Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Nina Harrington. Todos los derechos reservados.

MÁS DULCE QUE EL CHOCOLATE, N.º 2484 - octubre 2012

Título original: When Chocolate Is Not Enough…

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1098-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

¡HAZ que tu despedida de soltera sea muy especial con miembros masculinos realizados con chocolate de primera calidad!

Max Treveleyn se detuvo en seco y contempló atónito el cartel que decoraba la parte superior del puesto en el que se vendían Los increíbles chocolates de Tara. Especialidad en bombones para fiestas.

Estaban en el centro de Londres y el catering para fiestas era un negocio en auge, pero lo de «miembros masculinos»… Aquello era lo último que Max hubiera esperado ver en una feria de comida orgánica. Se asomó por encima de las cabezas de las mujeres que se arremolinaban alrededor del puesto para probar las muestras antes de realizar su selección. No quería pensar lo que harían con lo que eligieran cuando llegaran a casa, pero no se podía negar que el puesto estaba haciendo mucho negocio para tratarse de un lunes a la hora de comer.

Miró rápidamente el reloj digital que había encima de la entrada del metro. Disponía de veinte minutos como mucho para encontrar la galería de arte en la que había quedado con Kate, su exesposa, para almorzar, pero podía utilizar parte de ese tiempo para descubrir lo popular que se había hecho el chocolate orgánico desde la última vez que había ido de visita a Londres.

Cuando consiguió acercarse un poco más, se dio cuenta de que una rubia menuda y vivaracha era la dueña del puesto. Quedaba completamente oculta tras la oleada de clientes que no dejaban de agitar su dinero y de señalar impetuosamente las bandejas en las que descansaban las figuras, que tenían un tamaño muy natural y resultaban muy correctas anatómicamente.

La rubia llevaba una camiseta con las palabras «Los bombones de Tara» impresas en el pecho. En cualquier otro lugar, con gente diferente, aquellas palabras podrían tener un doble sentido, en especial porque la camiseta era algo estrecha para una mujer de busto considerable.

¿Sería ella Tara?

Los dulces parecían estar vendiéndose muy bien. Max por fin encontró un hueco en la fila. Si el chocolate orgánico que él iba a fabricar tuviera una acogida tan entusiasta, no tendría que volver a preocuparse del futuro de su plantación de cacao en Santa Lucía. En realidad, los miembros masculinos no eran exactamente lo que él buscaba para conseguir ingresos extra, pero…

La rubia lo miró, parpadeó dos veces y luego sonrió.

–¡Hola, guapo! ¿Estás buscando algo para tu despedida de soltero? Precisamente tengo lo que necesitas –dijo. Se inclinó sobre el mostrador y sacó una bandeja de bombones que dejaron a Max sin aliento–. Es tu día de suerte. Tenemos una oferta especial en todas las partes del cuerpo. ¿Cuántos quieres?

Max tosió cortésmente antes de negar con la cabeza.

–Mmm, gracias, pero no necesito dedos de los pies de chocolate hoy, aunque estoy seguro de que están deliciosos.

No obstante, ¿le importaría si le hiciera algunas fotografías a su puesto? Ciertamente es… diferente.

–¡Daisy! Un caballero quieres hacerles unas fotos a tus bombones. ¿Te parece bien?

Max miró por encima del hombro de la rubia y vio a una morena que llevaba uniforme de cocinera. Estaba rebuscando algo entre las cajas. Cuando la morena miró a Max, sonrió y sus mejillas se tiñeron de un suave rubor. Cuando habló, no obstante, su rostro parecía animado y alegre.

–Solo si compra algo –replicó. Entonces, se acercó a Max y le ofreció una caja de semicírculos de chocolate color rosado con la forma de senos, que contaban con un círculo de caramelo en el centro. Un grano de cacao proporcionaba mayor realismo–. También las tengo de moca, si las prefiere. O tal vez la encantadora Tara pueda tentarle con una caja de cada sabor. Por supuesto, todas están realizadas con chocolate orgánico confeccionado por una servidora.

La morena le ofreció la caja a Max. Casi sin querer, él cerró los ojos e inhaló el delicioso aroma del chocolate.

–¡Vaya! Ese chocolate huele fenomenal. ¿Lleva también un toque de frambuesa?

Coulis de frambuesa orgánica y extracto de vainilla. Ahora, dígame si quiere comprarlo porque estoy vendiendo los pechos muy bien para las fiestas de despedida de soltero y de soltera. Junio es un mes maravilloso para casarse, ¿no le parece?

Un recuerdo se apoderó del pensamiento de Max. Chispeante champán, faldas y danzas escocesas en una pequeña y fría sala que los padres de Kate escogieron para su boda. A pesar de celebrarse en junio, el día de la boda resultó ser frío, húmedo y ventoso, pero a Max no se lo había parecido ni por un solo instante. Los dos habían sido tan jóvenes y tan idealistas, con maravillosos sueños sobre la vida que iban a llevar en Santa Lucía.

Era una pena que la dura realidad de la vida hubiera hecho añicos ese sueño demasiado pronto. Un grupo de mujeres que buscaban algo muy especial para una fiesta lo empujaron suavemente. Después de que él las atendiera cuando se disculparon por ello, Max se dio cuenta de que la morena seguía esperando a que él le diera una respuesta.

–Bueno, pues usted dirá –le dijo ella con una sonrisa–. Hace un instante, parecía estar muy lejos de aquí.

–Usted me hizo recordar mi propia boda. Y tenía razón. El mes de junio puede ser un mes maravilloso para casarse. Muchas gracias –dijo mientras la observaba con una triste sonrisa.

–Es parte de mi trabajo. Y… bueno –comentó ella señalando con la cabeza la bandeja de pechos–. ¿Cuántos quiere? Un par es lo normal, tres es algo escandaloso y cuatro resultaría demasiado avaricioso, pero usted me dirá.

Max la miró. La miró de verdad. Ella acababa de dar un paso al frente para situarse bajo el sol y Max acababa de darse cuenta de que ella no tenía el cabello castaño, sino de un rojizo profundo y lo suficientemente largo como para enmarcarle perfectamente el rostro. Un par de ojos verdes lo observaban y, bajo la mirada de Max, la boca de aquella mujer sonreía y creaba un triángulo de suaves líneas de expresión desde la barbilla hasta las mejillas. De algún modo, él pudo apartar la sensación de fracaso y arrepentimiento por la ruptura de su matrimonio y disfrutar del momento.

–Estoy seguro de que sus… sus pechos son deliciosos –dijo Max, provocando un murmullo entre las demás clientas–. Me refiero a los pechos de chocolate, por supuesto, pero a mí solo me gusta el chocolate orgánico muy puro. Cuanto más puro mejor.

Ella pareció muy desilusionada, lo que hizo que Max se sintiera inmediatamente culpable por haberle hecho perder el tiempo cuando, en realidad, no deseaba comprar nada.

–Aunque hay algo con lo que sí podría ayudarme.

–¿De verdad? –preguntó ella levantando las cejas–. Me resulta difícil creerlo, considerando que ni siquiera mis pechos pueden tentarle.

Cuando ella sonrió, Max se fijó que ella tenía la punta de la nariz algo pelada y que estaba cubierta de pecas.

Cabello rojo, ojos verdes y pecas.

No podía ser. Maldita sea.

El corazón comenzó a latirle un poco más rápido, lo suficiente para que él apartara la mirada y fingiera observar los carteles que había en el puesto. Evidentemente, estaba mucho más cansado de lo que había pensando si la sonrisa de una mujer podía amenazar con encender los interruptores que había apagado muy categóricamente unos años atrás.

Nada de novias. Ya había sacrificado un matrimonio por su obsesión con el cultivo del cacao y no tenía intención de volver a pasar por lo mismo.

Tosió rápidamente para cubrir su rubor antes de responder a la pregunta que ella le había hecho.

–¿Tiene algo para una fiesta infantil de cumpleaños? Mi hija va a cumplir ocho la semana que viene.

–Ah, un hombre de familia –replicó ella con voz más suave. Los hombros parecieron relajársele–. ¿Por qué no lo ha dicho antes? Hemos vendido la mayor parte de nuestros chocolates para niños a primera hora de la mañana, pero deje que mire a ver si me quedan algo con forma de animales –dijo. Volvió a agacharse para buscar entre las cajas de plástico–. ¿Ositos o conejitos? –le preguntó mientras rebuscaba–. ¿Chocolate blanco o chocolate con leche? Ah, también tengo pasas rebozadas con chocolate negro, aunque nosotros las llamamos cacas de conejo. A los niños les encanta. Yo le recomendaría los conejos.

Sacó una bandeja y se dirigió hacia Max para que él viera su contenido. Se trataba de unos preciosos conejitos de chocolate con leche, con orejas de chocolate blanco teñidas de rosa.

–Son maravillosos. Me los llevo todos. Y una bolsa de las pasas. ¿Le importa que pruebe uno, Denise…?

–Por supuesto que no. Y me llamo Daisy, no Denise –respondió ella mientras le ofrecía una pequeña bandeja de pasas con chocolate–. A Tara y a mí nos encanta ocuparnos del catering para fiestas infantiles. Son tan divertidas… –dijo guiñando el ojo–. Sería un maravilloso regalo de cumpleaños. Esa niña sería la envidia de todas sus amigas.

Max estaba a punto de decirle que él era el dueño de una plantación de cacao en Santa Lucía, por lo que las amigas de Freya ya creían que tenía un montón de barritas de chocolate guardadas en el armario de su dormitorio cuando Daisy tomó una de las pasas y, sin dudar ni pedir permiso, se la metió a él en la boca.

Los dedos se deslizaron sobre los labios de Max y, durante una fracción de segundo, él sintió un vínculo que era tan primitivo y elemental que tuvo que ocultar su incomodidad centrándose en la comida.

Chocolate orgánico. La causa de muchos problemas, pero había pasado tanto tiempo…

–¿Qué le parece? –le preguntó ella, sin saber que era la responsable de la incomodidad que se había apoderado de Max–. Para las fiestas de adultos, pongo las pasas a remojo en alguna bebida alcohólica, pero estas cacas de conejo son de zumo de manzana. Parece irle bien.

Max mordió la pasa.

–¡Vaya! –exclamó–. Tengo que reconocer que estoy más que acostumbrado al chocolate amargo, por lo que esa cantidad de azúcar me choca un poco. Además, estoy tratando de persuadir a mi hija para que no coma demasiado dulce, así que espero que me perdone si solo me llevo unas poquitas pasas.

–¿Cómo dice?

–No quiero ser el responsable de una tropa de niñas de ocho años que se pongan hasta arriba de azúcar y de aditivos.

Tara lanzó un silbido mientras pasaba junto a ellos con una bandeja vacía.

–Metedura de pata. Terreno peligroso. Acaba de decir la palabra prohibida, que empieza por A. Prepárese para agacharse.

Max se volvió a mirar a Daisy. Vio que a ella se le había acelerado la respiración y que tenía los ojos entornados. Cuando respondió, su voz tenía un tono que resultaba inconfundiblemente gélido.

–En primer lugar, el único aditivo que uso en mi chocolate son frutas y azúcares orgánicos. En segundo lugar, las pasas son dulces. Y los niños las adoran. He probado utilizando solo chocolate e, inevitablemente, se quedan siempre en el plato.

–Es una pena –replicó él mientras tomaba una segunda pasa y se la colocaba debajo de la nariz–. Ni siquiera puedo oler el sutil sabor del chocolate. Tal vez debería probar con un cacao menos amargo. Así, podría recortar el azúcar y seguiría teniendo el sabor del chocolate. Una variedad más suave funcionaría muy bien.

La morena se quedó boquiabierta durante un instante. Luego, levantó la barbilla y se cruzó de brazos.

–¿De verdad? Siga, por favor –replicó ella con una voz falsamente engañosa–. Me fascina escuchar cómo puedo mejorar la receta para el rebozado de chocolate en la que llevo trabajando más de seis meses. En realidad, me muero de ganas por saber qué otros valiosos consejos podría usted darme.

Max se aclaró la garganta. Se había vuelto a equivocar, pero le encantaban los desafíos.

–Simplemente estoy diciendo que ese rebozado podría no ser el más acertado para fruta seca. Y estamos hablando de un chocolate orgánico de muy buena calidad, ¿verdad?

Daisy no tuvo que responder. En ese momento, Tara se echó a reír mientras servía a un joven muy elegantemente vestido cuatro de los pechos que Max había estado oliendo.

–Por supuesto que sí –afirmó Tara–. Y me cuesta una fortuna todas las semanas. Sin embargo, Daisy insiste en que nuestro chocolate tiene que ser el mejor. Su dinero no se verá desperdiciado. Y tú, señorita –le dijo a Daisy–, tienes que estar en otro lado ahora, así que lárgate. Yo me ocuparé de tu amigo. Y gracias de nuevo por ayudarme.

Daisy miró el reloj y contuvo el aliento.

–Si el reloj va bien, estoy frita –dijo mientras le entregaba la bandeja de los conejitos a Max–. Espero que su hija tenga una fantástica fiesta de cumpleaños. A pesar de todo ese chocolate tan dulce que, seguramente, le picará los dientes. Adiós.

Con un rápido movimiento, se desató el delantal, tomó el bolso y se marchó del puesto antes de que Max tuviera oportunidad de responder.

Casi no había recuperado los sentidos cuando miró a su alrededor y se encontró delante de la rubia que lo observaba con las manos enguantadas, como un cirujano a punto de operar.

–Hola otra vez. Me llamo Tara. ¿Con qué otros deliciosos bombones puedo tentarle hoy?

Max caminaba a toda velocidad por la acera, con la bolsa de los bombones de Tara en una mano y su maleta en la otra. Iba a llegar tarde a su almuerzo con Kate, pero había merecido la pena conocer a Daisy y a Tara, ambas encantadoras.

Las cosas habían cambiado mucho en el mundo de los artesanos del chocolate si había que tomar a aquellas dos mujeres como ejemplo. La mayoría de los chocolateros que él conocían eran hombres de cierta edad, muy profesionales, a los que nunca se les habría ocurrido vender pechos de chocolate. Una pena. Aquellas dos mujeres estaban en lo cierto. El chocolate era un placer. Debería ser algo divertido. A él le iba a encantar compartir aquellos conejos con Freya y Kate.

Se miró en un escaparate e hizo un gesto de decepción. Se pasó una mano por la barbilla. No tenía muy buen aspecto. Apenas había dormido poco en los últimos días para ocuparse de la recolección del cacao. Tal vez debería haberse tomado tiempo para asearse y afeitarse en el aeropuerto antes de dirigirse al centro de la ciudad. Kate podría perdonarle por no tener la clase de corte de pelo y el sentido del buen gusto a la hora de vestir de su novio, pero no le gustaría que él se presentara en una elegante galería de arte con un aspecto desaliñado. Además, ella le había pedido que fueran a almorzar juntos antes de que Max fuera a recoger a la niña al colegio.

Una sonrisa le iluminó el rostro. Podría haber sido un idiota en muchos aspectos, pero había hecho algo maravilloso al casarse con Kate y traer juntos al mundo a un hermoso rayo de sol como Freya Treveleyn. Tenía casi ocho años, era muy lista y muy guapa. Algunas mañanas, cuando estaba lloviendo a mares, las semillas de cacao se estaban pudriendo y a Max le suponía un gran esfuerzo poder pagar los sueldos de sus trabajadores, solo ver la foto de la niña sobre la mesilla de noche le daba fuerzas suficientes para ponerse a trabajar.

Freya era la razón por la que luchaba para conseguir que su plantación de cacao orgánico fuera un éxito. Ella era su inspiración, su motivación y la razón por la que aguantaba, aunque tuviera que dejarla a ella con su madre en Londres durante la mayor parte del año.

Él nunca se había sentido cómodo en aquella fabulosa ciudad, con el ruido y el bullicio de personas y del tráfico. Su hogar estaba en la selva del Caribe, en la plantación en la que él se había criado.

Por fin, vio la entrada a la galería de arte. Minutos más tarde, recorría con la mirada el concurrido restaurante hasta que vio a la mujer que había sido su esposa sentada a la mejor mesa de todo el restaurante.

Catherine Ormandy Treveleyn llevaba un vestido de lino color caramelo, sandalias doradas y joyas de oro. El cabello, largo y liso, le caía como una cascada por los hombros. Era elegante y sofisticada.

Sin embargo, para él siempre sería la estudiante universitaria que, con su mochila, había entrado en la plantación porque se había perdido. Max perdió la cabeza y el corazón el mismo día.

Aquella era la mujer que había soñado con dirigir una plantación de cacao en las Indias Occidentales bajo el sol caribeño.

Desgraciadamente, todo había salido mal. Ella no tardó en darse cuenta de que su futuro estaba en Londres. Le dijo que podía volverse a Inglaterra con ella o quedarse en Santa Lucía con su único y verdadero amor: la plantación. Kate solía decir de la plantación que era la amante con la que ella no podía competir. Tenía razón. Max había sacrificado su familia por esas tierras.

Razón de más para asegurarse de que la finca salía adelante.

Kate levantó la mirada de la copa de vino justo cuando él se acercó. Ella observó el reloj con una sonrisa y sacudió suavemente la cabeza cuando él se inclinó a darle un beso en la mejilla.

–Siento haberte hecho esperar, preciosa –dijo él con una sonrisa–. Estás tan guapa como siempre. Mi excusa es la feria de comida orgánica que había a la salida de la estación de metro. ¿Me podrás perdonar? Le he comprado algo a Freya.

Kate le besó afectuosamente en la mejilla.

–La puntualidad nunca ha sido uno de tus fuertes. Veo que sigues sin ponerte el reloj que te regalé por Navidad.

–Los relojes no son para mí. Deberías saberlo –dijo Max encogiéndose de hombros–. ¿Cómo está hoy nuestra hija? –le preguntó mientras tomaba asiento.

–Está bien. Tiene muchas ganas de verte. ¿Sigues con intención de ir a buscarla al colegio?

–Por supuesto. Esto tiene muy buena pinta –dijo él mientras observaba el cesto de pan que Kate le ofrecía y del que emanaba un delicioso aroma.

–La comida aquí está buenísima. Me he tomado la libertad de pedirte tu lasaña favorita, una de las pocas delicias que resulta difícil encontrar en tu isla tropical.

–Me conoces demasiado bien –replicó Max. Entonces, le entregó la bolsa de los chocolates de Tara–. En ese caso, te cambio una lasaña por unos conejitos de chocolate. ¿Podrías ponerlos en la fiesta de cumpleaños de la semana que viene? Sé que se puede comprar chocolate orgánico en muchos lugares de Londres hoy en día, pero las dos dependientas del puesto eran muy guapas y los conejitos tienen un aspecto delicioso.

Kate abrió la bolsa y entonces miró a Max con incredulidad.

–¿Tú comprando chocolate? ¡Menuda novedad! Solo pensar en una barra de chocolate de las que se compran en un supermercado te pone enfermo, por lo que este debe de ser muy bueno. O las chicas particularmente guapas. No me mires de ese modo –dijo Kate mientras extendía la mano y le sacaba un mechón de cabello del cuello de la camisa–. Incluso con ese pelo tan largo, alguna chica se podría fijar en ti.

–En estos momentos, una mujer especial es más que suficiente en mi vida. ¿Te acuerdas del regalo de cumpleaños tan especial que ella quería?

Cuando su ex lo miró perpleja, Max golpeó suavemente la maleta que tenía en el suelo.

–La semana pasada terminé de tallar un par de loros. Son como los que tanto le gustaron de la foto que le envié. Espero que le gusten.

–Por supuesto que sí, pero no te sientas demasiado desilusionado si prefiere la nueva consola de juegos que Anton le ha comprado. Ya casi tiene ocho años, Max. Su vida gira en torno a videojuegos, deberes y amigas. Santa Lucía es tan solo un lugar en el mapa al que su padre se marcha durante gran parte del año. Siento si mis palabras te parecen duras, pero no quiero que pienses que es una desagradecida.

–Razón de más para llevarme a Freya a pasar el verano conmigo a la isla. Ya es lo suficientemente mayor para darse cuenta del peligro y el resto de los niños de la granja le enseñarían lo divertido que puede llegar a ser.

–Ya hemos hablado de esto antes, Max. En julio y agosto tú estás muy ocupado con la cosecha. Sé que tú harías todo lo que esté en tu mano para mantener a salvo a Freya, pero estarías demasiado ocupado como para estar con ella todo el día. La isla es un lugar peligroso para una niña de ciudad.

–Tienes razón, pero te aseguro que, para mí, no hay nada más importante que nuestra hija. Si yo tengo que ausentarme por algo, las mujeres de la plantación están deseando que Freya vaya de visita. Tendría un ejército completo de expertas abuelas al cuidado de nuestra hija. La mimarían y le darían de comer más de lo necesario. ¡La mimarían demasiado!

–Bueno, podría ser una opción, pero, hablando de vacaciones de verano, te dije que quedáramos aquí para poder hablar sin que Freya estuviera presente. Hay algo que tengo que compartir contigo –dijo mientras bajaba los ojos. Antes de proseguir, respiró profundamente y volvió a mirar a Max–. Anton me ha pedido que me case con él y yo he accedido. Vamos a ir a elegir el anillo la semana que viene y me gustaría contárselo a Freya el día de su cumpleaños como una especie de regalo sorpresa. Sin embargo, quería que tú fueras el primero en saberlo.

Max se sintió como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua fría por la cabeza. Siempre había sabido que existía aquella posibilidad. Los dos volvían a ser libres y ella era una mujer encantadora que disfrutaba de una animada vida social en Londres. Sin embargo, salir con un banquero francés era muy diferente a convertirse en su esposa.

En realidad, se alegraba por ella. Se sentía contento de que ella hubiera encontrado a alguien que la amara y al que ella pudiera amar a su vez, pero no había esperado encontrarse tan pronto con aquella posibilidad real.