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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Michelle Willingham

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La tentación del vikingo, n.º 556 - julio 2014

Título original: To Tempt a Viking

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4575-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Dedicado a todas las madres con hijos con necesidades especiales.

 

Vuestro valor y amor incondicional resulta inspirador.

Uno

 

Irlanda, 875 d.C.

 

No había nada peor que estar enamorado de la esposa de tu mejor amigo.

Ragnar Olafsson agarró los remos con más fuerza e impulsó el barco contra las olas del mar. No debería haberlos acompañado hasta Eire. Pero, cuando Styr le había pedido que fuera con ellos, en un momento de debilidad, había accedido. Aunque había eliminado de su mente todas las obsesiones sobre Elena, la idea de no volver a verla jamás era peor que el tormento de verla con su esposo.

Ni una sola vez le había confesado su amor. Nadie sabía de la salvaje frustración que lo carcomía cada vez que Styr se llevaba a su amada al interior de su morada. Verlos juntos era una tortura.

Aun así, no se resignaba a dejarla marchar.

Continuó remando, sin apartar la vista de Elena. Sus rubios cabellos emitían destellos rojizos, fuego sobre oro. Era una diosa, y él la adoraba a distancia.

Para ella no era más que un amigo. Normal que pensara así. Una mujer como Elena merecía estar casada con un guerrero de elevado linaje. La unión con Styr había sido acordada años atrás y él no le robaría la mujer a un amigo. A su mejor amigo.

Ella había elegido, y Styr había hecho todo lo posible por hacerla feliz. Y por eso, Ragnar se había apartado de su camino.

Durante años había intentado encontrar a otra mujer. Siendo un valeroso guerrero, varias doncellas se habían fijado en él, pero ninguna podía compararse a Elena. Quizás no existía ninguna capaz de ello.

La observó contemplar las grises aguas. En los últimos meses se había producido un cambio. Styr y ella apenas se dirigían la palabra. Su esterilidad la traumatizaba y, cuando contemplaba el mar, su rostro aparecía extrañamente pálido. Nada de lo que pudiera decirle arreglaría la situación.

A medida que se acercaban a la costa, descubrieron que las aguas eran menos profundas de lo esperado.

—Echaremos el ancla aquí —ordenó Styr, colocándose junto a Ragnar—. ¿Te quedarás aquí con Elena? —pidió a su mejor amigo—. En caso de que haya algún peligro, no quiero que esté en primera línea.

—Cuidaré de ella —Ragnar bañaría su espada con la sangre de cualquiera que osara amenazar a Elena. Aunque no fuera suya, no dudaría en ofrecer su vida por ella.

—Me alegra que vinieras con nosotros —Styr apoyó una mano en el hombro de su amigo y suspiró—. Un viaje como este solo puede soportarse con amigos.

—Los hombres llevan días sin dormir. Necesitan comer y descansar —Ragnar asintió.

El barco había sido azotado por las olas como si los dioses les estuvieran reclamando algún sacrificio. Habían luchado contra las tormentas y habían ganado, a costa de no dormir. Ragnar estaba tan agotado, física y mentalmente, que apenas lograba pensar en otra cosa que no fuera tumbarse sobre la arena y dormir.

—Es una pena que no tengas una mujer para que te caliente la cama —añadió Styr.

—Tengo entendido que en Eire hay unas cuantas. Puede que encuentre a alguna.

Había mantenido varias relaciones, pero ninguna había podido compararse con ella. A pesar de haber intentado borrar a Elena de su cabeza, había noches en las que despertaba bañado en sudor, duro como una piedra, su mente poblada de imágenes de la mujer que amaba.

¡Por la sangre de Thor que tenía que dejar de pensar en ella! Elena pertenecía a Styr y nada haría que eso cambiara. En cuanto la semilla de su esposo prendiera en ella, hallaría la felicidad. Ragnar agarró los remos con fuerza y buscó un escudo.

—Me alegra que estés aquí —Styr tomó otro escudo—. Necesito hombres fuertes —añadió, propinándole un puñetazo en el brazo a su amigo para acentuar sus palabras.

—Ya te he tumbado unas cuantas veces —Ragnar agarró a Styr de la muñeca.

—Porque te dejé ganar.

Styr era como un hermano. Le había enseñado a pelear cuando su padre se había negado a hacerlo. Se habían entrenado en secreto hasta que Ragnar fue capaz de blandir la espada tan bien como él. Lo cierto era que luchaba mejor que Styr, aunque este jamás lo admitiría.

—Siempre te cubriré las espaldas —murmuró Ragnar.

Y era cierto. A pesar de sus traicioneros sentimientos, jamás traicionaría a su mejor amigo.

 

 

Tras echar el ancla, vadearon las aguas que les llegaban a la cintura. Elena permaneció a bordo del barco, como si dudara entre seguir o no a los hombres.

—Puedes quedarte a bordo —le informó Ragnar—. Hasta que veamos si hay algún peligro.

—Quiero acompañar a los hombres —aunque con gesto de preocupación, ella sacudió la cabeza—. Si me ven a mí, puede que comprendan que no vais a atacarles.

Tenía sentido, pues los invasores no solían llevar mujeres con ellos. Aun así, Ragnar la mantendría apartada del grupo.

Ragnar la ayudó a bajar del barco, procurando que sus manos no se detuvieran más tiempo del necesario sobre su esbelta figura. Llevaba un vestido de color crema con un sobrevestido rosa fijado al hombro con broches dorados. Sus cabellos estaban recogidos en trenzas enrolladas sobre la cabeza. Avanzaba por el agua con visibles gestos de frío.

—En cuanto podamos, encenderemos un fuego para que te calientes —le prometió Ragnar.

En la avanzadilla, Styr sujetaba con fuerza el hacha mientras todos contemplaban el asentamiento, inusualmente silencioso. Olía a leña quemada y había señales de que alguien se había marchado apresuradamente de allí.

—No te acerques —le advirtió Ragnar a Elena mientras seguían avanzando por el agua.

No veía con claridad y sus pisadas eran inestables. La falta de sueño empezaba a afectarle, pero ignoró las súplicas de su cuerpo y sacó fuerzas de flaqueza.

Había algo raro en ese asentamiento. No había personas ni animales. Con cada paso que daba, su mente se nublaba un poco más y no era capaz de pensar con claridad. Se paró durante unos segundos y respiró hondo. No permitiría que el agotamiento lo venciera.

—Regresa al barco —ordenó a Elena. Había visto movimiento—. Quédate allí hasta que sepamos qué sucede —no quería que Elena se viera atrapada en medio de una batalla.

—Sola en el barco estaré desprotegida —ella sacudió la cabeza y silenció la protesta de Ragnar—. No voy a regresar. Me quedaré aquí, en la orilla, pero necesito pisar tierra firme.

—Entonces quédate detrás de mí —accedió él mirándola fijamente.

Esos ojos, verdes como el mar, lo tenían hechizado. ¡Cuántas noches había soñado con hundir las manos en esos cabellos y tomar los dulces labios!

—¿Sucede algo? —preguntó Elena, sonrojándose ante la intensa mirada, como si pudiera leerle los pensamientos.

—No —Ragnar desvió la mirada hacia la arena—. Nada.

Recorrió de nuevo el perímetro del asentamiento con la mirada. A lo lejos le pareció ver sombras tras una de las cabañas. El silencio era desesperante y se sentía como la presa de un atacante desconocido. Salieron del agua y se detuvieron en la arena.

Ragnar se acercó unos pasos hacia las sombras, sujetando firmemente el escudo con la mano izquierda y una pequeña espada con la otra. Más que nunca, deseó que Elena se hubiera quedado en el barco. La mujer permanecía tras él, los tobillos golpeados por las olas, las manos fuertemente entrelazadas.

—Quédate aquí —le ordenó—. Y grita si ves algo.

Elena asintió, pero Ragnar titubeó. El instinto le decía que no debía apartarse de su lado, pero tampoco podía exponerla al peligro de algún atacante.

—¿Estarás bien?

—Sí —contestó ella sin mucha confianza mientras sacaba una daga del cinturón.

Ragnar se dirigió hacia las sombras mientras el resto de los hombres seguía a Styr. Caminaban con lentitud, como si el peso de los últimos días se hubiera posado sobre sus hombros. Todos serían capaces de luchar, pero la fatiga hacía mella en ellos.

De repente se oyó el grito de Elena. Ragnar se giró con la espada en alto y la descubrió rodeada de cuatro hombres.

¡Por todos los dioses! ¿De dónde habían salido?

La adrenalina lo inundó de un profundo sentimiento de violencia, eliminando todo rastro de agotamiento. Espada en mano, corrió hacia Elena. Atacó a uno de los jóvenes, pero el golpe fue bloqueado por un escudo. Con renovadas fuerzas, luchó como mejor sabía. Dos hombres lo atacaron, pero utilizó el escudo para frenar el golpe mientras lanzaba de nuevo su espada.

La locura de la batalla lo invadió y todo lo demás desapareció, salvo la primitiva necesidad de protegerla.

La mirada de terror en los ojos de Elena le confirmó que tenía un nuevo enemigo a la espalda. La inferioridad numérica no le importaba, no permitiría que nadie le hiciera daño, no mientras le quedara un soplo de aliento. Con el escudo, derribó al tercer hombre.

Uno de los jóvenes agarró a Elena por detrás, retorciéndole la muñeca hasta hacerle soltar la daga. Después la arrastró marcha atrás mientras Ragnar luchaba con todas sus fuerzas para liberarse de los irlandeses.

Sin saber si sería demasiado tarde.

La sangre rugía en sus venas y, con un salvaje grito, se abrió paso entre los hombres que lo rodeaban, atacándoles con la espada. Fue vagamente consciente de que Styr corría hacia ellos también.

Dos hombres intentaron cortarles el paso, pero los dos amigos se repartieron los enemigos. Tras librarse del suyo, Ragnar se arrojó a la arena y rodó en el momento justo en que una espada se clavaba en el lugar en el que antes había estado su cabeza.

Más irlandeses se unieron a la batalla y Ragnar vio a uno de ellos agarrar a Elena y apoyar un cuchillo contra su garganta. En la mirada del joven vio la desesperación de alguien que no había matado jamás, y eso le hacía ser aún más peligroso.

Con un nuevo brote de adrenalina, consiguió soltarse mientras Styr corría hacia su esposa, pero antes de que pudiera alcanzarla, todo cambió.

Una joven corrió hacia ellos gritando. En sus manos llevaba un grueso bastón.

Concentrado en Elena, Ragnar ignoró a la mujer. El joven que la tenía aprisionada sí se había distraído, dándole la oportunidad de liberarla.

Durante un instante, ese joven pareció dudar entre soltar o no a Elena. Parecía saber que, si la soltaba, Styr le abriría la cabeza con el hacha.

Pero si él atacaba por la espalda, podría atrapar desprevenido al joven y liberar a Elena antes de que los demás se hubieran dado cuenta de lo sucedido.

Se acercó un poco más…

Levantó la espada, dispuesto a golpear. Pero ese fue el momento elegido por la otra mujer para golpear a Styr con el bastón en la cabeza. Su amigo cayó fulminado al suelo.

¡Por la sangre de Thor! Ragnar se agachó para evitar la espada de otro de los hombres.

—¡Styr! —gritó Elena presa de la angustia, mientras se dirigía hacia su esposo caído y la otra mujer pronunciaba extrañas palabras que sonaban a disculpa.

El joven agarró de nuevo a Elena y la arrastró hacia el mar. El agua le llegaba a la cintura y, si quisiera, podría ahogarla.

Ragnar llamó al resto de los hombres. Todos eran necesarios para proteger a Elena y a Styr. Sus amigos se acercaron blandiendo sus armas y protegidos por los escudos. La otra mujer se afanaba en atar las muñecas y tobillos de Styr con largas tiras de cuero y un hombre más mayor la ayudaba a arrastrarlo por la arena.

—Ragnar —suplicó Elena—. Sálvalo —la voz era apenas un susurro y los ojos verdes reflejaban el temor a la muerte.

Ragnar dudaba entre salvar a su mejor amigo o a Elena. Era una decisión que jamás hubiera querido tener que tomar.

—¿Qué hacemos? —preguntó Onund.

Al final solo hubo una opción. Tenía que salvar a la mujer que amaba, aunque fuera a costa de perder al hombre al que consideraba su hermano.

—Si algo le sucediera, Styr jamás nos lo perdonaría—. Con el escudo y la espada en alto, Ragnar se dirigió hacia el agua.

Dos

 

Elena no daba crédito mientras veía a Ragnar depositar las armas sobre la arena. ¿Qué hacía? Era más fuerte que cualquiera de esos hombres y, sin duda, sería capaz de matarlos a todos. ¿Por qué se rendía?

A no ser que tuviera algún plan que ella desconociera.

Ragnar se acercó a ellos. Llevaba una cota de malla y un yelmo de hierro. Los ásperos cabellos castaños colgaban por debajo de los hombros. Los ojos, de un color verde oscuro, refulgían con determinación y la expresión de su rostro era la de un guerrero despiadado cuya intención era la de matar a sus enemigos.

Y lo haría. Elena lo había visto entrenar con su esposo. No había guerrero más fuerte que Ragnar Olafsson y su velocidad no tenía igual.

—¡Soltadla! —gritó al joven que tenía cautiva a Elena—. Regresaremos a nuestro barco.

Hablaba con el irlandés como si lo creyera capaz de entender la lengua escandinava. El tono de voz era reposado y las manos estaban alzadas en señal de rendición. Pero el gesto encerraba una silenciosa amenaza.

Pues Ragnar jamás negociaba con el enemigo. El corazón de Elena latía con fuerza.

¿Cuál era su plan? ¿Sacrificarse? No, no era un hombre dado al martirio.

—Quizás tu intención sea la de rendirte, Ragnar —Onund lo miró furioso—, pero la nuestra no. ¡Somos más que ellos! —espetó, negándose a deponer las armas.

Un destello de irritación asomó al rostro de Ragnar, y entonces Elena lo comprendió.

Los irlandeses los habían sorprendido, pero ellos podían pagarles con la misma moneda, siempre que creyeran que iban a rendirse. Ragnar les estaba ofreciendo a sus hombres tiempo para reagruparse. ¿Cómo no lo había visto Onund?

—Si atacamos, le cortarán el cuello. Y también matarán a Styr —Ragnar bajó la voz y Elena ya no pudo oír nada más del plan. Su captor seguía arrastrándola mar adentro. Ya casi habían alcanzado el barco y aún no sabía cuáles eran las intenciones de Ragnar.

La mirada del guerrero seguía fija en ella y reflejaba la determinación de un hombre que no cejaría hasta liberarla. Elena recordó la extraña manera en que la había mirado minutos antes. Era una mirada cargada de deseo, como si quisiera conocerla… íntimamente.

El corazón se le aceleró. Nunca la había mirado así y se sentía inquieta, incapaz de entender su propia reacción ante esa mirada.

Un horrible pensamiento la horrorizó. Ragnar no desearía jamás la muerte de Styr ¿o sí? Su marido era prisionero de los irlandeses y tenían que rescatarlo.

Pero ¿y si Ragnar no tenía intención de salvarlo? ¿Y si le había dado la espalda a Styr?

No se imaginaba a ese hombre como un traidor, pero no podía quitarse el miedo de encima.

Al fin los demás hombres le obedecieron y depusieron también las armas antes de regresar al agua, uno a uno, rodeados por los irlandeses.

—Deberíais quedaros alguno, por Styr —gritó ella.

En cuanto habló, el irlandés le hundió la cabeza bajo las heladas aguas. Manoteando desesperada y sin aire, sintió cómo su captor la sacaba del agua al mismo tiempo que pronunciaba advertencias en un tono y un idioma que ella no comprendía. Y, antes de darse cuenta de lo que sucedía, la había subido al barco. Helada de frío hasta los huesos, no tuvo ninguna posibilidad de resistirse.

Envuelta en una nebulosa, apenas fue consciente del cuchillo que seguía apoyado contra su garganta. El irlandés le ató las muñecas con una cuerda y la sujetó a la parte delantera del barco.

Poco a poco aparecieron sus hombres, seguidos de cuatro irlandeses. No intentaron luchar, dejándose capturar. Elena confiaba en que estuvieran esperando el momento de atacar.

Pero no había quedado nadie para ayudar a Styr. Desolada, echó un vistazo a la costa. Su marido había desaparecido y no había manera de saber si volvería a verlo alguna vez. Aunque durante los últimos meses se habían distanciado, era consciente de ser la culpable de ello. Styr era un buen hombre, un guerrero que se merecía algo mejor que una esposa estéril.

No. Se negaba a caer en una autocompasión que no le haría ningún bien. Debía armarse de valor y hacer todo lo posible por sobrevivir. Era su única esperanza.

Ragnar subió a bordo y fue atado como los demás, fijando nuevamente la mirada en ella. Elena no conocía sus planes, pero sabía que su intención era liberarlos a todos.

Los irlandeses se habían sentado a los remos, pero, siendo solo cuatro, el barco apenas avanzaba. Su captor, que respondía al nombre de Brendan, se hizo cargo de las velas, logrando que el viento los alejara de la costa.

—¿Qué será de Styr? —se atrevió a susurrar en dirección a Ragnar—. Lo dejaste solo. Podría estar muerto —un escalofrío recorrió su cuerpo y ardientes lágrimas asomaron a sus ojos.

—Si lo quisieran muerto no lo habrían hecho prisionero —observó el guerrero—. Lo utilizarán como rehén, pero regresaremos antes de que le puedan hacer ningún daño.

—¿Y si te equivocas? —Elena no sabía qué pensar. Podrían torturarlo, o matarlo.

—No me equivoco. Confía en mí.

—No puedes abandonarlo —ella lo miró a los ojos, suplicando en silencio que actuara pronto.

Ragnar parecía molesto ante el tono acusatorio y en su expresión no había rastro de ternura o piedad.

—Le juré que daría la vida por ti. Y eso haré —se inclinó un poco más hacia ella—. Esta noche recuperaremos el barco.

—Tienes las manos atadas —protestó ella.

—¿Eso crees? —preguntó él con tal indiferencia que Elena pensó si no se habría equivocado al dudar de él.

Sentía el aliento del vikingo sobre su rostro. Los largos cabellos emitían destellos dorados y su expresión era tensa, la de un conquistador. A su mirada verde había regresado la expresión de minutos atrás, la que la hacía temblar de pies a cabeza, atravesando su miedo e invadiendo sus venas. Hechizándola.

Le había pedido que confiara en él y ella quería hacerlo, pues ese hombre era la única esperanza para regresar al asentamiento. Pero, una vez más, la miraba de esa manera que la hacía sentirse incómoda.

Uno de los irlandeses apareció y tiró de Ragnar para alejarlo de ella. Si había conseguido soltarse las ataduras, lo disimulaba muy bien.

El viento se había hecho más fuerte y el cielo volvía a cubrirse de nubes. Elena tenía hambre, pero nadie le ofrecía comida o agua. Los irlandeses exploraron el barco y descubrieron los víveres almacenados bajo la cubierta. Devoraron la comida, hasta el último trozo de carne seca y guardaron el pescado, pero sin ofrecer siquiera un bocado a sus prisioneros. Mirándolos más atentamente, Elena advirtió lo delgados que estaban, como si estuvieran muertos de hambre.

Por segunda vez se preguntó si la decisión de rendirse había sido acertada. Esos hombres no tenían la fuerza de los vikingos. Pero en sus ojos vio instinto de supervivencia, como si les hubiera abandonado todo rastro de humanidad. Como animales, luchaban entre ellos por los mejores trozos de comida.

La frustración que había sentido hacia Ragnar disminuyó. Unos hombres que solo se preocupaban por sus propias vidas harían cualquier cosa. Matarían sin piedad.

El líder, Brendan, era poco más que un adolescente, pero en sus ojos brillaba la determinación. Fuera lo que fuera que les tuviera reservado, no iba a alterar sus planes.

Aunque habían pasado horas desde que habían regresado al barco, Elena seguía sin entrar en calor, y el miedo no hacía más que aumentar la sensación de incomodidad. Además, tenía la boca seca por la sed.

—¿Podría beber un poco de agua? —le preguntó a Brendan, a pesar de que sabía que no entendía su idioma. Asintió hacia los demás captores, que bebían vino, para intentar hacerse comprender.

Brendan apretó los labios e ignoró la súplica de Elena. Ella miró atentamente a sus hombres. Todos tenían las manos a la espalda. ¿Sería cierto lo que había insinuado Ragnar? ¿Habían conseguido soltarse? Ninguno de ellos la miraba.

Quizás…

—Cuando salga la luna —fue la breve orden dada por Ragnar a sus hombres.

Elena respiró hondo y miró a los irlandeses en busca de algún gesto que indicara que lo hubieran entendido. Todos estaban ocupados en engullir la comida, pero Brendan frunció el ceño y, sin decir una palabra, desenvainó el cuchillo y se acercó a ella por la espalda, apoyando de nuevo el frío acero contra su garganta mientras lanzaba una mirada desafiante a Ragnar.

 

 

Antes de que amaneciera, mataría a ese irlandés que había osado tocar a Elena. Con un cuchillo, que luego había pasado a sus hombres, Ragnar había conseguido cortar las ataduras. Solo le quedaba esperar el momento adecuado para atacar.

Llevaban horas navegando y algunos de los irlandeses se habían dormido, en realidad todos salvo el hombre que tenía cautivo a Elena. Brendan parecía presentir que si la soltaba, su vida no valdría nada.

El sol se había ocultado tras el horizonte y la luna empezaba a asomar. Ragnar hizo un gesto en dirección a sus hombres para que estuviesen preparados. Después, volvió a posar la mirada en Elena, esperando el momento para liberarla. Su amada estaba tensa y en la garganta se apreciaba un pequeño rastro de sangre.

Agarró el cuchillo con fuerza mientras juraba en silencio vengarse de ese hombre.

Necesitaba crear una distracción para llamar la atención de Brendan. Podría tomar a uno de los irlandeses como rehén, o atacar por sorpresa. Había docenas de posibilidades, todas factibles, pero no carentes de riesgo.

¡Por todos los dioses! ¿Por qué había tenido que capturar a Elena? De ser cualquier otra persona, se abalanzaría sobre ese irlandés y le cortaría el cuello sin más. Sin embargo, el riesgo era demasiado elevado. Elena lo era todo para él y jamás pondría su vida en peligro.

La vio levantar la vista hacia la luna que asomaba tras una nube. Estaba muy pálida y Ragnar quiso decir algo para tranquilizarla.

—Elena —no pudo contenerse, a pesar del riesgo. «No temas, yo te liberaré».

El irlandés pronunció unas palabras que sonaban a advertencia, pero su voz se quebró. Era evidente que era poco más que un crío.

—El barco se acerca a la orilla —anunció Ragnar a Elena.

—Yo no sé nadar muy bien —contestó ella con la voz cargada de miedo, mientras contemplaba las oscuras aguas.

El viento soplaba con fuerza y empujaba la nave hacia el Este. A lo lejos se divisaba lo que parecía una diminuta isla. A lo mejor sería capaz de alcanzarla.

—No permitiré que te ahogues —juró Ragnar.

Elena pareció sopesarlo, buscando consuelo en el guerrero. Aunque pertenecía a Styr, en esos momentos daría cualquier cosa por que Ragnar la abrazara, la consolara.

Y, como si los dioses hubieran decidido que así sería, llegó la distracción deseada.

 

 

Brendan O’Brannon no había tenido tanto miedo en su vida. Mientras sujetaba el cuchillo sobre la garganta de la mujer Lochlannach, deseó no haber abandonado jamás su tierra. En su momento había creído estar protegiendo a su hermana, Caragh. Había pensado obligar a los extranjeros a marcharse de allí, alejando el barco varias millas de su hogar. Llegada la noche, él y sus amigos abandonarían la nave y regresarían a nado.

Pero esos hombres no dormían. En ningún momento le habían quitado la vista de encima, ni a la mujer que retenía cautiva. Cada minuto que pasaba los acercaba más a la inevitable muerte.

Un desolador vacío lo inundó al saber que no volvería a ver a su hermana ni a sus hermanos. Y todo por intentar hacerse el héroe. ¿Cómo se le había ocurrido que podría defenderlos contra los feroces invasores Lochlannach? No tenía más que diecisiete años, apenas un hombre. Había actuado sin pensar y, peor aún, había dejado sola a Caragh y dudaba mucho que fuera a regresar con vida.

Había un hombre en particular que le ponía nervioso. No dejaba de mirarlo, como si pensara asesinarlo en cuanto tuviera la oportunidad.

Brendan rezó en silencio para sobrevivir a aquello. Pensó en soltar a la mujer, lanzarse al agua. Por lejos que estuvieran de la orilla, tendría más posibilidades de sobrevivir que quedándose en el barco.

Sin embargo, siguió pegado a ella, consciente de que era la única persona que podía mantenerlos a él y a sus amigos con vida. Ya faltaba poco para alcanzar la punta más al Sur de la costa Este de Eire.

La luna permanecía oculta por las nubes, dificultando la visión. Estaba agotado y tenía que esforzarse para controlar el temblor de las manos.

Uno de los hombres lanzó un grito alertándoles sobre la proximidad de otro barco. Sin apartar el cuchillo del cuello de la mujer, Brendan se volvió para mirar. Un enorme barco mercante se acercaba a ellos.

Pero no eran irlandeses.

La boca se le secó y las palmas de las manos empezaron a sudarle. Eran los Gallaibh, los daneses, tan feroces como los vikingos. Su abuelo le había contado historias sobre los sanguinarios invasores que mataban a todo lo que respiraba.

Que los dioses los ayudaran. Sería un milagro que sobrevivieran a aquella noche.

—¡Dad la vuelta! —ordenó Brendan. Si lograban acercarse a la costa, quizás tendrían una posibilidad de escapar.

Sin embargo, no estaba acostumbrado al barco de los Lochlannach y no sabía cómo maniobrar con él. En lugar de dirigirlo hacia la costa, una fuerza invisible parecía empujarlo hacia los daneses.

Sobrecogido por el terror, vislumbró a unos arqueros preparados para lanzar sus flechas. Su estómago se encogió y volvió a considerar arrojarse al mar. Ahogarse era mejor que hacer frente a una docena de flechas.

Miró a su rehén, apenas mayor que su hermana Caragh. Respiró hondo deseando no haberla retenido. Esa joven no se merecía caer en manos de los daneses que, sin duda, la violarían antes de matarla. Había cometido muchos errores ese día, pero aún le quedaban unos preciosos segundos.

Utilizó el cuchillo para cortar las ataduras. La mujer lo miró sorprendida mientras se frotaba las muñecas. Sin pararse a preguntar, corrió junto a los suyos.

—Vamos a tener que saltar —anunció Brendan a sus amigos—. Si se acercan demasiado no sobreviviremos.

—Si abandonamos el barco nos ahogaremos —contestó uno de sus amigos.

El corazón de Brendan latía enloquecido y unas gotas de sudor perlaban su cuello.

—En cuanto alcancemos la costa, regresaremos a Gall Tír a pie.

Eso, suponiendo que alcanzaran la costa. Los daneses estaban cada vez más cerca y ya les oía gritar algo en una extraña lengua.

—Está demasiado lejos —protestó su amigo.

—No tenemos elección. Si nos quedamos aquí, esta noche moriremos.

Tan solo le quedaba rezar para que los Lochlannach los dejaran saltar del barco. Pero, por la mirada de su líder, no estaba seguro de que fueran a dejarlos marchar. Su estómago se encogió al pensar en el destino que los aguardaba.

De repente, los Lochlannach se levantaron todos a la vez y lo rodearon. Era evidente que hacía tiempo que habían cortado las ataduras y que habían estado esperando el momento oportuno para atacar.

Una lluvia de flechas cayó sobre el navío. Brendan se arrojó sobre la cubierta mientras oía una flecha impactar sobre un cuerpo y veía el rostro moribundo de uno de sus amigos.

Los vikingos gritaban mientras numerosos hombres saltaban al barco. Oyó los gritos de quienes habían sido alcanzados por alguna flecha antes de caer al mar.

La mujer permanecía agazapada en un rincón del barco, protegida por los suyos. El líder de los Lochlannach se detuvo en seco, la pierna atravesada por una flecha. La mujer gritó y salió de su escondite, saltando al agua, seguida por el vikingo. Brendan dudaba que lograra alcanzar la costa con la pierna herida.

Paralizado por el miedo, cerró los ojos y se preparó para enfrentarse a la muerte. A su alrededor se oían las voces de los daneses que los iban acorralando.

«Que mi muerte sea rápida e indolora», rezó. «Y que mi hermana esté a salvo».

 

 

El corazón de Elena se estrellaba contra las costillas y el pulso le latía con tal rapidez que estaba a punto de desmayarse de miedo. Las gélidas aguas la golpeaban como puños y el vestido empapado la empujaba hacia el fondo. Aunque movía brazos y piernas, no conseguía nadar.

De repente, la cercana isla le pareció inalcanzable. Con la respiración acelerada, luchó por mantener la cabeza fuera del agua. A su espalda, oía los gritos de los hombres y el entrechocar de las espadas.

Su cabeza se hundió bajo el agua y se sintió ahogar, tosiendo mientras intentaba alcanzar la isla. En la oscuridad apenas veía nada a su alrededor y dudaba que pudiera conseguirlo.

«No eres lo bastante fuerte para nadar hasta la isla», el terror se apoderó de ella. «Te vas a ahogar».

A pesar de que desfallecía por momentos, no dejó de mover los brazos hasta que algo salpicó a su lado. Unos fuertes brazos la agarraron por la cintura. Era Ragnar que, como un navío que cortara el mar, la empujaba hacia adelante. Elena se agarró a su cuello, agradecida de que él también hubiera escapado.

—¡Nada! —le ordenó Ragnar—. No mires atrás.

El miedo paralizaba a Elena y su cabeza volvió a hundirse bajo el agua, pero Ragnar la sujetó para que saliera a flote. Juntos nadaron hacia la isla mientras, a su espalda se oían los gritos de los daneses que tomaban el mando del navío.

«Freya, protégeme», rezó Elena. La luna asomó tras una nube, iluminando la superficie del agua.

Tenía que vivir. A pesar del terror que sentía, lucharía por sobrevivir. Aunque solo quedaran ellos dos vivos.

Tres

 

Los brazos le pesaban como si fueran de plomo, pero tener a Ragnar a su lado, le insufló valor. El guerrero pronunciaba palabras de ánimo, aunque su ritmo había disminuido.

Cuando al fin sintió que sus pies tocaban el fondo, Elena suspiró aliviada. Estaba agotada y temblaba violentamente, pero ambos habían alcanzado la orilla.

Ragnar avanzaba pesadamente, apoyándose en ella. Elena no comprendía por qué le costaba tanto caminar hasta que la luna iluminó la flecha que asomaba del muslo.

—¡Estás herido! —exclamó ella mientras lo ayudaba a caminar hasta la arena.

Ragnar no contestó y ella sintió pánico. ¿Estaba malherido? Jamás sobreviviría sin él.

Sin embargo, enseguida desechó los oscuros pensamientos. Todavía no estaba muerto.

Tenía que sacarle la flecha, vendarle la herida, encender un fuego y construir un refugio. En su vestido había suficiente lana para hacer una venda.

—Ragnar, mírame.

Él obedeció, pero en su mirada se reflejaba tal dolor que ella temió lo peor. Las ropas estaban empapadas. La cota de malla brillaba bajo la luz de la luna. Tenía que quitársela para examinar la herida.

—Te ayudaré a alcanzar esas rocas —le explicó ella—. ¿Podrás caminar hasta allí?

Él asintió, como si hablar le costara demasiado. La sangre manaba de la herida, aunque no con fuerza. Elena lo ayudó a sentarse y a quitarse la cota de malla y la túnica. Después utilizó el cuchillo para cortar pedazos de tela de su vestido. No queriendo torturarle con más agua salada sobre la herida, buscó algo para colocar entre la pierna y la tela empapada.

—Tenemos que encender un fuego —le recordó Ragnar—. Podrías preparar uno.

—Enseguida —le prometió ella—. Primero voy a sacarte la flecha.

—Si lo haces, podría sangrar más —contestó él con calma.

—Pero no podemos dejarla dentro ¿verdad? —Elena apoyó las manos sobre los hombros del guerrero y se arrodilló ante él—. Tú me proteges y haré todo lo que pueda para ayudarte.

Durante un fugaz instante, la mirada de Ragnar se tiñó de deseo. Elena no supo cómo reaccionar, por miedo a haberle malinterpretado.

Respiró hondo y alargó una mano hacia la flecha. Mejor no decirle cuándo iba a tirar de ella, así le dolería menos. Aunque nunca había arrancado una flecha del cuerpo de un hombre, no parecía estar muy profunda. Se preguntó qué sería mejor, si empujarla a través de la pierna o sacarla de un tirón. En ambos casos iba a dolerle.

—No quiero hacerte daño —le aseguró—, pero habrá que… —sin decir nada más, hundió la flecha hasta que salió por el otro lado de la pierna—. Ya está.

Ragnar soltó un gemido de dolor y ella cubrió la herida con musgo antes de vendarla.

—Podrías haberme avisado —siseó él respirando con dificultad.

—Anticiparse al dolor es peor que la realidad —respondió Elena.

—¿Alguna vez te han atravesado con una flecha? —protestó Ragnar.

—Tampoco estaba tan hundida —ella intentó suavizar la situación—. La hemorragia no ha sido tan fuerte como podría haber sido —en silencio, dio gracias a los dioses por ello. De haber estado más profunda, dudaba mucho que hubiera tenido la fuerza suficiente para hacerla salir por el lado opuesto. Los fuertes músculos lo habrían hecho imposible.

 

 

En cuanto le hubo vendado la pierna, Elena instaló a Ragnar contra una roca.Temblaba cada vez más.

Necesitaban encender fuego. Pero antes tenía que encontrar una piedra de pedernal.

El miedo, el frío y la oscuridad empezaban a minar el poco valor que aún conservaba. Necesitaban un refugio y calor para pasar la noche. Su supervivencia dependía de ello.

Elena se obligó a pensar en los pequeños detalles. El fuego era lo más necesario y todavía tenía el cuchillo de Ragnar.

—Intentaré encontrar algo de pedernal entre las piedras.

—Espera —Ragnar hundió la mano bajo la túnica y sacó una piedra que colgaba de una correa de cuero—. Esto es pedernal.

Elena intentó desatar el nudo con las manos apoyadas en la garganta del vikingo.

—Tú no estás herida ¿verdad? —susurró él.

Una espiral de calor inundó a Elena, demasiado consciente de que sus manos rodeaban el cuello de Ragnar, casi como si lo estuviera abrazando.

—No —murmuró—. Ahora no hables, descansa mientras yo preparo una hoguera.

Incapaz de deshacer el nudo, optó por sacarle la correa por encima de la cabeza.

El masculino aroma de ese hombre no tenía nada que ver con el de su esposo, pero sí encerraba la familiaridad del amigo.

¿En cuántas ocasiones había confiado en Ragnar? Eran amigos desde siempre y, si no le quedaba más remedio que quedarse allí aislada, se alegraba de que fuera con él.

Con renovado coraje empezó a recoger hierbas y trocitos de ramas que encontró en la playa. Por la mañana tendrían que trasladarse más hacia el interior en busca de alimento. Jamás sobrevivirían sin agua dulce o un refugio. Además, no sabía si Ragnar sería capaz de nadar nuevamente.

«Ahora no pienses en eso», se recriminó.

Cuando tuvo todo lo necesario, golpeó el pedernal repetidas veces hasta conseguir hacer saltar una chispa que prendió un fuego que, lentamente, alimentó.

Tenía la ropa empapada y el calor de las llamas resultaba reconfortante. Levantó la vista hacia el mar, pero no vio rastro de ningún barco.