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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Maureen Child

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Espejismo de amor, n.º 1167 - noviembre 2014

Título original: The Marine & the Debutante

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4875-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

–Si me disparan por culpa de esta niña de papá –masculló Travis Hawks–, termina el trabajo y acaba conmigo, ¿quieres?

–Hecho –murmuró J.T.

Travis volvió la cabeza para mirar al otro hombre. En la oscuridad, lo único que pudo distinguir de la cara de su amigo fue el blanco de los ojos y la sonrisa burlona. La pintura de camuflaje ocultaba el resto de su rostro, al igual que el de los otros dos hombres del equipo de reconocimiento.

–¡Maldita sea, qué rápido has aceptado! –le dijo Travis con una sonrisa forzada. Comprobó la carga del rifle por tercera vez.

–¿Para qué están los amigos? –fue la respuesta de J.T.–. Tú harías lo mismo por mí, ¿no?

Algo pareció moverse entre los arbustos; ambos se giraron, listos para disparar. Era Deke.

–Travis, ve a por la chica y salgamos de aquí de una condenada vez.

–Bien.

–¿Has colocado las cargas explosivas?

–¿Tú que crees? –replicó Travis. Y se tumbó boca abajo para arrastrarse hasta la casa de piedra que había a unos quince metros de ellos.

Todo el mundo en el Cuerpo de Marines lo tenía por el mejor artificiero. Superaba incluso a Jeff Hunter, el sargento de artillería que dirigía a su equipo, aunque Travis, que no era estúpido, jamás se habría jactado de ello delante de él.

Probablemente les habían asignado aquella misión por su pericia. «A veces, ser el mejor no trae más que problemas», se dijo. En cualquier caso, no era momento de estar pensando en aquellas cosas. Travis se concentró en la misión. Con el cuerpo pegado al suelo y abrazado a su rifle, se sirvió de los codos para arrastrarse a campo abierto, entre el equipo y su objetivo.

En la quietud de la noche, escuchó voces. No comprendía el idioma que hablaban; pero, por el tono, parecía que los hombres que guardaban a la rehén estaban muy relajados. «Estupendo», se dijo rogando para que siguieran así.

La baja temperatura helaba el sudor nervioso que le rodaba por la nuca. Hacía un frío de los demonios por la noche en el desierto. Impulsándose con los codos y las rodillas, avanzó rápido. Al alcanzar el edificio, se puso de pie muy despacio junto a la ventana de una habitación con la luz apagada, expulsando el aire que había estado reteniendo. «Bueno, todo bien por ahora».

Como esperaba, no había guardias apostados en el perímetro. Según parecía, aquellos tipos se sentían muy seguros. Tanto mejor...

Travis levantó la hoja móvil de la ventana y rezó por que la información que habían recibido antes de comenzar la misión fuera de total fiabilidad. Si había guardias en la habitación con ella, se armaría un buen jaleo... Él se quedó escuchando un instante.

Cuando se convenció de que estaba todo tranquilo, se introdujo en la habitación a oscuras, moviéndose con tanto sigilo como se lo permitían sus botas de combate.

Su vista se fue acomodando poco a poco a la oscuridad y localizó a la chica. Estaba echada en un estrecho camastro, el único mueble que había en la habitación. Su respiración acompasada y suave le indicó que estaba dormida. Se acercó a ella y le tapó la boca con una mano para mantenerla callada, esperando que se despertara.

No tuvo que esperar mucho. La chica se revolvió como un tigre hambriento y trató de apartarlo haciendo uso de los brazos, las piernas y los dientes. Travis no tuvo más remedio que contenerla. Sin quitarle la mano de la boca, a pesar de que ella estaba clavándole los dientes con todas sus fuerzas, la inmovilizó echando todo su peso encima de ella.

–Marines de los Estados Unidos. ¡Basta ya, señorita! Hemos venido para sacarla de aquí.

Travis sintió disminuir la presión de los dientes de la joven, y vio cómo ella le apartaba la mano. Al fin, se dijo, un poco de gratitud.

–Ya era hora –fue la insolente bienvenida. Y él fantaseando con la idea de ser un héroe...

Tremendamente dolido en su pundonor, y preocupado porque pudieran haberla oído, miró a la puerta y se volvió hacia la chica.

–Cierre el pico y movámonos –le ordenó entre dientes.

–Bien –respondió ella en voz más baja levantándose–, pero no se puede decir que su gente se haya dado mucha prisa en rescatarme.

–¡Oh, por amor de...! –Travis no terminó la frase. No había tiempo, tenían que alejarse antes de que a sus captores les diera por comprobar que su gallina de los huevos de oro seguía allí.

–Sígame –le dijo saliendo por la ventana.

–Espere, mi bolso...

–¡Olvídese de él! –masculló Travis escudriñando en la oscuridad antes de volverse para ayudarla. Solo que ella no estaba al lado de la ventana, sino tumbada en el suelo de la habitación, tanteando bajo la cama para encontrar el maldito bolso.

Él volvió a entrar y la agarró por el codo.

–Aquí no hay ningún centro comercial. No podrá usar las tarjetas de crédito de su papaíto, y no hay tiempo para esto, encanto –masculló.

Ella se soltó y, desafiando su mirada hostil, replicó en un tono cargado de veneno:

–Yo he estado esperándolos dos semanas, creo que podrá esperar usted un minuto.

Aunque sentía deseos de golpearla en la cabeza y sacarla a rastras de allí, Travis no tuvo más remedio que aguantarse y esperar. Por los auriculares le llegó un susurró alto y claro:

–¿Dónde diablos estás?

Frunciendo el entrecejo, él apretó el botón del minúsculo micrófono contra su laringe y masculló irónico:

–Ya salimos. La princesa no puede irse sin su bolso.

Sin apartar la vista de la puerta cerrada, Travis contaba los segundos. Ya se estaba pasando... ¿Qué quería, buscarles problemas?

–¡Muévase de una vez!

–¡Lo tengo! –exclamó ella con tono triunfal, agitándolo. El bolso, de cuero blanco, pendía de una cadena que probablemente sería de oro auténtico. Se lo puso en bandolera y él la agarró, arrastrándola hacia la ventana.

–Vamos –la instó–. Salga de una vez y marchémonos.

La chica se sentó en el alféizar, se subió un poco la falda y sacó fuera las piernas.

–¿Sabe? –le dijo deteniéndose–. Podía ser un poco más amable... Soy la víctima, ¿recuerda?

Travis resopló sin dar crédito a sus oídos. Estaba empezando a dudar que lo fuera en absoluto. De hecho, si tenía que aguantarla durante más tiempo, empezaría a simpatizar con sus secuestradores.

Se inclinó hacia delante y susurró a un centímetro de su rostro:

–Escúcheme bien, encanto. Tenemos aproximadamente un minuto y medio para largarnos de aquí y aún tendrá que sobrarnos tiempo para llegar al helicóptero. De modo que muévase si no quiere que yo la obligue de una patada en su bonito trasero.

Los ojos de ella se abrieron como platos y abrió la boca, indignada un instante como si fuera a replicar. Pero debió de cambiar de opinión. Descolgándose por el hueco de la ventana, se dejó caer sobre la arena del desierto y lo esperó.

Travis la agarró de nuevo del brazo y la arrastró mientras corría a cubierto. Ella iba a trompicones y maldiciendo en voz baja, siguiendo a duras penas su ritmo.

En cuanto alcanzaron los matorrales donde los demás estaban aguardándolos, él se lanzó al suelo, tirando de ella para que se agachara también, y la soltó.

Deke miró a la chica antes de volverse a Travis.

–Jeff está en el punto de reunión. Movámonos –le dijo.

–¿Movernos? ¿Adónde? –inquirió la muchacha.

–Te sigo –murmuró Travis ignorándola a ella y a su pregunta.

Deke y J.T. se pusieron en marcha. Travis empujó a la chica para que fuera tras ellos.

–Muévase. Y no se levante –añadió.

Por fortuna, esta vez ella no rechistó e hizo lo que se le decía. Travis se volvió para mirar hacia la casa una vez más y siguió a la chica en silencio, vigilando la retaguardia.

Puso la mente en blanco, como hacía siempre en ese tipo de situaciones. Hacía lo que tenía que hacer, cuando tenía que hacerlo. No pensaba en nada, no cuestionaba las órdenes, solo se dejaba llevar por su instinto de marine.

Miraba hacia atrás continuamente y, cada vez que volvía la cabeza hacia delante, veía a la joven desenganchando de los arbustos la falda de su estúpido vestido de fiesta. Sacudió la cabeza y apretó los dientes para no gritarle. Los otros estaban ya muy por delante de ellos. Lo estaba retrasando todo.

–Maldita sea –le espetó en voz baja–, ¿no puede ir más rápido?

 

 

Lisa Chambers se paró en seco y le dirigió una mirada colérica por encima del hombro. Ya había tenido más que suficiente. Dos semanas encerrada en aquella cochambrosa casucha, sudando todo el día, rodeada de hombres armados hasta los dientes... Y ahora aquello.

Estaba cansada, hambrienta, entumecida... Y se moría por darse un buen baño. No iba a permitir que un envanecido marine sureño le echara en cara que iba muy despacio.

El frío aire de la noche le estaba llegando hasta los tuétanos, la cadena de oro le rozaba el cuello y el bolso le golpeaba la cadera todo el tiempo.

Le resultaba difícil creer que en el espacio de solo unos minutos una persona pudiera experimentar tantas emociones. Cuando la mano de aquel hombre sobre su boca la había despertado, era lógico que su primera reacción había sido de puro terror, seguido, naturalmente, del instinto de defensa. Por un instante, había creído que sus secuestradores habían decidido hacer con ella algo más que tenerla allí aislada y asustada.

Y entonces, la había invadido un tremendo alivio al escuchar aquella voz con claro acento americano susurrar las palabras: «Marines de los Estados Unidos». La caballería había tardado tanto en acudir en su busca, que había estado a punto de perder toda esperanza.

Lágrimas que no había tiempo para derramar comenzaron a enturbiar sus ojos, pero logró contenerlas. No había mostrado debilidad ante sus captores y tampoco iba a hacerlo con su salvador.

–¿Sabe? –le dijo con sarcasmo–, un poco de sensibilidad no le haría daño.

Él ni siquiera la miró. Bueno, al menos eso le pareció a ella. En aquella noche sin luna, apenas podía distinguirlo en la oscuridad. Al contrario que ella... Con su vestido amarillo, era probable que destacase como un foco en un escenario vacío. Aquel pensamiento la hizo estremecerse, y miró a su alrededor preocupada. Cuando se volvió hacia él, vio cómo la miraba amenazante, con los ojos entrecerrados.

– Nuestra misión –le dijo despacio en su acento sureño–, es ayudar a la gente, no ser sensibles –le contestó sacando algo de debajo del arbusto más cercano –. Así que muévase, encanto.

–¡Deje de llamarme «encanto»! –sus palabras fueron ahogadas por el estallido de un explosivo no muy lejos de ellos.

Lisa gimió y se echó hacia atrás. Una bola de fuego apareció en la distancia. Era como si la hubiera escupido un demonio destructor desde las profundidades del averno. Su luz los iluminó a ellos y toda la zona. Antes de que pudiera reaccionar, el marine corrió hacia ella y, tomándola del brazo, la arrastró tras de sí.

Su mano era cálida, pero no podía decirse que la asiera precisamente con dulzura. La tela de su falda volvió a engancharse, pero él no se detuvo y se rasgó hasta romperse. El hombre la soltó y la empujó delante de sí para que siguiera corriendo. Los altos tacones de sus zapatos se hundían en la arena del desierto, como si este estuviera tratando de retenerla.

Aquellas sandalias eran perfectas para ir de compras, o incluso para bailar; pero, desde luego, no eran lo más indicado en aquella situación. Le dolían los pies y la cabeza le martilleaba. Lisa se preguntó si sobreviviría al rescate. Su «héroe» se había quedado algo atrás, guardándole las espaldas, pero ella hubiera preferido que fuera delante, para saber hacia dónde ir. Lo único que quería era salir de allí en ese mismo momento.

Quería volver a los Estados Unidos, a la casa de su padre. Recordó aquella inmensa bañera color azul cielo en su cuarto de baño. Quería toallas limpias y suaves, velas que arrojaran luz vacilante sobre los azulejos, blancos como la espuma del mar. Quería una copa de vino frío, agua corriente, un secador de pelo, papel higiénico...

«¡Dios mío, por favor, ayúdame a salir de este infierno!», rezó frenética para sus adentros.

–¡Maldita sea! –masculló el marine.

–¿Qué ocurre ahora? –preguntó ella. Él la empujaba para que no se parara–. ¿Qué? ¿Qué es lo que va mal?

–¿Acaso hay algo que no esté saliendo mal? –gruñó él, y se paró en seco.

Lisa se detuvo también para esperarlo. Era un hombre bastante irritante, pero su misión era rescatarla, y no pensaba despegarse de él hasta que la hubiera sacado de allí.

–¡Siga! –le gritó él. Según parecía, después de la primera explosión ya no hacía falta guardar silencio.

–¿Por dónde? –preguntó ella sin dar un paso.

–¡Hijos de...! –exclamó Travis volviendo a sacar algo de entre los arbustos. Esta vez, sin embargo, ella estaba lo bastante cerca como para ver lo que hacía. Sus dedos se movían con seguridad y eficiencia. Levantó una tapa de plástico, accionó un interruptor plateado y puso el dedo sobre un botón que brillaba con una luz verde. Al apretarlo, otra explosión alteró la quietud de la noche en el desierto.

Esta vez había sido más cerca de ellos, y Lisa se quedó mirando la nueva bola de fuego, fascinada por su pavorosa belleza. De pronto, al extinguirse el rugido de la explosión, se oyeron voces, gritos enfadados. Sus secuestradores estaban persiguiéndolos.

–Esto no va nada bien –murmuró.

–Encanto, no ha ido bien en ningún momento –replicó él entre dientes. Se puso de pie de un salto y la tomó de la mano–. ¡Salgamos de aquí!

Corrieron y corrieron. Cuando Lisa pensaba que sus piernas no podrían llevarla más lejos, siguieron corriendo.

–Vamos retrasados, no vamos a llegar... –dijo Travis más para sí mismo que otra cosa.

Ella tragó saliva con dificultad, tratando de tomar aliento.

–¿Quiere decir al helicóptero? –consiguió preguntar.

–Eso es.

–Pero tenemos que conseguirlo –lo instó ella.

Él le dirigió una mirada preocupada.

–El punto de recogida está mucho más adelante.

En la distancia, podían escucharse las hélices de un helicóptero en movimiento. El corazón de Lisa empezó a latir presuroso. «No está tan lejos, no está tan lejos... Podemos hacerlo».

Cada paso era una prueba, cada aliento era una victoria. Tras ellos volvieron a oírse gritos y algunos disparos. Lisa cerró los ojos y agachó de forma instintiva la cabeza sin dejar de correr. Al fin, sintieron el viento que producían las hélices.

Ella pudo distinguir a los otros hombres cubriendo los últimos metros hasta el helicóptero. En la puerta abierta de este, había un marine con un arma automática en la mano, disparando para cubrirlos en su huida.

De pronto, aquel hombre se desmoronó como si fuera una marioneta a la que le habían cortado los hilos. Un momento después, la joven pudo escuchar un disparo de rifle seguido de varios más.

–¡Agáchese, maldita sea! –le gritó Travis haciendo lo propio y arrastrándola con él al suelo.

–¿A qué estamos esperando? –preguntó ella. Lo miró tratando de interpretar la expresión de su rostro, cubierto con la pintura de camuflaje.

–No lo conseguiríamos –replicó él con voz tensa–. Hay demasiado campo abierto hasta el helicóptero.

–Pero... Pero, ¡no podemos esperar! –exclamó ella volviendo la cabeza hacia el helicóptero. Otro marine había reemplazado al hombre caído. El cañón de su ametralladora escupía la munición en rápidas ráfagas, iluminando de forma intermitente la noche cerrada.

–¡Tenemos que hacerlo!

–¡No! –exclamó ella, desesperada. No quería volver a aquel lugar, no quería volver a ser una prisionera. ¡No podían hacerle aquello! Lisa empezó a incorporarse, decidida a correr tan rápido como pudiera si con ello lograba salir de allí.

Sin embargo, no pudo dar un solo paso. Travis la agarró por el brazo, echándola hacia atrás con tal fuerza, que dio con el trasero en el suelo. La presión sobre su brazo se hizo más fuerte y el hombre la hizo darse la vuelta para que lo mirara a la cara.

–No podríamos lograrlo. Y si se quedan ahí esperándonos más tiempo, ellos tampoco saldrán de aquí.

El pánico se apoderó de ella. ¿No querría decir con eso lo que ella estaba pensando?

–¿Qué está diciendo?

Él no se molestó en darle explicaciones. En vez de eso, se puso de pie y agitó su rifle de un lado a otro por encima de su cabeza hacia los hombres del helicóptero en una especie de señal silenciosa. ¡Estaba diciéndoles que se marcharan!

–¡No! –exclamó ella, frenética.–. ¡No haga eso!

–¡Vamos! –le gritó él. Tiró de ella hacia la derecha, corriendo, hasta que los envolvieron las sombras.

Lisa miraba hacia atrás como hipnotizada, viendo al helicóptero despegar. Allí se iba su única forma de escapar...