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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Mary T. Burton

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La prometida de otro, n.º 315 - junio 2014

Título original: The Lightkeeper’s Woman

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4349-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

1882

 

Nunca había bastante tiempo.

Alanna Patterson estaba en pie en la puerta del camarote del capitán. La brisa nocturna era cálida y una manta inacabable de estrellas relucía en el cielo oscuro. Las aguas gentiles del río James lamían el costado del Intrépido.

Cerró los ojos y respiró profundamente. El olor musgoso del muelle se mezclaba con el de los montones de tabaco y el de la madera recién cortada. Habían cargado el barco esa tarde y ahora estaba listo para partir.

¡Ay, si aquella noche pudiera durar eternamente!

Unos brazos fuertes rodearon a Alanna, envolviéndola en su calor. Subió la mano hasta ellos.

—Caleb.

Éste le besó la mejilla. Su barba espesa le hizo cosquillas en la piel.

—Vuelve a la cama.

Alanna echó atrás la cabeza, que apoyó en el pecho desnudo de él.

—Se hace tarde. Tengo que irme pronto para llegar a casa antes de que alguien se dé cuenta de mi marcha.

Caleb respiró hondo.

—No quiero que esto termine.

—Yo tampoco —musitó ella.

—Amo nuestras noches juntos, pero odio que te vayas.

—Pronto estaremos casados y no tendré que marcharme al amanecer.

Caleb la estrechó con fuerza.

—Quédate conmigo. Acompáñame en este viaje.

La idea resultaba tentadora, pero la razón se impuso enseguida.

—No puedo irme ahora de Richmond. Y tú volverás en seis semanas. No es tanto tiempo.

—Seis semanas son una vida entera —Caleb la tomó por los hombros y la volvió hacia él. Alanna miró sus ojos azules llenos de amor y ternura—. Cásate conmigo.

Ella apoyó las manos en su pecho desnudo. El corazón le latía con violencia bajo sus dedos.

—Nos casaremos cuando regreses —dijo.

Caleb tomó un mechón del pelo rubio de ella entre sus dedos.

—Faltan tres meses para la ceremonia. Yo quiero desposarte ahora.

Alanna sonrió.

—Es de noche.

—A cuatro manzanas de aquí hay una iglesia. Despertaré al pastor.

La joven recorrió la mejilla de él con su dedo.

—No podemos despertar al pastor, no estaría bien.

La mirada de él se oscureció.

—¿Por qué no? Le haré un donativo grande a la iglesia para compensar por las molestias.

Alanna percibía en él una desesperación que no había sentido nunca.

—Mi padre quiere darnos una gran boda como gesto de paz. Es su modo de darnos su bendición. Y si mi madre estuviera viva, querría lo mejor para mí. No quiero causarle esa decepción.

—Nos volveremos a casar delante de todos, si eso es lo que quieres, pero yo quiero desposarte esta noche.

Alanna le tomó las manos en las suyas.

—¿A qué viene ese cambio repentino? —preguntó.

Caleb suspiró.

—Considéralo una mala premonición.

Ella le acarició la mandíbula. Los marineros creían mucho en premoniciones. Y Caleb, a pesar de que podía ser muy lógico, no era inmune a esa superstición.

—No hay nada de lo que preocuparse. Mi padre nos ha dado su bendición. Ya nada puede separarnos.

—Quiero que el mundo sepa que eres mía. Te quiero más que a nada y, si te perdiera, me volvería loco.

Alanna le apretó la mano. Caleb era un hombre muy fuerte físicamente, pero no le importaba mostrarle la vulnerabilidad de su corazón.

—No necesito un pastor que selle mi amor por ti. Te estaré esperando cuando vuelvas a entrar en puerto dentro de seis semanas. Soy tuya y te amaré y honraré siempre, Caleb Pitt.

—Siempre —él miró las manos unidas de ambos y le besó los dedos—. Repítelo.

—Te amaré siempre, Caleb. Soy tuya hasta el final de los tiempos.

—Y yo te amo a ti, Alanna. En la riqueza y en el pobreza, en la salud y en la enfermedad. Hasta que la muerte nos separe.

La joven lo miró con ojos llenos de lágrimas.

—Nada nos separará nunca.

Uno

 

Dos años más tarde

 

El cochero puso el freno y gritó:

—Easton, Carolina del Norte.

Alanna Patterson apartó la cortinilla sucia del carruaje y contempló la pobre colección de edificios grisáceos de madera oscura.

La calle principal era poco más que un sendero que las ruedas de los carros habían formado en el barro. Los pocos pescadores y mujeres que había en la calle se veían tan deteriorados como las casas, como si ellos también hubieran soportado muchas tormentas de invierno y muchos veranos cálidos y húmedos.

¿Qué narices podía haber impulsado a Caleb a instalarse en un lugar así?

La última vez que Alanna lo había visto había sido en la cubierta del Intrépido, cuando se disponía a levar anclas. Entonces estaba orgullosa de él. Su chaqueta azul marino de capitán moldeaba perfectamente su talle y los pantalones se ajustaban a sus piernas, abiertas para compensar el movimiento del barco. Sonreía y agitaba la mano mientras gritaba algo. El viento ahogaba su voz de barítono, pero a ella le daba igual. Sonreía y lo despedía también con la mano; estaba tan segura de que su futuro iba a estar lleno de palabras de amor que no le importaba perderse unas cuantas.

¡Qué tonta!

Cuando el cochero abrió la puerta, recogió su faldas de terciopelo. El hombre alto y anguloso la tomó por el codo para ayudarla a bajar. Su botín suave de piel gris se hundió en el barro hasta los cordones.

—¡Mi zapato! —exclamó Alanna—. ¿No podía haber puesto una tabla?

—Todo el mundo sabe que la gente elegante no dura mucho en Easton —repuso el hombre.

Alanna sacó el pie del barro. El cuero de color pálido quedaría marrón para siempre.

—Supongo que en su trabajo como cochero verá muchas personas que no son de Easton. Y podía tomarse la molestia de avisarlos sobre el estado de las calles.

El cochero se encogió de hombros y sacó la bolsa de ella del carruaje.

—Los únicos forasteros que vienen a Easton son los que naufragan aquí. Y se alegran tanto de estar con vida que el estado de su calzado no los preocupa.

Alanna pensó que la mayoría seguramente no había pagado tanto como ella por el calzado. Tomó la bolsa.

—Gracias por su ayuda, pero ya me las arreglo yo.

Él tiró de la bolsa, con lo que acercó a la joven hacia sí. A esa distancia, Alanna podía ver el polvo que cubría su rostro marcado por la viruela y oler el olor a ginebra barata y pescado rancio de su ropa.

—He visto que no han venido a esperarla.

—Mi visita es una sorpresa.

El cochero sonrió.

—¿De verdad? Porque yo estaré encantado de ayudarla en lo que pueda. Me llamo Roy Smoots.

A la joven no le pasó por alto la proposición implícita en sus palabras. En otro momento lo habría puesto en su sitio, pero como había dicho él, allí estaba sola.

Liberó su bolsa de un tirón y retrocedió un paso tambaleándose en el barro resbaladizo, hasta que pudo recuperar la vertical con el sombrero caído sobre la oreja derecha.

El hombre se echó a reír.

—¿Seguro que no necesita ayuda?

Alanna enderezó su sombrero.

—Sólo dígame dónde puedo encontrar la Taberna de Rosie.

El cochero pareció más divertido aún.

—Calle abajo. Se la mostraré encantado.

—No se moleste, señor Smoots —Alanna echó a andar por el barro maldiciendo los zapatos destrozados.

Smoots se colocó a su lado.

—No es molestia.

Procuró no hacerle caso y subió a la acera de madera, donde sacudió los pies para quitarse el barro antes de echar a andar por los tablones grisáceos. La bolsa chocaba a cada paso con sus pesadas faldas.

La taberna era un edificio de dos plantas con un indicador de madera en el que aparecía el nombre de Rosie en letras negras debajo de una rosa roja. Tanto el cartel como el edificio parecían tan deteriorados como el resto del pueblo.

Alanna agarró el picaporte roñoso.

—¿Cuándo sale el próximo carruaje de Easton, señor Smoots? —preguntó.

La sonrisa del cochero se hizo más amplia.

—Yo parto al amanecer.

—Resérveme un asiento. Me iré de este pueblo lo antes posible.

—Desde luego, señorita. ¿Y qué va a hacer esta noche?

Alanna ignoró la pregunta y empujó la puerta. Se detuvo a esperar a que sus ojos se habituaran a la penumbra. La suciedad cubría las ventanas pequeñas de la posada y bloqueaba el sol del mediodía. Unas dos docenas de pescadores la observaban por encima de sus jarras. La mayoría lucían barbas pobladas y una piel tan deteriorada por los elementos como los tablones de la acera.

Sus comentarios envolvían a la joven y un hambre peligrosa oscurecía sus ojos. A ella empezaron a sudarle las manos en sus guantes de cabritilla y por primera vez se dio cuenta cabal de lo muy sola que estaba.

Era el tipo de hombres con los que solía navegar Caleb, y aunque los respetaba como marineros, siempre procuraba alejarlos de ella. Y ahora entendía por qué.

Smoots le puso una mano en el hombro.

—¿Seguro que no quiere la ayuda de Roy?

Alanna se apartó.

—No, gracias.

Él se acercó tanto que ella pudo sentir su aliento caliente en el oído cuando dijo:

—No diga que no se lo advertí.

Pasó a su lado, golpeando el hombro de ella con el suyo, y se acercó a un rincón oscuro donde había tres marineros sentados. Les dijo algo y todos rieron y la miraron.

Alanna sabía que empezaba a faltarle el valor. Cuando recibió días atrás el mensaje de Caleb, el impulso de enmendar viejos entuertos fue muy fuerte, pero el tiempo y el miedo habían apagado un poco el fuego.

El barman, un hombre grueso, con un vientre que le colgaba por encima del cinturón, levantó la vista del vaso de ginebra que servía. La miró sorprendido, dejó la botella en el mostrador y avanzó hacia ella.

Tenía una barba roja encanecida y llevaba un pendiente de oro en la oreja izquierda. Daba la impresión de que su nariz torcida se hubiera roto más de una vez. Sonrió y se limpió las manos en el delantal sucio.

—Me llamo Sloan. ¿En qué puedo servirla?

Alanna sentía la boca tan seca como el algodón. Sus dedos apretaban con fuerza las asas de la bolsa.

—Busco al capitán Pitt —musitó.

De la cara de Sloan desapareció todo rastro de humor.

—¿A quién ha dicho?

—A Caleb Pitt —repitió ella en voz más alta—. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

Un silencio mortal se apoderó de la taberna y los hombres que antes la miraban apartaron los ojos.

Sloan achicó los suyos para observarla y ella tuvo la impresión de estar siendo juzgada y se preguntó por un instante si Caleb le habría hablado de ella.

—No está en el pueblo —contestó el barman.

La tensión que agarrotaba los músculos de ella se convirtió en rabia.

—Yo pensaba que vivía aquí. Me dio Easton como su dirección.

—Vive aquí a veces, pero ahora no está aquí.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

Sloan señaló la puerta.

—Es mejor que se marche.

Alanna no podía volver a Richmond estando tan cerca de arreglar aquel asunto de una vez por todas.

—Vengo desde muy lejos para volverme ahora.

El posadero echó a andar hacia la barra.

—Hágame caso. Márchese.

Alanna levantó la barbilla.

—Estoy segura de que alguien me dirá dónde puedo encontrar al capitán. Estoy dispuesta a pagar —dijo en voz más alta.

Miró a su alrededor. Los hombres empezaban a hablar entre ellos y tenía la impresión de que el tema de conversación era ella.

Se sentía como un cebo entre tiburones, pero entró más en la estancia, consciente de que Sloan la miraba, y avanzó hasta una mesa que había vacía en un rincón. El posadero corrió hasta ella.

—¿Qué se cree que está haciendo?

—Sentarme —señaló una silla vieja—. ¿No piensa sacarme la silla?

Sloan la miró un momento de hito en hito y luego sacó la silla de debajo de la mesa con un suspiro.

—Descanse unos minutos y luego quiero que se vaya.

Alanna le dedicó la mejor de sus sonrisas y se sentó de espaldas a la pared. Tardó un momento en colocar los pliegues de sus faldas de terciopelo.

El posadero apoyó una mano en el respaldo de la silla y se inclinó para hablarle en voz baja.

—Sé quién es y puedo decirle que el capitán no quiere tener nada que ver con usted. Hágase un favor y deje el pasado enterrado.

Alanna se sonrojó intensamente. ¿Cuántas veces había rezado para que desapareciera el pasado? Pero siempre que tenía la felicidad al alcance de la mano, la amargura y la rabia provocadas por un millar de preguntas sin responder le impedían disfrutarla.

Las lágrimas no derramadas le quemaban la garganta.

—No tengo más remedio que buscar al capitán Pitt —respondió.

Sloan movió la cabeza y se enderezó.

—Pues es una lástima.

La ironía de la situación casi hizo reír a Alanna. Durante dos años había evitado la idea de ver a Caleb y ahora que estaba tan cerca, encontraba un impedimento tras otro, como si el destino no quisiera que lo viera.

Cruzó las manos en el regazo.

—No me iré hasta que no lo vea.

El posadero movió la cabeza.

—Eso no funciona así, señorita. Usted me dice lo que quiere y yo decido si hablo.

Alanna comprendió que tendría que darle alguna información.

—Mi padre murió hace poco; dejó un paquete para el capitán y he venido a entregárselo.

—¿Qué clase de paquete?

Alanna sacó una cajita de teca del bolsillo de su capa y la dejó en la mesa. Medía unas seis pulgadas de lado y tenía una cerradura de bronce brillante. Era la misma caja que el abogado había enviado a Caleb y él había devuelto.

—Éste.

Sloan miró la cajita.

—Démelo a mí y lo llevaré a la isla la próxima vez que lleve suministros al capitán.

Alanna recordó la tensa respuesta de Caleb a su carta. «No quiero nada de tu padre ni de ti. Hemos terminado». Y el fuego que la había impelido a recorrer cientos de millas comenzó a arder de nuevo.

—Pienso entregársela personalmente.

Sloan arrugó la frente.

—¿Este deseo suyo de verlo no llega un poco tarde?

Alanna levantó la barbilla a la defensiva.

—Hay cosas que usted no sabe.

El posadero movió la cabeza.

—Usted trae problemas.

—Si cree que su poca disposición a ayudarme va a hacer que me vaya, se equivoca. De un modo y otro, veré al capitán.

—Como quiera, pero ni la ayudaré yo ni nadie más de este pueblo —se volvió y se alejó.

Alanna se puso en pie.

—¡Señor Sloan!

—No encontrará a nadie que la lleve.

—No tengo intención de causarle problemas al capitán.

Sloan no respondió.

Alanna, frustrada, miró hacia la barra, donde cinco marineros la miraban abiertamente.

—Necesito a alguien que me lleve a la isla Barrier —dijo en voz lo bastante alta para que todos la oyeran—. Y estoy dispuesta a pagar.

Los marineros bajaron la vista.

—No la llevará nadie —dijo Sloan desde detrás de la barra.

—Sólo quiero darle esta caja y luego lo dejaré en paz.

—Deje en paz al capitán —gritó un marinero.

—Sí, es un buen hombre que no necesita que una mujer como usted le estropee la vida —dijo otro.

Alanna miró la estancia llena de caras sombrías.

—No pretendo hacerle ningún daño.

—Márchese —gritaron varios.

La joven, sorprendida por su furia, miró a Sloan.

—Sólo quiero darle esta caja.

El posadero movió la cabeza.

—Desde que el capitán se encarga del faro, ha salvado muchas vidas. En este pueblo todo el mundo tiene un amigo o un pariente que le deben la vida al capitán. Puedo asegurarle que nadie la llevará hasta él.

Alana abrió la boca, dispuesta a discutir, cuando vio que un marinero avanzaba hacia ella.

Era un hombre mayor con pantalones muy anchos para su cuerpo, camisa sucia y una chaqueta que olía a pescado. Llevaba el pelo largo atado en una coleta en la nuca con un trozo de cuerda y lucía una barba rala y gris que le llegaba hasta el pecho.

—¿De verdad quiere ir a las orillas exteriores?

La joven vaciló. El hombre parecía un pirata y seguramente tendría la ética de uno. De no haber tenido tanta prisa por volver a Richmond, jamás habría considerado su oferta.

—Sí.

Sloan hizo una mueca.

—Vuelve al agujero del que saliste, Crowley. La dama no necesita tu ayuda.

—No le haga caso —intervino Alanna—. Necesito un pasaje para la isla Barrier.

El marinero dejó su jarra de cerveza medio vacía en la mesa y se sentó frente a ella.

—Vamos a hablar.

Sloan lanzó una maldición.

—No sea idiota, señorita. Usted no quiere tratar con ese hombre.

—Gracias, señor Sloan —repuso ella—, pero puedo cuidarme sola.

El posadero la miró de hito en hito.

—Es usted tan terca como dice Caleb. Muy bien, váyase con Crowley. Creo que son tal para cual.

Alanna sintió un nudo en la garganta. ¿Caleb había dicho que era terca? Deseaba preguntar al posadero qué más había dicho de ella, pero el orgullo no se lo permitía. Miró a Crowley.

—¿Puede llevarme allí, señor...?

El viejo la miró por encima de su jarra.

—No soy ningún señor, sólo Crowley.

—Alanna Patterson —repuso ella, sorprendida de que su voz sonara firme.

—Yo la llevaré allí si está dispuesta a pagar.

La joven apretó el bolso de tela que colgaba de su brazo.

—Le ofrezco dos chelines.

—Que sean cinco dólares.

Ella abrió mucho la boca.

—¿Cinco dólares? No tengo tanto dinero.

Crowley miró su capa lujosa con borde de brocado y empezó a levantarse.

—Muy bien. Búsquese a otro.

Alanna sabía que probablemente aquélla era su última oportunidad de volver a ver a Caleb. Estaba claro que nadie más iba a ayudarla en el pueblo y pronto estaría casada y no podría volver. Sacó un billete arrugado del bolso.

—Le pagaré un dólar.

Crowley la miró.

—No la oigo.

Temerosa de que otros oyeran que llevaba dinero encima, bajó la voz.

—Está bien, dos dólares. Pero es todo lo que tengo.

El viejo volvió a sentarse.

—Hecho.

Alanna empujó el dólar hacia él.

—Le daré el otro cuando volvamos.

El marinero olfateó el billete y, después de comprobar que no era falso, lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

—De acuerdo. Mi barco es el Bruja del mar. Está atado en el muelle con todos los demás. Nos veremos allí por la mañana.

—No puedo esperar tanto. He de regresar a Virginia mañana —la tensión que se acumulaba en la espina dorsal de Alanna la forzó a explicar—: Tengo una cita a la que no puedo faltar.

La verdad era que Henry le había prohibido hablar de Caleb. Y si no estaba de regreso el viernes, cuando él volviera de Nueva Cork, se daría cuenta de su ausencia y se pondría furioso.

Crowley se encogió de hombros.

—Venga al muelle dentro de media hora.

—Allí estaré.

Cuando el viejo se alejó, Alanna envolvió la cajita en una tela y la guardó en el bolsillo lateral de su capa, que cerró con un botón.

Pronto estaría cara a cara con Caleb. Sintió un nudo en el estómago, pero se consoló pensando que al día siguiente todo habría terminado.

La voz afilada de Sloan la sacó de sus pensamientos.

—No pensará viajar con Crowlye, ¿verdad?

A la joven no le gustó su tono.

—Ya le he dicho antes que eso no es asunto suyo.

Unas arrugas de preocupación rodearon los ojos de Sloan.

—Ni siquiera una mujer como usted merece a alguien como Crowley.

El orgullo impedía retroceder a Alanna. Desde el suicidio de su padre un año atrás, se había habituado a cuidar de sí misma. Había lidiado con los acreedores, vendido joyas de familia y visto cómo se derrumbaba su mundo.

—Gracias por el consejo, pero sé cuidarme sola.

—Váyase a casa.

Alanna hubiera querido explicarle que aquel viaje era el más duro que había realizado en su vida. Había perdido peso y pasado semanas sin dormir bien; y quería librarse del pasado y de los recuerdos de Caleb de una vez por todas.

Pero no dijo nada. Sloan tenía razón. Su lugar no estaba allí, y cuanto antes terminara su tarea, mejor.

—He llegado demasiado lejos para retroceder ahora.