lejano, era una decisión personal que mantendría alejados a su padre y a sus hermanos. Reynold no quería que abandonasen a sus esposas y a sus hijos para peinar el campo en su busca; sobre todo porque no deseaba ser encontrado.

Con cuidado de no ser visto por los siervos y hombres libres que comenzaban a despertarse con el amanecer, Reynold estaba a punto de subirse a su caballo cuando oyó unas campanas provenientes de las sombras junto a las puertas del castillo. El sonido podría haber sido cualquier cosa, y sin embargo tenía la sensación de que tal vez hubiera esperado demasiado para huir. Sus sospechas fueron pronto confirmadas, cuando vio a una mujer rolliza corriendo hacia él.

—¡Oh, aquí estáis! —gritó ella mientras agitaba el brazo, lo que hizo que las campanillas de su manga sonaran de nuevo.

Reynold contuvo un gruñido. Desde que su hermano Stephen se había casado con Brighid l’Estrange, las tías de ésta tenían libertad absoluta para entrar y salir de Campion a voluntad. Eran mujeres gentiles y le hacían compañía a Joy en una casa compuesta en su mayoría por varones, pero había algo en ellas que hacía que su súbita aparición en aquel momento no resultase sorprendente.

Reynold entornó los ojos.

—Os pido perdón, señorita Cafell, pero no tengo tiempo.

—Oh, sabemos que os marcháis —dijo ella, y agitó una mano mientras su hermana Armes emergía de entre las sombras para unirse a ella.

Reynold no quería dejarse embaucar por sus palabras. De hecho, les diría que iba a examinar el embalse, o los campos, o cualquiera de las tareas en las que ayudaba a su padre y al alguacil, para poder así librarse de ellas. Sin embargo, cuando abrió la boca, dijo lo que era más importante en su cabeza.

—No intentéis detenerme.

—Ni se nos ocurriría, querido —dijo Cafell dándole una palmadita en el brazo.

—Claro, debéis iros —agregó Armes. Más alta que su hermana, alzó la barbilla y lo miró con seriedad—. Es vuestro destino completar vuestra búsqueda.

Sus palabras no sólo eran inesperadas, sino que no tenían ningún sentido.

—¿Qué búsqueda?

—Pues la normal, supongo —dijo Cafell con una sonrisa—. Debéis matar a un dragón, rescatar a la damisela en apuros y recuperar su herencia.

Durante varios segundos Reynold simplemente se quedó mirándolas, confuso por sus palabras. Luego resopló con desdén.

—Me confundís con san Jorge —respondió.

—Oh, me parece que no —dijo Armes.

—De verdad, lord Reynold, puede que algunos piensen que los De Burgh son santos, pero tras conocerlos personalmente, estoy de acuerdo con Armes —añadió Cafell—. Aunque todos tenéis cualidades importantes.

Reynold negó con la cabeza. No tenía tiempo para aquellas mujeres y sus ideas descabelladas, a las que sólo un tonto haría caso. Sabía bien que sus hermanos se habrían carcajeado ante la idea de una búsqueda basada en una leyenda romántica. De hecho, aquel pensamiento le hizo preguntarse si alguno de sus hermanos, probablemente Robin, habría convencido a esas mujeres para burlarse de él.

Pero Robin no estaba, vivía en Baddersly, donde se encargaba del territorio de la esposa de su hermano Dunstan. Ninguno, salvo su hermano pequeño, Nicholas, podía ser el culpable, y aun así él no se atrevería a gastarle esa broma. ¿Cómo podría Nick, o cualquier otro, haber descubierto que Reynold se marchaba? No se lo había dicho a nadie, y la única señal de sus planes era el atillo que había preparado aquella misma mañana.

—No hay tiempo para charlas insustanciales, hermana —dijo Armes. Luego volvió a mirar a Reynold—. Debéis iros, pero no vayáis solo —levantó la mano y llamó a un joven, que llevaba un caballo cargado con cosas—. Éste es Peregrine, que será vuestro escudero durante el viaje.

Reynold miró con el ceño fruncido al joven, que no pareció achantarse bajo su escrutinio. De hecho, el chico le dirigió una sonrisa antes de subirse al caballo como si estuviese ansioso por salir.

Reynold volvió a negar con la cabeza. Si quisiera compañía, habría elegido a su propio escudero, que le había servido bien durante los últimos dos años. Pero no se llevaría a Will lejos de su hogar, Campion, hacia el peligro, para quizá no volver nunca. ¿Por qué entonces iba a llevarse a aquel chico?

—Será mejor que nos demos prisa, milord —dijo Peregrine con una certeza tranquila. Aquellas palabras hicieron que Reynold se volviera hacia su caballo. No era el momento de discutir; ya enviaría al chico de vuelta más tarde. Como si estuviese igual de ansioso por marcharse que él, su caballo se agitó inquieto, pero Cafell se acercó a él una vez más.

—Tomad esto también, milord, para que os proteja —dijo, y le entregó una pequeña bolsa de tela.

Al principio Reynold se negó.

—Voy a un peregrinaje, no a una búsqueda —dijo apretando los dientes. Pero un sonido proveniente de la empalizada le hizo aceptar el regalo y atárselo al cinturón. Luego miró a ambas mujeres, que eran los únicos miembros de la familia que presenciarían su marcha, y sintió un nudo en la garganta. Las miró durante varios segundos, sabiendo que tenía la oportunidad de dejarle un mensaje a su padre, pero finalmente sólo dijo lo que era más importante para él.

—No dejéis que vengan a por mí.

Agarró las riendas y se dirigió hacia las puertas de Campion sin mirar atrás.

—¿Reynold se ha ido? —lady Joy de Burgh habló sin su compostura habitual, de pie a la cabecera de la mesa, sosteniendo el pergamino que su marido, sin palabras, le había entregado. Leyó las palabras, pero era incapaz de creer lo que había allí escrito. Sin esperar una respuesta, se sentó en la silla—. Esto es por mi culpa — susurró, sin apenas atreverse a decir en voz alta las angustias que habían invadido su mente desde que se casara impetuosamente con el conde de Campion—. Se ha marchado por mí —dijo mirando a su marido, aunque con miedo de ver en sus ojos la confirmación.

—No —dijo Campion mientras ocupaba su asiento—. Esto iba a suceder desde hacía tiempo.

Joy le habría preguntado más a su marido de no haber sido por la aparición de su hijo Nicholas, al que no se le escapaba nada de lo que ocurría a su alrededor.

—¿Reynold se ha ido? —preguntó él—. ¿Adónde ha ido?

Campion recogió el pergamino, que se le había caído a Joy de las manos, y se lo entregó al pequeño de los De Burgh.

Nicholas leyó la misiva rápidamente y luego miró a su padre inquisitivamente.

—¿Pero por qué no me lo dijo? ¿Por qué no me llevaría con él? Yo estoy ansioso de aventuras —eso era evidente para cualquiera que se fijara en aquel joven alto y moreno, que crecía sin parar.

—No creo que a ti te gustara el peregrinaje —dijo Campion.

—¿Pero por qué se habrá ido solo? —preguntó Nicholas.

Eso también preocupaba a Joy. Los peregrinos que viajaban solos podían ser presa de todo tipo de villanos, desde ladrones comunes a taberneros asesinos. Todos los De Burgh se creían invencibles, pero un hombre no podría derrotar a un grupo de atacantes, ni luchar contra el secuestro, la piratería, la injuria o la enfermedad…

—No se ha ido solo. Peregrine ha ido con él.

Joy levantó la mirada sorprendida y vio a una de las hermanas l’Estrange de pie ante ellos. Luego miró a su marido. ¿Peregrine? ¿Era ése el joven que las hermanas habían llevado consigo en aquella visita al castillo? Parecía no ser más que un niño.

—¿De verdad? —preguntó Campion con expresión pensativa.

—No sé qué ayuda puede prestarle un niño —comentó Nicholas.

—Nunca se sabe —dijo Cafell con una de sus sonrisas misteriosas. Pareció como si fuese a decir más, pero su hermana Armes le tiró del brazo y la apartó de la mesa.

—¿Acaso conocemos a ese Peregrine? — preguntó Nicholas.

—Mejor un escudero que nada —dijo Campion, que obviamente no quería discutir los méritos del joven. ¿Y de qué serviría? Daba igual a quién se hubiese llevado Reynold, pues seguían siendo dos hombres solos en un camino que podía resultar peligroso.

—¿Qué peregrinaje hará? —preguntó Joy. Durham, Glastonbury, Walsingham y Canterbury estaban lejos. Santiago de Compostela y Roma, más lejos aún—. No irá a Tierra Santa —pensar en aquel viaje tan peligroso la dejaba sin aliento, pues recordaba cuando el rey Eduardo, por entonces príncipe, había marchado en su cruzada por aquellas tierras lejanas.

Se hizo el silencio entre los tres de Burgh mientras Campion negaba con la cabeza, incapaz de dar una respuesta.

Joy observaba a su marido, pero éste no daba señales de inquietud, sólo tenía aquella expresión pensativa que ella conocía tan bien.

—Puedes enviar a alguien a por él —sugirió ella.

—Iré yo —se ofreció Nicholas.

Pero Campion volvió a negar con la cabeza.

—Debe hacer lo que debe hacer.

Joy sabía que su marido no era infalible, pero la certeza de su voz la reconfortaba, y buscó su mano. Aunque Reynold no era tan sombrío y amargado como lo había creído en un principio, era el más infeliz de los siete hijos de Campion, una excepción en un hogar tan próspero y alegre. Tal vez su padre esperase que, con aquel viaje, a pesar de los peligros, Reynold encontrase lo que había estado buscando toda su vida.

Joy lo deseaba fervientemente.

Al ver la bifurcación en el camino más adelante, Reynold aminoró la velocidad sin saber qué ruta seguir. ¿Hacia dónde se dirigía?

—¿Hacia dónde vamos?

Al oír a alguien expresando en voz alta su pregunta, Reynold se sobresaltó, giró la cabeza y vio al joven que las l’Estrange le habían ofrecido. Perdido en sus pensamientos, había pasado en silencio las horas transcurridas desde su partida y se había olvidado por completo del chico. Peregrine, se llamaba. Acostumbrado a la charla incesante de una comitiva cuando viajaba, Reynold se preguntaba si su acompañante sería mudo, pero entonces recordó las palabras que le habían hecho marcharse.

Con el ceño fruncido, Reynold miró al chico, que, a pesar de ir vestido con sencillez, estaba limpio y aseado. Reynold no sabía por qué las l’Estrange habrían decidido que Peregrine estaba capacitado para ser su escudero, pero estaba acostumbrado a elegir por sí mismo.

Un escudero apropiado sería de buena familia, que él conociera, valiente y honorable. Muchos escuderos comenzaban como pajes y se encargaban de servir la mesa antes de permitírseles limpiar la armadura de un caballero. Debería también saber de armas, de caza y de torneos, aparte de las cosas que se daban por sentadas, como los buenos modales, la música y el baile. Y cualquier escudero de los De Burgh tenía que saber leer, tener intereses de todo tipo y sed de conocimiento.

¿Acaso Peregrine había aprendido todas esas cosas en el hogar de un par de ancianas excéntricas? Reynold lo dudaba. E incluso aunque estuviera preparado, Reynold no tenía por qué llevarlo hacia lo desconocido.

—Mi destino no es de tu incumbencia, porque voy a continuar solo. Tú puedes volver a Campion.

—No puedo, milord.

¿Ya se sentía incapaz de encontrar el camino de vuelta?

—Simplemente date la vuelta y sigue el camino que tenemos detrás —dijo Reynold—. Te llevará de vuelta a casa.

—No, milord, pues las l’Estrange me dijeron que no regresara sin vos.

Reynold gruñó. ¿Esas mujeres idiotas pensaban que el joven Peregrine estaba preparado para cuidar de un caballero experimentado? Probablemente sería al revés y el joven se convertiría en una molestia cuanto más avanzaran.

—Entonces te libero del servicio. Vete al pueblo más cercano y preséntate al señor de la mansión.

El chico negó con la cabeza. No parecía alarmado, ni furioso, sólo insistente.

—Estoy atado a las l’Estrange.

—Entonces regresa con ellas y ocúpate de tus otras labores —sugirió Reynold. Aunque nunca había ido a la casa de las l’Estrange, sabía que las tías de Brighid vivían en la linde de los terrenos de Campion, un trayecto que no debería ser demasiado largo ni peligroso para el joven.

—No podría. Me debo a mi palabra, milord.

Aunque molesto por las negativas del chico, Reynold respetaba esa lealtad, sobre todo viniendo de un joven sin tutela. Podría insistir, por supuesto, pero siempre existiría la posibilidad de que Peregrine intentara seguirlo y tuviera algún incidente. Al menos el joven no parecía ser el tipo de compañero que no paraba de hablar durante el camino, pensó Reynold, y aquello le hizo volver a la pregunta original.

¿Hacia dónde iban?

Aunque no quería admitirlo delante del chico, Reynold no tenía ni idea. Cuando había decidido marcharse, había tenido la vaga noción de unirse al ejército de Eduardo. Pero luchar contra los galeses no le parecía bien cuando la esposa de su hermano había heredado una mansión allí. Y se decía que Brighid poseía el tipo de poderes contra los que uno no querría enfrentarse. Las l’Estrange eran todas… extrañas, y Reynold frunció el ceño al recordar su aparición esa mañana.

—¿Cómo supieron tus señoras que me marchaba? —le preguntó a Peregrine.

—No lo sé, milord. Sin embargo, se rumorea que tienen poderes adivinatorios, así que tal vez supieran de vuestra partida por tales medios. Una búsqueda, así lo llamaron.

Reynold resopló ante esa tontería.

—No tengo ninguna búsqueda ni misión de ningún tipo. Este viaje no tiene nada que ver con los romances, si es lo que estás pensando. Viajamos sin la habitual comitiva e incluso los peregrinos se enfrentan a peligros de los que tú no sabes nada. No me haré responsable de que te embarques en este viaje, con tu palabra o sin ella.

Pero Peregrine no parecía desanimado. De hecho, el chico le dirigió una sonrisa que dejó clara su disposición.

—¿Quién no buscaría una aventura si le diesen la oportunidad? —preguntó el joven como si estuviese cuestionando la cordura de Reynold.

Reynold respondió al desafío con una sonrisa, pues había un tiempo en el que sus hermanos y él habrían preguntado lo mismo. Y por primera vez aquel día, se sintió mejor. Se había imaginado a sí mismo como un viajero solitario, incluso un desterrado, aunque por decisión propia. Pero aquel joven podría ser un compañero agradable.

—Entonces vámonos —dijo Reynold. Azuzó a Sirius por el camino de la derecha y se alejó del camino que conducía a casa de su hermano Dunstan. Aquella ruta, como Peregrine había señalado tan alegremente, conducía a algo nuevo. Aunque al contrario que el chico, Reynold no buscaba aventura. De hecho, esperaba no encontrarse con nada. Ni con nadie.

Y aun así apenas habían avanzado por el nuevo camino cuando se detuvieron. Reynold entornó los ojos y vio a lo lejos a un caballo con su jinete. Al acercarse, se dio cuenta de que se trataba de un hombre y un niño. Iban bien vestidos y parecían inofensivos, salvo por un robusto bastón de madera que sobresalía por su espalda.

—Buenos días, señor —dijo el hombre inclinando la cabeza—. ¿Hacia dónde os dirigís?

—Somos peregrinos —dijo Peregrine, y Reynold se dio cuenta de que tendría que hablar con el chico sobre los méritos de la discreción.

—¡Nosotros también! —exclamó el hombre—. ¿Hacia dónde os dirigís?

Peregrine no tenía una respuesta, así que miró a Reynold, que no dijo nada.

—Ah. Os mostráis reticente. Es comprensible. ¿Pero podemos ir con vos? La fortuna favorece a aquéllos que viajan juntos.

—No sé si vuestro caballo puede seguir nuestro ritmo —contestó Reynold, reticente a añadir más gente a lo que había comenzado como un viaje privado.

—Sin duda no tendréis prisa —dijo el hombre—. Parte del viaje consiste en disfrutar de las vistas y de la buena compañía de los demás peregrinos.

Era lo último lo que desanimaba a Reynold, pues él no era tan sociable como sus hermanos. Siempre había sido reservado y no tenía interés en conducir a un grupo variopinto a través del campo.

Pero el hombre se mostraba insistente.

—Os suplico, como compañero peregrino, que nos permitáis viajar con vos por la seguridad que proporciona ser más. No os lo pido por mí, sino por el chico, que busca el pozo de la curación de Brentwyn. Como veis, está cojo.

Al oír las palabras del hombre, Reynold se puso rígido. Su primera idea fue que él también estaba bromeando, que formaba parte del plan ideado por alguno de sus hermanos para convertir su huida de Campion en una broma. ¿Pero cómo y por qué? Finalmente Reynold desdeñó esas ideas. Aunque le hubiera gustado ignorar también las plegarias del otro peregrino, él era un caballero y debía proteger a los débiles.

—Muy bien —dijo sin más.

Tras darle las gracias en repetidas ocasiones, el hombre se presentó como Thebald y al chico como Rowland.

—Yo soy Reynold, y éste es Peregrine — dijo Reynold con la esperanza de que su escudero se comportara con discreción. El apellido De Burgh era muy conocido, al menos en algunas zonas, y no quería lidiar con las reacciones que podría provocar. Había aceptado compartir con esa gente unos kilómetros del viaje, no su pasado.

Por suerte Peregrine pareció circunspecto cuando entró en la conversación con los desconocidos. Aun así, Thebald y él hablaban amistosamente y se contaban historias sobre diversos templos. Reynold escuchó por un momento, pero no tenía paciencia para eso y pronto regresó a sus pensamientos, preguntándose cómo sus planes de tener un viaje tranquilo y solitario se habían convertido en aquello.

Algo le despertó. Al contrario que su hermano Dunstan, Reynold no dormía apoyado contra un árbol cuando viajaba, pero aun así no sería un De Burgh si no permaneciese alerta a cualquier sonido; y cauteloso. Así que se despertó, pero mantuvo los ojos cerrados mientras escuchaba atentamente.

Lo que oyó fue algo arrastrándose, pero era un hombre, no un animal, como si alguien estuviera husmeando en sus cosas. Se quedó totalmente quieto y abrió ligeramente los ojos para poder ver algo. Habían acampado en las ruinas de un antiguo edificio junto a la carretera, lo que les daba cierta seguridad, pero el fuego se había apagado, o lo habían apagado.

La única luz era la poca que proporcionaba la luna, que brillaba entre los restos del edificio, pero era suficiente para iluminar el pesado bastón que se cernía sobre su cabeza. Thebald estaba de pie frente a él, con el arma preparada, mientras el chico, que había empleado el bastón anteriormente para caminar, rebuscaba sin ayuda entre las pertenencias de Peregrine. ¿Habrían dejado ya inconsciente a su escudero?

Al pensar en el destino de Peregrine, Reynold se puso en pie de un brinco con un grito. Aunque fuerte y tenaz, Thebald no era rival para un caballero entrenado como él, y Reynold no tuvo problema en quitarle el bastón mientras el ladrón pedía compasión. El chico, que obviamente no estaba tullido, sacó una daga y la lanzó con no poca destreza; un proyectil mortal destinado al pecho de Reynold.

Peregrine, que debía de estar dormido, se había despertado por el ruido y gritó mientras se ponía en pie. Reynold lo miró de reojo y vio cómo era derribado por el joven bandido, que luchaba con la ferocidad de un demonio. Los dos rodaron por el suelo alrededor de las ascuas de la hoguera, y avivaron el fuego.

Reynold tiró de la daga, que se le había clavado en el pecho, y se la puso a Thebald en el cuello.

—Dile que pare si valoras tu vida.

—Para, Rowland. ¡Para! —gritó el ladrón.

Su joven aprendiz no pareció haber oído, así que Reynold golpeó a Thebald con el bastón, lo suficientemente fuerte para evitar más fechorías, y luego devolvió la atención a la pelea, que se acercaba peligrosamente al fuego. Era evidente que el bandido estaba intentando acercar a Peregrine a las ascuas con la esperanza de prenderle fuego.

Con un gruñido, Reynold agarró a Rowland por el cuello y lo tiró al suelo. Antes de que pudiera levantarse, Reynold ya le había puesto la daga en el cuello.

—Escucha atentamente, falso tullido, a no ser que quieras perder la vida. Yo sí soy cojo, y aun así puedo degollarte como a un pescado.

Incluso tras ver a su maestro caído, Rowland seguía comportándose de forma difícil. No admitía nada, y forcejeaba tanto que Reynold se vio obligado a atarlo con una cuerda. Después de que Peregrine y él recogieran sus pertenencias y se montaran en los caballos, llevando consigo el caballo de los ladrones, el joven bandido comenzó a gritar improperios.

—No puedo creerlo —murmuró Peregrine, obviamente agitado por el altercado—. Parecía tan amable y gentil esta tarde.

—Espero que hayas aprendido la lección. Las apariencias engañan.

—¡Podrían habernos matado mientras dormíamos!

—A ti tal vez, pero no a mí —cuando Peregrine agachó la cabeza avergonzado, Reynold suavizó su tono—. Creo que sólo son ladrones vulgares que se ganan la vida robando a los peregrinos. Probablemente el asesinato sea su último recurso, de lo contrario nos habrían matado primero y luego nos habrían robado.

Peregrine no parecía convencido.

—¿Pero qué me decís del cuchillo? ¡Lo vi clavado en vuestro pecho! ¿No estáis herido, milord?

Reynold negó con la cabeza.

—Yo no viajo sin mi cota de malla, pero la he tapado con la túnica para no llamar la atención.

—Pero vos siempre llamaréis la atención.

¿Estaba refiriéndose a su pierna? Reynold le dirigió una mirada de reprobación y el chico palideció.

—Quiero decir que… que tenéis esa gran espada y, bueno, sois un De Burgh. ¿Quién podría confundiros?

Reynold resopló.

—Thebald y Rowland no me reconocieron. Si es que ésos eran sus nombres.

—¿Es cierto lo que les dijisteis? —preguntó Peregrine—. Me refiero a que no se nota al veros.

—Sí, tengo una pierna mala —dijo Reynold.

—¿Resultasteis herido en una batalla?

—No. Ha sido así desde que nací —dijo con una indiferencia que no sentía. Pero la pose le salía con facilidad, pues estaba acostumbrado a ocultar sus sentimientos.

—¿Fue por culpa de la comadrona?

Perdido en sus pensamientos, a Reynold le sorprendió oír la pregunta, porque nadie le preguntaba nunca por su pierna. Nunca hablaba del tema. Aunque no podía culpar al chico por su curiosidad, no quería hablar, sobre todo cuando no tenía respuesta a la pregunta. Simplemente se encogió de hombros.

—Sólo lo he preguntado porque mi hermana ayudó a la comadrona en mi casa, y dice que a veces el bebé no está en la posición correcta para salir adecuadamente. Las mujeres intentan moverlo lo mejor que pueden, ¿pero quién sabe qué lesión pueden causar? Y algunos no salen en absoluto, o con los pies primero. ¿Es eso lo que os ocurrió a vos?

De nuevo, Reynold se encogió de hombros. No tenía sentido especular, pues todo el mundo implicado había muerto.

—O tal vez fuera por el fajamiento —dijo Peregrine, como si pensara en voz alta—. Se supone que sirve para estirar y enderezar los miembros del bebé, pero con cuidado. La comadrona le dijo a mi hermana que un mal fajamiento puede causar que los hombres lleguen a quedarse…

El chico debió de darse cuenta de lo que estaba diciendo, porque se detuvo bruscamente y dejó la frase a medias.

Quedó suspendido en el aire, un apelativo que Reynold rara vez oía, pero que dolía de igual modo. Tomó aliento y habló en un tono destinado a poner fin a la conversación.

—No soy un tullido.

Dos

Siguieron por el mismo camino. Era lo suficientemente ancho para un carro y probablemente estuviese diseñado para el recorrido mercantil. Tras su experiencia la noche anterior, Peregrine sugirió un camino más pequeño, que los llevaría a una mansión donde podrían descansar seguros. Pero Reynold no quería descubrir su paradero y le recordó al joven que el peligro era parte del viaje.

Peregrine frunció el ceño y ya no parecía tan ansioso por vivir aventuras como el día anterior, pero Reynold sabía que era una buena lección para él. Sería mejor que aprendiese cuanto antes.

—¿Vamos a ir a Walsingham o a Bury St Edmunds? —preguntó Peregrine.

Reynold miró al chico, porque no había pensado en el peregrinaje más que como excusa para abandonar su hogar. Pero en ese momento consideró la idea con más cuidado. No podían seguir deambulando sin rumbo por los caminos, y un peregrinaje les proporcionaría un destino. De hecho, de haber estado solo, Reynold tal vez se hubiera dirigido al pozo curativo que los ladrones habían mencionado; sólo por curiosidad.

Pero la presencia de Peregrine se lo impedía.

Reynold había aprendido hacía tiempo a mantener en secreto sus anhelos; cuando su padre había descubierto a su hermano intentando venderle el diente de Gilbert de Sempringham, santo patrón de los tullidos. No había nada personal en la mentira; Stephen comerciaba con cualquier reliquia dudosa que sus hermanos crédulos quisieran comprarle. Pero Campion, horrorizado por la ingenuidad de Reynold, había puesto fin a aquello.

Y Reynold, joven como era entonces, comprendió que era mejor ocultar sus sentimientos, así como cualquier rastro de vulnerabilidad. Su familia prefería ignorar su pierna mala, y así él hizo todo lo posible por complacerlos. Pero ya tenía tanta práctica en ese arte que no permitía que nadie pudiera ver quién era realmente, ni siquiera un chico desconocido que ya sabía demasiado. ¿Dónde entonces podían dirigirse?

—¿Qué te ha hecho pensar que vamos a Walsingham o a Bury St Edmunds? —preguntó Reynold.

—Nos dirigimos hacia el este, milord.

—¿Y cómo lo sabes? ¿Por el sol?

—Tengo un reloj de sol, milord.

Reynold miró al chico sorprendido. No muchos viajeros poseían un reloj de sol. ¿Hasta qué punto habrían equipado las l’Estrange al joven escudero?

—Y también me fijé en los mapas. Glastonbury está al sur, y Durham al norte.

Reynold comenzó a preguntarse desde cuándo las l’Estrange estarían al corriente de su partida. Estuvo tentado de preguntarle a Peregrine, pero lo pensó mejor. ¿Realmente deseaba saber la respuesta?

—Obviamente estás decidido a hacer un viaje más largo de lo que pensaba nuestro ladrón Thebald —dijo Reynold—. Pero normalmente los mapas no sirven de nada.

Geoffrey, el más leído de los De Burgh, se había quejado de que la mayoría eran vagos e imprecisos. De hecho, en el mapa del mundo, la Tierra Santa estaba en el entro, con varios lugares del mundo antiguo audazmente marcados, mientras que otros países aparecían dibujados con bestias fantásticas. Inglaterra aparecía en el borde del mundo, como si delimitara el final, cuando los marineros sabían que eso no era cierto.

A lo que Peregrine se refería sería probablemente una de las rutas escritas que apenas mostraban dibujos, pero que situaban las ciudades más importantes en una línea de viaje y estimaban las distancias entre ellas.

—Yo confiaría más en guiarme por el cielo y el reloj de sol —añadió Reynold.

Peregrine sonrió y Reynold sintió cómo sus labios también se curvaban en respuesta.

—¿Adónde te gustaría ir? —le preguntó, y le sorprendió la respuesta del chico. Esperaba que querría ir a Londres, ¿pues quién no desearía ver la gran ciudad?

Sin embargo, Peregrine se encogió de hombros.

—Realmente no me importa, milord. Quiero decir que no es tan importante el lugar como lo que ocurra. Dado que estamos en una búsqueda, quiero decir.

Reynold resopló. El chico no podía creerse esas tonterías. ¿Qué le habrían contado las l’Estrange? ¿Que tenía que matar a un dragón y rescatar a una damisela en apuros? Parecía una de esas historias sobre Perceval, cuya madre le exigía que estuviera listo para ayudar a cualquier damisela en apuros a la que se encontrara.

—Siento decepcionarte, Peregrine, pero creo que las l’Estrange han oído demasiados cuentos románticos. Yo he estado en muchos viajes y jamás me he encontrado a una damisela en apuros.

—¿Pero qué me decís de lady Marion? — preguntó Peregrine.

Reynold frunció el ceño. Marion había tenido problemas, había sido abordada en el camino y habían sido Geoffrey y Simon los que la encontraron, no Reynold ni Dunstan, el De Burgh que se casó con ella.

—¿De hecho no fueron todas las esposas de los De Burgh damiselas en apuros en una ocasión?

Reynold tuvo que controlar la risa. A algunas de las esposas de sus hermanos no las consideraba damiselas, y mucho menos en apuros. Una o dos eran tan fieras como sus maridos, y así se lo dijo a Peregrine.

—Si te atreves a sugerirle a la esposa de Simon que él la rescató, te colgaría del cuello en un abrir y cerrar de ojos.

—Aun así, todas ellas necesitaban ayuda.

—Algunas, tal vez —dijo Reynold—. Pero ninguna estaba amenazada por un dragón. ¿Te contaron las l’Estrange que tendría que matar a uno?

Aquello dejó al chico sin palabras. Cuando Reynold lo miró, Peregrine estaba mirando al frente con la cara roja. Tal vez el joven aún creyese en esas cosas, y aunque algunos habrían aprovechado la oportunidad para burlarse de él, Reynold no lo hizo. En muchas ocasiones él también había querido creer; en los cuentos románticos, en los pozos curativos, en la posibilidad de poder estar completo…

Pero no llegaba al punto de creer en dragones.

—Creo que nos hemos perdido —dijo Peregrine.

La expresión de decepción del chico le recordó a Reynold a Nicholas, el más joven de los De Burgh, y sintió cierto anhelo. ¿Alguna vez había sido él tan joven y dispuesto? Se sentía mucho mayor que Peregrine; y mucho mayor de lo que debería.

Llevaban más de una semana viajando, tragando polvo, sorteando arroyos y evitando las zonas boscosas y los bandidos que las frecuentaban. Les habían dado el caballo de los ladrones a aquéllos que lo necesitaban. Y por insistencia de Reynold, se habían mantenido alejados de los caminos importantes, lo que significaba que habían tomado una ruta serpenteante que podía haberlos perdido.

Aun así Reynold no estaba preocupado. Aunque era un destino interesante, Bury St Edmunds no le inspiraba urgencia alguna, tal vez porque no podía dejar de preguntarse qué sucedería después de su visita allí. Por el momento eran peregrinos. ¿En qué se convertirían después? Acabarían quedándose sin dinero. Y no tenía intención de unirse a la chusma del camino; maleantes, antiguos maleantes sentenciados a deambular por los caminos, siervos que se habían escapado o vagabundos que se refugiaban en las zonas poco pobladas para evitar el arresto.

Aquella idea le hizo plantearse la situación. Siendo un caballero y además un De Burgh, era un hombre disciplinado, poco acostumbrado a llevar una existencia sin objetivos ni metas. Había decidido escapar de la felicidad y de las expectativas de sus parientes, pero dejar atrás a su familia no le había dado la satisfacción que buscaba. ¿Acaso había pensado que una vez lejos…? Pero no. Se había entrenado a sí mismo para no tener esperanzas.

—Tal vez deberíamos darnos la vuelta — sugirió Peregrine, y lo sacó de su ensimismamiento.

Reynold negó con la cabeza. No le gustaba la idea de volver sobre sus pasos, sin avanzar, retrocediendo…

—Hay un pueblo más adelante. Podremos preguntar allí.

Pero cuando llegaron al asentamiento, no vieron a nadie a quien preguntar su paradero ni la dirección de Bury St Edmunds. De hecho, el pueblo estaba desprovisto de vida. Sólo se oía el sonido de las pezuñas de los caballos. A su alrededor Reynold no oía los típicos sonidos; animales, bebés que lloraban, niños gritando, aldeanos, ruido de carretas, golpes de herramientas.

Se le erizó el vello de la nuca, e intentó ignorar la sensación de que alguien estuviera observándolos.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Peregrine.

—Parece desierto —dijo Reynold. En sus viajes con sus hermanos se había encontrado con los restos de edificios abandonados, incluso pueblos—. A veces el terreno no es lo suficientemente bueno para mantener a los residentes, así que se mudan a otro lugar con suelos más fértiles. A veces las inundaciones los obligan a marcharse —Reynold hizo una pausa para aclararse la garganta—. Y a veces la muerte es la responsable.

—¿Queréis decir que alguien los mató?

—No alguien, sino algo —contestó Reynold—. Puede haber una enfermedad que se haya extendi