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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UN PRÍNCIPE A SU SERVICIO, Nº 31 - Junio 2012

Título original: The Man Who Would Be King

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2002 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

 

ESCOLTANDO A UNA PRINCESA, Nº 31- Junio 2012

Título original: The Princess and the Mercenary

Publicada originalmente por Silhouette® Books

 

Publicados en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0197-4

Imagen de cubierta: SERGE BLACK/DREAMSTIME.COM

 

Conversion ebook: MT Color & Diseño

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Dramatis personae

 

 

Con la ayuda de sus poderosos aliados, la familia real de Montebello está decidida a encontrar al príncipe heredero desaparecido. Pero su búsqueda no está exenta de peligros... ¡ni de pasión!

 

Conoce a los principales protagonistas de este regio misterio:

 

Duque Lorenzo Sebastiani: Tras la desaparición del príncipe heredero, el mundo espera la noticia de que, algún día, Lorenzo sea quien ocupe el trono en su lugar. Pero con la aparición de nuevas pistas sobre el paradero del príncipe Lucas, ¿quién sabe lo que le deparará el futuro?

 

Eliza Windmere: Como tiene en su poder la clave del misterio del príncipe desaparecido, esta periodista de la prensa del corazón está a punto de unirse al duque en la búsqueda. Pero, ¿qué le aportará la investigación? ¿Felicidad o... desamor?

 

Rey Marcus Sebastiani: el monarca de Montebello no ha abandonado la esperanza de que su primogénito siga con vida. Reanudada la búsqueda, el rey confía en poder transmitirle su legado.

 

Ursula Chambers: A Ursula nunca le han gustado mucho los bebés, pero desde que su hermana está esperando un principito, piensa hacerse de oro y satisfacer su ambición. Pero lo más urgente es cerciorarse de que nadie encuentre al príncipe de Montebello.

1

 

 

—¿Eliza? Willy ha telefoneado tres veces en tu ausencia. Quiere que lo llames, ha dicho que era importante —siempre de punta en blanco con trajes de diseño, Deborah Jones era una asidua de las fiestas de los famosos. Disfrutó pasándole el recado a Eliza en cuanto ésta volvió del almuerzo.

«Bruja», pensó Eliza al ver la mueca burlona de Debbie. Si no fuera hija del dueño del Denver Sentinel, el periódico por el que Eliza sudaba sangre, le habría dicho que se pegara un tiro. Pero Eliza no tenía un pelo de tonta y no pensaba entrar al trapo. Había tardado nueve años en ascender de copista a reportera y, por fin, a columnista, y pensaba defender su logro con uñas y dientes. Desde que, hacía un mes, Deborah se había incorporado a la plantilla como la nueva reportera de las páginas de sociedad, le había dejado claro a Eliza que no sólo quería quitarle el puesto sino buscar un motivo para llorarle a su papá y conseguir que éste la despidiera. Eliza no pensaba darle ese motivo.

Pero, ¡maldición, no era fácil! No era una de esas mujeres dóciles de modales suaves que se dejaban pisotear. Sabía defenderse sola y se enorgullecía de ello. Así que morderse la lengua y forzar una sonrisa le exigía cierto esfuerzo.

—Gracias —le dijo al tiempo que tomaba el post-it rosa que Deborah le tendía—. Luego lo llamo.

—Sí, porque si no lo haces tú... —repuso la joven con la mueca burlona más pronunciada que nunca—. Ese tipo cree que Elvis sigue vivo. ¿Por qué pierdes el tiempo con él? Es un pirado.

Eliza no podía replicar. No había duda de que a Willy Cranshaw le faltaban unos cuantos tornillos. Vivía como un ermitaño en las montañas del norte de Boulder, y no hacía más que llamar a la policía con sus chifladuras. Carecía de credibilidad entre las autoridades, y Eliza no sabía por qué seguía aceptando sus llamadas. A lo largo de los años, le había dado algunas pistas buenas, pero no compensaban el esfuerzo de tratar con él. Aun así, se compadecía de él. Estaba muy solo, y Eliza comprendía esa sensación. Hacía dos meses que había roto con Robert y nunca en la vida se había sentido tan sola.

—Necesita a alguien con quien hablar de vez en cuando, nada más —repuso Eliza, y no la sorprendió que Deborah chasqueara la lengua con desdén. La fortuna y la posición social de su padre le garantizaban un lugar en el mundo y una persona con quien hablar, aunque sólo fuera un terapeuta; ella jamás comprendería cómo era la vida para un hombre como Willy.

—Si es a eso a lo que quieres dedicar tus horas de trabajo, adelante —dijo la joven, y se echó la melena hacia atrás—. Yo preferiría hablar con alguien que pudiera darme un reportaje de verdad.

Cuando se dio la vuelta y se alejó con sonrisa de superioridad, elevando su nariz perfecta de cirugía, Eliza se sintió tentada de arrojarle el reloj. Afortunadamente, el timbre del teléfono la distrajo. Lanzando a la espalda de Deborah una última mirada furibunda, descolgó.

—Eliza Windmere al habla.

—¡Eliza! ¡Menos mal! Llevo toda la mañana intentando hablar contigo. ¿No te han pasado mis mensajes?

—Hola, Willy —dijo con una mueca irónica. Hablando del rey de Roma...—. Acaban de pasarme tu recado. Deborah me ha dicho que tenías algo importante que contarme.

—No me gusta esa chica —comentó, distrayéndose al instante—. Me trata como si fuera subnormal.

Eliza no pudo evitar reír.

—Sí, te comprendo. A mí me hace lo mismo. Pero no me has llamado por eso, Willy —le recordó—. ¿Qué pasa?

En un abrir y cerrar de ojos, retomó el hilo de la conversación.

—¡Es el príncipe! ¡Está vivo! —exclamó con entusiasmo.

A Eliza no le hacía falta preguntar a qué príncipe se refería. Sólo había uno desaparecido, y era el príncipe Lucas Sebastiani, el primogénito del rey Marcus y de la princesa Gwendolyn de Montebello, heredero del trono de una isla independiente del Mediterráneo Oriental.

Atlético y apuesto, tenía una vena alocada que, sin duda, había hecho encanecer a su padre antes de tiempo y lo había convertido en el principal protagonista de la columna de difusión nacional en la que Eliza hablaba de las vidas y los amores de las familias reales. Y a ella le encantaba precisamente por eso. Tenía una personalidad extraordinaria y era muy querido en todo el mundo. Cuando, el invierno pasado, su avión se estrelló en las Rocosas de Colorado y lo dieron por desaparecido, Eliza lloró la pérdida como cualquier otra persona... y siguió todas las pistas. Pero no había surgido ninguna novedad en los más de seis meses transcurridos desde el cierre de la investigación, y ella, como todo el mundo, había acabado dándolo por muerto.

—Hace un año de eso, Willy —dijo con suavidad—. Es imposible que esté vivo después de tanto tiempo.

—Pues tiene que estarlo. Tengo la prueba.

—¿En serio? ¿Qué prueba es ésa?

—Algo que encontré en los bosques —dijo con astucia—. Si quieres el resto del reportaje, tendrás que venir a verme.

Eliza sabía que la estaba chantajeando y que sería una estúpida si picaba. Había tratado con Willy en demasiadas ocasiones en el pasado como para creerse todas sus historias. Era el mismo hombre que había afirmado ver a Elvis, al Papa y a un extraterrestre o dos en las remotas montañas en las que vivía. Antes de subirse a un coche y viajar a Boulder, Eliza debía asegurarse de que no se trataba de una broma pesada.

Se recostó deliberadamente en la silla y dijo:

—A ver si lo entiendo. Has encontrado algo en los bosques que demuestra que el príncipe está vivo, y me has llamado a mí en lugar de a la policía. ¿No es un poco sospechoso?

No lo negó.

—No podía llamar a la poli —se limitó a decir—. Amenazaron con meterme en la cárcel por hostigamiento si volvía a hacerlo.

Eliza no lo ponía en duda. Sabía, por propia experiencia, lo insistente que era Willy cuando tenía una primicia: la telefoneaba hasta ocho o nueve veces al día. Aun así, era un tontorrón inofensivo. Sólo quería llamar un poco la atención, sentirse importante, como todo el mundo.

Por eso mismo, debería haberlo tranquilizado y haber colgado, pero no podía hacerlo si existía la más remota posibilidad de que estuviera diciendo la verdad.

—Será mejor que no me mientas, Willy —le advirtió—. Si voy a Boulder y esto resulta ser otro avistamiento de Elvis, no volveré a aceptar ninguna de tus llamadas.

—Yo no te haría eso. Sabes lo que pienso de la realeza, no me lo inventaría.

Deborah la habría llamado estúpida por creerlo pero, si Willy decía la verdad y el príncipe seguía vivo, sería el reportaje más importante de toda su carrera.

—Iré lo antes posible —le prometió—. ¿De acuerdo?

Lo oyó suspirar de alivio.

—Te estaré esperando.

 

 

Aunque Eliza había estado varias veces en el refugio de Willy, se sorprendía cada vez que lo encontraba. Situada en lo alto de un cañón desierto muy alejado del camino, la construcción de troncos de madera se perdía en la arboleda coronada de nieve que la circundaba. Quien no conociera su existencia, pasaría de largo sin verla.

Detuvo el jeep rojo delante del refugio, pero no llamó a la puerta principal. No sabía qué le había ocurrido a Willy en Vietnam, porque enmudecía a la mera mención de la guerra, pero hacía treinta años que vivía recluido. Sólo se relacionaba con un puñado de personas, y siempre según ciertas reglas. Nunca abría la puerta principal a nadie.

Sentía su mirada, y no la sorprendía que la estuviera observando. Aunque se hubiera aislado del mundo, seguía al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Sabía cuándo invadían su espacio.

Dobló la esquina de la casa, se acercó a la puerta de atrás, llamó dos veces, esperó un momento y volvió a llamar. Sabía por experiencia que, aunque la estaba esperando y sabía que había llegado, no abriría la puerta si no llamaba correctamente... porque podía ser una impostora enviada por el gobierno para detenerlo.

Y aquél era el hombre que iba a darle el reportaje de su vida.

Regocijada, observó cómo la puerta se abría despacio y no se inquietó cuando Willy miró detrás de ella, hacia los árboles, para asegurarse de que no la había seguido nadie.

—No hay moros en la costa —le aseguró—. Sólo estamos tú, yo y las ardillas.

Sin aceptar su palabra, siguió escudriñando la espesura hasta que se quedó satisfecho. Abrió la puerta un poco más y se hizo a un lado.

—Pensé que no ibas a llegar. Mira esto —y antes de que ella pudiera darle las gracias por dejarla pasar, Willy le plantó algo suave en las manos.

Sorprendida, Eliza frunció el ceño al ver lo que parecía un trapo sucio. Después, se fijó en el emblema bordado que llevaba cosido. Una azucena con dos espadas cruzadas: la insignia de la familia Sebastiani. Estaba mugrienta y desgastada, pero la habría reconocido en cualquier parte.

Con el corazón golpeándole con fuerza las costillas, miró a Willy con intensidad.

—¿Dónde has encontrado esto?

—En el bosque, a unos ocho kilómetros de los restos del avión. Es del príncipe, ¿verdad?

Sin decir palabra, Eliza extendió la tela y vio que era una bufanda. Una bufanda de cachemira de color celeste que le había visto lucir en el cuello en una fotografía que habían tomado de él pocos días antes del accidente. Según los informes publicados, su madre, la reina Gwendolyn, la había encargado especialmente para él y no había otra igual en el mundo.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta. Willy no había mentido. Era imposible que una bufanda del príncipe hubiera aparecido a ocho kilómetros de los restos del avión si él no la hubiese llevado al cuello. Santo Dios, ¡seguía vivo!

Mareada de emoción, se debatía entre la risa y el llanto. El príncipe Lucas estaba vivo. Y, gracias a Willy, el reportaje era suyo, pensó, atónita. ¿Quién lo habría dicho?

Quería darle un abrazo, pero sabía que a Willy le daría un síncope si lo hacía, así que le sonrió y dijo:

—Desde luego, lo parece. Vamos a sentarnos, Willy. Quiero que me lo cuentes todo desde el principio. ¿Cuándo has encontrado la bufanda? ¿Has visto alguna otra pertenencia del príncipe? ¿Quién más lo sabe?

 

 

—¡Detén las rotativas! ¡El príncipe Lucas está vivo!

Cuando entró en el despacho de Simon Maxwell, a Eliza no la sorprendió que su jefe reaccionara a la noticia con un resoplido de incredulidad. Brusco y cínico, cáustico como el ácido, Simon no creía nada hasta que no lo veía por escrito.

—Sí, claro. Y yo soy la reina de Inglaterra. Pensaba que estabas trabajando en un reportaje de verdad, Pelirroja. No te pago para que escribas cuentos de hadas.

En otro momento, Eliza habría replicado al oír su insufrible apodo, pero aquel día, no. No cuando estaba flotando y se sentía tan satisfecha consigo misma y con su trabajo. Gracias a Willy, su puesto en el periódico nunca había sido más sólido. Tenía una primicia y no veía a Miss Nepotismo por ninguna parte. La vida no podía ser mejor.

Con una sonrisa de triunfo, metió la mano en el bolso, sacó la bufanda y la dejó caer sobre el escritorio.

—Que yo sepa, Boliche, no hay nada como un final feliz. Échale un vistazo a esto si no me crees.

Simon detestaba su apodo tanto como ella el suyo, pero apenas se dio cuenta. Tenía los ojos clavados en la bufanda y en su insignia dorada, que conocía tan bien como ella. Le indicó que se sentara y gruñó:

—Parece que tienes algo que contarme.

Eliza no necesitó más estímulo. Se dejó caer en la silla y le contó la historia de cabo a rabo. Por desgracia, no tenía el final feliz... todavía.

—Sé que está vivo, Simon. ¡Tiene que estarlo! Esto demuestra que se alejó de los restos del avión.

—No necesariamente —protestó su jefe, haciendo de abogado del diablo—. Podría haberlo arrastrado un animal.

—¿Y haber encendido una hoguera? —le espetó—. Willy ha dicho que encontró la bufanda cerca de una hoguera apagada, a ocho kilómetros del lugar del accidente.

Dicho así, Simon no podía replicar.

—¿Quién más lo sabe?

Sin sorprenderse de la pregunta que ella misma había formulado horas antes, sonrió de oreja a oreja.

—Tú, yo y Willy. Los reyes todavía no lo saben. Willy tenía miedo de contárselo a las autoridades.

No hacía falta que le explicara por qué. La reputación de Willy entre la policía era archiconocida por todos los periodistas de Denver. Simon se inclinó hacia delante para asegurarse de que había oído bien.

—¿Quieres decir que los reyes todavía no saben que su hijo podría estar vivo?

Con ojos azules centelleantes, Eliza asintió.

—Eso es, Boliche.

—Entonces, tienes que ir a Montebello a decírselo.

A Eliza le sorprendió aquella orden.

—¿Qué? ¿No deberíamos llamar a la policía?

—¿Para que filtren la exclusiva a todos los de la prensa del corazón? ¡Ni hablar! Vete a casa y haz las maletas. Yo te reservaré el billete de avión y te daré dinero para gastos. Tienes que darte prisa. Quiero un recuento detallado de todo lo que pasa. ¡De todo! —enfatizó—. A los reyes les dará un infarto cuando se enteren de que el príncipe está vivo...

Lanzándole instrucciones como dardos, no vio a Deborah Jones en el umbral hasta que ésta preguntó:

—¿Qué príncipe? ¿De quién habláis? Cielos, ¿del príncipe Lucas? ¿Lo habéis encontrado?

Tomados por sorpresa, los dos levantaron la vista y maldijeron. A juzgar por la expresión de Deborah, había oído más de lo deseable. Lanzándole una mirada severa, Simon gruñó:

—Estás irrumpiendo en una conversación privada. Que tu papá sea el dueño de este periódico no te da derecho a entrar sin llamar.

Podría haberse ahorrado el esfuerzo. Haciendo caso omiso del sermón de etiqueta, Deborah replicó:

—Si tenéis pruebas de que el príncipe Lucas está vivo, debería ser yo quien fuera a Montebello. He viajado por todo el mundo con mi padre. Tengo contactos que me permitirán entrar en palacio por la puerta grande y conseguir una audiencia con los reyes. Ella, en cambio, no.

Aunque estaba furiosa con la joven porque intentaba robarle la exclusiva, a Eliza se le cayó el alma a los pies. No podía esgrimir ni un solo argumento en defensa propia. Deborah tenía razón: ella nunca había viajado a Europa y no sabía cómo conseguir una audiencia con los reyes. Su única carta de presentación era su ingenio y la bufanda del príncipe, y quizá no la llevara a ninguna parte. Además, lo importante era que los padres del príncipe recibieran la noticia de que su hijo podía estar vivo. Si Deborah estaba en condiciones de hacerlo y se quedaba con el reportaje, Eliza no podía culpar a Simon. Su jefe estaba entre la espada y la pared. No sólo tenía que publicar un buen periódico, sino hacer feliz al dueño, y eso suponía hacer feliz a Deborah.

Pero, ¡maldición, aquél era su reportaje! Y no quería desistir... en especial, ante aquella rubia estúpida que se aprovechaba del dinero y de la influencia de su padre para conseguir lo que quería. Lanzó una mirada a Simon y se preparó para la decepción.

—Tú decides. ¿Quién va?

Ni siquiera pestañeó.

—Tú. La noticia es tuya.

Eliza creyó haber oído mal. Pero Deborah empezó a balbucir protestas, y comprendió que había ganado. Entusiasmada, se puso en pie y se arrojó en los brazos de Simon.

—¡Gracias, gracias, gracias! No lo lamentarás. Ya verás cuando veas el reportaje. ¡Será genial!

Dándole una palmadita en el hombro, Simon no pudo reprimir una media sonrisa.

—No te pongas sentimental —la regañó con voz ronca—. Venga, en marcha. Tienes un avión que tomar.

—¡Pero quiero ir yo! —exclamó Deborah—. ¡No es justo!

—Tengo un encargo más importante para ti —le dijo Simon mientras Eliza corría hacia la puerta—. Necesito a alguien que vaya a Hollywood para entrevistar a Brad Pitt. Eres la chica ideal para el trabajo.

 

 

Hacía tiempo que la sala del trono del palacio real de Montebello apenas se usaba para actos oficiales. Allí se había celebrado la coronación del rey Marcus y de la reina Gwendolyn, pero casi todos los invitados del rey que visitaban la sala se interesaban por los mosaicos de las paredes, que representaban la historia del país. Aquel día, no. El rey Marcus había reunido a su familia, a Kyle y a Tyler Ramsey, dos aliados norteamericanos que defendían sus intereses, y a la familia que gobernaba el país vecino, Tamir. Las dos familias reales llevaban mucho tiempo esperando la decisión del rey Marcus, en especial, desde que los dos países largo tiempo rivales habían estrechado lazos con el matrimonio de la hija mayor del rey Marcus, la princesa Julia, y el hijo del jeque Ahmed Kamal, Rashid, el príncipe heredero de Tamir. Hacía poco que Julia y Rashid habían dado al rey Marcus y al jeque Ahmed su primer nieto y, por consiguiente, la familia real de Tamir estaba preocupada por quién ocuparía el trono montebellano y por cómo afectaría ello a las relaciones futuras entre los dos países.

Mientras pululaban por la sala, hablando en voz queda, los invitados levantaban los ojos de vez en cuando al reloj de la pared. Y con motivo. El rey Marcus llegaba con retraso a la reunión que él mismo había convocado. Las especulaciones recorrían la sala como ondas de calor en un día de verano. ¿Dónde estaría el rey? ¿Habría decidido no pronunciarse aquel día? ¿Qué estaba sucediendo?

—Deberías ir a ver lo que pasa —le dijo el príncipe Rashid a su esposa, Julia—. No es una decisión fácil para tu padre. No quiere reconocer que Lucas ha muerto.

Y Julia lo comprendía. Su hermano siempre había rebosado vida. No lo imaginaba muerto a los treinta y seis años, pero hacía uno que había desaparecido, y tanto ella como el resto de la familia debían aceptar su muerte. Si hubiera sobrevivido al accidente y a las ventiscas que habían azotado las Rocosas los días siguientes, ya habría encontrado la manera de volver con ellos.

La incertidumbre era lo que atormentaba a sus padres. Los había visto debatirse entre la esperanza, la desesperación y, finalmente, la resignación, y se compadecía de ellos. Desde que había dado a luz a su hijo, Omar, no quería ni pensar en lo que sentiría al perderlo. ¿Cómo superaba un padre la muerte de su hijo?

—Papá necesita un poco de tiempo, nada más —dijo con voz ronca, reprimiendo las lágrimas—. Vendrá enseguida.

No muy lejos, el padre de Rashid, el jeque Ahmed, y su otro hijo, Hassan, contemplaban a los presentes junto al consejero del jeque, Butrus Dabir. En un pasado no muy lejano, los Kamal jamás se habrían acercado a los Sebastiani ni a Montebello. Un compromiso matrimonial roto en el siglo XIX había provocado una lucha centenaria que habría continuado indefinidamente si la princesa Julia y el príncipe Rashid no se hubieran enamorado. Por fortuna, con la boda y el nacimiento del bebé, todo había cambiado, pero nadie había olvidado el pasado.

—Esperaba que el rey nombrara herederos a la princesa Julia y a Rashid, pero corre el rumor de que el duque Lorenzo Sebastiani es el principal candidato —dijo Butrus en voz baja.

—Es comprensible —repuso el jeque Ahmed—. Los Sebastiani llevan gobernando Montebello desde 1880. El rey Marcus quiere proteger ese legado dejando la monarquía en manos de un Sebastiani. Julia es una Kamal... como su hijo —añadió con orgullo. No hacía falta decir que Omar era su ojito derecho.

—Lorenzo es el sobrino del rey Marcus y su principal ayudante —añadió Hassan—. Además de ser un héroe militar, es muy respetado por los montebellanos. Es la elección lógica para suceder al rey ahora que el príncipe Lucas ha muerto. Lorenzo es un buen hombre, seguirá los pasos de Marcus y mantendrá nuestros lazos con Montebello.

—Cierto —dijo Butrus—. Pero, como heredero de la corona, Lorenzo tendrá que abandonar su cargo de jefe del servicio de inteligencia. No le resultará fácil.

Al otro lado de la sala, los pensamientos de Lorenzo seguían el mismo camino. Quería a su tío y, por el bien de su país, haría lo que éste le pidiera. Pero, en el fondo de su corazón, deseaba que Marcus no lo escogiera. No le apetecía ser rey.

En cambio, Desmond, su hermanastro ilegítimo, tenía una visión muy distinta de la situación. Mientras esperaba a que Marcus hiciera acto de presencia, se frotaba las manos con expectación.

—Hoy serás nombrado rey —le dijo a Lorenzo con orgullo—. Nadie lo merece más que tú.

Lorenzo no pudo evitar reír.

—¿No te precipitas un poco? El rey decide por sí mismo. No sabemos a quién va a elegir.

—Por supuesto que sí —respondió su hermano con rotundidad—. Eres perfecto para el puesto, y el rey lo sabe. Créeme, hoy será el día más importante de tu vida.

A Lorenzo no lo sorprendía el apoyo absoluto de Desmond. Siempre había contado con él. Desde que había entrado en su vida, cuando Lorenzo tenía trece años, había estado a su lado mientras su hermano mayor, Max, no lo había hecho. Sí, Lorenzo sabía que Max lo quería, pero Max se había alistado en el ejército montebellano a los dieciocho años y, después, se había ido a vivir a Estados Unidos. Desde entonces, sólo viajaba a Montebello en momentos señalados. Desmond, por el contrario, siempre estaba a su lado, aunque tenían madres distintas y no los habían educado juntos desde pequeños.

—No sé —repuso Lorenzo con ironía—, pero si el rey me eligiera, espero que seas uno de mis consejeros. No soy un gran diplomático. Necesitaré toda la ayuda que pueda reunir.

—Por supuesto que te ayudaré —repuso Desmond con fluidez, encantado con las palabras de su hermanastro. Sin embargo, escondía cautelosamente su júbilo tras su fácil sonrisa—. ¿No he estado ayudando al rey Marcus todos estos meses, desde que desapareció el pobre Lucas? Haré lo mismo por ti. Más, incluso. Eres mi hermano. No me imagino no estando a tu lado.

Hablaba con una sinceridad bien ensayada, y no lo sorprendió que Lorenzo lo creyera. Su hermano no era estúpido, pero Desmond había entrado en su vida cuando aún era joven y vulnerable y no le había costado mucho esfuerzo ganarse su confianza. Había tenido que utilizar a Lorenzo para acercarse al rey, y había sido una maniobra genial. Porque, en aquellos momentos, sería hermano del heredero. Como su leal consejero y miembro más próximo de la familia, Desmond pensaba aprovechar al máximo su nueva posición. A fin de cuentas, Desmond era hijo de un duque, como Lorenzo. Ilegítimo, pero hijo de todas formas. Ya era hora de que cumpliera sus obligaciones como miembro de la familia real.

Lástima que el príncipe Lucas se hubiera estrellado en las montañas, pensó Desmond con sarcasmo. Quizá, algún día, haría el esfuerzo de derramar una lágrima por él... en cuanto celebrara su nueva fortuna.

Pero antes, el rey debía designar a Lorenzo sucesor.... y hacía diez minutos que debería haberlo hecho. Turbado por el retraso, lanzó una mirada ceñuda a la puerta por la que el rey debía hacer acto de presencia.

—No comprendo la tardanza del rey. ¿Por qué no vas a ver si le ha ocurrido algo? —sugirió.

Sabiendo cómo su tío lloraba la muerte de su hijo, a Lorenzo no lo sorprendía que Marcus no fuera fiel a su acostumbrada puntualidad. Designando al nuevo heredero al trono, estaba reconociendo públicamente que su hijo había muerto, y eso no le resultaba fácil a ningún padre.

—Seguramente, sólo necesita un poco más de tiempo para aceptar lo ocurrido —dijo Lorenzo en voz baja—. Iré a ver cómo está.

 

 

Cuando Eliza tomó un taxi en el aeropuerto de Montebello para ir al palacio, se sorprendió al ver un gentío de periodistas agolpados en las verjas, intentando entrar. Perpleja, le preguntó al taxista:

—¿Qué pasa? No le habrá ocurrido nada al rey, ¿verdad?

—No, señorita —la tranquilizó el hombre mientras aceptaba el importe y la propina—. Se encuentra bien. O tan bien como puede estar un padre cuando anuncia que su hijo ha muerto.

—¿Qué?

—Es cierto —dijo el hombre con tristeza—. Hace un año que se estrelló el avión del príncipe. Nadie quiere creer que ha muerto, pero hace tiempo que se perdieron las esperanzas. Por eso el rey ha decidido nombrar un sucesor. Le guste o no, los vivos deben seguir viviendo.

Horrorizada, Eliza recogió rápidamente el portátil y abrió la puerta.

—¡Dios mío! ¡Debo detenerlo! ¡No puede hacerlo!

Perplejo por la reacción, el taxista rió.

—Claro que puede, señorita. Puede hacer lo que le plazca. ¡Es el rey!

Forcejeando con su equipaje mientras corría hacia el gentío de las verjas, Eliza no lo oyó. ¡Aquello no podía estar pasando! Debería haber intentado ponerse en contacto con los monarcas en cuanto Willy le había mostrado la bufanda. Pero sabía que no le darían permiso para hablar con ellos, y la noticia que traía no era de las que se daban por teléfono. Además, ¿quién la creería sin ver la prueba?

Debería haber llamado de todas formas, pensó mientras se abría paso entre la masa de periodistas. Podría haber persuadido a alguien, y el rey se habría ahorrado la agonía de escoger a un sucesor. En aquellos momentos, debía convencer a los guardias de las verjas que necesitaba una audiencia inmediata con el rey y que lo que debía decirle era más importante que los cientos de periodistas que querían lo mismo.

—Eh, ¡cuidado!

—¿Adónde crees que vas? ¡Ponte a la cola! Nosotros estábamos aquí primero.

—Lástima —les espetó—. Tengo prisa y os estáis interponiendo en mi camino. Dejadme pasar, ¿queréis? Necesito hablar con el rey.

Nada más pronunciar las palabras, deseó poder retirarlas. A su alrededor, sus compañeros de profesión la imitaron.

—«Dejadme pasar... Tengo que hablar con el rey».

—Será mejor que espere como los demás, mademoiselle —le dijo un francés escuálido, mirándola con desprecio—. Y olvídese de hablar con el rey. Será su secretario de prensa quien se dirija a nosotros.

Eliza sabía que el hombre tenía razón, pero su actitud la irritaba. Lo adelantó rápidamente y le dijo al guardia de la verja:

—Oiga, debo ver al rey enseguida. Tengo una información muy importante...

Rodeada como estaba por periodistas de la competencia, no se atrevió a añadir nada más, pero el guardia no le hizo caso.

—Buen intento —dijo—, pero cumplo órdenes. No está permitida la entrada a ningún periodista. Tendrá que esperar, como los demás.

Frustrada, Eliza maldijo en voz baja. Le gustaba trabajar sin saltarse las normas pero, a veces, no compensaba. Era el momento de dejarse llevar por su intuición y hacer lo que debería haber hecho nada más ver el tropel de periodistas en las verjas: buscar otra entrada.

—Vaya —replicó, y fingió hacer pucheros mientras dejaba que la empujaran hacia atrás—. Al menos, lo he intentado.

La puerta principal del palacio se abrió en aquel momento, distrayendo al grupo de la verja, y Eliza aprovechó la oportunidad para escabullirse. Mientras el secretario de prensa informaba a los presentes que no tardaría en leerles el comunicado del rey, Eliza se alejó por el muro del palacio, confiando en encontrar algún punto por el que poder trepar. La suerte quiso que el camión de repartos entrara por la verja de servicio del otro extremo y, antes de que se cerrara automáticamente detrás del vehículo, consiguió franquearla.

Tras superar la conmoción inicial de hallarse a escasos metros del palacio real, dobló la esquina del edificio de piedra y mármol, buscando una entrada. Pero todas las puertas que encontraba a su paso estaban cerradas con llave.

—¡No puedo creerlo! —masculló, y siguió rodeando el edificio. El palacio contaba con una numerosa plantilla. ¿Acaso nadie había olvidado cerrar ninguna puerta?

Frustrada, estaba a punto de desistir cuando dobló otra esquina y se encontró en la parte posterior del palacio, de cara al mar. Y allí, ante ella, se extendían los jardines reales... y una veranda con puertas de cristal que parecían hechas expresamente para ella.

—¡Sí! —susurró, triunfante. Si estuvieran abiertas...

Con el corazón desbocado, se abalanzó hacia la veranda y giró el picaporte, medio esperando que saltara una alarma. Pero la puerta se abrió sin esfuerzo y, de pronto, se encontró en el salón de baile del palacio real de Montebello.

«¡Toma notas!», le ordenó una vocecita en su cabeza. Pero no tenía tiempo. El salón estaba desierto, y se aprovechó de ello para dejar el maletín del ordenador y la bolsa de viaje detrás de las cortinas. Con suerte, todavía estarían allí cuando volviera. Si volvía, se corrigió en silencio. Acababa de allanar la morada de un rey. En algunos países, eso se castigaba con la cárcel.

—Pues no dejes que te pillen —se dijo—. Compórtate como si tuvieras todo el derecho del mundo a estar aquí y nadie se fijará.

Era un plan sencillo y efectivo que le había dado buenos resultados en otras ocasiones. Así que se retocó el pelo, se echó el bolso al hombro y salió del salón de baile como si fuera la dueña del palacio.

Y funcionó. Salió a un amplio pasillo adornado con cuadros de los que se veían en los museos y se cruzó con varios miembros del servicio, que ni siquiera pestañearon al verla. Por desgracia, no sabía adónde iba. No conocía el plano del palacio ni en qué estancia pensaba proclamar el rey a su sucesor. La lógica dictaba que lo hiciera en uno de los salones destinados a actos públicos.

Con el ceño fruncido, llegó a un cruce de pasillos y vaciló, sin saber hacia dónde girar. Fue así como cometió su primer error. De pronto, se abrió una puerta a su izquierda y, antes de que pudiera adoptar la expresión de aplomo que la había llevado tan lejos, la sorprendieron.

—¿Quién diablos es usted?

Maldiciendo entre dientes, se ordenó seguir adelante con el farol. Pero cuando se dio la vuelta y vio a su captor, lo que pensaba decir se le fue de la cabeza. Era Su Excelencia el duque Lorenzo Sebastiani, el hombre que, según se especulaba, algún día sería nombrado rey.

No los habían presentado, por supuesto, pero lo habría reconocido en cualquier parte. A lo largo de los años, había escrito incontables columnas sobre él, primero como héroe militar recompensado por el rey con un ducado y, después, como jefe del servicio de inteligencia de Montebello... y había disfrutado escribiendo todas ellas. Tenía algo que siempre la había cautivado. Era duro de pelar, inteligente y leal, y las fotografías no le hacían justicia. Delgado y musculoso, de pelo castaño con mechas doradas y ojos verdes oscurecidos por una mezcla de emociones que Eliza no acertaba a comprender, era fácil ver por qué él, como el resto de los hombres Sebastiani, era uno de los más apuestos de Europa.

—¡Su Excelencia! ¡Gracias a Dios! Necesito darle un mensaje al rey...

—Es usted norteamericana —la interrumpió, con el ceño fruncido por la perplejidad—. ¿Cómo ha entrado? Hoy no hay visitas guiadas.

—No, señor, lo sé. No soy turista. Me llamo Eliza Windmere. Trabajo para el Denver Sentinel...

No pudo seguir.

—Una periodista —declaró con una mueca de desagrado—. Debí imaginarlo. El palacio está infestado de ellos. Vamos, fuera —y antes de que Eliza pudiera adivinar sus intenciones, la sujetó por el brazo y empezó a arrastrarla hacia la salida más próxima.

—¡Espere! No lo entiende. Tengo información sobre el príncipe Lucas.

Lorenzo Sebastiani contrajo la mandíbula sin ni siquiera mirarla.

—Sí, claro. A ver si lo adivino. Lo ha encontrado sirviendo mesas en Los Ángeles y, a cambio de una cantidad razonable, le dirá al rey Marcus dónde está. No malgaste saliva, encanto. Ya lo he oído antes. El rey recibe cientos de cartas de personas como usted todas las semanas. No sé cómo pueden mirarse al espejo. ¿No tienen conciencia?

—Por supuesto que sí —replicó, dolida, aunque se preguntó si el duque no tendría parte de razón. Los reyes habían perdido un hijo y, aunque había ido a darles la noticia que ansiaban escuchar, también quería la exclusiva.

Incómoda, se recordó que no intentaba sacarle dinero al rey ni ocultarle el paradero de su hijo. Quería la exclusiva, por supuesto, pero ya la tenía. En aquellos momentos, sólo estaba haciendo lo debido dándole la noticia sobre su hijo.

—Mire, sé lo que está pensando, pero hablo en serio. Tengo una información vital...

—Y yo soy el ratoncito Pérez —replicó—. Póngalo en su periódico y fúmeselo. Seguramente, será bazofia sensacionalista.

Se equivocó al hablar así. Deteniéndose en seco, Eliza se desasió y estiró su metro setenta y cinco de estatura para lanzarle una mirada entornada que debería haberlo reducido al tamaño de una hormiga.

—Para su información, yo no escribo bazofias, así que le agradecería que no me insultara.

Lo tomó por sorpresa y, momentáneamente, tuvo la decencia de mostrarse avergonzado. Pero, al instante siguiente, se dio cuenta de que era una periodista, ni más ni menos, quien le estaba llamando la atención.

—Es verdad —dijo con ironía—. Por un momento había olvidado que ha entrado aquí por la fuerza.

—No he entrado por la fuerza. La puerta estaba abierta...

—Así que no se le ocurrió otra cosa más que entrar —concluyó en su lugar—. No sé qué sentiría si yo hiciera lo mismo en su casa.

—¡Maldita sea, necesito hablar con el rey!

—Jamás —gruñó, y volvió a sujetarla por el brazo. Indignada, Eliza intentó desasirse por segunda vez, pero el duque era más fuerte y no pudo. Aun así, debía intentarlo. Forcejeando, sin preocuparse de que al día siguiente le salieran moratones, gimió.

—Es usted exasperante. No sé cómo ha podido parecerme encantador alguna vez.

Antes de que pudiera añadir palabra, apareció un criado.

—¿Tiene algún problema, Su Excelencia?

—Ya que lo dices, sí —respondió con rotundidad—. Acompaña a esta señorita a la puerta, ¿quieres Rudolpho? Es una periodista. Y asegúrate de que no vuelva a entrar.

—Por supuesto —dijo el anciano, y agarró a Eliza del brazo con sorprendente firmeza.

—¡No, espere! ¡Al menos, hable con el rey en mi nombre! —le gritó al duque, pero era demasiado tarde. Sin dedicarle una sola mirada, Lorenzo Sebastiani se dio la vuelta y se alejó.

2

 

 

—Por favor, no me cause problemas, señorita —dijo el criado en voz baja—. No querría llamar a un guardia.

Acorralada, Eliza sopesó las alternativas. Lo bastante mayor para ser su abuelo, Rudolpho parecía un alma cándida, pero sabía que no debía tacharlo de blando. El duque no la habría puesto en sus manos si no confiara en él. Así que sólo tenía una salida: hablar deprisa.

—Sé que sólo cumple con su deber, señor Rudolpho...

—Sabina —intervino con una media sonrisa mientras ella apretaba el paso para no quedarse atrás—. Me llamo Rudolpho Sabina. Soy el criado personal del rey.

—Y apuesto a que no se deja engatusar —repuso Eliza con solemnidad. Vio que reprimía una sonrisa, pero se limitó a decir:

—No, señorita.

Aquello agravaba la situación. Recurriendo a la verdad y rezando para que no le fallara, dijo con fervor:

—Entonces, espero que me crea si le digo que no he venido en avión desde Norteamérica para conseguir la primicia sobre la proclama del rey. Ni siquiera sabía que pensaba nombrar hoy a un heredero; si no, habría intentado llamar para convencerlo de que no hacía falta. Debe creerme, señor Sabina, por eso estoy aquí. Tengo noticias sobre el príncipe.

Por un momento, pensó que iba a hacerle caso. Lo vio vacilar, pero justo cuando Eliza empezaba a creer que la ayudaría, Rudolpho siguió avanzando con paso firme hacia la salida más próxima.

—Parece una mujer inteligente —dijo en voz baja—. Seguro que comprenderá que el rey ha sido acosado por centenares de oportunistas que afirmaban haber encontrado al príncipe. Ninguno de ellos podía traerlo aquí. ¿Puede usted?

Y esa sencilla pregunta bastó para acorralarla.

—No —suspiró, derrotada—. Pero estoy segura de que podré hacerlo, con tiempo.

—El mundo está lleno de personas que podrían hacer eso, señorita Windmere. No es razón suficiente para ver al rey.

Habían llegado a una puerta, pero antes de que pudieran franquearla, se acercó una mujer con el ceño fruncido.

—¡Rudy, gracias a Dios! Te he estado buscando por todas partes. ¿Dónde te habías metido? El rey está a punto de dirigirse a sus invitados...

—Por favor, debe detenerlo —la interrumpió Eliza—. No hace falta que designe a un heredero. ¡El príncipe Lucas está vivo! ¡Puedo demostrarlo!

—No es más que una periodista, Josie —dijo Rudy al oír la exclamación de su esposa—. Se ha colado en palacio...

—Porque el guardia de la verja no me dejaba pasar. Estaba desesperada.

Josie Sabina no la despachó inmediatamente.

—Bueno, supongo que yo haría lo mismo si estuviera desesperada —dijo con una leve sonrisa. Se quedó mirándola, pensativa, y después le tendió la mano y se presentó—. Soy la esposa de Rudy, Josie. ¿Y tú eres...?

—Eliza Windmere —intuyendo que se trataba de un alma comprensiva, le estrechó la mano con un suspiro de alivio—. Es muy importante que hable con el rey, señora Sabina. Su hijo no murió en el accidente de avión. Vivo en Colorado. No habría recorrido medio mundo por una mentira. Tengo pruebas.

Cuando Josie miró a su marido en busca de guía, a Eliza se le cayó el alma a los pies. Era su última oportunidad. Si Josie no la ayudaba, la pondrían de patitas en la calle y ya podía despedirse de darle el mensaje al rey. El duque Lorenzo correría la voz de que era una periodista norteamericana chiflada y no la tomarían en serio.

—El duque Lorenzo ha dado órdenes de acompañarla a la salida —le dijo Rudy a su esposa—. Yo me limito a obedecer.

Era una indicación para que ella hiciera lo mismo pero, en el último momento, la mujer vaciló.

—Si existe la más remota posibilidad de que el príncipe siga vivo, sabes que debo decírselo a la reina, Rudy —le dijo finalmente a su marido—. Ella querría saberlo.

—Pero ¿y si no es más que una treta?

—Tendré que correr el riesgo —se limitó a decir—. Si el príncipe fuera hijo mío y existiera la posibilidad de que siguiera con vida, querría saberlo.

Dicho así, Rudy reconoció su derrota.

—Está bien —suspiró—. Te esperaremos aquí.

Encantada, Eliza sentía deseos de abrazarlos a los dos. ¡Por fin alguien la escuchaba! Y si lo hacía la reina... Rezando en silencio mientras Josie se alejaba para hablar con su señora, esperó junto a Rudy e intentó no preocuparse cuando un minuto se transformó en dos, tres... y en diez. No era fácil. ¿Por qué tardaba tanto Josie?

Por fin, la vio acercarse a paso rápido por el pasillo. Con el corazón en la garganta, fue a su encuentro.

—¿Y bien? ¿Me recibirá?

—Tienes diez minutos —anunció con solemnidad, y rió cuando Eliza la abrazó. Le dio unas palmaditas y sonrió—. Vamos, no hay tiempo que perder.

 

 

Con Josie como acompañante, se abrieron camino por un laberinto de pasillos antes de llegar al pequeño solárium de la parte posterior del palacio. Deteniéndose ante las elegantes puertas de cuarterones, Josie le dio una rápida lección de etiqueta palaciega.

—Espera a que la reina te hable, y haz una reverencia cuando seas presentada. La reina no se preocupa mucho por las formalidades, pero es lo más cortés y lo agradecerá —con el regocijo centelleando en sus ojos oscuros, prosiguió—. Péinate, querida. Eso es. ¿Preparada?

«¡No!», quería gritar Eliza. Iba a conocer a la reina de Montebello, ¡por supuesto que no estaba preparada! En cambio, inspiró hondo y asintió.

—Adelante.

Sin decir palabra, Josie dio un golpe de nudillos a la puerta y la abrió. Un segundo después, la condujo a una hermosa habitación de paredes de color verde pálido, suelos de mosaico y las plantas y flores más exuberantes que Eliza había visto nunca. Y allí, esperándola, no sólo estaba la reina Gwendolyn, sino también el rey Marcus.

Con el corazón latiéndole con frenesí en el pecho, Eliza se tranquilizó pensando que no tenía motivos para estar nerviosa. No eran ogros. De hecho, se decía de los monarcas que eran personas muy amables y sencillas, aunque vivieran en un palacio. Y Eliza había escrito tanto sobre ellos, sus hijos y su familia, que casi creía conocerlos.

A pesar de sus intentos por tranquilizarse, hizo una torpe reverencia antes de que Josie tuviera ocasión de anunciarla.

—Lo siento —se disculpó Eliza al momento, sonrojándose—. Debía esperar a que me presentaran... y a que ustedes hablaran primero.

La reina Gwendolyn sonrió comprensivamente. Resultaba fácil ver por qué seguían considerándola una de las mujeres más bellas de Europa. Con poco más de sesenta años, tenía una piel de porcelana desprovista casi por completo de arrugas, le brillaban los ojos, tenía la figura esbelta de una chiquilla y llevaba un traje azul de seda que hacía juego con sus ojos.

Tendiéndole la mano, la reina Gwendolyn dijo:

—No solemos observar muchas ceremonias en nuestra casa, señorita Windmere. Por favor... ¿puedo llamarte Eliza?

—Por supuesto, Majestad.

Sintiendo una simpatía inmediata por la reina, Eliza le estrechó la mano pensando que podría haberse sentado y charlado con ella como si fueran viejas amigas. Sin embargo, el rey se erguía en actitud protectora junto a su esposa, con semblante regio. El último año no había sido fácil para él. Majestuoso y aristocrático, tenía el pelo blanco y arrugas en los rabillos de sus ojos oscuros. La saludó en voz baja y fue al grano.

—Josie nos ha dicho que tiene noticias sobre nuestro hijo.

—Sí, señor. Creo que está vivo.

—Dice Josie que puedes demostrarlo —intervino la reina Gwendolyn, con ojos oscuros suplicantes—. No pareces una mujer cruel, Eliza. Si no ha sido más que un truco para que te recibiéramos, reconócelo ahora y no te guardaremos rencor.

Al tomar la mano de su marido y erguirse junto a él, su dolor se hizo visible. Reyes o no, eran padres y querían a su hijo.

—Sé que este año ha sido muy difícil para Sus Majestades, y que muchas personas han afirmado haber encontrado al príncipe —dijo tensa—. Les seré sincera. Yo tampoco lo he encontrado y, ahora mismo, ignoro dónde puede estar. Pero creo que está vivo. Por esto —metió la mano en el bolso, sacó la bufanda que Willy había encontrado y se la enseñó a la reina—. Es del príncipe Lucas, ¿verdad?

Con la mirada clavada en la bufanda sucia y deshilachada, la reina Gwendolyn profirió una pequeña exclamación. Se le llenaron los ojos de lágrimas y alargó la mano hacia la prenda con dedos trémulos, como si temiera tocarla.

—¡Marcus, mira!

El rey no dijo nada. Con una expresión tan dura como el granito, lanzó a Eliza una mirada que habría hecho temblar a cualquier otra mujer.

—Le regalamos esto a nuestro hijo el año pasado, por Navidad. ¿De dónde la ha sacado?

—Me la ha dado un hombre llamado Willy Cranshaw —contestó—. La encontró en los bosques de Colorado... cerca de una hoguera apagada a unos ocho kilómetros del lugar del accidente.

—¿Crees que Lucas la perdió allí? —preguntó la reina, retirando las lágrimas que fluían de sus ojos—. ¿Que ha sobrevivido al accidente? ¿Crees que lleva todos estos meses vagando por las montañas? ¿Es eso lo que estás insinuando?

Eliza habría apostado todo lo que poseía a que eso era lo que había ocurrido, pero no podía demostrarlo. Por eso, no quería dar falsas esperanzas a la reina.

—No lo sé, Majestad. Lo único que sé es que la bufanda no pudo alejarse sola de los restos del avión.

Intentaba ser prudente, pero podría haberse ahorrado el esfuerzo. El rey y la reina se miraron a los ojos y, de pronto, se abrazaron, riendo, llorando y bailando de alegría.