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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Lynne Graham

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una esposa rebelde, n.º 98 - noviembre 2014

Título original: Christakis’s Rebellious Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4871-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

UN divorcio puede ser civilizado –pronunció Cristo Ravelli con estudiado tacto.

Nik Christakis casi soltó una burlona carcajada ante semejante frase de su hermano, apenas dos meses mayor que él. En realidad el sincero respeto que sentía por su hermano fue lo único que contuvo su afilada lengua. Después de todo, ¿qué podía saber Cristo sobre la ira y el caos que generaba un divorcio amargo? Era un hombre recién y felizmente casado que no había vivido esa experiencia… ni tampoco muchos de los otros sucesos desagradables que te podía presentar la vida. Como resultado, era tan recto como una regla; no tenía ni esquinas, ni curvaturas, ni escondites. Podía comprender su compleja y oscura experiencia tan poco como un dinosaurio comprendería al verse catapultado a un cuento de hadas lleno de magia.

–Sé que probablemente te estarás preguntando de dónde saco el valor para ofrecerte consejo –señaló Cristo sagazmente–. Pero Betsy y tú una vez tuvisteis una buena relación y sería mucho más sano para los dos que dejarais de lado las tensiones y las rencillas…

–Pues en ese caso te encantará oír que mañana Betsy y yo vamos a vernos cara a cara en presencia de nuestros abogados en un esfuerzo por llegar a un acuerdo –bramó Nik con sus oscuros, pero hermosos, adustos rasgos.

–Es solo dinero, Nik y… Dio mio… –suspiró Cristo pensando irónicamente en el enorme imperio que había construido su hermano, un magnate adicto al trabajo–. De eso tú tienes mucho…

Nik apretó sus perfectos dientes blancos y sus ojos verdes se encendieron con un brillo de furia apenas contenida.

–¡Esa no es la cuestión! –lo interrumpió bruscamente–. Betsy está intentando acabar conmigo y robarme la mitad de lo que tengo…

–No puedo entender por qué está exigiendo tantas cosas. Habría jurado que no era una mujer materialista ni interesada. ¿Has intentando hablar con ella, Nik?

Nik frunció el ceño.

–¿Por qué iba a intentar yo hablar con ella? –le preguntó asombrado ante una sugerencia que, claramente, le pareció una locura–. Me echó de nuestra casa, dio inicio a los trámites de divorcio ¡y ahora mismo está intentando sacarme miles de millones!

–Tuvo buenos motivos para echarte de casa –le recordó Cristo con tristeza.

En respuesta, Nik apretó los labios. Él tenía las ideas muy claras sobre el porqué del derrumbe de su matrimonio. Se había casado con una mujer que decía que no quería hijos y que después había cambiado de opinión. Sí, era cierto que él había optado por ocultarle cierta información privada tras aquella revelación, pero había dado por hecho que su cambio de opinión era un mero capricho o una reacción hormonal; un impulso que, con suerte, se le pasaría tan rápidamente como había llegado.

–Era mi casa –respondió Nik con rotundidad.

–Así que ahora estás pensando en quitarle Lavender Hall también además del perro –dijo Cristo con tono grave.

–Gizmo también era mío –Nik miró al perro en litigio, al que tenía bajo su cuidado desde hacía dos meses y que seguía siendo víctima de una profunda depresión perruna. Gizmo estaba tumbado junto a la ventana rodeado por un despliegue de juguetes intactos, y con su corto morro apoyado sobre sus peludas patas con gesto melancólico. El animal tenía lo mejor que el dinero podía comprar, pero, a pesar de los esfuerzos de Nik, el maldito chucho seguía echando de menos a Betsy.

–¿Tienes idea de lo hundida que se quedó cuando le quitaste al perro?

–Las tres hojas de instrucciones manchadas de lágrimas que lo acompañaban me dieron una pista –dijo con ironía–. Le preocupaba más el perro de lo que yo llegué a preocuparle nunca…

–¡Hace menos de un año Betsy te adoraba! –le gritó Cristo a su hermano condenando esa insensible respuesta.

Y Nik tenía que reconocer que le había gustado que lo adorara; le había gustado mucho, la verdad. Cuando la adoración se había convertido en un odio violento y en preguntas que no podía responder, no había tenido ganas de seguir con esa nueva situación. Habían sido preguntas que podría haber respondido si se hubiera visto obligado, admitió para sí, pero no habría soportado quedarse ahí de pie viendo la expresión de pena u horror de Betsy si le hubiera contado la verdad. Había ciertas verdades que un hombre tenía derecho a ocultar porque algunas eran demasiado espantosas como para compartirlas.

–Quiero decir… –Cristo vaciló–. Cuando me animaste a hablar con Betsy, a hacerme amiga suya después de vuestra ruptura, pensé que era porque la amabas y querías recuperarla y pretendías que yo actuara como intermediario…

El rostro de Nik, aplastantemente hermoso, se arrugó en una mueca.

–No la amaba. Nunca he amado a nadie –admitió con frialdad–. Me gustaba, confiaba en ella. Era una buena ama de casa…

–¿Ama de casa? –Cristo se quedó anonadado con la descripción porque era un término anticuado que a Nik, con su aspecto de tipo adaptado a los nuevos tiempos, no le iba nada.

–Una buena ama de casa –repitió Nik suponiendo que Cristo, que siempre había tenido un hogar decente, no podía comprender cuánto podía atraerle a él ese talento en una mujer–. Pero mi confianza en ella estaba fuera de lugar y está claro que no quiero recuperarla.

–¿Estás absolutamente seguro de eso? –insistió Cristo.

Ne… –confirmó en griego de manera instantánea. Aunque aún no estuviera divorciado, ya había seguido adelante con su vida. Después de todo, Betsy siempre había sido una novia excéntrica para un multimillonario griego, pero había aparecido durante un momento complicado en su vida y pertenecía a esa fase, no al nuevo comienzo del prometedor futuro que él estaba imaginando. En los seis meses que habían pasado desde el fin de su matrimonio, él había cambiado y estaba muy orgulloso de ello. Se había despojado de su pasado disfuncional, había pasado de ser un hombre con más exceso de equipaje que un jumbo a ser una versión de sí mismo mucho más eficiente. Lo último que quería hacer ahora era repetir errores pasados. Y Betsy había sido un grave error.

 

 

Por mucho que Betsy hubiera intentado ocultarlo, se la veía tan nerviosa en compañía de sus representantes legales mientras esperaban en la elegante sala de reuniones que solo un mínimo sonido habría bastado para sobresaltarla.

Su tensión nerviosa era comprensible. Después de todo, hacía seis meses que no veía a Nik, seis meses durante los cuales su corazón ya roto había sido pisoteado una y otra vez, y después lo poco que le quedaba se había hecho pedazos. Se había negado a verla o a darle cualquier tipo de explicación sobre su comportamiento y en un instante ella había pasado de ser una mujer felizmente casada intentando tener su primer hijo a una esposa traicionada, herida y confundida.

Había echado a Nik de casa porque él prácticamente la había abandonado. Después de su despiadado engaño, la fuerza de su contraataque casi la había destruido y se había marchado sin mirar atrás. Había reaccionado como si tres años de matrimonio, que ella había creído felices, no significaran absolutamente nada para él. Demasiado tarde había caído en la cuenta de que se había casado con un hombre que nunca le había dicho que la amaba, que más bien había dicho que no creía en el amor y para el que, en todo momento, sus asuntos de negocios, y no ella, habían sido su prioridad.

Así que después de aquella devastadora traición y de su rechazo final, no había sido una sorpresa que hubiera terminado contraatacando. Y sabía que ese comportamiento haría que él pasara de sentir aparente indiferencia hacia ella a sentir un profundo odio. Pero no le importaba; no, no le importaba lo más mínimo lo que Nikolos Christakis pensara de ella. El amor había muerto cuando se vio forzada a admitir lo poco que él había pasado a valorarlos a ella y a su matrimonio, y suponía que ahora estaba sumida en un intento más que patético de castigarlo por haberle roto el corazón de un modo tan despiadado.

Venganza. No era una palabra ni bonita ni femenina, pero sí que era lo último que un tiburón de los negocios manipulador y artero como Nik Christakis se esperaría nunca de la que una vez había sido su sumisa esposa y que pronto sería su exmujer. No se había preocupado de ella, pero sí que se había preocupado de su preciado dinero. En la vida de Nik no había mayor objetivo que la búsqueda despiadada del beneficio y la conservación de esa enorme riqueza personal. Betsy sabía que, si podía minar a Nik en el terreno económico, al menos, por fin le haría daño. Después de todo, había hecho falta que le reclamara la mitad de sus posesiones para poder reunirse cara a cara con él. Quedaba más que patente que a Nik el dinero le importaba más que ella o su matrimonio.

Unas pisadas se oyeron por el pasillo y Betsy se tensó. La manilla de la puerta emitió un ligero ruido, pero la puerta permaneció cerrada y ella se quedó paralizada y con el corazón en la garganta.

–Deja que hablemos nosotros –le recordó Stewart Annersley, su representante legal.

Lo cual era igual que decirle que ella no estaba a su nivel; aunque eso era algo que ella ya sabía. Apenas podía creerse que se hubiera pasado tres años enteros en ese mundo superfluo y esnob de Nik y que, aun así, todavía pudiera seguir siendo tan ingenua y fácilmente impresionable. ¿Qué decía esa actitud sobre ella? ¿Que era estúpida? ¿Que no sabía identificar ni a las personas ni sus motivaciones? Se había quedado apesadumbrada cuando Nik le había quitado a Gizmo, que había sido su único consuelo. A pesar de que no era un hombre al que le gustaran los perros, había insistido en llevarse al animal. ¿Por qué?

Betsy creía que lo había hecho porque era un controlador obsesivo. Evidentemente, lo que era suyo, seguía siéndolo siempre, a menos que se tratara, claro, de una esposa desechada y descartada. Su ataque más reciente había sido ir a por la casa que a él nunca le había gustado y que ella había adorado. ¿Por qué? Estaba claro que era suya y que él había pagado la reforma, pero solo la había comprado para complacerla. ¿O no? ¿Lo habría hecho simplemente porque había visto Lavender Hall como una prometedora inversión? Betsy tenía cada vez más dudas sobre lo que creía que habían sido las motivaciones de Nik.

Sin previo aviso, la puerta se abrió de golpe enmarcando al alto y musculoso cuerpo de Nik. El corazón le golpeteo frenéticamente un segundo y después sintió como si le hubiera dejado de latir porque durante lo que pareció un interminable momento no se pudo mover, no pudo respirar, no pudo hablar, ni siquiera pudo pestañear. Ese hombre irradiaba puro carisma sexual.

Sus ojos extraordinariamente claros resplandecían como brillantes esmeraldas en su oscuramente hermoso rostro; tenía una mirada digna de atención e impactantemente astuta. Miles de recuerdos amenazaron con consumirla, desde el de su desastrosa primera cita hasta su idílica luna de miel y la soledad de su vida una vez se había impuesto la realidad. Luchó contra ellos. No se lo volvería a hacer, se juró con vehemencia. No volvería a hacerle perder los nervios.

Alzó la barbilla, puso los hombros rectos y lo miró con cuidado de no establecer contacto visual directo a pesar de que por dentro seguía agonizando por su presencia, preguntándose cómo les había pasado todo eso, cómo el hombre al que había adorado podía haberse convertido en su peor enemigo. ¿Dónde se había equivocado? ¿Qué había hecho para que la tratara con semejante hostilidad y crueldad?

Y aunque la paranoia y la autocompasión amenazaron con superarla durante un peligroso instante, dentro de su cabeza oyó las palabras que una vez Nik le había dirigido: «Deja a un lado la manía persecutoria y la culpabilidad. No todo es culpa tuya. No se te castigará ni en este mundo ni en el siguiente por ningún pecado que hayas cometido. Las cosas malas te las manda la vida sin más…».

 

 

Nik miraba a Betsy con compulsiva intensidad. ¿Había encogido? Bueno, tampoco es que hubiera sido muy grande nunca ni de estatura ni de talla; en realidad apenas pesaba cincuenta kilos con la ropa empapada. Rodeada por su cuadrilla legal se la veía totalmente eclipsada. Sí, sin duda había perdido peso. Asaltado por un viejo instinto protector, se preguntó si estaría comiendo bien, aunque al instante aplastó ese pensamiento y lo lanzó a lo más profundo de su mente por considerarlo inapropiado. Eso ya no era asunto suyo, como tampoco lo era que su abogado, Annersley, estuviera demasiado cerca de ella y mirando con admiración el delicado perfil de Betsy como si fuera un premio que quería conseguir. Porque, claro, si Betsy conseguía aunque fuera una mínima parte de todo lo que él poseía, se convertiría en un gran trofeo para todo hombre maquinador y calculador.

Esa idea no le afectaba, no, nada en absoluto, se dijo Nik con fuerza sentándose en la silla con demasiado ímpetu. Sin duda habría otros hombres en el futuro de Betsy porque era una belleza. Deslizó la mirada sobre su pálido rostro. Siempre le había recordado a una figurita de cristal tallado, frágil en todos los sentidos, esa clase de mujer a la que un hombre quería proteger y mimar. ¿Pero adónde lo había llevado esa caballerosa actitud que solo le había mostrado a ella?, se preguntó. Lo había conducido hasta un tribunal de divorcios y un futuro pobre, como el de otros miles de hombres estúpidos. «Quiero un bebé» le había dicho ella con lágrimas en sus ojos azules y con labios temblorosos, rompiendo así su acuerdo prematrimonial, intentando reescribir la historia egoístamente y a su antojo… Y no se había dado cuenta de que a él se le había hundido el mundo en cuanto había hablado.

Estaba claro que ahora Betsy tendría ese hijo tan deseado con cualquier otro hombre. De pronto le dio un vuelco el estómago. Se bebió de un trago la taza de café solo que le habían ofrecido y se quemó la boca. Betsy estaba intentando robarle tal como el gigoló de su padre, Gaetano, había intentando robar a su madre, Helena. Sin embargo, Helene Christakis había sido demasiado lista para dejarse engañar por Gaetano Ravelli y el cociente intelectual de Nik estaba muy por encima del de su madre.

La cuestión era que ya no le importaba un comino Betsy. Al igual que un alcohólico, estaba siguiendo tratamiento, y ese tratamiento era volver a verla y no sentir nada. Y ahí estaba: diminuta, exquisitamente provocativa en cada detalle, desde su sedoso cabello rubio claro y su piel de porcelana hasta la voluptuosidad de sus naturales labios rosados. Apretando la mandíbula, le buscó fallos y los anotó en su mente: la pequeña protuberancia de su nariz, sus sutiles pecas, su pequeña estatura y escasas curvas. En el aspecto físico se encontraba muy lejos de ser perfecta… así que ¿qué había visto en ella?

Sin previo aviso, Betsy alzó la mirada y sus suaves pestañas se elevaron para dejar ver unos ojos del color del océano más profundo haciendo que la lujuria se apoderara de él, golpeándolo como con un puño de hierro que tensó su poderoso cuerpo e hizo que sus músculos se pusieran a la defensiva mientras el deseo iba aumentando en su entrepierna y tensando sus pantalones sastre. Esa reacción lo impactó, y hacía falta mucho para impactar a Nik. Es más, la consternación que siguió a ese instante hizo que se le cubriera de sudor el labio superior y lo recorriera un gélido frío mientras intentaba con todas sus fuerzas ocultar esa inoportuna respuesta. Tal como razonó con determinación, estaba claro que su momentánea excitación no era más que el recuerdo de un viejo hábito por estar cerca de una mujer que le era sexualmente familiar.

 

 

Betsy se quedó mirando fijamente la mesa mientras se llevaban a cabo las formalidades legales. Nik se encontraba en el otro extremo, lo suficientemente alejado como para poder ignorarlo visualmente, aunque toda ella estaba luchando contra sus ganas de girar la cabeza en su dirección y mirarlo. ¡Había pasado un agonizante largo tiempo desde la última vez que se había permitido el lujo de mirarlo! Un instinto que no pudo contener le hizo alzar la cabeza y durante un explosivo segundo se topó con los impresionantes ojos verdes de Nik, unos ojos que resultaban impactantes en ese rostro oscuro y tremendamente hermoso que tenía.

De pronto no pudo ni respirar ni moverse y se vio controlada por las más primitivas respuestas. Un intenso ardor surgió en lo más profundo de su ser y sintió sus pechos inflamarse bajo su sujetador y sus pezones tensarse en forma de inflamadas cúspides. Una mezcla de imágenes eróticas la asaltaron y un ardiente rubor arrasó con su palidez. Más tarde le dolería pensar que Nik había tenido la fuerza de ser el primero en desviar la mirada, pero en el instante en que se produjo esa desconexión ella dio gracias, sin más, por verse liberada de un terrible deseo.

Después de todo, Nik le había hecho pasar un infierno. Se había mantenido en silencio cuando debería haber hablado, e incluso había permitido que ella pasara por la horrenda humillación de descubrir la verdad por boca de uno de sus hermanos.

«Lo lamentarás», la había advertido Nik el día que lo había echado de casa, pero su único pesar entonces había sido no haber descubierto antes lo que le había estado ocultando.

Mirando atrás, sabía que aquel día se había comportado como una loca. Una locura transitoria se había apoderado de ella en cuanto su mundo se había desmoronado a su alrededor. Había gritado, había soltado toda clase de improperios y él se había quedado ahí, como una roca golpeada por un tempestuoso mar; aparentemente nada afectado ni por su furia, ni por sus lágrimas, ni por sus súplicas reclamando una explicación. Es más, no había pronunciado nada más que la fría confesión de que lo que su hermano pequeño, Zarif, le había contado era efectivamente cierto: Nik se había sometido a una vasectomía con veintiún años y no existía ninguna posibilidad de que pudiera tener nunca un hijo con ella. Pero no la había hecho partícipe de ese secreto y, de un modo imperdonable, había permitido que sufriera viendo cómo durante meses no lograba quedarse embarazada. ¿Por qué no le había dicho la verdad? ¿Por qué?, había preguntado una y otra vez, y él la había mirado sumido en un siniestro silencio, negándose a explicar su comportamiento.

Marisa Glover, la célebre abogada de divorcios que se encontraba al lado de Nik, estaba mirando a Betsy con unos fríos ojos azules y así, como si nada, le preguntó por qué creía que una mujer que nunca había tenido nada, que no había sido más que una camarera disléxica antes de casarse y que no había trabajado desde entonces, debía tener derecho a reclamar la mitad del patrimonio de su marido.

–Admitámoslo… no tiene hijos a los que mantener –les recordó la gélida rubia a todos los presentes.

De pronto, Betsy palideció y se encogió por dentro, horrorizada, como apartándose de unos virtuales golpes físicos con la eficacia de auténticas bombas. Nik se lo había contado; les había contado que era disléxica y sintió como si le hubieran echado encima un cubo de agua helada. En cuanto al recordatorio de que no tenía hijos, eso había sido un golpe más cruel todavía teniendo en cuenta que Nik le había negado de manera consciente y maquiavélicamente lo que ella tanto había anhelado.

Su abogado intervino para llevar el tema hacia una dirección más práctica.

Nik observó el pálido y tenso rostro de Betsy, el inquieto aleteo de sus pestañas, la tirantez de sus labios, y supo que se sentía dolida, humillada y horrorizada por el comentario de su abogada. Marisa era la mejor abogada matrimonial de Londres y él siempre contrataba a los mejores. Pero ahora él tenía sus perfectos dientes blancos apretados y sus bronceados dedos cerrados en un puño y apoyados sobre un largo y poderoso muslo. ¿Es que Betsy se había esperado que fuese por las buenas? ¿Había pensado que en su divorcio podía quedar algo sagrado, algo que se mantuviera en secreto? ¿Tan inocente era?

Aún estaba esperando a que su equipo legal atacara porque, sin duda, tendrían munición. Sobraba decir que no quería que la información sobre su secreta vasectomía se aireara. Eso era privado y, en su opinión, bastante más que la dislexia que ella estaba tan avergonzada de padecer.

Aun así, la mirada atribulada de dolor y traición que reflejaba su expresivo, aunque controlado, rostro, le afectaba le gustara o no, y una sensación de desagrado e impaciencia se formó en él por haber humillado a Betsy delante de toda esa gente.

Annersley estaba ocupado recordándole a Marisa que Nik se había negado a permitir que Betsy trabajara durante su matrimonio, dejando entrever, si bien del modo más sutil, que ese hombre era un machista retrógrado. Marisa estaba señalando que Betsy carecía de la educación requerida para obtener otra cosa que no fuera un empleo de lo más penoso y que no se podía esperar que un hombre del estatus social de Nik aceptara a una esposa con un empleo mediocre.