Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 1998 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.
FALSA CORTESANA, Nº 260 - octubre 2010
Título original: The Virtuous Cyprian
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9200-1
Editor responsable: Luis Pugni


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1

Nicholas John Rosslyn Seagrave, octavo conde de Seagrave y Dillingham, se enfrentaba al matrimonio. No era el estado civil en el sentido abstracto lo que le preocupaba mientras paseaba por la calle Bond bajo el sol de la tarde, sino sus propias nupcias inminentes, confirmadas aquella misma mañana por una noticia en la Gazette. La señorita Louise Elliott, su futura condesa, era todo lo que su orgullo y su linaje demandaban: de buena familia, culta y guapa, aunque de manera insípida. Debería estar encantado; sin embargo se sentía acosado por el aburrimiento habitual que le había pisado los talones desde que regresara de las guerras peninsulares varios años atrás. Todos los placeres de la ciudad, saboreados en todo su esplendor, habían dejado de aliviar aquel hastío. Y parecía que su matrimonio inminente tampoco era capaz de levantarle el ánimo.

A unos cien kilómetros de la finca de Seagrave en Suffolk, también era una tarde somnolienta de verano, y el agente del conde, el señor Josselyn, dormitaba subrepticiamente en su escritorio del Tribunal de Dillingham. Apenas había habido casos que lo mantuvieran despierto. Una disputa sobre el cercado de unos terrenos se había resuelto cuando el infractor había accedido a retirar la verja; una pelea violenta entre dos de los aldeanos sobre los antecedentes de cierto caballo que uno le había vendido al otro se había saldado con multas para ambas partes. El último asunto de la tarde era la cesión del alquiler de una casa al sobrino del difunto ocupante. El señor Josselyn recogió sus papeles, ansioso por marcharse. Se aclaró la garganta.

—El señor Walter Mutch ha pedido que el contrato de alquiler de la casa llamada Cookes, situada en el pueblo de Dillingham, le sea transferido a él por derecho de herencia en nombre de su madre, hermana del arrendatario anterior, el señor George Kellaway…

Las sonoras palabras retumbaron en el techo. Walter Mutch, un joven a quien Josselyn consideraba algo salvaje, estaba sentado frente a él con actitud respetuosa. Josselyn lo examinó con cinismo. Mutch nunca había estado unido a su tío materno, pero había visto la oportunidad de reclamar la casa a la muerte de Kellaway. Cookes era una propiedad muy buena, alejada del pueblo y con varios acres de huertos y jardines. Kellaway había sido un caballero, pero sus intereses como erudito y explorador le habían llevado a elegir alquilar una casa en vez de mantener la suya durante sus largas ausencias en el extranjero. Había sido amigo y coetáneo del anterior conde de Seagrave, y le había resultado natural alquilar una casa en la finca. El acuerdo de alquiler bajo el que Kellaway había mantenido Cookes no era normal, pues permitía que la propiedad fuese heredada y que no regresara a la mansión de Dillingham. No era que a lord Seagrave le importase deshacerse de una propiedad menor como Cookes, pensaba su agente con cierta pesadumbre. El conde rara vez visitaba su finca de Suffolk, y prefería los placeres más sofisticados de la capital.

Josselyn se distrajo momentáneamente por un movimiento al fondo de la sala. La puerta del juzgado se abrió de golpe; el soplo de aire hizo que las partículas de polvo bailasen y trajo consigo los aromas del verano. Él frunció el ceño. ¿Quién interrumpiría una sesión judicial a esas horas?

—Tras considerar la petición de Walter Mutch, este tribunal acuerda que la casa llamada Cookes sea transferida a su nombre a partir de hoy, día cinco de junio del año mil ochocientos dieciséis de nuestro señor, y en el quincuagésimo sexto año del reinado de nuestro gran soberano…

—¡Un momento, señor!

La pluma del escribano escupió tinta sobre el pergamino ante aquella interrupción inesperada y el hombre se apresuró a alcanzar la caja de arena para detener el flujo de tinta. Josselyn se vio deslumbrado por la luz del sol y se protegió los ojos con la mano.

—¿Quién desea hablar? ¡Dad un paso al frente!

La puerta se cerró tras la recién llegada y cortó el haz de luz. Un susurro recorrió el juzgado, que se encontraba casi vacío.

—Perdón, señor —una mujer se encaminó hacia el escritorio de Josselyn, deslizándose por el suelo de madera como un fantasma, vestida de negro y con velo. Se movía con juventud y gracilidad. La observó aproximarse con incredulidad. Al fondo de la sala una mujer mayor, también vestida de negro, se sentó en un banco junto a la puerta. La recién llegada había llegado ya a la mesa del escribano y estaba retirándose el velo. Josselyn, y todos los demás miembros masculinos del juzgado de menos de ochenta años, mantuvo la respiración al contemplar la melena rubia que quedó al descubierto. Una melena plateada y rizada en torno a un rostro que sólo podía describirse como encantadoramente hermoso. Unos maravillosos ojos de un azul aciano contemplaron los suyos con decisión. Su nariz era pequeña y recta, su piel suave y cremosa, y aquella boca rosada y sonriente… Josselyn no pudo evitar sonrojarse.

—¿Señora? —toda la seguridad en sí mismo desapareció al hablar. Toda la sala parecía estar aguantando la respiración.

—Os pido perdón por la intrusión, señor —su voz sonaba suave, musical y algo áspera. «Una dama», pensó Josselyn, aún más perplejo. Se ajustó las lentes y le dirigió lo que esperaba que resultase una mirada profesional.

—¿De qué manera podemos ayudaros, señora? Su voz, aunque tranquila, se oyó en todos los rincones de la sala.

—De esta manera, señor. Mi nombre es Susanna Kellaway, de Portman Square, Londres, y reclamo la casa de Cookes por derecho de herencia como la hija mayor del difunto George Kellaway.

Tal vez el señor Josselyn fuese un viejo abogado terriblemente árido, metido en el campo, pero incluso él había oído hablar de Susanna Kellaway. ¿Quién no había oído hablar de la escandalosa Susanna Kellaway, una de las más famosas cortesanas de Londres? La extravagante Susanna, que había sido amante de toda una corte de hombres ricos y famosos, y cuya carrera había alcanzado recientemente nuevas cotas gracias a una aventura bien publicitada con el duque de Penscombe. A Josselyn le costaba trabajo respirar.

¿Aquella ave del paraíso era realmente la hija del erudito solitario que había vivido discretamente en Dillingham durante más de treinta años?

Walter Mutch se puso en pie de un salto y su silla se tambaleó. Siempre había tenido un temperamento fuerte y estaba varios grados por debajo del estatus de su difunto tío en la sociedad. No vio necesidad para morderse la lengua.

—¡Eso es mentira! —gritó—. ¡Mi tío nunca tuvo una hija! Protesto… —se dirigió hacia él, pero su hermano pequeño lo detuvo.

—Debe de haber un error… —comenzó a decir Josselyn, levantó la mirada y vio la malicia en los ojos de la dama, lo que indicaba con más claridad que cualquier palabra que su identificación había sido correcta.

—Os aseguro que no hay ningún error, señor —dijo Susanna Kellaway con una seguridad de hielo—. Aquí tengo los papeles del matrimonio de mis padres y mi partida de nacimiento. Como he dicho, señor, soy la heredera legal de Cookes —depositó los papeles frente a Josselyn, pero podrían haber estado escritos en chino, pues él apenas logró encontrarles sentido en aquel estado de agitación en que se encontraba.

Todo el juzgado comenzó a alborotarse. Mutch gritaba, su hermano le tiraba del brazo para intentar tranquilizarlo. El escribano golpeaba con su martillo y pedía silencio, pero nadie le hacía caso. Todos los ocupantes de la sala se habían vuelto hacia sus vecinos y se encontraban debatiendo sobre si George Kellaway había tenido o no una hija, y qué habitantes del pueblo podrían acordarse. ¡Y qué hija! Josselyn miró impotente a la dama y vio que ésta disfrutaba con el alboroto. Evidentemente apreciaba el efecto que tenía en los hombres y también el drama que había causado. Se inclinó sobre la mesa y él apreció el aroma de su caro perfume.

—Mi abogado se pondrá en contacto para negociar los términos de la cesión —dijo con una sonrisa encantadora—. Que tengáis buen día, señor —y nada más decir eso, se dio la vuelta y se marchó. Josselyn contempló el desastre en que se había convertido la tarde y alcanzó con mano temblorosa el papel y la pluma. Normalmente no molestaría a lord Seagrave con asuntos de la finca, pero en aquel caso… Negó con la cabeza incrédulamente. No quería que lord Seagrave no estuviese al tanto de semejante noticia. Además, la situación era demasiado compleja para él. No sabía cómo reaccionaría Seagrave si una cortesana de mala fama se establecía en su finca del campo. Al acordarse de la cortesana y de su sonrisa de fuego, Josselyn comenzó a sudar de nuevo. Definitivamente, había que informar a lord Seagrave.

—¿Qué puede haberte traído aquí, Susanna? Una mujer menos insensible que Susanna Kellaway podría haber advertido la falta de entusiasmo en la voz de su hermana, pero se había vuelto inmune a los desaires con los años. Además, sabía que el frío recibimiento de Lucille tenía menos que ver con la desaprobación de su gemela que con la certeza de que Susanna sólo la buscaba cuando deseaba algo. Le dio a su hermana el beneficio de su sonrisa felina y agitó una mano en un gesto de elegancia consciente.

—Bueno, he venido a pasar contigo el duro trance de la muerte de nuestro querido padre. Supongo que te has enterado.

El ceño fruncido oscureció los bonitos ojos azules de Lucille Kellaway. Estaba sentada en la postura prescrita para las alumnas de la escuela para chicas de la señorita Pym, en Oakham; estirada, con las manos cruzadas sobre su regazo y los pies ordenadamente alineados y asomando por debajo del dobladillo de su viejo vestido azul de lana.

—Imagino que te refieres a la muerte de George Kellaway. Sí, estoy al corriente gracias a la señora Markham —suspiró—. Supongo que siempre pienso en los Markham como nuestros verdaderos padres, a pesar de todo lo que pagó nuestro padre por nuestra manutención y educación.

Susanna hizo un mohín. En la destartalada sala de la escuela, parecía dorada y exótica, demasiado rica para aquel escenario.

—Por mi parte, no siento estimación filial alguna hacia Gilbert Markham ni hacia George Kellaway —declaró con fuerza—. El primero nos dejó sin dinero, y el segundo jamás hizo nada por nosotras, ni vivo ni muerto. Primero nos dio en adopción siendo bebés, luego se negó a tener algo que ver con nosotras mientras crecíamos. Cuando el señor Markham murió y lo necesitábamos, ¿dónde estaba? —respondió a su propia pregunta amargamente—. ¡Viajando por China! ¡Y tuvimos que salir adelante nosotras solas! En mi opinión, ningún buen padre puede tratar así a sus hijas, despreciándolas sin pensárselo dos veces.

La opinión de Lucille era que no servía de nada sentirse resentida por el trato que habían recibido a manos de un hombre que ninguna de las dos había conocido jamás y que no contaba como un padre. George Kellaway, viudo cuando su mujer murió en el parto, obviamente se había considerado a sí mismo incapaz de educar a dos hijas él solo. También era incompatible con su estilo de vida como académico y explorador. Era por tanto afortunado por tener un primo sin hijos, Gilbert Markham, que estuvo encantado de hacerse cargo de la educación de las niñas. Y habían sido felices. George Kellaway les había dado dinero para su educación en la escuela de la señorita Pym, y habían pasado las vacaciones en la vicaría que los Markham tenían cerca de Ipswich.

Su padre no había mostrado jamás deseo por volver a ver a sus retoños, claro que siempre había estado viajando por Europa y, cuando estalló la guerra, más lejos aún. Tal vez hubiera sido útil poder recurrir a él cuando murió el señor Markham, pues su padre adoptivo había dejado su competencia a su esposa y a la hija que la pareja había tenido inesperadamente. No había suficiente dinero para mantener a cuatro personas, y era evidente que Markham había esperado que Kellaway ayudara a sus hijas. Lucille se encogió de hombros. ¿Qué sentido tenía ahora lamentar el hecho de que George Kellaway hubiera estado en el extranjero cuando murió su primo, incapaz de ayudar a sus hijas aunque le hubiera apetecido? Ni siquiera creían que tuviese un abogado o gestor al que poder recurrir. Sin dinero, se habían visto obligadas a seguir su propio camino en la vida; y habían elegido senderos muy diferentes.

—¿Te ha dejado algo en su testamento? —preguntó Susanna de pronto, y la despreocupación de su tono quedó disimulada por la codicia de sus ojos.

Lucille arqueó las cejas.

—¿Su testamento? Creí que había muerto intestado. En el Tibet, ¿verdad? Pero dado que no tenía propiedades…

Susanna se relajó de nuevo y adoptó la misma sonrisa felina.

—Ahí es donde te equivocas, querida hermana. He estado viviendo en la casa de nuestro padre durante esta última semana. Y ha sido un triste aburrimiento —añadió con un ceño fruncido y petulante.

La llegada de la criada de la escuela con una tetera evitó que Lucille le pidiera a su hermana que le explicara aquella información. La doncella le dirigió a Susanna una mirada recelosa, pero llena de fascinación antes de mirar al suelo, como la señorita Pym le habría enseñado a hacer. Colocó la bandeja frente a Lucille y salió de la sala, no sin antes resistir la tentación de volver a mirar a la esplendorosa criatura sentada en el sofá. La señorita Kellaway era tan guapa, con sus rizos plateados y sus cálidos ojos azules; con aquel vestido de seda roja y ese precioso collar de diamantes en el cuello, regalo sin duda de su adorado duque de Penscombe. Fuera como fuera, Susanna Kellaway era una mujer muy envidiada en aquel momento.

—Gracias, Molly —dijo Lucille con cierto tono de ensoñación en la voz, y la doncella salió de su ensimismamiento y no pudo evitar preguntarse cómo una belleza tan atractiva como la señorita Kellaway podía tener una gemela tan corriente como la señorita Lucille.

La puerta se cerró tras ella y Lucille miró a su hermana pensativa, viéndola a través de los ojos de Molly. Susanna se había colocado elegantemente sobre el sofá para mostrar su figura en todo su esplendor. Lucille imaginaba que aquél era un acto reflejo en su hermana, puesto que no había ningún caballero presente al que impresionar, aunque imaginaba que los profesores de Dibujo y de Música aparecerían en cualquier momento con alguna excusa ridícula. El vestido de seda roja que Molly tanto había admirado se ceñía indecentemente a sus senos y era casi tan vertiginoso como la parte de atrás; completamente inapropiado para el día, pensaba Lucille, sobre todo en una escuela llena de jovencitas impresionables. El hecho de que le hubiesen permitido el acceso en semejante institución le resultaba sorprendente, pues la señorita Pym jamás había ocultado el hecho de que detestaba que una de sus antiguas alumnas se hubiera convertido en «una mujer de baja reputación». La señorita Pym pensaba que la perdición de Susanna se reflejaba directamente en el fracaso moral de la escuela.

—¿Decías, hermana? —preguntó gentilmente.

—¡Oh, sí, mi estancia en Suffolk! —dijo Susanna con un bostezo delicado—. Un lugar de lo más tedioso, el campo —entonces se detuvo.

Lucille, acostumbrada a la mente ausente de su hermana desde la infancia, no mostró su impaciencia.

—¿Entiendo que has estado visitando la casa de nuestro padre? No sabía que tuviera…

—¡Claro que lo sabías! ¡Nosotras nacimos en Cookes! Sé que el señor Kellaway siempre vivía allí cuando no estaba de viaje.

Lucille frunció el ceño en un intento por comprender aquello.

—Claro que sabía de la existencia de Cookes, pero creí que estaba alquilada. ¿Y aun así dices que la has heredado?

Susanna sonrió con condescendencia.

—He heredado el alquiler, claro. El viejo Barnes me lo contó. ¿Te acuerdas del abogado del señor Markham? Él se encarga también de mis asuntos. ¿Por qué? ¿Cuál es el problema?

Lucille se había llevado la mano a la boca, horrorizada.

—Susanna, no puedes contratar al señor Barnes como tu abogado. Santo Dios, los clientes de ese hombre eran básicamente médicos y clérigos de la zona. ¡Seguramente se haya quedado atónito contigo!

Su hermana se carcajeó y echó la cabeza hacia atrás.

—Lo que demuestra lo poco que sabes de negocios, Luce. Barnes estuvo encantado de aceptar el trabajo que le di. ¿Qué estaba diciendo? Oh, sí. Fue Barnes el que leyó sobre la muerte de nuestro padre y me hizo notar el hecho de que tenía derecho a reclamar Cookes. ¡Es muy minucioso! Y pensé, ¿por qué no? Puede que tenga alguna ventaja financiera. Después de todo, la mía no es una profesión muy segura.

Lucille depositó la tetera sobre la mesa y le entregó una taza a su hermana.

—Entiendo. Así que tienes derecho a reclamar la casa y todos sus efectos como hija mayor de George Kellaway.

—Eso dice Barnes. Pero no hay herencia, pues se gastó todo su dinero en viajes, y la casa está llena de nada salvo libros y artefactos bizarros de China —Susanna parecía asqueada—. Viene a ser lo mismo. En cualquier caso, no tienes por qué envidiar mi buena suerte —le dirigió a su hermana una sonrisa radiante.

Lucille levantó su taza y bebió pensativa.

—¿Pero cuáles son los términos del contrato de arrendamiento? Imagino que nuestro padre tenía la casa gracias al conde de Seagrave.

—¿Quién sabe? —Susanna se encogió de hombros—. ¡Yo dejo todo eso en manos de Barnes, claro! En cualquier caso, es el lugar más aburrido de la tierra y, si no fuera por el hecho de que puede que tenga algo que ganar, no me quedaría allí ni un minuto más, te lo aseguro. De hecho, Luce, eso es lo que me ha traído aquí. Ya ves, necesito ausentarme un tiempo y quiero que vayas a Cookes y te hagas pasar por mí.

Lucille, que acababa de dar un trago al té, estuvo a punto de atragantarse. Tragó y sintió las lágrimas en los ojos. Susanna estaba observándola con esa mirada calculadora que hacía que aquellos ojos azules y límpidos se volvieran duros. Hubo un silencio, roto sólo por las voces lejanas de algunas alumnas mientras jugaban al béisbol en el patio. Lucille dejó la taza en el plato con mucho cuidado.

—Creo que debes de estar loca o de broma para hacer una sugerencia así, Susanna. ¿Con qué propósito? Esos juegos tan infantiles estaban bien cuando estábamos en la escuela, ¿pero ahora? ¡Ni siquiera se me ocurriría!

Susanna parecía tan ofendida como le permitía su indolencia.

—¡Juraría que te has vuelto más desagradable desde la última vez que nos vimos! No se trata de ninguna estratagema infantil. ¡Jamás he hablado más en serio! ¿Crees que habría hecho todo el camino desde Suffolk hasta Oakham sólo por una broma? —se estremeció exageradamente—. ¿Y que me hospedaría en la posada más horrible del mundo sólo por diversión? Creo que eres tú la que ha perdido la cabeza.

Había cierta verdad en aquello, pensó Lucille. Susanna nunca haría nada que fuera en contra de su propia comodidad. Sabía que no debería considerar aquella sugerencia, ni siquiera discutirla, pero aun así…

—¿Por qué diablos necesitas que acceda a algo tan descabellado? —su curiosidad pudo más que ella, pues Susanna parecía terca y decidida, expresiones habitualmente ajenas a ella.

—Necesito que lo hagas porque tengo que marcharme —dijo Susanna con énfasis—. Sir Edwin Bolt me ha invitado a ir a París con él y no puedo arriesgarme a llegar tarde. ¡No quiero que se me escape! ¡Es de lo más inoportuno!

Algo que podría haber sido compasión se despertó dentro de Lucille.

—¿Tan importante es sir Edwin, Susanna? ¿Lo amas?

Susanna se carcajeó amargamente.

—¡Amar! ¡Dios, no! ¡Pero puedo convencerlo para que se case conmigo! Y ya sabes, Luce, ninguna de las dos somos jóvenes. ¡Veintisiete años!

No puedo ni pensarlo. Supongo que tú podrías quedarte aquí dando clases hasta el día que mueras, pero para mí es distinto. ¡Yo tengo que asegurar mi futuro!

Lucille se tragó la cruel referencia de su hermana y dijo: —Entiendo. Pero creí que habías reclamado Cookes por ese propósito…

—¡Exacto! —Susanna la miró con su sonrisa radiante, como si hubiera dicho algo particularmente inteligente—. ¡No puedo estar en dos lugares a la vez! Mi oportunidad está en sir Edwin. Al fin y al cabo, él puede convertirme en una dama —no pareció advertir la ironía de su propio comentario—. Pero al mismo tiempo no quiero renunciar a mi derecho sobre Cookes en caso de que pueda darme algo de dinero. ¡Realmente no es justo! ¿Por qué ha tenido que morirse nuestro padre en este momento?

Lucille no pudo evitar sonreír al oír semejante egoísmo.

—Me atrevería a decir que no lo tenía pensado —dijo con un sarcasmo que le pasó desapercibido a su hermana—. Perdona si estoy un poco lenta, pero realmente no entiendo por qué sientes que no puedes abandonar Cookes ahora. No creo que haya peligro en que viajes al extranjero ahora que ya tienes el contrato.

—¡Pero sé que quieren echarme de esa casa! ¡Desean que nunca la hubiera reclamado! —vio el escepticismo de su hermana y adoptó una actitud defensiva—. Mírame como quieras, Luce, pero tú no viste a esos abogados. Han estado persiguiéndome toda la semana, intentando rebatirme. ¡Sé que no me quieren allí! Romperán el contrato si les doy la más mínima oportunidad, y entonces nunca podré reclamar la herencia que merezco. Así que no me atrevo a marcharme sin saber que hay alguien que cuide de mis intereses, y es más fácil para ti hacerte pasar por mí durante un tiempo. Así parecerá que estoy realmente interesada en vivir en la casa. Después de todo — añadió sin tacto alguno—, nadie sabe que existes, así que no sospecharán.

Lucille sintió como si estuviera hundiéndose en arenas movedizas.

—¿Pero no puede tu abogado representar tus intereses? Después de todo, fue él quien te habló de tu herencia. ¿No sería la persona más apropiada para…?

Susanna estaba negando con la cabeza concienzudamente.

—¡Pero mi abogado está en Holborn! ¡Necesito a alguien en Suffolk! ¡Te necesito a ti, Lucille!

—Pero, Susanna —dijo Lucille con impotencia—, la mentira… ¡Al fin y al cabo es un fraude! Y si se dieran cuenta…

Susanna sonrió.

—¡Dios, siempre fuiste tan beata, Luce! ¡Nadie se dará cuenta! La única persona con la que puede que te encuentres es Josselyn, el agente, y hasta él estará demasiado cansado de intentar rebatirme y probablemente te dejará en paz. Creí que te gustaría tener la oportunidad de ver la casa —añadió astutamente—. Está llena de viejos libros polvorientos que a ti te parecerán fascinantes. A mí esas cosas no me interesan en lo más mínimo, pero estoy segura de que a ti te encantarán.

Hubo otro silencio en el cual Lucille intentó luchar contra un deseo interno. —No funcionaría —dijo con más decisión—. ¡Si ni siquiera nos parecemos!

Superficialmente eso era cierto. Lucille sintió el escrutinio malicioso de su hermana gemela. Sabía lo que debía de parecer a los sofisticados ojos de Susanna: una tonta de pueblo con un vestido viejo, sin curvas y con el pelo mucho más pálido que el de su hermana, y recogido en un moño antiestético. Tenían los mismos ojos azul zafiro, pero mientras que Susanna hacía un uso coqueto de ellos, los de Lucille estaban siempre ocultos tras sus gafas de leer. La tez de Lucille era de una palidez de porcelana, sin los aditivos cosméticos que Susanna empleaba con tanta maña; polvos y colorete para las mejillas, carmín para los labios, lápiz de ojos… El efecto era espectacular y sólo servía para resaltar las diferencias entre ellas.

Hacía tres años que Lucille no veía a su hermana, y sentía que Susanna no había cambiado ni en apariencia ni en actitud. Era muy típico de ella llegar sin avisar y pedirle a su hermana que se embarcara en una aventura descabellada sólo para ayudarla. Lucille, que siempre había sido la hermana sensata, había intentado controlar las maquinaciones de su hermana cuando eran pequeñas, aunque sin mucho éxito. Susanna era testaruda y obstinada y no había mejorado con la edad. Lucille aún recordaba el horror que había sentido cuando Susanna había anunciado desafiante que, dado que la muerte de su padre adoptivo las había dejado sin dinero, intentaría probar suerte en la parte más oscura de la sociedad londinense. Se había mostrado muy decidida, y ni los razonados argumentos de su hermana ni la desaprobación de la familia que les quedaba habían servido para detenerla. Eso había sido nueve años antes. ¿Y quién podía decir que se había equivocado? A Susanna nunca le había preocupado la dimensión moral de su elección, y en el aspecto material le había ido bastante bien.

Susanna se puso en pie con la elegancia y fluidez que la caracterizaban, se acercó a su hermana y la levantó también. Se miraron en el espejo de la sala; una la sombra pálida de la otra.

—Podrías parecerte a mí —dijo Susanna lentamente—. Sólo es una cuestión de ropa y de cosméticos, y nadie en Dillingham me ha visto bien. Ya te he dicho que nadie salvo los agentes de Sea-grave ha ido a visitarme esta semana. Así que ya ves, no tendrás que hacer nada que no te apetezca. No será durante mucho tiempo, y me atrevería a decir que te vendrían bien unas vacaciones lejos de esta prisión.

Lucille dio un respingo, pues su hermana había sacado a relucir la única verdad que ella no quería asumir. Durante los últimos meses, había sido muy consciente de su creciente necesidad de escapar de los confines claustrofóbicos y de las rutinas previsibles de la escuela. Necesitaba tiempo para leer, estudiar, pasear y ser ella misma, pero no tenía ningún sitio al que ir. En algunos aspectos el refinado mundo de la escuela, las clases interminables a niñas pequeñas y los horizontes restringidos de todos los profesores eran, en efecto, la prisión de la que hablaba Susanna.

Susanna era virtualmente toda la familia que Lucille tenía, y había dejado claro tiempo atrás que sus antecedentes no eran una ventaja en la vida que había escogido, y estaría en deuda con su gemela si no aireaba su relación. Aquello le convenía a Lucille, que comprendía que le haría flaco favor confesar que era hermana de una de las cortesanas más infames de Londres. Los padres de sus alumnas se escandalizarían; o pensarían que estaba hecha de la misma pasta. Era un curioso giro del destino el que había separado a dos hermanas en un mundo en el que una se había convertido en una literata y la otra en una cortesana.

Lucille suspiró. Sabía que Susanna estaba utilizándola, pero una parte de ella le rogaba que aceptase su oferta. La idea de pasar algún tiempo en la casa en la que su padre había vivido y trabajado le resultaba extrañamente atractiva. Pero hacerse pasar por su hermana era algo absurdo e inmoral, le decía la voz de su conciencia. Aunque no sería por mucho tiempo, y en realidad no estaría haciendo nada malo…

—¿Cuánto tiempo crees que estarías fuera? — le preguntó a Susanna, y fue recompensada con una sonrisa vívida de su hermana, que obviamente veía que estaba a punto de ganar la batalla.

—No más de una semana o dos —dijo despreocupadamente, y regresó a su pose lánguida en el sofá—. Y tú sólo tendrías que ocupar la casa. No creo que aparezca nadie; sin duda será un aburrimiento, aunque tú debes de estar más acostumbrada que yo a ese tedio. ¡Dios, cómo detesto este lugar! —con un cambio de humor camaleónico, le dirigió otra sonrisa a su hermana—. ¡Oh, di que lo harás, Lucille! ¡Te encantará un cambio de escenario!

Lucille se mordió el labio ante la desvergüenza de su hermana. Por desgracia, Susanna tenía razón. Aunque la idea de hacerse pasar por ella la horrorizaba, la casa de Cookes tenía cierto encanto.

—De acuerdo, Susanna —dijo por fin—. Sin duda viviré para lamentarlo, pero te ayudaré.

Susanna miró el horrible reloj situado sobre la repisa de la chimenea. Ahora que había conseguido lo que deseaba, no quería quedarse.

—¡Dios, debo irme o esa vieja pécora me dejará fuera! —se volvió hacia su hermana y dio una palmada con las manos—. ¡Oh, gracias, Luce! ¡Pronto enviaré a buscarte!

Lucille dejó que su hermana recogiera su estola de piel y su bolso enjoyado.

—No temas encontrarte con alguien —añadió Susanna ya con una mano en el picaporte—. ¡Ninguno de mis conocidos se dejaría ver en el campo ni muerto!

—¿Y el conde de Seagrave? —preguntó Lucille de pronto—. Él es el dueño de Cookes, ¿no es cierto? ¿No existe la posibilidad de que venga a Suffolk?

Susanna se quedó mirándola.

—¿Seagrave? ¡Pero qué idea tan absurda! A él no le interesa esto, te lo aseguro. Seagrave tiene a un ejército de agentes y abogados para no tener que involucrarse en los asuntos de sus fincas.

Lucille se dio la vuelta para que su hermana no pudiera verle la cara, y fingió estar recogiendo las tazas y los platos.

—¿Lo conoces, Susanna? ¿Qué tipo de hombre es?

Si Susanna hubiera tenido más interés en las motivaciones y sentimientos ajenos, aquella pregunta le habría parecido extraña viniendo de su hermana. Sin embargo, rara vez pensaba en algo que no fueran sus propios deseos y necesidades. Arrugó la nariz y frunció el ceño con el esfuerzo mental de intentar recomponer el carácter de una persona.

—Es un hombre encantador —dijo al fin—. Guapo, rico, generoso… ¡Dios, no sé! No pertenece a mi círculo. Tiene un estatus demasiado alto para mí. Pero no temas, Lucille. Como ya te he dicho, a Seagrave no le importa Cookes en absoluto.

Lucille se acercó a la ventana y vio como su hermana subía elegantemente al carruaje que la esperaba. Tenía la cabeza en otro sitio. En su mente podía ver otra mañana de junio, un año antes, cuando aquel día brillante y fresco la había sacado pronto de la cama. Su dormitorio estaba en la parte de atrás de la escuela y daba a una calle tranquila y al patio de la posada local, The Bell. Ella había abierto su ventana para disfrutar del aire fresco en la cara y de la quietud antes de que comenzara la rutina del día a día en la escuela. Estaba apoyada en el alfeizar cuando se oyó un alboroto en el patio de la posada y apareció un nuevo carruaje, cuyo conductor pedía un cambio de caballos.

Lucille se había quedado mirando mientras él saltaba al suelo y comenzaba a hablar con el posadero al tiempo que los mozos corrían a cambiar los caballos. Era alto, de hombros anchos y el físico musculoso de un deportista; una figura que resaltaba con aquellos pantalones ajustados visibles bajo su chaqueta cuando se dio la vuelta para ver el progreso de los mozos. El sol de primera hora de la mañana barnizaba su pelo oscuro y espeso y le daba un tono castaño que iluminaba sus rasgos duros. Lucille había contenido la respiración y de pronto, como si se sintiera inquieto por su escrutinio, el hombre la había mirado directamente. Había sido un momento extraordinario. Lucille se había quedado helada, la brisa le había pegado el camisón al cuerpo y había agitado los mechones de pelo plateado que, por una vez, llevaba suelto. Fue como si estuvieran a pocos pasos de distancia mientras el hombre le mantenía la mirada deliberadamente durante lo que le pareció una eternidad. Entonces sonrió, sus dientes blancos resaltaron sobre su piel morena y él levantó una mano en un gesto casual para saludarla antes de darse la vuelta. Lucille cerró la ventana de golpe y sintió que se le encendían las mejillas por la vergüenza. Y fue más tarde, estando en el pueblo, cuando oyó que el ilustre visitante no era otro que el conde de Seagrave…

Lucille se dio cuenta de que se había quedado mirando a la calle vacía. Un torrente de calor recorrió su cuerpo al recordar el encuentro. Jamás su vida en la escuela se había visto tan alterada. Acostumbrada a buscar una explicación racional a todo lo que le sucedía, Lucille era incapaz de explicar aquella compulsión que la había llevado a fijarse en Seagrave y a quedarse mirándolo de aquella manera tan descarada. Ni qué le habría llevado a él a observarla allí de pie, en camisón. Pensó entonces que no habría peligro de que la experiencia se repitiera. Susanna se lo había asegurado. Lo cual, como le decía una parte de su mente, era una pena, aunque tal vez lo mejor.

La atmósfera en el abarrotado salón de juegos era tensa. No cabía duda de que el conde de Seagrave había llevado las mejores cartas; varios jugadores menos afortunados se habían visto obligados a retirarse con los bolsillos vacíos y mascullando sobre su mala suerte. Su mirada oscura era intensa, con el ceño ligeramente fruncido en actitud de concentración. Era un rostro de carácter, tal vez demasiado duro para tener una belleza clásica, con aquellos ojos oscuros, profundos, misteriosos y con pecas doradas.

La siguiente mano también terminó a su favor; y desde la puerta, con claridad atroz, llegó el susurro de otro desafortunado miembro de la nobleza.

—Afortunado en el juego, desafortunado en amores, es lo que dicen… Todo el mundo en la ciudad comenta que la señorita Elliott quiere deshacerse de él… con todo el asunto de la cortesana… demasiado descarado, y tan sólo una semana después de que se prometieran… Juro por mi honor que es cierto…

Demasiado tarde, alguien lo mandó callar con un chistido y de pronto se quedó en silencio. Sea-grave volvió la cabeza, la multitud se apartó y dejó ver que el que hablaba era el señor Caversham, un hombre joven y cruel hasta el extremo.

—Por favor, continúa, Caversham —todos los que conocían a Seagrave reconocieron el tono de acero bajo su voz sedosa—. La audiencia está en vilo. Dices que la señorita Elliott va a poner fin a nuestro compromiso. Es más, deduzco que la razón es cierto… escarceo mío con alguna mujer.

¿Tu informador te ha proporcionado también el nombre de la dama? Estoy seguro de que sí, Caversham.

Hubo un profundo silencio mientras la boca del señor Caversham se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno. Se había puesto pálido y tenía aspecto vulnerable. Seagrave, tras intercambiar una mirada con lord Robert Verney, sentado frente a él, negó con la cabeza a modo de respuesta a las cejas arqueadas de Verney. Habían visto a Seagrave así antes y comprendían parte de los demonios que lo consumían. Peter colocó una mano tentativa en el brazo de su hermano y sintió la tensión en él.

—¡Déjalo, Nick! Es un pobre infeliz que no tiene ni idea…

Seagrave no pareció oírlo. Le quitó la mano de encima y se puso en pie lentamente. Todo el mundo pareció aguantar la respiración. Caversham era alto, pero Seagrave lo era más. Agarró al joven por el pañuelo del cuello y lo arrastró hacia él.

—Será mejor que reconsideres tu silencio, Caversham —dijo Seagrave con el mismo tono peligroso—. Posees cierta información que estoy ansioso por saber —agitó a su víctima ligeramente.

Caversham era un tonto, pero no un cobarde. Con la boca seca y el pañuelo del cuello increíblemente apretado, consiguió decir:

—Susanna Kellaway, milord. He oído… he oído que ha ocupado una casa en vuestra finca de Suffolk… Todo el mundo en la ciudad lo comenta.

Seagrave le dirigió una sonrisa desagradable.

—Muy cierto. Te felicito, Caversham —el joven fue soltado tan súbitamente que casi cayó al suelo. Se aflojó el cuello con dedos temblorosos y vio que Seagrave se volvía hacia la mesa de juego para recoger una pila de guineas y varios rulos de monedas antes de dirigirles una reverencia burlesca a sus acompañantes.

—Mis disculpas, caballeros. Algunas de las personas aquí no son de mi gusto. Peter, ¿vienes conmigo o prefieres quedarte?

Hubo cierto brillo luminoso en los ojos marrones de Peter Seagrave.

—Oh, voy contigo, Nick.

Los susurros se desataron a medida que bajaban las escaleras.

—¿Puede ser cierto? No lo ha negado... Así que la bella Susanna ha dejado al duque por un simple conde…

Seagrave no reaccionó a ninguno de los comentarios mientras abandonaba el club. Era como si su cara estuviera hecha de piedra. Los hermanos salieron a la calle, donde cierto brillo del amanecer ya iluminaba el cielo al este. Una vez fuera, Sea-grave se dirigió hacia St James a una velocidad que demostraba que estaba completamente sobrio. Su hermano casi tuvo que correr para alcanzarlo. Peter, que había quedado invalidado del ejército después de Waterloo el año anterior, aún no se había recuperado del todo de las balas que había recibido en el pecho y en el muslo, y tras varios minutos de caminata tuvo que protestar.

—¡Por el amor de Dios, Nick, ve más despacio! ¿Quieres terminar lo que empezaron los franceses?

Eso le valió una mirada divertida y, aunque Seagrave no contestó, aminoró la velocidad hasta adoptar un paso moderado que le permitía a su hermano seguirlo sin demasiada dificultad. Por enésima vez, Peter deseó que su hermano no fuera tan enigmático, ni sus estados de ánimo tan impenetrables. No siempre había sido así. Ahora, por ejemplo, sentía que Seagrave estaba furioso, pero sabía que no diría nada sin incitación. Peter suspiró y decidió arriesgarse.

—¿Nick, de qué se trata? Cuando ese idiota de Caversham ha empezado a hablar, he pensado que todo era mentira, pero tú ya lo sabías, ¿verdad? ¡Querías que le dijera a todo el mundo lo de la señorita Kellaway!

Hubo un silencio, luego Seagrave suspiró.

—Tu perspicacia te hace justicia, hermanito —dijo con cierto tono burlón mientras se metía las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Sí, lo sabía. Josselyn me escribió una carta a principios de semana para decirme que la señorita Kellaway… —hablaba como si estuviera saboreando algo asqueroso— había reclamado una casa en Dillingham. Quería ver qué parte de la historia se había hecho pública.

Peter frunció el ceño. —Pero, si ya lo sabías, ¿por qué no has hecho nada? Aguardó y oyó como su hermano volvía a suspirar. —No pensé que importase —dijo Seagrave, con el aburrimiento que era habitual en él.

—¿No creías…? —Peter se detuvo.

Era uno de los pocos que conocía la profundidad del descontento de su hermano desde que regresara de la guerra, de su aparente falta de objetivos en la vida. Habían compartido experiencias similares durante la guerra y Peter entendía por qué Seagrave había quedado tan profundamente afectado y por qué le había costado tanto trabajo asentarse en una sociedad que parecía ofrecer sólo gratificaciones instantáneas y superficiales. Peter tenía el temperamento alegre que le hacía capaz de recuperarse de sus experiencias, aunque despacio, pero Seagrave siempre había sido mucho más profundo, siempre daba más vueltas a todo lo que había experimentado, era como si una parte de él estuviera bloqueada, como si fuera inalcanzable.

Nada lograba llamar su atención durante mucho tiempo. Tenía entrada garantizada a cualquier acto de la alta sociedad que eligiese honrar con su presencia. Tenía múltiples mujeres tras él y una fortuna que poder gastar en los salones de juego. Ni siquiera podía acusársele de ser un mal casero, ni de que descuidara sus fincas, pues se encargaba de todo para asegurarse de que las necesidades de sus arrendatarios estuviesen cubiertas. Simplemente elegía no encargarse personalmente de tales asuntos. No era de extrañar que la carta de Josselyn hubiese sido recibida con esa indiferencia.

Seagrave suspiró de nuevo.

—Ahora me doy cuenta de que fui un ingenuo al pensar que no me afectaba —su tono era reflexivo—. Sólo hacía falta que algún cotilla escuchase la historia, como así ha sido, para que lo supiera toda la ciudad. Y ahora la señorita Elliott me va a dejar. ¡Ojalá me importara más!

Peter frunció el ceño. Sabía que Seagrave nunca había fingido preocuparse por Louise Elliott más allá del respeto mutuo que uno esperaría recibir de su futura esposa, y también sabía que aquello no tenía nada que ver con la exquisita actriz que su hermano tenía refugiada en una discreta villa en Chelsea. Pero incluso aunque sus sentimientos no fueran profundos, merecía la pena intentar preservar la unión con Louise.

—Ve a ver a los Elliott mañana —le instó—. Estoy seguro de que todo puede arreglarse. Louise es una chica sensata y comprenderá la verdad del asunto.

—Eso es, Peter. Estoy convencido de que tienes razón. Mi futura esposa es una joven racional que ignorará fácilmente el hecho de que tengo a una cortesana en una de mis propiedades. Lo que puede que no olvide, en cambio, es la humilla