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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Michelle Willingham

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El silencio del vikingo, n.º 548 - marzo 2014

Título original: To Sin with a Viking

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son

pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4120-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Irlanda, año 875 d.C.

 

Se morían de hambre.

Caragh Ó Brannon contempló el saco, casi vacío, de grano. Solo quedaba un puñado de avena, apenas suficiente para una persona. Cerró los ojos sin saber qué hacer. Sus hermanos mayores, Terence y Ronan, se habían marchado hacía quince días en busca de alimentos. Ella les había dado el broche dorado, herencia de su madre, con la esperanza de que pudieran cambiarlo por alguna oveja o vaca. Sin embargo, la hambruna era generalizada y la gente se mostraba reticente a desprenderse de sus animales.

—¿Hay algo para comer, Caragh? —preguntó su hermano pequeño, Brendan. Con diecisiete años, su apetito triplicaba el de su hermana mayor que hacía todo lo posible por evitar que pasara hambre. Pero era evidente que la comida se iba a agotar antes de lo previsto.

En lugar de contestar, Caragh le mostró el contenido del saco. A Brendan se le escapó un sollozo. Sus mejillas estaban hundidas.

—Tampoco tenemos pescado. Volveré a intentar pescar algo esta mañana.

—Puedo preparar un potaje —sugirió ella—. Buscaré cebollas o zanahorias silvestres —a pesar del tono optimista con el que intentaba impregnar sus palabras, ambos sabían que los campos y bosques habían sido esquilmados hacía tiempo. No quedaba nada.

—Nuestros hermanos volverán —Brendan le dio un apretón en el hombro—. Y tendremos comida en abundancia.

—Eso espero —Caragh consiguió sonreír. En el rostro de su hermano vio reflejada la necesidad de creérselo.

Brendan partió con la red para pescar y Caragh contempló la choza vacía. Sus padres habían muerto el invierno anterior. Su padre, ahogado mientras intentaba pescar, su madre de pena por la pérdida de su amado. En numerosas ocasiones le había entregado su ración de comida a Brendan, mintiéndole al asegurarle que ya había comido. Para cuando habían descubierto la verdad, ya era demasiado tarde para evitar su muerte.

Muchos habían muerto de hambre y le dolía en el alma pensar que sus padres habían fallecido por intentar alimentar a sus hijos.

Unas ardientes lágrimas rodaron por sus mejillas mientras contemplaba la forja de su padre. Había sido herrero y ella había crecido acostumbrada al sonido del martillo y las chispas del metal ardiente que moldeaba hasta convertir en herramientas. Sentía un enorme peso en el corazón al pensar que jamás volvería a oír su risa.

A pesar de que seguían conservando su barco, y de que sus hermanos sabían navegar, ninguno se había aventurado a salir al mar tras la muerte de su padre. Era como si el navío que había regresado sin él hubiera sido hechizado por los espíritus malignos.

Ojalá pudieran abandonar Gall Tír, una tierra desolada en la que no quedaba nada. Sin embargo, no disponían de los recursos suficientes para alejarse a pie. Deberían haberse marchado el verano anterior, tras la infructuosa cosecha. Al menos entonces aún les habrían quedado víveres para un largo viaje. Pero en esos momentos, aunque se atrevieran a zarpar en el barco, carecían de la comida suficiente para sobrevivir más de un día.

La mano de la muerte se extendía sobre todos ellos y Caragh sentía su propia debilidad. Apenas era capaz de caminar largas distancias sin desfallecer, y cualquier tarea se le antojaba inmensa. Había adelgazado tanto que el léine colgaba sobre su cuerpo como un saco y se le marcaban los huesos de las rodillas y las muñecas.

Pero a pesar de todo no estaba dispuesta a rendirse. Como todos los demás, estaba luchando por sobrevivir.

Caragh tomó la cesta y salió al exterior. El asentamiento estaba en silencio, pocas personas perdían energía en hablar cuando tenían la necesidad mucho más acuciante de encontrar comida. Sus hermanos mayores no eran los únicos que habían partido en busca de suministros. La mayoría de los hombres capaces había marchado, sobre todo los que tenían hijos. No se esperaba el regreso de ninguno de ellos.

Unas cuantas mujeres mayores, provistas también de cestas, la saludaron con una inclinación de cabeza. Caragh recordó la promesa que había hecho de encontrar algunas verduras, pero sabía que ya no quedaban. Y de haberlas, las demás las encontrarían antes. Así pues, se dirigió hacia la playa con la esperanza de encontrar algún molusco o algunas algas.

En varias ocasiones tuvo que pararse, aquejada de mareos y visión borrosa. El agua estaba casi negra aquella mañana y muy calmada. Su hermano se encontraba junto a la orilla lanzando la red hacia las olas. Al verla, la saludó con una mano.

Un barco vikingo que asomaba por el horizonte despertó el miedo en ambos. El navío, capaz de albergar una docena de hombres, exhibía una enorme vela a rayas y una fila de escudos blancos y rojos colgados de un lado del barco. Bajo el sol de la mañana, una veleta de bronce brillaba sobre el tope y la cabeza de un dragón descansaba sobre la proa. El corazón de Caragh se aceleró ante su visión.

—¿Son los Lochlannach? —gritó angustiada a su hermano.

Había oído numerosos relatos sobre los bárbaros vikingos de las tierras escandinavas, que arrasaban las casas de la gente inocente. Teniendo en cuenta la situación del barco, quedaba menos de una hora para que comenzara la pesadilla. Con la piel de gallina se imaginó a sí misma raptada por uno de ellos. O peor aún, quemada viva si asaltaban su casa.

—Vuelve a casa —ordenó Brendan—. Quédate dentro, Caragh y, por el amor de Dios, no dejes entrar a nadie —recogiendo las redes de pesca, corrió él mismo hacia el asentamiento.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella, temerosa de que fuera a cometer alguna estupidez.

—Traerán suministros ¿no? —los ojos grises de su hermano la miraron fríos—. Y víveres.

—No —contestó ella horrorizada—. No puedes intentar robarles —los escandinavos eran guerreros despiadados, que matarían a su hermano sin pensárselo dos veces.

—Intentarán asaltar el poblado. Mientras estén fuera del barco, me llevaré lo que pueda.

—¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó Caragh—. Podríamos estar todos muertos para cuando regreses. Suponiendo que regreses —añadió—. No puedes hacerlo.

—Puedes esconderte en el bosque si lo prefieres —exclamó su hermano mientras entraba en la choza familiar y buscaba alguna espada entre las herramientas de su padre—. Súbete a uno de esos árboles y espera a que todo haya terminado.

—No puedo abandonar el poblado —había muchos ancianos demasiado débiles para luchar. A pesar de que no le quedaban muchas fuerzas, no podía darles la espalda.

—Sin esos víveres, moriremos de todos modos —Brendan apretó las temblorosas manos de su hermana—. Será hoy o dentro de quince días. Ambos lo sabemos.

Caragh sabía que su hermano tenía razón, pero no le gustaba robar. A pesar de haberlo perdido casi todo, seguía conservando el honor. Y era muy importante para ella.

—Podríamos pedírselo —sugirió—. Cuando vean lo poco que tenemos, quizás estén dispuestos a compartir lo suyo.

—¿Desde cuándo son famosos los Lochlannach por su misericordia? —preguntó él con gesto sombrío mientras se ajustaba la espada a la cintura—. Reúne a los demás y llévatelos de aquí si quieres. Si encuentran el asentamiento abandonado, quizá se lleven lo que quieran sin hacer daño a nadie.

—No vayas, Brendan —le suplicó Caragh—. El riesgo es demasiado elevado.

—No tengas miedo, a deirfiúr —Brendan se inclinó y besó la frente de su hermana—. Prefiero morir luchando que como lo hicieron nuestros padres.

No había argumento capaz de hacerle cambiar de idea. Quizá podría hablar con sus amigos, a ellos a lo mejor sí los escucharía.

No perdía nada por intentarlo.

 

 

A ningún hombre le gustaba admitir el fracaso de su matrimonio.

Styr Hardrata contempló a su esposa, Elena, apoyada sobre la barandilla, sus cabellos de fuego ondeando al viento. Era una mujer hermosa y fuerte, y siempre lo había fascinado.

Pero esa misma fuerza se había tornado en frialdad entre ellos, un muro invisible que los separaba. Ella se culpaba por no tener hijos y él no sabía qué decir. Lo había intentado todo, pero ella se mostraba cada vez más triste cuando intentaba tocarla. Hacer el amor se había convertido en una obligación y no en un acto de pasión.

Aunque había intentado ignorar su creciente reticencia, Styr estaba harto de verla dar un respingo cada vez que se acercaba a ella. O peor aún, fingir placer cuando era evidente que no quería que la tocara.

Una ardiente frustración creció en su interior. Era una guerra que no sabía cómo librar, una batalla que no podía ganar. Styr se acercó a la proa y se colocó detrás de ella. Sin decir una palabra, contempló las grises aguas que golpeaban el barco.

—Sé que estás aquí —observó ella al fin, aunque sin volverse. No hubo una sonrisa de bienvenida, nada salvo la callada aceptación que lucía a modo de escudo.

—No tardaremos mucho en llegar —sin saber cómo responder ante la frialdad de su esposa, Styr dijo lo único que se le ocurrió.

El viaje había estado plagado de tormentas y nadie a bordo del navío había podido dormir en tres días ante los fuertes vientos que habían amenazado con hundirlos. En esos momentos solo podía pensar en encontrar un camastro y dejarse llevar por el sueño.

Si por él fuera, en cuanto pisara tierra, se tumbaría a dormir durante dos días.

—Me alegrará pisar tierra —admitió Elena—. Estoy harta de viajar.

Styr alargó una mano y le tocó el hombro, pero ella no se volvió para abrazarlo. Seguía inmóvil, con la vista fija en el mar. Al cabo de unos segundos, él bajó la mano, conteniendo su frustración.

Lo cierto era que Elena le había sorprendido al aceptar abandonar Hordafylke para acompañarlo en el viaje hasta el Eire en busca de un nuevo comienzo. Aunque sus problemas matrimoniales habían empeorado en el último año, quiso creer que ella aún no estaba dispuesta a rendirse y se aferró a la esperanza de poder reavivar el fuego perdido.

Styr aguardó a que ella compartiera sus pensamientos con él, pero no hubo nada. Pensó en un millar de preguntas que podría hacerle: qué clase de casa quería que le construyera, si deseaba una nueva rueca, o quizás un perro que le hiciera compañía cuando él se ausentara para ir a pescar. A Elena le encantaban los animales.

—¿Te gustaría...?

—Ahora mismo no me apetece hablar —le interrumpió ella—. No me encuentro muy bien.

—Como desees —cualquier posibilidad de conversación había quedado cercenada por las palabras de Elena.

Styr se dirigió al extremo opuesto del barco. Necesitaba alejarse de ella antes de contestar algo que más tarde podría lamentar haber dicho.

La desilusión se tornó rápidamente en ira. En el nombre de Thor ¿qué quería esa mujer que hiciera? No estaba dispuesto a rebajarse y suplicarle su afecto. Había hecho todo lo posible para que fuera feliz, pero nunca era suficiente.

Su enfado era injustificado. Elena estaba cansada del viaje, eso era todo. En cuanto se hubieran construido un hogar donde empezar de nuevo, las cosas cambiarían.

Las costas de Eire surgieron en el horizonte y Styr contempló las yermas tierras quemadas por el sol. Había oído hablar de lo verde que era aquella región, pero, a todas luces parecían estar atravesando una sequía.

—Sigo sin entender por qué elegiste este lugar y no Dubh Linn —observó su amigo, Ragnar, mientras señalaba hacia el este—. Los asentamientos allí tienen cien años. Encontraríamos más gente como nosotros.

—No quiero que Elena esté rodeada de tanta gente —admitió él—. Prefiero que empecemos de nuevo en un lugar menos poblado —a medida que se acercaban, le pareció divisar un pequeño asentamiento tierra adentro.

Ragnar se sentó frente a él y tomó un remo. Styr se unió a su amigo. Remar le servía para aliviar la frustración física. Se alegraba de que Ragnar hubiera decidido acompañarlos en el viaje, junto con una docena de amigos más y otros conocidos de Hordafylke. Tenerlos a su lado le había ayudado a abandonar su hogar. Ragnar y él se conocían desde niños y lo consideraba como a un hermano.

—¿Te ha dicho algo sobre el viaje? —inquirió mientras señalaba hacia Elena con la cabeza. Ella también conocía a Ragnar desde que era una niña. Quizás le hubiera confiado sus pensamientos.

—Elena no ha dicho gran cosa —Ragnar se puso serio—. Pero te aseguro que tiene miedo.

Styr tiró con fuerza del remo. ¿Miedo de qué? Él la protegería de cualquier peligro, y estaba más que capacitado para cuidarla.

—¿Qué más sabes? —insistió.

—Los hombres están cansados. Necesitan comida y descanso —le informó su amigo. Ambos reflejaban el mismo agotamiento, producto de la falta de sueño.

—No me refería a los hombres.

—Habla con Elena, amigo mío —Ragnar lo miró con simpatía—. Está sufriendo.

Eso era evidente, pero Elena hacía tiempo que apenas le confiaba sus reflexiones. Era incapaz de adivinar lo que encerraba su mente, pero cuando le hacía alguna pregunta, ella se encerraba en sí misma.

Styr no conseguía entender a las mujeres. Estaba hablando con ella y de repente rompía a llorar sin que él supiera por qué. Le hacía sentir impotente.

—Tengo un regalo para ella —confesó a su amigo—. Algo que le hará sonreír.

El peine de marfil que había comprado en Hordafylke tenía la imagen de Freya tallada en él. Se la mostró a Ragnar, quien se encogió de hombros.

—Es bonito, pero no es lo que ella más ansía.

—¿Y crees que no lo sé? —Ragnar había sido sincero, pero sus palabras no eran las que había deseado oír—. ¿Crees que no tenemos hijos porque no hemos querido tenerlos? —rugió furioso y en un tono mucho más alto del que le hubiera gustado emplear.

Elena no se volvió, aunque no le cabía duda de que había oído su estallido. Mujer fría, jamás se enfrentaba a él.

—He realizado ofrendas a los dioses —admitió en voz más baja—. He sido un buen esposo. Pero esta maldición nos está destrozando y debe llegar a su fin.

—¿Y si no lo hace? —Ragnar se puso en pie, dispuesto a arriar la vela.

Styr no supo qué contestar. En el fondo sospechaba que no había nada que pudiera hacer para devolverle la felicidad a su esposa. Le lanzó una última mirada furtiva, en el preciso instante en que ella se volvía. El pálido rostro se veía ojeroso y la mirada reflejaba un profundo dolor. Un dolor que él no sabía cómo mitigar.

Incapaz de acortar la creciente distancia que los separaba cada vez más, optó por concentrarse en el navío.

 

 

Los Lochlannach habían llegado. El corazón de Caragh latía con tanta fuerza que apenas podía respirar. Una docena de hombres caminaba por el agua hacia la orilla. Su imponente estatura hacía que los suyos parecieran enanos. De las cinturas colgaban hachas y espadas, y se protegían con escudos de madera. Varios de ellos portaban cotas de malla y yelmos. Uno de ellos destacaba en altura sobre los demás, sin duda el jefe. Escudriñó el asentamiento con los ojos entornados y Caragh se escondió tras un montón de turba.

Había conseguido evacuar a la mayoría del poblado, a excepción de Brendan y sus amigos. Los jóvenes le preocupaban, pues parecían deseosos de atacar a los Lochlannach. Y no le cabía duda de que si lo hacían serían masacrados.

No sabía qué hacer. ¿Debería acercarse a los forasteros para interesarse por sus intenciones? El jefe, mucho más alto que su hermano Brendan, se acercó más. Los cabellos rubios estaban recogidos a la espalda, una espalda de anchos hombros, propia de un hombre acostumbrado a abrirse paso en el campo de batalla. Llevaba una capa negra recogida a un lado con un broche dorado. Bajo la capa se divisaba una cota de malla, pero no llevaba yelmo. Su rostro estaba desprovisto de toda compasión, como si tuviera la intención de arrasar el poblado y llevarse cualquier cosa de valor.

Caragh intentó calmar el atropellado ritmo de su corazón, cuando vio a su hermano acercarse por detrás a aquellos hombres. Otros cuatro jóvenes avanzaban desde distintos puntos, en lo que parecía un intento de ataque por sorpresa.

¿Por qué no se dirigía Brendan hacia el barco? Horrorizada, comprendió que había modificado sus planes. Ya no tenía la intención de robar las provisiones de esa gente.

Al parecer, su hermano pequeño había planeado junto con sus amigos un ataque. Caragh tragó nerviosamente mientras pronunciaba una breve plegaria para que se produjera el milagro. Si sus hermanos mayores, o cualquiera de los hombres, estuvieran allí, podrían impedírselo. Tenía que hacer algo para proteger a Brendan, pero ¿qué?

Se incorporó ligeramente tras su escondite y, de repente, divisó a una mujer que caminaba detrás de los hombres. Tenía la falda empapada y miraba el asentamiento con nerviosismo.

Si esos hombres tuvieran la intención de asaltarlos, no habrían llevado a una mujer con ellos. ¿Quién era esa mujer?

Sin embargo, no tuvo tiempo de reflexionar más sobre ello, pues su hermano y sus amigos decidieron atacar. En pocos segundos rodearon a la mujer y la arrastraron lejos de los suyos.

El agudo chillido cortó el aire y el jefe vikingo corrió tras los jóvenes. Los demás Lochlannach lo siguieron, aunque evidenciando cierta falta de energía, como si hiciera mucho tiempo que no combatieran. El jefe, sin embargo, no mostró ninguna debilidad y, emitiendo un terrible rugido, corrió hacia ellos con el hacha en la mano.

Iba a matarlos a todos.

Caragh se mordió el labio hasta sentir el sabor de la sangre. El vikingo, viéndose rodeado, blandió el hacha, mostrando unos impresionantes músculos abrazados por la cota de malla. El arma se hundió en el cuerpo de uno de los jóvenes que intentaba detenerlo.

Caragh cerró los ojos presa de la debilidad. Aunque los vikingos fueran inferiores en número, el esfuerzo de esos valerosos jóvenes sería en vano. Iban a morir, incluyendo a Brendan.

No podía quedarse mirando. Regresando a la choza, buscó un arma que fuera capaz de empuñar. No había tiempo que perder. Infructuosamente, intentó levantar el mazo de su padre.

Tenía que encontrar algo. Lo que fuera. Se giró sobre sí misma y vio un bastón de madera en una esquina. Era grueso y pesado, pero al menos podía con él.

Corrió fuera de la cabaña y descubrió a varios de los suyos que habían abandonado el escondite y rodeaban a los Lochlannach. Los hombres más mayores cargaban con sus propias armas, y varios yacían muertos. Otros habían conseguido someter a algunos de los enemigos y los retenían atados.

Pero fue el jefe de los vikingos el que logró toda su atención. Se había librado del asedio de los jóvenes y corría tras la mujer, con los ojos inyectados en sangre.

Iba directo hacia su hermano.

Sin pensárselo dos veces, Caragh corrió tras él. No sabía cómo iba a poder detener al guerrero, pero blandió el bastón y rezó para que se le concediera una fuerza de la que carecía. El terror que sentía quedó ensombrecido por la necesidad de salvar a Brendan. Su hermano tenía sujeta a la mujer con ambas manos y sería incapaz de defenderse.

—¡Brendan, suéltala! —gritó ella, pero Brendan desoyó su súplica.

El vikingo alzó el hacha sobre su cabeza, dispuesto a atacar.

Sin saber de dónde había sacado la fuerza, Caragh arremetió contra él. El gigante se volvió en el último segundo y el bastón le golpeó en la oreja. Soltando el hacha, cayó desplomado sobre el suelo. La mujer soltó un gritó y se abalanzó sobre él pronunciando extrañas palabras.

Caragh sentía el dolor de aquella mujer. Sus miradas se fundieron y quiso explicarle sin palabras que no había tenido elección.