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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Teresa Carpenter. Todos los derechos reservados.

EN LOS BRAZOS DEL SHERIFF, N.º 2520 - Agosto 2013

Título original: The Sheriff’s Doorstep Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3480-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

–¡Papá, papá!

–¡Mamá, estoy aquí!

Michelle Ross, de diez años, hizo una pirueta, los rizos rubios y la faldita rosa volando a su alrededor mientras sus amigas iban a saludar a sus padres, que acababan de llegar al campamento.

Por primera vez en su vida, se sentía guapa. Le encantaba el campamento, aunque su padre no hubiera ido a verla. Había dicho que iría el día de los padres, pero siempre prometía muchas cosas y luego no las cumplía. Para él, el deber era lo primero.

Había tenido que portarse bien durante junio y julio, y había sido un aburrimiento, pero en Agosto se fue al campamento y compartía una cabaña con Elle y Amanda. Lo hacían todo juntas y le encantaban todas las actividades, incluso las clases de etiqueta. Una princesa tenía que saber cómo comportarse.

–Michelle, te presento a mis padres –tomando a un hombre de pelo oscuro de la mano, Elle se lo presentó orgullosamente–. Papá, mamá, Michelle es mi compañera de cabaña. Ella es Bella, de La bella y la bestia, y Amanda es Rapunzel. Vamos a bailar en el concurso y Michelle va a cantar.

–Hola, Michelle –la saludó el padre de Elle, estrechando su mano–. Eres una niña muy guapa. Entiendo que hayas elegido el personaje de Bella.

Riendo tímidamente, Michelle le hizo una pequeña reverencia.

–Encantada de conocerlos.

–Qué buenas maneras –dijo la madre de su amiga, con una sonrisa amable.

–El placer es nuestro –el padre de Elle acarició su trenza pelirroja–. Estamos deseando veros bailar. Y escuchar cantar a Michelle.

–El concurso será después de la cena. Vamos, quiero enseñaros la cabaña, la piscina y el cenador.

–¿Y tu amiga?

–Michelle está esperando a su padre, ¿verdad?

–Sí... –ella asintió, intentando poner una nota de esperanza en su voz–, llegará en cualquier momento.

La madre de Elle frunció el ceño.

–No me gusta dejarte aquí sola.

–No me pasará nada.

–Yo creo que deberías ir con nosotros.

–Sí, claro –Elle la tomó de la mano–. Ven con nosotros. Tu padre nos encontrará cuando llegue.

–No sé –Michelle se mordió los labios. Debería esperarlo allí. Estaba deseando verlo para enseñarle el campamento y contarle todo lo que había aprendido y cuánto le gustaba estar allí. Más que nada, quería que la oyese cantar para impresionarlo y convencerlo de que debía volver el año siguiente. Pero la verdad era que seguramente no iría porque el deber siempre era lo primero para él.

Sin embargo, el padre de su amiga le había dicho que era guapa y era tan amable...

–Bueno, puedo ir con ustedes hasta que él llegue.

–¡Fantástico! –gritó Elle.

Les mostraron la cabaña y la piscina y cuando llegaron al salón de actos, que llamaban «el castillo», Michelle miró alrededor con la esperanza de que su padre estuviera allí. Pero no había ni rastro de él, de modo que se preparó para el espectáculo, fingiendo no estar nerviosa mientras buscaba entre el público.

–Vamos –Amanda tomó su mano para llevarla entre cajas–. Es nuestro turno.

Michelle buscó entre la gente por última vez, pero no había manera de negar la verdad: otra promesa rota. Su padre no estaría allí para oírla cantar.

Suspirando de desilusión, siguió a sus amigas al escenario.

Capítulo 1

 

En jarras, el sheriff Nate Connor miraba a la extraña belleza que dormía en su sofá. Unos calcetines de rayas rojas y rosas asomaban por debajo de la manta y una melena rubia caía en cascada por encima.

Mascullando una palabrota, Nate guardó el arma reglamentaria, que había sacado de su funda en cuanto vio la puerta abierta. No esperaba necesitarla, un soldado siempre estaba preparado. Incluso en el tranquilo pueblo de River Run, donde apenas había cinco mil habitantes.

Solo la suerte y la habilidad evitaron que se pegase un tiro en el pie cuando tropezó con la funda de una guitarra que alguien había dejado en el pasillo.

Iba a sacar las esposas cuando descubrió que la mujer que dormía en el sofá no era una completa extraña. Había visto suficientes fotografías en el escritorio de su predecesor como para reconocer ese pelo. Estaba claro que era su nueva casera.

Y se habían visto brevemente en el funeral de su padre unos meses antes.

Sí, sabía quién era la bella durmiente. La cuestión era por qué estaba allí.

¿Por qué estaba allí y por qué pensaba que podía tumbarse tranquilamente en el sofá?

Él tenía sus propios planes para ese sofá. Aquel día debía ser su primer día libre en más de un mes, pero la tormenta lo había cambiado todo. Un camión había patinado en la carretera, bloqueando el tráfico en ambas direcciones. Cuando consiguieron apartarlo, estaban en medio de una tormenta de nieve y él había abandonado la esperanza de disfrutar de un día libre.

Un golpe de viento hizo que las ramas de un árbol golpeasen las ventanas.

Después de doce horas de trabajo, había planeado volver a casa, calentar un plato congelado en el microondas y ver el partido de fútbol que había dejado grabando.

Pero esos planes tendrían que esperar por culpa de su «invitada».

Al escuchar un suave ronquido desde el sofá Nate frunció el ceño. Eso sí era irritante. No porque el sonido lo molestase, sino porque no le molestaba. Le había parecido muy... simpático.

Pero no había sitio en su vida para nada «simpático» ni tenía paciencia para rubias que entraban en su casa fastidiando su día libre.

En los últimos siete meses, no había sabido nada de Michelle Ross y, de repente, aparecía en su sofá. La casa era suya, sí, pero él tenía un contrato de alquiler del que aún quedaban cuatro meses. Y eso era algo que debían aclarar de inmediato.

–Señorita Ross –la llamó. Pero no hubo respuesta–. Señorita Ross... –Nate se acercó al sofá y volvió a llamarla, en esta ocasión levantando la voz.

Ella se movió un poco, suspirando mientras se envolvía aún más en la manta. Por fin, Nate se inclinó para tocar su hombro.

–Vamos, despierte.

Michelle Ross murmuró algo ininteligible y, por instinto, Nate se inclinó un poco más, pero, de repente, ella se volvió y sus labios se rozaron...

Y entonces abrió los ojos. Unos ojos preciosos que llevaron el verde de la primavera a aquel largo invierno. Y ese pensamiento lo distrajo el tiempo suficiente como para que Michelle Ross le echase los brazos al cuello.

Las preguntas sobre quién y por qué desaparecieron ante una repentina oleada de sensaciones. Sus labios eran cálidos, suaves y sabían muy bien. Aquello era como debía ser un hogar, a lo que sabría un beso de bienvenida.

Nate enredó los dedos en su pelo. Después del día que había tenido, dejó que el calor del beso lo reconfortase...

Michelle soñaba con un hombre en un caballo blanco atravesando el bosque. Alto y fuerte, llevaba una espada y buscaba a una bella princesa, dispuesto a salvarla del dragón.

Le gustaba la seguridad que representaba el caballero, pero sabía que tendría que pagar un precio. Solo los tontos y los optimistas creían en el amor, de modo que eso la dejaba fuera. Ella no era tonta y había abandonado el optimismo muchos años atrás. Prefería controlar su propio destino y esperar que todo fuese bien.

Pero el caballero estaba encima de ella, abrazándola, acariciando su pelo, sus anchos hombre bloqueando el resto del mundo. Olía a hombre, a cuero, a bosque. Estaba besándola y le daba igual cuál fuera el precio. Sentirse segura nunca había sido más agradable.

De modo que se arqueó para besarlo, abriendo los labios, recibiéndolo, disfrutando del calor del hombre que le daba tanta seguridad.

Pero él bajó la mano hasta su cintura y el roce de unos fríos dedos sobre su piel desnuda hizo que Michelle saliera de su letargo.

Abrió los ojos del todo y se dio cuenta de que aquello no era un sueño. No había príncipe ni caballero de sueños infantiles, sino un hombre de carne y hueso que estaba besándola.

Asustada, puso las dos manos firmemente sobre el torso masculino.

–¡Apártese ahora mismo!

Él la soltó, sorprendido.

–Debo de estar mas cansado de lo que pensaba –Nate se pasó las dos manos por la cara.

Michelle vio un par de cejas oscuras sobre unos ojos grises, el pelo, cortado al estilo militar, de color castaño con reflejos cobrizos y rubios. La pasión había coloreado sus mejillas, pero el uniforme de color caqui, tan parecido al que llevaba su padre, hizo que se levantase de un salto, conteniendo un gemido de dolor cuando apoyó el peso del cuerpo en el tobillo que se había torcido unas horas antes.

–¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa? –le espetó–. Aparte de acosarme, claro.

–¿No quiere decir mi casa? –Nate se puso en jarras de nuevo–. Y ha sido usted la que me ha besado.

Michelle enarcó una ceja.

–Bonito truco para besar a alguien que estaba dormido. He heredado esta casa de mi padre, por si no lo sabe.

–Y yo la he alquilado.

Eso la sorprendió.

–Mi padre nunca me dijo que la hubiera alquilado.

–Ben me alquiló un habitación cuando llegué al pueblo y me quedé cuando él se marchó a vivir con su amiga hace casi un año.

–¿Mi padre tenía una amiga? –exclamó Michelle. Que ella supiera, su padre nunca había tenido novia–. Ah, ya me acuerdo de ti –dijo entonces, tuteándolo por primera vez–. Te vi en el funeral de mi padre.

Normalmente recordaba los nombres, pero en aquel momento no era capaz. Tal vez porque el funeral había sido un momento muy duro para ella.

–¿Gabe?

–Nate –la corrigió él–. Nate Connor.

–Bueno, Nate, parece que te has quedado con el trabajo de mi padre y con su casa.

Él se puso muy serio.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Nada malo. Solo digo que esta es mi casa.

Había vuelto a River Run para vender la propiedad antes de mudarse a Los Ángeles y seguir con su carrera de compositora.

Había escapado de aquel pueblo cuando terminó el instituto. Estaba deseando hacerlo y nada había cambiado desde entonces. Tras la muerte de su padre, el pueblo le interesaba aún menos que cuando era niña.

Y no había ido hasta allí para que la echasen de su propia casa.

–Es tu casa, pero tu padre me la alquiló y tengo un contrato que aún sigue vigente –Nate se cruzó de brazos–. No hablabas mucho con tu padre, ¿verdad?

El tono de censura del nuevo sheriff de River Run no le gustaba en absoluto.

–Tú no sabes nada sobre la relación que tenía con mi padre –replicó Michelle, dando un paso adelante.

Se había hecho daño en un tobillo mientras recorría el camino nevado desde el coche hasta la puerta y el dolor hizo que perdiese el equilibrio...

–¿Estás bien? –le preguntó Nate, sujetándola por la cintura.

–Sí, estoy bien –Michelle intentó apartarse, pero él la ayudó a sentarse en el sofá–. Me he torcido un tobillo.

–¿Quieres que te ponga hielo?

–No, estoy bien. ¿Desde cuándo conocías a mi padre?

–Desde hace tres años –respondió él mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba en el perchero.

Michelle esperó, pero no dijo nada más. Genial. Su padre era igual: un hombre serio y severo, eternamente preocupado por su trabajo y decidido a robarle toda la alegría a la vida. Aunque, aparentemente, tenía una vida de la que ella no sabía nada.

–No es mucho tiempo.

–Comparado con veinticinco, no lo es. Pero hablé mucho con él y trabajaba con él. Tú dejaste que un extraño organizase su funeral.

Michelle lo miró, perpleja. Había sido el peor momento de su vida. Sí, debería haber vuelto a casa para encargarse de todo, pero estaba intentando salvar su puesto de trabajo, intentando ordenar su vida. Y había sido un fracaso.

Al final, solo había servido para retrasar lo inevitable.

–Te di las gracias por tu ayuda –le dijo, intentando esbozar una sonrisa.

Había aprendido desde muy joven que una chica guapa tenía mucho poder sobre los hombres y ella utilizaba su aspecto como cualquier otro talento.

Pero estaba demasiado cansada e irritada con él como para molestarse. O tal vez demasiado inquieta por el sabor de sus labios.

¿Por qué la había besado?

Ella creía estar besando al caballero de sus sueños. Había sido una coincidencia.

–¿Dónde te alojas? –le preguntó él.

Michelle frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir? Esta es mi casa.

–Según el contrato de alquiler, es mía.

–No puedes echarme de mi propia casa –dijo Michelle, asustada. No tenía dinero para pagar un hotel...

–Esta placa dice que sí puedo –respondió Nate, señalándose el pecho.

Ella señaló su pie herido.

–No podría marcharme aunque quisiera. No puedo conducir así.

Nate sacó unas llaves del bolsillo de su pantalón.

–Yo puedo llevarte a donde quieras.

Las ramas del árbol golpearon la ventana en ese momento, recordándoles que estaban en medio de una tormenta.

–No pienso irme –dijo ella, desafiante.

En el silencio que siguió a tal afirmación, le pareció escuchar los tristes maullidos de un gato.

–Sí te irás –dijo Nate por fin.

–Antes de seguir con la discusión, ¿te importaría dar de comer a ese gato? Esos maullidos me están volviendo loca.

–¿Qué gato? Yo no tengo ningún gato.

Michelle parpadeó, sorprendida.

–Pues entonces hay un gato intentando entrar en la casa. ¿No lo oyes?

Aquello podría ser interesante. ¿Ayudaría el sheriff al gatito perdido o lo dejaría tirado en medio de la tormenta, como intentaba hacer con ella?

Nate inclinó a un lado la cabeza para aguzar el oído, pero solo le llegaba el sonido del viento. Entonces, de repente, escuchó el maullido...

–No es un gato –su expresión se volvió dura y decidida mientras se dirigía a la puerta–. Es un...

El viento se tragó sus últimas palabras, pero parecía como si hubiera dicho la palabra «bebé». Incrédula, Michelle fue cojeando hacia la puerta y lanzó un grito cuando Nate apareció con un asiento de seguridad para niños.

¡El sonido que había tomado por un maullido era el llanto de un bebé!

–Dios mío, date prisa. ¿Y si no lo hubiese oído llorar? –Michelle siguió a Nate hasta el sofá, donde depositó la silla de seguridad–. Pobrecito, está temblando. Y mira lo roja que tiene la carita.

–Hipotermia –dijo Nate–. Quítale la ropa y envuélvelo en una manta, voy a encender la chimenea.

Ella lo sacó de la silla y le quitó una mantita azul mojada. ¿Cómo podían haberlo dejado al aire libre en una noche como esa?

Con los ojos cerrados, el bebé no dejaba de temblar. Un gorrito blanco cubría su cabeza, pero no llevaba calcetines y el trajecito ofrecía nula protección contra el frío.

Michelle se quitó la camisa de franela que llevaba para secarlo con ella antes de abrigarlo con la manta.

–El pobre tiene las manitas heladas –murmuró, contenta al ver la chimenea encendida–. ¿Cómo puede abandonar alguien a un bebé en una noche como esta? Es inhumano.

–Sí, lo es –Nate se acercó, mirándola con gesto serio–. Espero que tengas un buen abogado.